Los murmullos en todo el Palacio eran realmente habituales, pero ese día no eran por una causa tan agradable. No había visto a mi madre a lo largo de todo el día como era habitual, ni siquiera desayunamos juntas como de costumbre, así que temía que las miradas inquietas hacia mí cada vez que pasaba por los pasillos del castillo eran porque había ocurrido algo con ella.
Mi institutriz me tenía vigilada, casi no me permitió caminar sola ese día, por lo que eso confirmaba que había pasado algo con mi madre.
La noche caía y aún no podía verla, comenzaba a cansarme de esperar, era claro que ella no podía y nadie me diría por qué.
Esperé a que mi Institutriz se fuera a calentar el agua de mi baño, y aunque los guardias estaban alertas en la puerta, no fue la que tomé para escabullirme y llegar a la otra ala del palacio a los aposentos de mi madre.
El bullicio indicaba que los pasillos fuera de los aposentos no estaban desiertos, pero corrí sin importar quién me viera al notar aquella bata blanca y el anillo brillante en un dedo meñique que señalaba que era el médico real.
— ¡La- la princesa! —Gritó un miembro del gabinete, al verme correr hacia la habitación.
Jadeé ante un impacto, alguien me tomó y levantó mis pies del frío suelo, ya que solo llevaba mi bata puesta.
— ¡No! ¡Suéltame! —Luché y moví mis piernas, pateando a más de uno que intentaba llevarme fuera de la habitación de mi madre, quien parecía estar acostada en su cama rodeada de muchas enfermeras.
— ¡Niña insolente! —Gritó un hombre que recibió una fuerte patada en el rostro al intentar sacarme de la habitación junto al doctor.
Ante el forcejeo y la prohibición que tenían para que viera a la única persona que realmente me quería, mis ojos se llenaron de lágrimas y mi rostro se ruborizó por la fuerza. La angustia de no saber lo que sucedía me hacía actuar de manera impulsiva.
—Céli... —Tosió. —Por favor..., déjenla. —Escuché su voz débil al fondo de la habitación, y mi corazón comenzó a latir rápidamente.
—Su Majestad, es una niña..., —Dijo una de las enfermeras.
—Debo decirle algo. —Ordenó, y me soltaron de inmediato.
Antes de que mis pies tocaran siquiera el frío suelo, corrí hasta esa cama, escalando, metiendo mis uñas y dedos entre las sábanas hasta que dolió.
Mi cuerpo tembló por completo, abrazando a mi madre que con pocas fuerzas rodeó mi espalda.
— ¿No podías quedarte en tu habitación?
Negué con la cabeza, hundida en su cuello, sintiéndola prácticamente helada, como si el mismo invierno estuviera bajo su piel, por lo que me asusté y me alejé con preocupación.
—N-no te había visto en todo el día, madre. —Mi cara se arrugó ante un llanto prominente, notando su rostro cansado y pálido.
Llevó su mano helada a mi mejilla, tanto que casi me quema. —Estoy un poco mal, hija... —susurró con sus labios débiles y secos, morados y agrietados. —No puedes ver a tu madre así, ¿no lo comprendes?
—Perdóname... pero... —Arrugué el vestido que cubría mi regazo. —No sabía... no sé qué está ocurriendo.
—No está ocurriendo nada... solo, estoy un poco mal, ¿sí? ¿Por qué no vas a tu habitación?
Negué. —No. —La vi reírse ante mi terquedad y supe que no podría seguir peleando conmigo.
Las manos del doctor se acercaron a su muñeca reposada al lado de su cuerpo, hundiendo con sus dedos ligeramente las venas verdosas que asomaban en su antebrazo, observando con seriedad.
Unos segundos después exhaló y lentamente se alejó, dirigiendo una mirada confusa a mi madre, quien cerró sus ojos y apoyó su cabeza en la almohada.
—Salgamos. —Ordenó el médico real, inclinándose hacia la reina y mandando a los demás a salir.
—¿Qué tal...? —Susurró mi madre débilmente, llamando mi atención. —¿Si me acompañas hasta que pueda dormir?
Busqué una de sus manos frías y débiles y las envolví con las mías, intentando darles calor mientras asentía con los ojos brillantes.
—Mañana... mañana te sentirás mejor. —Dije, llena de esperanza. La ansiedad me consumía el alma, pero la calma de mi madre exigía que me mantuviera tranquila.
Fue la primera vez que pasé una noche entera en vela, observando atentamente a mi madre palidecer y perder fuerza entre el agarre de nuestras manos, sintiendo también cómo su vida se escapaba desde la punta de mis dedos.
A veces lograba recuperarla, me preguntaba si aún estaba ahí, pero rápidamente caía de nuevo en algún tipo de ensoñación con su respiración pausada y dolorosa, hasta que exhaló, lenta y suavemente. No tenía idea de lo que sucedía, pero de alguna manera comprendí y mi corazón se arrugó por completo. Y si el resto del castillo se enteró de su muerte, fue por mi llanto desgarrador.
Abracé su cuerpo inerte con mis manos débiles y dolorosas mientras mi llanto me hacía gritar incoherencias. Pero pronto me sacaron de allí como si no lo mereciera, como si no hubiera sido la única en esa habitación esperando una mejora o una pizca de esperanza de que todo estaría bien.
Sin siquiera mirar el rostro de mi padre, sabía que estaba contento con eso, por ya no tener a esa mujer terca que parecía tener más poder que él en el país al ser alfa y más inteligente que aquel débil beta. Acabé sola en mi aposento al que yo misma fui, y a tan corta edad sentí que el mundo se me terminaba..