• #DiezCosasSobre Mi.

    — ¿Matar? Bah. Una solución vulgar, apresurada… impropia de alguien con mi sensibilidad estética. Sí, lo admito, hay momentos en que la muerte se presenta como un bocado dulce, un capricho para una noche particularmente aburrida. Pero lo verdaderamente redituable, lo sublime, lo exquisito, es prolongar la agonía. Preservarla para exprimir cada gota de miseria que aún no ha fermentado.

    — La empatía es una ficción patética, un artilugio emocional de ovejas para ovejas, para cuidar del rebaño. No la poseo, ni la necesito. Lo que tengo, en cambio, es una intuición casi divina para diseccionar el alma. Puedo leer una emoción antes de que siquiera se forme. Sé dónde tocar, qué decir, cuándo mirar… y sobre todo, cuándo callar. La manipulación, después de todo, es un arte de precisión.

    — Soy viejo, más de lo que tu sabes y yo recuerdo. Y, como el viejo que soy, me aburro con facilidad. La repetición es el cáncer de la creatividad. Detesto las fórmulas, rehuyo las rutinas. La misma receta, dos veces, me resulta insoportable. Y no hablo sólo de alimentos… hablo de emociones, traumas, desgracias. Y personas sin personalidad. Necesito variedad. Sufrimiento con textura.

    — ¿Mi origen? Qué pregunta tan insulsa. Nadie lo conoce, ni siquiera yo. Tal vez nací de un grito, de un pensamiento prohibido, de las sombras que se retuercen sobre una montaña de porquería. Poco importa. Lo único relevante es que estoy aquí, y ustedes… ustedes me perciben, aunque preferirían no hacerlo.

    — Todo cambia. Y yo también. Adopto la forma que me apetezca. Desde el más atractivo hasta el más repulsivo. De inmenso a diminuto en un parpadeo. Soy así el antagonista de todas tus pesadillas.

    — Poseo un sentido de pertenencia muy particular. Territorial, dirían algunos. Si una criatura despierta mi interés, considero una ofensa personal que otra entidad ose interferir. La presa que me cautiva, es mía. No la comparto. No la suelto.

    — La fe… la esperanza… qué nociones tan irritantes. Luz artificial en un teatro de sombras. Me repugnan. Pero reconozco que destruirlas lentamente tiene un encanto dramático innegable.

    — ¿Estoy vivo? ¿Muerto? Ambas y ninguna. Di un paso más allá. Mi naturaleza trasciende los límites. Me deslizo entre planos, existo entre percepciones. No pertenezco a ningún lugar y por ello puedo estar en todos. Soy un eco sin fuente. Sangre sin herida.

    — Algunos han intentado exterminarme con símbolos vetustos, palabras olvidadas, círculos y rezos. Los aplaudo: hay diversión en su esfuerzo inútil. Pueden debilitarme, sí… por instantes. Pero aniquilarme, eso está fuera de sus posibilidades.

