Biblioteca Municipal de Saint-Lys
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La tarde había caído con esa luz pálida que no sabe si es invierno o simplemente descuido del sol.
La Biblioteca Municipal de Saint-Lys se levantaba como siempre: silenciosa, ordenada, y un poco ajena a la época. Los ventanales altos permitían que el último brillo opaco del día entrara en diagonal, como si quisiera tocar el polvo suspendido y comprobar que aún existía.
Mireille había llegado antes de que encendieran las lámparas.
A ella eso le bastaba.
No caminaba entre los estantes: flotaba con la calma de quien conoce cada rincón antes incluso de visitarlo, como si la memoria de los demás fuera suficiente para orientarla. Llevaba un abrigo claro, ligeramente anticuado, y el cabello recogido en un moño flojo que dejaba escapar hebras rebeldes.
Había escogido una mesa al fondo, bajo el retrato amarillento de un antiguo alcalde que nadie recordaba.
Abría un libro viejo—demasiado viejo para estar en circulación—y lo hojeaba como quien escucha una historia que ya conoce de memoria.
A ratos, levantaba la vista.
No como quien espera a alguien… sino como quien siente que algo se aproxima.
Un par de estudiantes caminó cerca. Uno de ellos la miró dos veces, con ese gesto automático de quien cree reconocer un rostro de algún sitio. Ella sonrió apenas, un gesto tan delicado que parecía prestado.
—Otra vez no —murmuró para sí, casi riéndose, pasando un dedo por la página—. Aún no he estado aquí. No realmente.
En la mesa había dejado un cuaderno de tapas desgastadas, donde anotaba cosas sueltas:
“La casa respira distinto por las mañanas. La bisabuela dice que es normal.”
“Hoy escuché pasos en el corredor que da al invernadero. No eran míos.”
“A veces me pregunto si vine aquí por primera vez… o regresé.”
Nada tenía fechas. Nunca.
Cuando la puerta principal volvió a abrirse y el aire frío entró con un leve suspiro, Mireille levantó la vista otra vez.
Esta vez sí se detuvo.
El hombre que cruzaba el umbral no era un rostro común.
Había algo en él, algo en la forma en que pisaba despacio, como quien reconoce los espacios por vibración más que por vista. Algo en su mirada que parecía leer las sombras con la misma naturalidad con la que otros leen señalizaciones.
Ella lo observó unos segundos más de lo socialmente aceptable.
No con descaro… sino con reconocimiento.
Lo había visto antes.
O tal vez no.
Con Mireille, esa línea nunca era un mapa fiable.
Cerró el libro con suavidad, apoyando ambas manos sobre la portada.
—Interesante —susurró, como si él pudiera oírla desde la distancia—. Llegaste más rápido de lo que pensé.
Se acomodó el abrigo y dejó que un mechón suelto cayera sobre su mejilla. No se levantó. No hizo un gesto dramático.
Simplemente esperó, tranquila, como si el tiempo—ese viejo y cansado conocido suyo—hubiera decidido detenerse un momento para observar también.
La biblioteca no cambió.
Pero algo en sus pasillos sintió que acababa de comenzar una historia que no debía archivarse.
La Biblioteca Municipal de Saint-Lys se levantaba como siempre: silenciosa, ordenada, y un poco ajena a la época. Los ventanales altos permitían que el último brillo opaco del día entrara en diagonal, como si quisiera tocar el polvo suspendido y comprobar que aún existía.
Mireille había llegado antes de que encendieran las lámparas.
A ella eso le bastaba.
No caminaba entre los estantes: flotaba con la calma de quien conoce cada rincón antes incluso de visitarlo, como si la memoria de los demás fuera suficiente para orientarla. Llevaba un abrigo claro, ligeramente anticuado, y el cabello recogido en un moño flojo que dejaba escapar hebras rebeldes.
Había escogido una mesa al fondo, bajo el retrato amarillento de un antiguo alcalde que nadie recordaba.
Abría un libro viejo—demasiado viejo para estar en circulación—y lo hojeaba como quien escucha una historia que ya conoce de memoria.
A ratos, levantaba la vista.
No como quien espera a alguien… sino como quien siente que algo se aproxima.
Un par de estudiantes caminó cerca. Uno de ellos la miró dos veces, con ese gesto automático de quien cree reconocer un rostro de algún sitio. Ella sonrió apenas, un gesto tan delicado que parecía prestado.
—Otra vez no —murmuró para sí, casi riéndose, pasando un dedo por la página—. Aún no he estado aquí. No realmente.
En la mesa había dejado un cuaderno de tapas desgastadas, donde anotaba cosas sueltas:
“La casa respira distinto por las mañanas. La bisabuela dice que es normal.”
