• —Oigan, Jasuke ya se durmió ¿Lo tiramos al agua?
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  • mm...este concierto si que fue pesado, es algo cansado escucharlas gritar

    (murmura molesto porque unas fans se subieron al escenario a intentar besarlo, mientras el resto de su grupo se burla: mikuo se ve serio ante esas reacciones tan calmadas.)

    uzh...necesito dormir, llevo sin dormir 5 dias y creo que me afecta

    (ve abajo del escenario notando toda la mugre que hay sintiendo asco)

    parece hogar de vagabundo.
    mm...este concierto si que fue pesado, es algo cansado escucharlas gritar (murmura molesto porque unas fans se subieron al escenario a intentar besarlo, mientras el resto de su grupo se burla: mikuo se ve serio ante esas reacciones tan calmadas.) uzh...necesito dormir, llevo sin dormir 5 dias y creo que me afecta (ve abajo del escenario notando toda la mugre que hay sintiendo asco) parece hogar de vagabundo.
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  • El taller improvisado en el que Jett trabajaba olía a metal caliente, pintura fresca y adrenalina contenida. A su alrededor, herramientas flotaban en el aire con ingravidez leve, efecto residual del Reino de la Relatividad donde el tiempo, el peso y el espacio se burlaban de las leyes naturales.

    —Está bien, si esta pista quiere jugar con el tiempo, entonces yo juego con el diseño —murmuró mientras se quitaba los guantes manchados de aceite.

    Había desmontado parte de la carrocería del Deora II. El azul característico de Teku se había ido, reemplazado por un tono morado profundo, como el borde de un eclipse total. A lo largo de los costados, flamas plateadas recorrían la carrocería como si ardieran con frío cósmico, brillando incluso en la penumbra. Cada línea había sido pulida con mimo, aerodinámicamente calculada para resistir la distorsión gravitacional del agujero negro que daba forma a la pista.

    En la parte trasera, un alerón de aleación de kármium pulsaba con luz tenue, estabilizando la nave sobre superficies imposibles. No solo era estético: canalizaba la energía de la relatividad misma, ayudando a Jett a mantenerse en una sola línea temporal… por más tiempo.

    El motor rugió al primer intento. Jett se ajustó los guantes y subió al asiento. Desde el parabrisas, la entrada al Reino de la Relatividad parecía un torbellino de espejos doblados sobre sí mismos, y al centro, el hoyo negro giraba como un corazón oscuro esperando latir.

    —Esta vez no me alcanzas —dijo con una sonrisa ladeada.

    Y entonces, entró a la pista. Los giros imposibles comenzaron. Fragmentos del futuro se le adelantaban y pasados se repetían en cada curva. Pero su vehículo, más que conducir, deslizaba entre pliegues de espacio-tiempo con agilidad sobrenatural. La nueva pintura cortaba el aire como un estandarte de guerra. El alerón mantenía la línea. El motor... cantaba.

    Cuando cruzó la línea de meta, el borde del agujero negro ya lamía la pista. Detrás de él, una curva desapareció en la oscuridad. Pero Jett no miró atrás.

    Estacionó. Bajó del vehículo. Acarició el capó.

    —A veces, todo lo que se necesita... es un cambio de color y un poco de terquedad —dijo, riendo para sí mismo.
    El taller improvisado en el que Jett trabajaba olía a metal caliente, pintura fresca y adrenalina contenida. A su alrededor, herramientas flotaban en el aire con ingravidez leve, efecto residual del Reino de la Relatividad donde el tiempo, el peso y el espacio se burlaban de las leyes naturales. —Está bien, si esta pista quiere jugar con el tiempo, entonces yo juego con el diseño —murmuró mientras se quitaba los guantes manchados de aceite. Había desmontado parte de la carrocería del Deora II. El azul característico de Teku se había ido, reemplazado por un tono morado profundo, como el borde de un eclipse total. A lo largo de los costados, flamas plateadas recorrían la carrocería como si ardieran con frío cósmico, brillando incluso en la penumbra. Cada línea había sido pulida con mimo, aerodinámicamente calculada para resistir la distorsión gravitacional del agujero negro que daba forma a la pista. En la parte trasera, un alerón de aleación de kármium pulsaba con luz tenue, estabilizando la nave sobre superficies imposibles. No solo era estético: canalizaba la energía de la relatividad misma, ayudando a Jett a mantenerse en una sola línea temporal… por más tiempo. El motor rugió al primer intento. Jett se ajustó los guantes y subió al asiento. Desde el parabrisas, la entrada al Reino de la Relatividad parecía un torbellino de espejos doblados sobre sí mismos, y al centro, el hoyo negro giraba como un corazón oscuro esperando latir. —Esta vez no me alcanzas —dijo con una sonrisa ladeada. Y entonces, entró a la pista. Los giros imposibles comenzaron. Fragmentos del futuro se le adelantaban y pasados se repetían en cada curva. Pero su vehículo, más que conducir, deslizaba entre pliegues de espacio-tiempo con agilidad sobrenatural. La nueva pintura cortaba el aire como un estandarte de guerra. El alerón mantenía la línea. El motor... cantaba. Cuando cruzó la línea de meta, el borde del agujero negro ya lamía la pista. Detrás de él, una curva desapareció en la oscuridad. Pero Jett no miró atrás. Estacionó. Bajó del vehículo. Acarició el capó. —A veces, todo lo que se necesita... es un cambio de color y un poco de terquedad —dijo, riendo para sí mismo.
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  • — 𝐸𝑙 𝐴𝑐𝑡𝑜𝑟 𝑑𝑒𝑙 𝑉𝑒𝑙𝑜 𝐸𝑡𝑒𝑟𝑛𝑜 —