    — Mi percepción física es… ¿Cómo explicarlo? Mínima. No siento dolor, ni placer, ni el roce del mundo tangible. Pero no por ello carezco de habilidad. Puedo acariciar como una pluma, o cortar con la meticulosidad de un relojero suizo. No necesito sentir para perfeccionar. La práctica, como bien saben, hace al maestro… y yo he tenido siglos para ensayar.
    #DiezCosasSobre Mi. — ¿Matar? Bah. Una solución vulgar, apresurada… impropia de alguien con mi sensibilidad estética. Sí, lo admito, hay momentos en que la muerte se presenta como un bocado dulce, un capricho para una noche particularmente aburrida. Pero lo verdaderamente redituable, lo sublime, lo exquisito, es prolongar la agonía. Preservarla para exprimir cada gota de miseria que aún no ha fermentado. — La empatía es una ficción patética, un artilugio emocional de ovejas para ovejas, para cuidar del rebaño. No la poseo, ni la necesito. Lo que tengo, en cambio, es una intuición casi divina para diseccionar el alma. Puedo leer una emoción antes de que siquiera se forme. Sé dónde tocar, qué decir, cuándo mirar… y sobre todo, cuándo callar. La manipulación, después de todo, es un arte de precisión. — Soy viejo, más de lo que tu sabes y yo recuerdo. Y, como el viejo que soy, me aburro con facilidad. La repetición es el cáncer de la creatividad. Detesto las fórmulas, rehuyo las rutinas. La misma receta, dos veces, me resulta insoportable. Y no hablo sólo de alimentos… hablo de emociones, traumas, desgracias. Y personas sin personalidad. Necesito variedad. Sufrimiento con textura. — ¿Mi origen? Qué pregunta tan insulsa. Nadie lo conoce, ni siquiera yo. Tal vez nací de un grito, de un pensamiento prohibido, de las sombras que se retuercen sobre una montaña de porquería. Poco importa. Lo único relevante es que estoy aquí, y ustedes… ustedes me perciben, aunque preferirían no hacerlo. — Todo cambia. Y yo también. Adopto la forma que me apetezca. Desde el más atractivo hasta el más repulsivo. De inmenso a diminuto en un parpadeo. Soy así el antagonista de todas tus pesadillas. — Poseo un sentido de pertenencia muy particular. Territorial, dirían algunos. Si una criatura despierta mi interés, considero una ofensa personal que otra entidad ose interferir. La presa que me cautiva, es mía. No la comparto. No la suelto. — La fe… la esperanza… qué nociones tan irritantes. Luz artificial en un teatro de sombras. Me repugnan. Pero reconozco que destruirlas lentamente tiene un encanto dramático innegable. — ¿Estoy vivo? ¿Muerto? Ambas y ninguna. Di un paso más allá. Mi naturaleza trasciende los límites. Me deslizo entre planos, existo entre percepciones. No pertenezco a ningún lugar y por ello puedo estar en todos. Soy un eco sin fuente. Sangre sin herida. — Algunos han intentado exterminarme con símbolos vetustos, palabras olvidadas, círculos y rezos. Los aplaudo: hay diversión en su esfuerzo inútil. Pueden debilitarme, sí… por instantes. Pero aniquilarme, eso está fuera de sus posibilidades. — Mi percepción física es… ¿Cómo explicarlo? Mínima. No siento dolor, ni placer, ni el roce del mundo tangible. Pero no por ello carezco de habilidad. Puedo acariciar como una pluma, o cortar con la meticulosidad de un relojero suizo. No necesito sentir para perfeccionar. La práctica, como bien saben, hace al maestro… y yo he tenido siglos para ensayar.
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  • "𝘓𝘢 𝘭𝘶𝘻 𝘦𝘯 𝘭𝘢𝘴 𝘵𝘪𝘯𝘪𝘦𝘣𝘭𝘢𝘴 𝘳𝘦𝘴𝘱𝘭𝘢𝘯𝘥𝘦𝘤𝘦, 𝘺 𝘭𝘢𝘴 𝘵𝘪𝘯𝘪𝘦𝘣𝘭𝘢𝘴 𝘯𝘰 𝘭𝘢 𝘤𝘰𝘮𝘱𝘳𝘦𝘯𝘥𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯." — 𝘑𝘶𝘢𝘯 𝟣:𝟧

    La tormenta aún no había estallado, pero el cielo ya pendía como un velo herido de presagios. Las nubes giraban sobre sí mismas con la lentitud de lo inevitable, y el viento arrastraba restos: ceniza, hojas podridas, fragmentos de oraciones que nadie volvería a pronunciar. Móiril había llegado sola hasta las ruinas del santuario, allí donde el tiempo no redimía ni a los muros ni a los mártires.

    Se detuvo frente al altar colapsado, un bloque de piedra tallado con símbolos que la humedad y el abandono apenas lograban ocultar. Entre sus dedos, cubiertos por guanteletes oscurecidos por la intemperie y la sangre vieja, sostenía una página rasgada de un códice sagrado. La tinta estaba ennegrecida por el fuego, pero una línea aún resistía:

    “𝘓𝘢 𝘭𝘶𝘻 𝘦𝘯 𝘭𝘢𝘴 𝘵𝘪𝘯𝘪𝘦𝘣𝘭𝘢𝘴 𝘳𝘦𝘴𝘱𝘭𝘢𝘯𝘥𝘦𝘤𝘦, 𝘺 𝘭𝘢𝘴 𝘵𝘪𝘯𝘪𝘦𝘣𝘭𝘢𝘴 𝘯𝘰 𝘭𝘢 𝘤𝘰𝘮𝘱𝘳𝘦𝘯𝘥𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯.”

    Leyó aquellas palabras en voz baja, casi como quien invoca el recuerdo de un nombre que ya no puede pronunciarse sin dolor. Había cerrado los ojos un instante, como si el peso del pasado la golpeara con fuerza renovada, pero no era debilidad: era contención. Era la marca de quien ha aprendido a no quebrarse donde otros habrían gritado.

    — “Las tinieblas no la comprendieron…” —Murmuró entonces.— Pero fue la luz la que primero me volvió el rostro. ¿Quién, entonces, no comprendió a quién?