“Hoy escuché pasos en el corredor que da al invernadero. No eran míos.”
“A veces me pregunto si vine aquí por primera vez… o regresé.”
Nada tenía fechas. Nunca.
Cuando la puerta principal volvió a abrirse y el aire frío entró con un leve suspiro, Mireille levantó la vista otra vez.
Esta vez sí se detuvo.
El hombre que cruzaba el umbral no era un rostro común.
Había algo en él, algo en la forma en que pisaba despacio, como quien reconoce los espacios por vibración más que por vista. Algo en su mirada que parecía leer las sombras con la misma naturalidad con la que otros leen señalizaciones.
Ella lo observó unos segundos más de lo socialmente aceptable.
No con descaro… sino con reconocimiento.
Lo había visto antes.
O tal vez no.
Con Mireille, esa línea nunca era un mapa fiable.
Cerró el libro con suavidad, apoyando ambas manos sobre la portada.
—Interesante —susurró, como si él pudiera oírla desde la distancia—. Llegaste más rápido de lo que pensé.
Se acomodó el abrigo y dejó que un mechón suelto cayera sobre su mejilla. No se levantó. No hizo un gesto dramático.
Simplemente esperó, tranquila, como si el tiempo—ese viejo y cansado conocido suyo—hubiera decidido detenerse un momento para observar también.
La biblioteca no cambió.
Pero algo en sus pasillos sintió que acababa de comenzar una historia que no debía archivarse.
La tarde había caído con esa luz pálida que no sabe si es invierno o simplemente descuido del sol.
La Biblioteca Municipal de Saint-Lys se levantaba como siempre: silenciosa, ordenada, y un poco ajena a la época. Los ventanales altos permitían que el último brillo opaco del día entrara en diagonal, como si quisiera tocar el polvo suspendido y comprobar que aún existía.
Mireille había llegado antes de que encendieran las lámparas.
A ella eso le bastaba.
No caminaba entre los estantes: flotaba con la calma de quien conoce cada rincón antes incluso de visitarlo, como si la memoria de los demás fuera suficiente para orientarla. Llevaba un abrigo claro, ligeramente anticuado, y el cabello recogido en un moño flojo que dejaba escapar hebras rebeldes.
Había escogido una mesa al fondo, bajo el retrato amarillento de un antiguo alcalde que nadie recordaba.
Abría un libro viejo—demasiado viejo para estar en circulación—y lo hojeaba como quien escucha una historia que ya conoce de memoria.
A ratos, levantaba la vista.
No como quien espera a alguien… sino como quien siente que algo se aproxima.
Un par de estudiantes caminó cerca. Uno de ellos la miró dos veces, con ese gesto automático de quien cree reconocer un rostro de algún sitio. Ella sonrió apenas, un gesto tan delicado que parecía prestado.
—Otra vez no —murmuró para sí, casi riéndose, pasando un dedo por la página—. Aún no he estado aquí. No realmente.
En la mesa había dejado un cuaderno de tapas desgastadas, donde anotaba cosas sueltas:
“La casa respira distinto por las mañanas. La bisabuela dice que es normal.”
“Hoy escuché pasos en el corredor que da al invernadero. No eran míos.”
“A veces me pregunto si vine aquí por primera vez… o regresé.”
Nada tenía fechas. Nunca.
Cuando la puerta principal volvió a abrirse y el aire frío entró con un leve suspiro, Mireille levantó la vista otra vez.
Esta vez sí se detuvo.
El hombre que cruzaba el umbral no era un rostro común.
Había algo en él, algo en la forma en que pisaba despacio, como quien reconoce los espacios por vibración más que por vista. Algo en su mirada que parecía leer las sombras con la misma naturalidad con la que otros leen señalizaciones.
Ella lo observó unos segundos más de lo socialmente aceptable.
No con descaro… sino con reconocimiento.
Lo había visto antes.
O tal vez no.
Con Mireille, esa línea nunca era un mapa fiable.
Cerró el libro con suavidad, apoyando ambas manos sobre la portada.
—Interesante —susurró, como si él pudiera oírla desde la distancia—. Llegaste más rápido de lo que pensé.
Se acomodó el abrigo y dejó que un mechón suelto cayera sobre su mejilla. No se levantó. No hizo un gesto dramático.
Simplemente esperó, tranquila, como si el tiempo—ese viejo y cansado conocido suyo—hubiera decidido detenerse un momento para observar también.
La biblioteca no cambió.
Pero algo en sus pasillos sintió que acababa de comenzar una historia que no debía archivarse.
Tipo
Individual
Líneas
30
Estado
Disponible
1
turno
0
maullidos