    El teatro estaba vacío. Las butacas cubiertas por sábanas blancas, como tumbas de espectadores ausentes. El aire olía a polvo antiguo y a rosas secas. Solo el eco respiraba en ese lugar, caminando por las vigas como un gato hambriento.

    Y en el escenario...
    Johan.

    Vestido de terciopelo negro con bordes dorados. Sentado frente a un espejo alto, ovalado, de esos que no reflejan tanto como devuelven memorias. Frente a él, una mesa con frascos de maquillaje, máscaras apiladas, pelucas, anillos, guantes y vendas. Tantas veces había cambiado de rostro que sus dedos sabían maquillarlo con los ojos cerrados.
    Hoy le tocaba ser alguien nuevo. O quizás alguien olvidado.

    —¿Quién seré esta noche? —se preguntó, y la voz no tenía ni una pizca de ironía. Era real la duda. Terriblemente real.

    Le habló a su reflejo, pero su reflejo no le devolvió la palabra.
    Solo lo miró, paciente, como se mira a alguien que se sigue ahogando en un pozo donde ya no hay agua.

    Porque Johan ya fue todo.

    Fue dios en una tierra sin fe. Fue demonio donde solo quedaba culpa.
    Fue padre, verdugo, sanador, mártir, traidor, maestro, esclavo, amante, tumba.
    Fue cada cosa con la misma pasión con la que un adicto busca el próximo trago de sí mismo.

    Y ahora...
    Ahora no quedaba nada.

    Pero debía actuar. Porque el silencio también exige máscaras. Porque incluso cuando el universo se duerme, alguien tiene que mantener viva la ilusión de que la historia continúa.

    Tomó un anillo. Lo giró entre los dedos.
    Un objeto antiguo. Recuerdo de un rol que lo marcó... aunque ya no recordaba cuál.
    Solo sabía que alguien —algún Johan pasado— había amado con ese anillo. O tal vez traicionado.

    —Hoy seré un salvador que no cree en la salvación —murmuró, mientras se cubría la cara con polvo blanco—. O un farsante que, por una vez, dice la verdad.

    Y entonces sonrió.
    No con burla. Sino con esa melancolía digna de un monstruo que ha jugado a ser humano demasiadas veces... y se ha olvidado de qué vino primero.

    Se puso de pie.
    La luz del escenario lo abrazó como un ritual. No había público. No había obra. Pero había que actuar. Porque el teatro no necesita testigos. Solo necesita que alguien lo mantenga vivo.

    Y Johan siempre está dispuesto.
    A ser todo.
    A ser nada.
    A interpretar cualquier cosa, menos a sí mismo.
    — 𝐸𝑙 𝐴𝑐𝑡𝑜𝑟 𝑑𝑒𝑙 𝑉𝑒𝑙𝑜 𝐸𝑡𝑒𝑟𝑛𝑜 — El teatro estaba vacío. Las butacas cubiertas por sábanas blancas, como tumbas de espectadores ausentes. El aire olía a polvo antiguo y a rosas secas. Solo el eco respiraba en ese lugar, caminando por las vigas como un gato hambriento. Y en el escenario... Johan. Vestido de terciopelo negro con bordes dorados. Sentado frente a un espejo alto, ovalado, de esos que no reflejan tanto como devuelven memorias. Frente a él, una mesa con frascos de maquillaje, máscaras apiladas, pelucas, anillos, guantes y vendas. Tantas veces había cambiado de rostro que sus dedos sabían maquillarlo con los ojos cerrados. Hoy le tocaba ser alguien nuevo. O quizás alguien olvidado. —¿Quién seré esta noche? —se preguntó, y la voz no tenía ni una pizca de ironía. Era real la duda. Terriblemente real. Le habló a su reflejo, pero su reflejo no le devolvió la palabra. Solo lo miró, paciente, como se mira a alguien que se sigue ahogando en un pozo donde ya no hay agua. Porque Johan ya fue todo. Fue dios en una tierra sin fe. Fue demonio donde solo quedaba culpa. Fue padre, verdugo, sanador, mártir, traidor, maestro, esclavo, amante, tumba. Fue cada cosa con la misma pasión con la que un adicto busca el próximo trago de sí mismo. Y ahora... Ahora no quedaba nada. Pero debía actuar. Porque el silencio también exige máscaras. Porque incluso cuando el universo se duerme, alguien tiene que mantener viva la ilusión de que la historia continúa. Tomó un anillo. Lo giró entre los dedos. Un objeto antiguo. Recuerdo de un rol que lo marcó... aunque ya no recordaba cuál. Solo sabía que alguien —algún Johan pasado— había amado con ese anillo. O tal vez traicionado. —Hoy seré un salvador que no cree en la salvación —murmuró, mientras se cubría la cara con polvo blanco—. O un farsante que, por una vez, dice la verdad. Y entonces sonrió. No con burla. Sino con esa melancolía digna de un monstruo que ha jugado a ser humano demasiadas veces... y se ha olvidado de qué vino primero. Se puso de pie. La luz del escenario lo abrazó como un ritual. No había público. No había obra. Pero había que actuar. Porque el teatro no necesita testigos. Solo necesita que alguien lo mantenga vivo. Y Johan siempre está dispuesto. A ser todo. A ser nada. A interpretar cualquier cosa, menos a sí mismo.
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  • (Cassian se sirve vino. No se sienta. Camina frente al ventanal, con una mano en el bolsillo. La voz es baja, grave, con ese acento indescifrable que no pertenece del todo a ningún país.)