    Sus pasos la llevaron a rozar el altar con la mano izquierda, y al hacerlo, sintió el eco de antiguos juramentos vibrar bajo sus dedos. Juramentos que había cumplido, promesas por las que había sangrado.

    —Yo fui su instrumento. Elegida, consagrada, moldeada para portar un juicio que no era mío. Creí en la luz como se cree en una madre: con obediencia ciega. Pero cuando me ofrecí…

    La ira no se dibujó en su voz. No era un estallido, sino una marea oscura que latía por debajo, en cada palabra.

    —Las sombras, al menos, no me exigieron pureza. No me pidieron que olvidara. Me permitieron ser entera en mi dolor, sin fingir redención. En la oscuridad, el pecado tiene nombre. El sacrificio tiene rostro. En la luz… Solo hay silencio cuando el mártir no conviene.

    Permaneció en pie por un momento más, dejando que el viento le desordenara el manto, que la lluvia comenzara a manchar su armadura con gotas como llagas abiertas. No se movía, no rezaba. Solo recordaba.

    —En ese descenso, perdí algo más que mi nombre. Perdí la fe en aquello que no supo sostenerme cuando más lo necesité.

    Y entonces, dió la espalda al altar. Se alejó sin mirar atrás, como quien ya no espera justicia ni consuelo, solo la continuación de un destino que eligió cuando todo lo demás le fue arrebatado.
    "𝘓𝘢 𝘭𝘶𝘻 𝘦𝘯 𝘭𝘢𝘴 𝘵𝘪𝘯𝘪𝘦𝘣𝘭𝘢𝘴 𝘳𝘦𝘴𝘱𝘭𝘢𝘯𝘥𝘦𝘤𝘦, 𝘺 𝘭𝘢𝘴 𝘵𝘪𝘯𝘪𝘦𝘣𝘭𝘢𝘴 𝘯𝘰 𝘭𝘢 𝘤𝘰𝘮𝘱𝘳𝘦𝘯𝘥𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯." — 𝘑𝘶𝘢𝘯 𝟣:𝟧 La tormenta aún no había estallado, pero el cielo ya pendía como un velo herido de presagios. Las nubes giraban sobre sí mismas con la lentitud de lo inevitable, y el viento arrastraba restos: ceniza, hojas podridas, fragmentos de oraciones que nadie volvería a pronunciar. Móiril había llegado sola hasta las ruinas del santuario, allí donde el tiempo no redimía ni a los muros ni a los mártires. Se detuvo frente al altar colapsado, un bloque de piedra tallado con símbolos que la humedad y el abandono apenas lograban ocultar. Entre sus dedos, cubiertos por guanteletes oscurecidos por la intemperie y la sangre vieja, sostenía una página rasgada de un códice sagrado. La tinta estaba ennegrecida por el fuego, pero una línea aún resistía: “𝘓𝘢 𝘭𝘶𝘻 𝘦𝘯 𝘭𝘢𝘴 𝘵𝘪𝘯𝘪𝘦𝘣𝘭𝘢𝘴 𝘳𝘦𝘴𝘱𝘭𝘢𝘯𝘥𝘦𝘤𝘦, 𝘺 𝘭𝘢𝘴 𝘵𝘪𝘯𝘪𝘦𝘣𝘭𝘢𝘴 𝘯𝘰 𝘭𝘢 𝘤𝘰𝘮𝘱𝘳𝘦𝘯𝘥𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯.” Leyó aquellas palabras en voz baja, casi como quien invoca el recuerdo de un nombre que ya no puede pronunciarse sin dolor. Había cerrado los ojos un instante, como si el peso del pasado la golpeara con fuerza renovada, pero no era debilidad: era contención. Era la marca de quien ha aprendido a no quebrarse donde otros habrían gritado. — “Las tinieblas no la comprendieron…” —Murmuró entonces.— Pero fue la luz la que primero me volvió el rostro. ¿Quién, entonces, no comprendió a quién? Sus pasos la llevaron a rozar el altar con la mano izquierda, y al hacerlo, sintió el eco de antiguos juramentos vibrar bajo sus dedos. Juramentos que había cumplido, promesas por las que había sangrado. —Yo fui su instrumento. Elegida, consagrada, moldeada para portar un juicio que no era mío. Creí en la luz como se cree en una madre: con obediencia ciega. Pero cuando me ofrecí… La ira no se dibujó en su voz. No era un estallido, sino una marea oscura que latía por debajo, en cada palabra. —Las sombras, al menos, no me exigieron pureza. No me pidieron que olvidara. Me permitieron ser entera en mi dolor, sin fingir redención. En la oscuridad, el pecado tiene nombre. El sacrificio tiene rostro. En la luz… Solo hay silencio cuando el mártir no conviene. Permaneció en pie por un momento más, dejando que el viento le desordenara el manto, que la lluvia comenzara a manchar su armadura con gotas como llagas abiertas. No se movía, no rezaba. Solo recordaba. —En ese descenso, perdí algo más que mi nombre. Perdí la fe en aquello que no supo sostenerme cuando más lo necesité. Y entonces, dió la espalda al altar. Se alejó sin mirar atrás, como quien ya no espera justicia ni consuelo, solo la continuación de un destino que eligió cuando todo lo demás le fue arrebatado.
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  • Inflexión - Flashback
    Fandom The Animals
    Categoría Acción
    Kalhi NigDurgae
    Wolf ᴬᵁ