    — Dicen que el mundo ya no nos pertenece.
    Que los linajes murieron. Que la sangre es solo biología.
    (Sonríe apenas)
    Ignoran lo esencial:
    la sangre no es herencia… es un mandato.

    (Hace una pausa. Se gira lentamente hacia un sillón vacío. Lo observa como si alguien estuviera allí.)

    Mi apellido pesa más que una nación.
    Medici.
    Lo han convertido en adorno para postales, en murmullo de museos.
    Pero bajo los mármoles y los frescos, la sangre sigue fluyendo…
    — y yo soy su cauce.

    (Camina hacia una vieja biblioteca. Toma un libro sin mirar. Lo abre con elegancia, sin leerlo.)

    Mi abuelo me enseñó a calcular cuánto vale un alma.
    Mi madre me enseñó a quebrarla.
    Y mi padre… bueno,
    él solo supo morir.

    (Cierra el libro. Bebe un sorbo de vino.)

    Me nombraron Custode della Linea cuando cumplí veintiocho.
    Demasiado joven, dijeron algunos.
    Ignoraban que fui viejo antes de nacer.

    (Se acerca al escritorio. Toca un anillo de sello sobre una caja de cristal. Lo observa como si hablara con él.)

    No lidero con discursos. No necesito multitudes.
    Yo negocio en los márgenes,
    yo invoco con papeles,
    yo destruyo con símbolos.

    (Hace una pausa. El tono baja, pero se vuelve más tenso.)

    Quieren olvidar lo que fuimos.
    Quieren borrar la línea.
    Quieren que me arrodille…

    (Silencio. Deja la copa. Se pone el anillo.)

    Entonces mirarán mis ojos y entenderán:
    el renacimiento no es arte.
    Es fuego.
    (Cassian se sirve vino. No se sienta. Camina frente al ventanal, con una mano en el bolsillo. La voz es baja, grave, con ese acento indescifrable que no pertenece del todo a ningún país.) — Dicen que el mundo ya no nos pertenece. Que los linajes murieron. Que la sangre es solo biología. (Sonríe apenas) Ignoran lo esencial: la sangre no es herencia… es un mandato. (Hace una pausa. Se gira lentamente hacia un sillón vacío. Lo observa como si alguien estuviera allí.) Mi apellido pesa más que una nación. Medici. Lo han convertido en adorno para postales, en murmullo de museos. Pero bajo los mármoles y los frescos, la sangre sigue fluyendo… — y yo soy su cauce. (Camina hacia una vieja biblioteca. Toma un libro sin mirar. Lo abre con elegancia, sin leerlo.) Mi abuelo me enseñó a calcular cuánto vale un alma. Mi madre me enseñó a quebrarla. Y mi padre… bueno, él solo supo morir. (Cierra el libro. Bebe un sorbo de vino.) Me nombraron Custode della Linea cuando cumplí veintiocho. Demasiado joven, dijeron algunos. Ignoraban que fui viejo antes de nacer. (Se acerca al escritorio. Toca un anillo de sello sobre una caja de cristal. Lo observa como si hablara con él.) No lidero con discursos. No necesito multitudes. Yo negocio en los márgenes, yo invoco con papeles, yo destruyo con símbolos. (Hace una pausa. El tono baja, pero se vuelve más tenso.) Quieren olvidar lo que fuimos. Quieren borrar la línea. Quieren que me arrodille… (Silencio. Deja la copa. Se pone el anillo.) Entonces mirarán mis ojos y entenderán: el renacimiento no es arte. Es fuego.
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  • La luz tenue del escenario iluminaba su rostro con un resplandor cálido, pero Irene no lo notaba. Estaba acostumbrada. La música era el único lugar donde no se sentía observada, sino libre.

    Sostenía el micrófono con una mano temblorosa al principio, aunque nadie lo notaría. Cerró los ojos apenas comenzó la melodía suave. Stay, de Rihanna. La había cantado muchas veces, pero cada vez era distinta. Esta noche, la canción le apretaba el pecho con fuerza.

    Su voz comenzó a fluir como un susurro sincero, quebrándose en las notas justas, llenando el bar de una melancolía dulce y espesa. Algunos clientes en las mesas dejaron sus copas a medio camino. Otros, desde la barra, bajaron el volumen de sus conversaciones sin darse cuenta. Incluso el jefe, desde la cocina, asomó un poco la cabeza. Era difícil ignorarla cuando cantaba así: como si estuviera pidiendo algo que no sabía poner en palabras.

    La canción terminó con un silencio breve, seguido de unos aplausos suaves, dispersos pero sentidos. Irene sonrió apenas, hizo una pequeña reverencia con la cabeza y bajó del pequeño escenario sin mirar a nadie directamente. Sabía que si se detenía a recibir elogios, se quebraría. Y no tenía tiempo para eso.

    Volvió tras la barra, se ató el delantal con rapidez y tomó la bandeja. La música de fondo regresó, más animada, y el murmullo del bar se reanudó como si nada. Como si esa voz no hubiese sido suya.

    —Mesa seis pidió otra ronda —le dijo Álex, su compañero de turno, señalando con la barbilla.

    —Voy —respondió ella sin pensarlo.

    Faltaban tres horas para las cuatro de la madrugada, su hora de salida. Sus pies ya dolían y su garganta se sentía áspera, pero estaba acostumbrada. El cansancio no pesaba tanto como la necesidad.

    Sirvió dos tragos más, esquivó un par de miradas curiosas y siguió trabajando. Porque así era su vida: un escenario por un instante, y después, volver al mundo.
    La luz tenue del escenario iluminaba su rostro con un resplandor cálido, pero Irene no lo notaba. Estaba acostumbrada. La música era el único lugar donde no se sentía observada, sino libre. Sostenía el micrófono con una mano temblorosa al principio, aunque nadie lo notaría. Cerró los ojos apenas comenzó la melodía suave. Stay, de Rihanna. La había cantado muchas veces, pero cada vez era distinta. Esta noche, la canción le apretaba el pecho con fuerza. Su voz comenzó a fluir como un susurro sincero, quebrándose en las notas justas, llenando el bar de una melancolía dulce y espesa. Algunos clientes en las mesas dejaron sus copas a medio camino. Otros, desde la barra, bajaron el volumen de sus conversaciones sin darse cuenta. Incluso el jefe, desde la cocina, asomó un poco la cabeza. Era difícil ignorarla cuando cantaba así: como si estuviera pidiendo algo que no sabía poner en palabras. La canción terminó con un silencio breve, seguido de unos aplausos suaves, dispersos pero sentidos. Irene sonrió apenas, hizo una pequeña reverencia con la cabeza y bajó del pequeño escenario sin mirar a nadie directamente. Sabía que si se detenía a recibir elogios, se quebraría. Y no tenía tiempo para eso. Volvió tras la barra, se ató el delantal con rapidez y tomó la bandeja. La música de fondo regresó, más animada, y el murmullo del bar se reanudó como si nada. Como si esa voz no hubiese sido suya. —Mesa seis pidió otra ronda —le dijo Álex, su compañero de turno, señalando con la barbilla. —Voy —respondió ella sin pensarlo. Faltaban tres horas para las cuatro de la madrugada, su hora de salida. Sus pies ya dolían y su garganta se sentía áspera, pero estaba acostumbrada. El cansancio no pesaba tanto como la necesidad. Sirvió dos tragos más, esquivó un par de miradas curiosas y siguió trabajando. Porque así era su vida: un escenario por un instante, y después, volver al mundo.
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  • En lo Profundo
    Fandom The Fucking Rangers
    Categoría Drama
    con Nairis de Tzelmúr

    Damian Rivas. Periodista independiente. 27 años. Solía cubrir casos de desapariciones y fenómenos paranormales. Seguido por nichos ocultistas. Un hombre solitario, algo paranoico. Curioso. Demasiado curioso y entrometido. Brillante, hasta que conoció a la persona equivocada. O lo que creyó que era una persona.

    Monster adoptó su rostro. Su voz. Su rutina. Ya se cumplen 17 días desde que mató a Damian, pulcro y preciso, asegurándose de no dejar nada más que el recuerdo difuso de alguien que “trabaja mucho” y “se aleja de todos”.

    - o - o -

    Una vez Nairis accede a acompañarle, el monstruo paga la cuenta sin hacer alarde. Lo hace con un gesto distraído, como si el dinero fuese un concepto sin importancia para él.

    La puerta de la cafetería se cierra tras ellos con un chirrido y el aire de la calle les recibe con ese sabor ácido de ciudad. Recorren unas pocas calles, sin prisa.

    — No es lejos de aquí, serán diez minutos andando.

    Un par de calles después, el paisaje cambia. Las luces se vuelven más débiles, las calles más sucias, el bullicio desaparece para dejar paso a murmullos y sirenas lejanas, puertas cerradas y barrotes en las ventas.

    La zona pobre de la ciudad.
    El corazón olvidado de la urbe.

    — Siempre me ha gustado esta parte de la ciudad. No por bonita, claro… Aquí la vida es honesta, cruda. Nadie se molesta en fingir.

    Mantiene la conversación ligera. Habla de trivialidades tanto como escucha cualquier retribución de su acompañante.

    — ¿Te molesta la decadencia? Hay gente que no soporta la fealdad cuando la perfección sabe a plástico. No me lo explico.