    Dos años atrás

    El sol aún no se ocultaba. El eco de sus pasos no existía. La estación olvidada respiraba humedad y silencio.

    Crow emergió desde la penumbra como un recuerdo que debía haber sido olvidado. Su silueta delgada, envuelta en sombras, y cruzó los túneles como un fantasma.

    Había dispuesto los talismanes con precisión, tal y como su brujo de cabecera recetó: antiguos símbolos grabados con su propia sangre, ocultos en las grietas, activados apenas el naga puso pie dentro.

    No se anunció.
    No habló.

    Solo lo observaba desde el borde del círculo, inmóvil, con la máscara negra puesta y los ojos oscuros encendidos como carbones.

    Cuando Viper giró para enfrentarlo, ambos ya estaban dentro del círculo.

    — Te volviste descuidado, Viper —murmuró, su voz como un aguijón—. Creí que eras el más afilado en este grupo de bestias.

    No desenfundó. No atacó aún. Solo lo miraba, como si todo fuera un examen que Viper debía aprobar… o fallar.
    ▷ [kalh1] ▷ [Wolfy] ⏳ Dos años atrás ⏳ El sol aún no se ocultaba. El eco de sus pasos no existía. La estación olvidada respiraba humedad y silencio. Crow emergió desde la penumbra como un recuerdo que debía haber sido olvidado. Su silueta delgada, envuelta en sombras, y cruzó los túneles como un fantasma. Había dispuesto los talismanes con precisión, tal y como su brujo de cabecera recetó: antiguos símbolos grabados con su propia sangre, ocultos en las grietas, activados apenas el naga puso pie dentro. No se anunció. No habló. Solo lo observaba desde el borde del círculo, inmóvil, con la máscara negra puesta y los ojos oscuros encendidos como carbones. Cuando Viper giró para enfrentarlo, ambos ya estaban dentro del círculo. — Te volviste descuidado, Viper —murmuró, su voz como un aguijón—. Creí que eras el más afilado en este grupo de bestias. No desenfundó. No atacó aún. Solo lo miraba, como si todo fuera un examen que Viper debía aprobar… o fallar.
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  • Este símbolo *La Casa de El" debería dar esperanza a la gente. -Se refiere al emblema que está alojado en su pecho.-
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  • Luz Roja
    Fandom Original.
    Categoría Suspenso
    Cole Manson

    ⠀⠀El tren se detuvo con un quejido metálico en la estación cubierta de escarcha. Cipriano descendió al andén con una mochila negra al hombro y el cuello del abrigo alzado hasta las orejas. El viento le mordió la piel como agujas invisibles, pero no le importó. Su mente estaba demasiado ocupada descifrando las señales que lo habían traído hasta allí.

    ⠀⠀Aunque Cipriano es joven —apenas veintipocos—, las memorias de su vida pasada laten con fuerza en su interior. Desde que los recuerdos comenzaron a aflorar —años atrás, tras aquella comunión que no supo si era bendición o condena— había reaprendido lo prohibido. En todos esos ecos pasados flotaba una sombra que ahora perseguía.

    ⠀⠀Un joven desaparecido semanas atrás tras una excavación menor a las afueras de la ciudad. No era famoso ni influyente, apenas un muchacho con un historial sin brillo. Pero Cipriano había visto su rostro en las llamas de los candelabros del Vaticano, y este mismo se dedicó a leer las palabras de Dios ante él, algo muy antiguo había despertado. Esa esencia abismal fluctuaba en el ambiente, era asqueroso.