    Aquí las viviendas se amontonan unas sobre otras cual cuerpos sin sepultura. Edificios grises, viejos, cuya pintura se descascara como la piel de un leproso. No hay árboles. No hay flores. Solo concreto vandalizado y abandono.

    — La gente pinta cosas para sentirse inmortal —con un gesto, señala los gaffitis en la fachada del edificio— Y luego otros las borran para sentirse poderosos.

    Monster no pierde la amabilidad en su voz mientras se detiene frente a uno de esos edificios desgastados. Abre una reja oxidada y le guía por una escalera estrecha, húmeda, mal iluminada, apenas estable. Bajando un piso por debajo del nivel de la calle, llegan a una puerta metálica, marcada con el número 3B.

    — No es el sitio más bonito, lo sé —dice con una sonrisa torcida—, pero me permite estar cerca de la acción. No necesito más.

    Habla como si el entorno no importara más que un cuadro en la pared, como si tuviera sentido estar ahí.

    El departamento de Damian, ahora el del monstruo, es un monoambiente pequeño. Al entrar, lo primero que llega es el olor: una mezcla de humedad, tinta de impresora y ropa sin lavar. Desordenado pero funcional.

    Una mesa con papeles amontonados entre los que se cuentan cartas y facturas vencidas, un ordenador, varias pantallas, tazas sin lavar en el fregadero.

    Hay una cama sin hacer, un perchero con dos chaquetas, una estantería vencida repleta de libros sobre conspiraciones, teorías arcanas, tratados antiguos y una Biblia Negra.

    Ninguna ventana.
    Ni un rastro de sangre.
    Nada lujoso.
    Todo auténtico.

    Monster cierra la puerta tras Nairis y, por primera vez desde que la conoció, guarda silencio. Porque ahora está dentro. Y puede observar más de cerca.
    con [Nairis_La_Cartografa] Damian Rivas. Periodista independiente. 27 años. Solía cubrir casos de desapariciones y fenómenos paranormales. Seguido por nichos ocultistas. Un hombre solitario, algo paranoico. Curioso. Demasiado curioso y entrometido. Brillante, hasta que conoció a la persona equivocada. O lo que creyó que era una persona. Monster adoptó su rostro. Su voz. Su rutina. Ya se cumplen 17 días desde que mató a Damian, pulcro y preciso, asegurándose de no dejar nada más que el recuerdo difuso de alguien que “trabaja mucho” y “se aleja de todos”. - o - o - Una vez Nairis accede a acompañarle, el monstruo paga la cuenta sin hacer alarde. Lo hace con un gesto distraído, como si el dinero fuese un concepto sin importancia para él. La puerta de la cafetería se cierra tras ellos con un chirrido y el aire de la calle les recibe con ese sabor ácido de ciudad. Recorren unas pocas calles, sin prisa. — No es lejos de aquí, serán diez minutos andando. Un par de calles después, el paisaje cambia. Las luces se vuelven más débiles, las calles más sucias, el bullicio desaparece para dejar paso a murmullos y sirenas lejanas, puertas cerradas y barrotes en las ventas. La zona pobre de la ciudad. El corazón olvidado de la urbe. — Siempre me ha gustado esta parte de la ciudad. No por bonita, claro… Aquí la vida es honesta, cruda. Nadie se molesta en fingir. Mantiene la conversación ligera. Habla de trivialidades tanto como escucha cualquier retribución de su acompañante. — ¿Te molesta la decadencia? Hay gente que no soporta la fealdad cuando la perfección sabe a plástico. No me lo explico. Aquí las viviendas se amontonan unas sobre otras cual cuerpos sin sepultura. Edificios grises, viejos, cuya pintura se descascara como la piel de un leproso. No hay árboles. No hay flores. Solo concreto vandalizado y abandono. — La gente pinta cosas para sentirse inmortal —con un gesto, señala los gaffitis en la fachada del edificio— Y luego otros las borran para sentirse poderosos. Monster no pierde la amabilidad en su voz mientras se detiene frente a uno de esos edificios desgastados. Abre una reja oxidada y le guía por una escalera estrecha, húmeda, mal iluminada, apenas estable. Bajando un piso por debajo del nivel de la calle, llegan a una puerta metálica, marcada con el número 3B. — No es el sitio más bonito, lo sé —dice con una sonrisa torcida—, pero me permite estar cerca de la acción. No necesito más. Habla como si el entorno no importara más que un cuadro en la pared, como si tuviera sentido estar ahí. El departamento de Damian, ahora el del monstruo, es un monoambiente pequeño. Al entrar, lo primero que llega es el olor: una mezcla de humedad, tinta de impresora y ropa sin lavar. Desordenado pero funcional. Una mesa con papeles amontonados entre los que se cuentan cartas y facturas vencidas, un ordenador, varias pantallas, tazas sin lavar en el fregadero. Hay una cama sin hacer, un perchero con dos chaquetas, una estantería vencida repleta de libros sobre conspiraciones, teorías arcanas, tratados antiguos y una Biblia Negra. Ninguna ventana. Ni un rastro de sangre. Nada lujoso. Todo auténtico. Monster cierra la puerta tras Nairis y, por primera vez desde que la conoció, guarda silencio. Porque ahora está dentro. Y puede observar más de cerca.
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  • [ 𝑴𝒂𝒍𝒅𝒊𝒕𝒐 𝒊𝒏𝒇𝒆𝒍𝒊𝒛. ── 𝐇𝐢𝐣𝐨 𝐝𝐞 . . . ¡𝐌𝐈𝐄𝐑𝐃𝐀! ]





    El estruendo fue brutal. El golpe sobre el escritorio retumbó por toda la oficina, desparramando papeles como si el aire mismo hubiese estallado. En una esquina, los restos de un vaso roto brillaban bajo la luz tenue, fragmentos de vidrio que parecían ecos del caos. El italiano respiraba con dificultad, como si el simple acto de contenerse fuera una carga demasiado pesada.

    Había perdido el control. Por completo.

    La sangre aún manchaba su camisa. Un rastro imborrable de la reunión que había tenido con el ruso.

    Una reunión que, evidentemente, no había terminado bien.

    El rubio permanecía de pie. Inmóvil. Pero sus nudillos, endurecidos por la tensión, hablaban por él. Sus hombros rígidos, el semblante encendido por una ira contenida que no era habitual en él.

    Su habitual aire despreocupado, parecía lejano, diluido en la atmósfera viciada de la oficina. Se pasó una mano por el cabello, un gesto breve, cargado de frustración. Pero no era la escena, ni siquiera el recuerdo de la sangre, lo que lo carcomía por dentro.

    Era Marcos.

    Detrás de él, cabizbajo, en silencio.

    —¿Tú lo sabías? —preguntó sin girarse del todo, apenas ladeando el rostro. Su voz era baja, afilada. La mirada dorada lo alcanzó con una frialdad.

    No hubo respuesta. Solo el silencio cobarde de una cabeza que se hundía aún más.

    Ryan no lo toleró.

    Se giró de golpe y lo tomó por la camisa.

    —Responde —espetó, la voz tensa, quebrada por la furia.

    —Señor Ryan… él tiene que irse. Es… por su bien.

    Ryan soltó una carcajada breve, amarga, sin humor.

    —¿Por su bien? —repitió, casi con desprecio—. Va a desatar una puta guerra si se cruza con el hermano de Elisabetta. Ese imbécil está completamente fuera de sí… ¿y me dices que lo hace por su bien? Una cosa es ir a Rusia para reclamar la herencia de su padre. Otra muy distinta… es expandirse sin control.


    Solo hubo silencio por parte del pelinegro.

    Ryan no pudo soportar verlo más.

    Lo soltó de golpe, como si su sola cercanía lo asqueara, y se dio la vuelta. Caminó hacia su escritorio y se dejó caer en la silla con un suspiro denso, frustrado. Uno que no solo cargaba ira, sino hartazgo.

    No era solo su familia.
    Ni los rostros conocidos que ahora se desdibujaban entre traiciones. Ni siquiera los que buscaban su cabeza desde las sombras, uno por uno, como perros hambrientos.

    Era todo.

    Los amigos que preguntaban por Kiev.
    Las llamadas, los mensajes.
    “¿Se puede hablar con él?”
    “¿Cómo está?”
    “¿Volverá pronto?”

    ¿Y qué debía responder?

    ¿Que Kiev los había borrado a todos sin mirar atrás?
    ¿Que no quería lazos? ¿Que ni siquiera fingía interés por conservar lo que alguna vez fue parte de su mundo?
    ¿Que a él, a Ryan, lo había dejado de lado como si fuera uno más entre sus trabajadores y lo engaño de esa manera?

    Su mirada cayó sobre Marcos, aún ahí. Dudoso. Indeciso.
    Ese gesto solo aumentó la rabia que le carcomía por dentro.

    —Lárgate. No quiero volver a verte por aquí —espetó con voz seca. Tomó una botella de whisky, se sirvió lentamente en un vaso. Iba a beber, pero se detuvo al verlo todavía allí.
    —Dije que te largues.

    Pero el pelinegro, en lugar de retroceder, avanzó. Sacó una carta del bolsillo interior del saco y la dejó sobre el escritorio, en silencio.

    —¿Qué es esto? —preguntó Ryan, sin tocarla aún. Su tono ya no era airado, sino frío. Dejó el vaso sobre el escritorio.

    —La razón, señor. El señor Kiev nunca la vio. Intercepté la carta antes de que llegara a sus manos… y la escondí. No tiene remitente.

    El italiano frunció el ceño, miró la carta con desconfianza. Luego la tomó con cautela, como si ya sospechara que lo que iba a leer no le gustaría. La abrió. Sacó el contenido.

    Y entonces su mano tembló.

    Las palabras escritas lo helaron. Sintió cómo el aire se volvía más denso, cómo el peso del pasado caía sobre él de golpe.

    —¿Es de esa mujer? —preguntó sin mirar a Marcos.

    —No lo sé. Creí que era una mentira más… pero luego recordé ciertas cosas, de antes del secuestro de mi señor.
    Parece que… ella volvió.

    Esto lo molesto aún más. ¿Qué quería?