    ⠀⠀Su primer paso fue instalarse en una pensión modesta cerca del centro histórico, donde los muros de ladrillo conservaban todavía la humedad de los siglos. Desde allí comenzó a desplegar sus recursos.
    ⠀⠀Durante el día recorría los archivos municipales, revisando actas de nacimiento, reportes de desapariciones y viejas cartas policiales que nadie reclamaba. Su mirada se deslizaba rápida, pero implacable; buscaba patrones que escapaban a los ojos comunes.

    ⠀⠀Por las noches, usaba métodos que no se enseñaban en ninguna universidad.
    ⠀⠀En la habitación apenas iluminada, extendía sobre la mesa fotografías ajadas, mapas trazados a mano y objetos impregnados de memoria. Con las yemas de los dedos recorría cada superficie, dejando que las memorias latentes se filtraran hacia su mente.
    ⠀⠀A veces eran visiones fugaces: un cementerio cubierto de niebla, un rostro que giraba demasiado rápido, un símbolo grabado en piedra que se deshacía al mirarlo. Otras veces sencillamente eran escenas montadas por un niño de cinco años, completamente sin sentido.

    ⠀⠀Fue en una de esas sesiones que la verdad emergió.
    ⠀⠀El apellido no era lo importante. Era el lugar donde había desaparecido.

    ⠀⠀A la mañana siguiente, cuando el reloj marcaba las seis, salió del hostal con un solo destino en mente:
    la iglesia de San Estanislao, bajo cuya cripta los registros indicaban entidades menos ortodoxas del exorcismo católico, debía investigar.

    ⠀⠀El viento helado arrastraba copos de nieve sucia mientras Cipriano se perdía entre las calles grises.
    ⠀⠀En el bolsillo interior de su abrigo, sus dedos rozaban el colgante gastado que llevaba desde niño.
    [colemanson123] ⠀ ⠀⠀El tren se detuvo con un quejido metálico en la estación cubierta de escarcha. Cipriano descendió al andén con una mochila negra al hombro y el cuello del abrigo alzado hasta las orejas. El viento le mordió la piel como agujas invisibles, pero no le importó. Su mente estaba demasiado ocupada descifrando las señales que lo habían traído hasta allí. ⠀⠀Aunque Cipriano es joven —apenas veintipocos—, las memorias de su vida pasada laten con fuerza en su interior. Desde que los recuerdos comenzaron a aflorar —años atrás, tras aquella comunión que no supo si era bendición o condena— había reaprendido lo prohibido. En todos esos ecos pasados flotaba una sombra que ahora perseguía. ⠀⠀Un joven desaparecido semanas atrás tras una excavación menor a las afueras de la ciudad. No era famoso ni influyente, apenas un muchacho con un historial sin brillo. Pero Cipriano había visto su rostro en las llamas de los candelabros del Vaticano, y este mismo se dedicó a leer las palabras de Dios ante él, algo muy antiguo había despertado. Esa esencia abismal fluctuaba en el ambiente, era asqueroso. ⠀⠀Su primer paso fue instalarse en una pensión modesta cerca del centro histórico, donde los muros de ladrillo conservaban todavía la humedad de los siglos. Desde allí comenzó a desplegar sus recursos. ⠀⠀Durante el día recorría los archivos municipales, revisando actas de nacimiento, reportes de desapariciones y viejas cartas policiales que nadie reclamaba. Su mirada se deslizaba rápida, pero implacable; buscaba patrones que escapaban a los ojos comunes. ⠀⠀Por las noches, usaba métodos que no se enseñaban en ninguna universidad. ⠀⠀En la habitación apenas iluminada, extendía sobre la mesa fotografías ajadas, mapas trazados a mano y objetos impregnados de memoria. Con las yemas de los dedos recorría cada superficie, dejando que las memorias latentes se filtraran hacia su mente. ⠀⠀A veces eran visiones fugaces: un cementerio cubierto de niebla, un rostro que giraba demasiado rápido, un símbolo grabado en piedra que se deshacía al mirarlo. Otras veces sencillamente eran escenas montadas por un niño de cinco años, completamente sin sentido. ⠀⠀Fue en una de esas sesiones que la verdad emergió. ⠀⠀El apellido no era lo importante. Era el lugar donde había desaparecido. ⠀⠀A la mañana siguiente, cuando el reloj marcaba las seis, salió del hostal con un solo destino en mente: la iglesia de San Estanislao, bajo cuya cripta los registros indicaban entidades menos ortodoxas del exorcismo católico, debía investigar. ⠀⠀El viento helado arrastraba copos de nieve sucia mientras Cipriano se perdía entre las calles grises. ⠀⠀En el bolsillo interior de su abrigo, sus dedos rozaban el colgante gastado que llevaba desde niño. ⠀
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  • "Caminando con los Muertos" (Extra)

    Noche de luna nueva, la segunda desde el final del invierno, el bosque bajo la guardia del brujo se encuentra bañado en la más profunda oscuridad. La luna le ha dado la espalda al sol, esta noche, estas tierras le pertenecen a ella y a la primavera infantil, a sus hijas, incluso a las que ya no están cuyo eco resuena aún en los oídos de aquellos que les deseen escuchar... y en el destino de aquellos que se ganaron su rencor.

    El brujo está presente porque se lo permiten, porque se le necesita y porque habrá de servir. En su piel desnuda van marcados los símbolos de su familia, de los guerreros que abren caminos y los guardianes del hogar, de la energía que engendra y el cazador que provee, del fuego que no quema, que protege y abriga, que arde y compra con su vida la supervivencia de los suyos.

    Bajo sus pies, un circulo de invocación se dibuja en el fango maloliente. Ni siquiera los insectos se atreven a acercarse, las líneas profundas irradian la sensación de la muerte prematura.

    La luna de esta noche le susurra palabras de libertad a los oídos de las criaturas no muertas, pero tampoco vivas, les invita a recorrer una vez más las tierras, como bruma espectral. Es ese momento, esa brecha entre el nacimiento y el fallecimiento que una vez dio paso a la muerte de la niña y al nacimiento del demonio, lo que también abre las puertas a los fantasmas de las mujeres de su familia, brujas generosas que aceptaron acudir al llamado de su hijo, primo, sobrino, nieto...

    El brujo se arrodilla en el centro del círculo y agacha la cabeza. Frente a él hay un cuerpo, una joven maldita, un vientre herido por la desnaturalización, infértil; ella está cansada y desea abandonar, desea terminar su ciclo fuera de la vista de una sociedad de moral ficticia que está lejos de comprenderle, ella yace arrodillada frente a él, nerviosa y abrumada, pero también decidida y en paz consigo misma.

    — Tranquila, te prometo que no sentirás nada. Ellas conocen tu dolor y no permitirán que se repita —le susurra el brujo, con voz cálida y protectora.

    Los huesos malditos están hundidos en la ciénaga, ellas y él están en la orilla.
    En el agua estancada la encontró, al agua estancada le regresó.

    El pantano no siente rencor hacia la muerte, al contrario, le da la bienvenida en un abrazo cariñoso que cuida y atesora cada fibra, cada pedacito de carne cadavérica. Y donde hay muerte y putrefacción, también se acomoda el demonio y el pecado. Ni siquiera ellos son rechazados por el pantano.

    Cuando el brujo cierra los ojos y extiende los brazos a sus lados, como entregándose a las mujeres suyas, el ritual da comienzo. De sus manos brotan llamas que avanzan hacia sus hombros y más allá.

    — Ante el ojo vacío de la Madre Primera le ofrezco la semilla que cayó en tierra dañada, el alma quebrada, el fuego que purifica. Recibe a esta, tu hija mutilada, acúnala en tus brazos como la madre debió tener y no como la que le negó el fruto, y le daré a su alma la oportunidad de cobrar todas sus deudas.

    La joven, atenta a cada palabra que sale de la boca del brujo, sonríe, y los fantasmas de las mujeres alrededor también le sonríen justo antes de empezar a cantar en una lengua antigua y pagana.

    Las llamas se extienden a través del cuerpo del brujo, tocan el suelo lodoso y conectan con la joven. Ella grita de espanto al ver sus piernas desnudas ardiendo, pero pronto se da cuenta de que no siente dolor alguno, sólo el éxtasis de la mujer libre de cadenas. Su cuerpo se consume en las llamas entre risas de histeria, sus brazos se alzan al cielo y hacia la luna invisible.

    La hija regresa junto a su verdadera madre.

    El fuego no se apaga, baila alrededor del brujo cuando este se pone de pie y camina, pasando por encima de los restos ardientes de la joven, para acercarse a la ciénaga. Ni siquiera se apaga mientras, en medio del fervor de las mujeres fantasmas, sus piernas se hunden en el agua estancada.

    El brujo recuerda, como si hubiera sido ayer, aquella vez que tuvo a Side entre sus brazos temblando de placer, cada vez que esa voz susurrante le llamó "monstruo", los labios dulces que acariciando los suyos.

    Ella, el eco de un ciclo interrumpido, pero que jamás debió ser detenido, es la dueña de los huesos que yacen bajo el agua estancada adonde también van a parar las lágrimas del brujo tras caer de sus mejillas.