    El contenido de la carta era evidentemente falso. O al menos eso quiso creer. Kiev simplemente no podría ...

    Era absurdo. Imposible.
    Pero las palabras resonaban.
    Le recordaban una conversación lejana, olvidada casi a propósito. Una noche en la que Rubí lo había rescatado de los Di Conti.

    Y entonces, lo entendió.

    —Maldita sea… —murmuró, casi para sí.

    Ryan sostuvo la mirada de Marcos unos segundos más. Fría. Inquebrantable.

    —Vete —dijo finalmente, sin levantar la voz.

    El pelinegro abrió la boca, como si aún quisiera explicar algo, pero la expresión de Ryan fue suficiente. No había espacio para disculpas. Ni para excusas.

    Lo observó marcharse.
    El sonido de la puerta al cerrarse fue como un disparo seco en el silencio de la oficina.

    Entonces Ryan se dejó caer hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio. Se cubrió la cabeza con ambas manos.

    Y por un momento… solo respiró.

    Temblaba. Esto lo estaba matando.

    La carta seguía sobre la mesa, no lo volvió a mirar. Simplemente la arrugó y lo tiró a la basura.

    Llamo a uno de sus hombres y dió una orden.

    Nadie debía acercarse.
    No quería ver a ninguno de sus hombres.
    A ninguno de sus amigos.
    Ni siquiera una sombra.
    Nada.

    Mucho menos nada de ruido.

    Quería estar solo.

    Porque si alguien entraba... Iba a descargar su ira sobre el.
    [ 𝑴𝒂𝒍𝒅𝒊𝒕𝒐 𝒊𝒏𝒇𝒆𝒍𝒊𝒛. ── 𝐇𝐢𝐣𝐨 𝐝𝐞 . . . ¡𝐌𝐈𝐄𝐑𝐃𝐀! ] El estruendo fue brutal. El golpe sobre el escritorio retumbó por toda la oficina, desparramando papeles como si el aire mismo hubiese estallado. En una esquina, los restos de un vaso roto brillaban bajo la luz tenue, fragmentos de vidrio que parecían ecos del caos. El italiano respiraba con dificultad, como si el simple acto de contenerse fuera una carga demasiado pesada. Había perdido el control. Por completo. La sangre aún manchaba su camisa. Un rastro imborrable de la reunión que había tenido con el ruso. Una reunión que, evidentemente, no había terminado bien. El rubio permanecía de pie. Inmóvil. Pero sus nudillos, endurecidos por la tensión, hablaban por él. Sus hombros rígidos, el semblante encendido por una ira contenida que no era habitual en él. Su habitual aire despreocupado, parecía lejano, diluido en la atmósfera viciada de la oficina. Se pasó una mano por el cabello, un gesto breve, cargado de frustración. Pero no era la escena, ni siquiera el recuerdo de la sangre, lo que lo carcomía por dentro. Era Marcos. Detrás de él, cabizbajo, en silencio. —¿Tú lo sabías? —preguntó sin girarse del todo, apenas ladeando el rostro. Su voz era baja, afilada. La mirada dorada lo alcanzó con una frialdad. No hubo respuesta. Solo el silencio cobarde de una cabeza que se hundía aún más. Ryan no lo toleró. Se giró de golpe y lo tomó por la camisa. —Responde —espetó, la voz tensa, quebrada por la furia. —Señor Ryan… él tiene que irse. Es… por su bien. Ryan soltó una carcajada breve, amarga, sin humor. —¿Por su bien? —repitió, casi con desprecio—. Va a desatar una puta guerra si se cruza con el hermano de Elisabetta. Ese imbécil está completamente fuera de sí… ¿y me dices que lo hace por su bien? Una cosa es ir a Rusia para reclamar la herencia de su padre. Otra muy distinta… es expandirse sin control. Solo hubo silencio por parte del pelinegro. Ryan no pudo soportar verlo más. Lo soltó de golpe, como si su sola cercanía lo asqueara, y se dio la vuelta. Caminó hacia su escritorio y se dejó caer en la silla con un suspiro denso, frustrado. Uno que no solo cargaba ira, sino hartazgo. No era solo su familia. Ni los rostros conocidos que ahora se desdibujaban entre traiciones. Ni siquiera los que buscaban su cabeza desde las sombras, uno por uno, como perros hambrientos. Era todo. Los amigos que preguntaban por Kiev. Las llamadas, los mensajes. “¿Se puede hablar con él?” “¿Cómo está?” “¿Volverá pronto?” ¿Y qué debía responder? ¿Que Kiev los había borrado a todos sin mirar atrás? ¿Que no quería lazos? ¿Que ni siquiera fingía interés por conservar lo que alguna vez fue parte de su mundo? ¿Que a él, a Ryan, lo había dejado de lado como si fuera uno más entre sus trabajadores y lo engaño de esa manera? Su mirada cayó sobre Marcos, aún ahí. Dudoso. Indeciso. Ese gesto solo aumentó la rabia que le carcomía por dentro. —Lárgate. No quiero volver a verte por aquí —espetó con voz seca. Tomó una botella de whisky, se sirvió lentamente en un vaso. Iba a beber, pero se detuvo al verlo todavía allí. —Dije que te largues. Pero el pelinegro, en lugar de retroceder, avanzó. Sacó una carta del bolsillo interior del saco y la dejó sobre el escritorio, en silencio. —¿Qué es esto? —preguntó Ryan, sin tocarla aún. Su tono ya no era airado, sino frío. Dejó el vaso sobre el escritorio. —La razón, señor. El señor Kiev nunca la vio. Intercepté la carta antes de que llegara a sus manos… y la escondí. No tiene remitente. El italiano frunció el ceño, miró la carta con desconfianza. Luego la tomó con cautela, como si ya sospechara que lo que iba a leer no le gustaría. La abrió. Sacó el contenido. Y entonces su mano tembló. Las palabras escritas lo helaron. Sintió cómo el aire se volvía más denso, cómo el peso del pasado caía sobre él de golpe. —¿Es de esa mujer? —preguntó sin mirar a Marcos. —No lo sé. Creí que era una mentira más… pero luego recordé ciertas cosas, de antes del secuestro de mi señor. Parece que… ella volvió. Esto lo molesto aún más. ¿Qué quería? El contenido de la carta era evidentemente falso. O al menos eso quiso creer. Kiev simplemente no podría ... Era absurdo. Imposible. Pero las palabras resonaban. Le recordaban una conversación lejana, olvidada casi a propósito. Una noche en la que Rubí lo había rescatado de los Di Conti. Y entonces, lo entendió. —Maldita sea… —murmuró, casi para sí. Ryan sostuvo la mirada de Marcos unos segundos más. Fría. Inquebrantable. —Vete —dijo finalmente, sin levantar la voz. El pelinegro abrió la boca, como si aún quisiera explicar algo, pero la expresión de Ryan fue suficiente. No había espacio para disculpas. Ni para excusas. Lo observó marcharse. El sonido de la puerta al cerrarse fue como un disparo seco en el silencio de la oficina. Entonces Ryan se dejó caer hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio. Se cubrió la cabeza con ambas manos. Y por un momento… solo respiró. Temblaba. Esto lo estaba matando. La carta seguía sobre la mesa, no lo volvió a mirar. Simplemente la arrugó y lo tiró a la basura. Llamo a uno de sus hombres y dió una orden. Nadie debía acercarse. No quería ver a ninguno de sus hombres. A ninguno de sus amigos. Ni siquiera una sombra. Nada. Mucho menos nada de ruido. Quería estar solo. Porque si alguien entraba... Iba a descargar su ira sobre el.
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  • Operación sobrevivir a mi suegro
    Categoría Drama
    Me miré al espejo sin moverme, en silencio. Llevaba el vestido ya puesto: negro, largo, de manga larga, con la espalda completamente descubierta hasta la línea baja de la cintura. Nada de escotes frontales, nada innecesario.