    El fuego no se apaga, tampoco ilumina demasiado, la oscuridad es sobrecogedora, excepto por la pequeña chispa que brota de los restos de la joven quemada. Las fantasmas la llaman, le señalan el camino: "sigue el fuego", le dicen, "sigue el fuego". Y así lo hace, dejándose llevar por el rastro que dejó el brujo, "sigue el fuego", la pequeña semilla avanza, "sigue el fuego", hay cientos de criaturas de la noche negra y el submundo que querrían devorarla, "sigue el fuego y estarás a salvo", porque las fantasmas la protegen.

    Tolek se agacha para tocar los huesos y contagiarle sus llamas, el agua le llega hasta los hombros, la pequeña alma levita, se desliza confiando en el fuego, ese que siempre acompañó a las brujas, y se apropia de los huesos marchitos.

    El fango del fondo reconoce la nueva vida, resuena con esta, responde a la guía de las fantasmas y a las intenciones del brujo, quien también comienza a recitar un conjuro con el que cubre a los huesos por raíces en un abrazo protector, raíces que pronto se convierten en un grueso tallo palpitante que crece, poco a poco, hacia la superficie, mientras otros más pequeños se transforman en hojas gigantes, aunque no verdes sino negras como las sombras, sombras que ni la luz del fuego del brujo pueden doblegar, sombras de esencia demoníaca.

    Un loto color del ébano se alza por encima de la superficie, cerrado y ardiendo en llamas, palpita con la nueva vida que guarda en su interior.

    El brujo lo contempla, su ceño se frunce con el peso de la extrañeza: el loto está cerrado, ¿Tendrá que esperar?

    Esperará. Las llamas arderán cuanto haga falta, alimentarán a las raíces oscuras cuanto haga falta, consumirán lo que haga falta.