    Alisé con las manos la tela ajustada sobre las caderas y luego fuí por mi melena. Había dejado mi pelo negro completamente liso, mi maquillaje iba acorde conmigo, labios rojo oscuro y delineado fino y elegante.
    Iba a hablar con el hombre que tenía la capacidad —y los contactos— para desaparecerme si me equivocaba con su hija y eso me hacía temblar un poco.

    Mía.

    —Joder, lo que haces por amor… —murmuré y respiré hondo frente al espejo -. Es solo una cena. Solo tu chica, su padre y su maldita colección de armas sobre la chimenea.

    Me puse un abrigo largo encima y bajé por las escaleras. No iba a llegar tarde.

    La moto me esperaba. Pero esa noche, iría en coche. Había reservado un sedán negro, con chófer y todo. Es el momento.

    Mía Russo
    Me miré al espejo sin moverme, en silencio. Llevaba el vestido ya puesto: negro, largo, de manga larga, con la espalda completamente descubierta hasta la línea baja de la cintura. Nada de escotes frontales, nada innecesario. Alisé con las manos la tela ajustada sobre las caderas y luego fuí por mi melena. Había dejado mi pelo negro completamente liso, mi maquillaje iba acorde conmigo, labios rojo oscuro y delineado fino y elegante. Iba a hablar con el hombre que tenía la capacidad —y los contactos— para desaparecerme si me equivocaba con su hija y eso me hacía temblar un poco. Mía. —Joder, lo que haces por amor… —murmuré y respiré hondo frente al espejo -. Es solo una cena. Solo tu chica, su padre y su maldita colección de armas sobre la chimenea. Me puse un abrigo largo encima y bajé por las escaleras. No iba a llegar tarde. La moto me esperaba. Pero esa noche, iría en coche. Había reservado un sedán negro, con chófer y todo. Es el momento. [Top_modelx95]
    Tipo
    Individual
    Líneas
    Cualquier línea
    Estado
    Terminado
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  • Oh, Dios… mamá me va a matar.


    —Murmura Sarah, levantándose apresurada de la mesa mientras rebusca entre sus cosas el celular. Había prometido llamar cada mañana, y otra vez se le hizo tarde.—
    Oh, Dios… mamá me va a matar. —Murmura Sarah, levantándose apresurada de la mesa mientras rebusca entre sus cosas el celular. Había prometido llamar cada mañana, y otra vez se le hizo tarde.—
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