    #ElBrujoCojo [SideBlackHole]
    "Caminando con los Muertos" (Extra) Noche de luna nueva, la segunda desde el final del invierno, el bosque bajo la guardia del brujo se encuentra bañado en la más profunda oscuridad. La luna le ha dado la espalda al sol, esta noche, estas tierras le pertenecen a ella y a la primavera infantil, a sus hijas, incluso a las que ya no están cuyo eco resuena aún en los oídos de aquellos que les deseen escuchar... y en el destino de aquellos que se ganaron su rencor. El brujo está presente porque se lo permiten, porque se le necesita y porque habrá de servir. En su piel desnuda van marcados los símbolos de su familia, de los guerreros que abren caminos y los guardianes del hogar, de la energía que engendra y el cazador que provee, del fuego que no quema, que protege y abriga, que arde y compra con su vida la supervivencia de los suyos. Bajo sus pies, un circulo de invocación se dibuja en el fango maloliente. Ni siquiera los insectos se atreven a acercarse, las líneas profundas irradian la sensación de la muerte prematura. La luna de esta noche le susurra palabras de libertad a los oídos de las criaturas no muertas, pero tampoco vivas, les invita a recorrer una vez más las tierras, como bruma espectral. Es ese momento, esa brecha entre el nacimiento y el fallecimiento que una vez dio paso a la muerte de la niña y al nacimiento del demonio, lo que también abre las puertas a los fantasmas de las mujeres de su familia, brujas generosas que aceptaron acudir al llamado de su hijo, primo, sobrino, nieto... El brujo se arrodilla en el centro del círculo y agacha la cabeza. Frente a él hay un cuerpo, una joven maldita, un vientre herido por la desnaturalización, infértil; ella está cansada y desea abandonar, desea terminar su ciclo fuera de la vista de una sociedad de moral ficticia que está lejos de comprenderle, ella yace arrodillada frente a él, nerviosa y abrumada, pero también decidida y en paz consigo misma. — Tranquila, te prometo que no sentirás nada. Ellas conocen tu dolor y no permitirán que se repita —le susurra el brujo, con voz cálida y protectora. Los huesos malditos están hundidos en la ciénaga, ellas y él están en la orilla. En el agua estancada la encontró, al agua estancada le regresó. El pantano no siente rencor hacia la muerte, al contrario, le da la bienvenida en un abrazo cariñoso que cuida y atesora cada fibra, cada pedacito de carne cadavérica. Y donde hay muerte y putrefacción, también se acomoda el demonio y el pecado. Ni siquiera ellos son rechazados por el pantano. Cuando el brujo cierra los ojos y extiende los brazos a sus lados, como entregándose a las mujeres suyas, el ritual da comienzo. De sus manos brotan llamas que avanzan hacia sus hombros y más allá. — Ante el ojo vacío de la Madre Primera le ofrezco la semilla que cayó en tierra dañada, el alma quebrada, el fuego que purifica. Recibe a esta, tu hija mutilada, acúnala en tus brazos como la madre debió tener y no como la que le negó el fruto, y le daré a su alma la oportunidad de cobrar todas sus deudas. La joven, atenta a cada palabra que sale de la boca del brujo, sonríe, y los fantasmas de las mujeres alrededor también le sonríen justo antes de empezar a cantar en una lengua antigua y pagana. Las llamas se extienden a través del cuerpo del brujo, tocan el suelo lodoso y conectan con la joven. Ella grita de espanto al ver sus piernas desnudas ardiendo, pero pronto se da cuenta de que no siente dolor alguno, sólo el éxtasis de la mujer libre de cadenas. Su cuerpo se consume en las llamas entre risas de histeria, sus brazos se alzan al cielo y hacia la luna invisible. La hija regresa junto a su verdadera madre. El fuego no se apaga, baila alrededor del brujo cuando este se pone de pie y camina, pasando por encima de los restos ardientes de la joven, para acercarse a la ciénaga. Ni siquiera se apaga mientras, en medio del fervor de las mujeres fantasmas, sus piernas se hunden en el agua estancada. El brujo recuerda, como si hubiera sido ayer, aquella vez que tuvo a Side entre sus brazos temblando de placer, cada vez que esa voz susurrante le llamó "monstruo", los labios dulces que acariciando los suyos. Ella, el eco de un ciclo interrumpido, pero que jamás debió ser detenido, es la dueña de los huesos que yacen bajo el agua estancada adonde también van a parar las lágrimas del brujo tras caer de sus mejillas. El fuego no se apaga, tampoco ilumina demasiado, la oscuridad es sobrecogedora, excepto por la pequeña chispa que brota de los restos de la joven quemada. Las fantasmas la llaman, le señalan el camino: "sigue el fuego", le dicen, "sigue el fuego". Y así lo hace, dejándose llevar por el rastro que dejó el brujo, "sigue el fuego", la pequeña semilla avanza, "sigue el fuego", hay cientos de criaturas de la noche negra y el submundo que querrían devorarla, "sigue el fuego y estarás a salvo", porque las fantasmas la protegen. Tolek se agacha para tocar los huesos y contagiarle sus llamas, el agua le llega hasta los hombros, la pequeña alma levita, se desliza confiando en el fuego, ese que siempre acompañó a las brujas, y se apropia de los huesos marchitos. El fango del fondo reconoce la nueva vida, resuena con esta, responde a la guía de las fantasmas y a las intenciones del brujo, quien también comienza a recitar un conjuro con el que cubre a los huesos por raíces en un abrazo protector, raíces que pronto se convierten en un grueso tallo palpitante que crece, poco a poco, hacia la superficie, mientras otros más pequeños se transforman en hojas gigantes, aunque no verdes sino negras como las sombras, sombras que ni la luz del fuego del brujo pueden doblegar, sombras de esencia demoníaca. Un loto color del ébano se alza por encima de la superficie, cerrado y ardiendo en llamas, palpita con la nueva vida que guarda en su interior. El brujo lo contempla, su ceño se frunce con el peso de la extrañeza: el loto está cerrado, ¿Tendrá que esperar? Esperará. Las llamas arderán cuanto haga falta, alimentarán a las raíces oscuras cuanto haga falta, consumirán lo que haga falta. #ElBrujoCojo [SideBlackHole]
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  • Conviviendo entre mortales
    Fandom Mortal kombat
    Categoría Videojuegos
    Bajo el mismo cielo.
    Fangjiang — Earthrrealm.
    (Autoconclusivo)


    El alba se filtraba con timidez entre las ramas de los cerezos que bordeaban la aldea de Fang Jiang. El rocío colgaba de las hojas como diminutas joyas, y el murmullo del viento apenas osaba perturbar la quietud del amanecer. Desde su cabaña, a las afueras del pueblo, Mei abrió los ojos al canto lejano de un gallo y los pájaros. No era un sonido nuevo para ella, pero aún le resultaba extraño no despertar con los cánticos celestiales o las plegarias entonadas en el templo del cielo. En su lugar, ahora la recibía el aroma a madera, a tierra húmeda y a arroz cocido con lentitud.

    Sentada en el borde del futón, con los pies desnudos tocando el suelo frío, Mei respiró hondo. Había algo profundamente humano en esa incomodidad matinal, en ese cansancio leve que no provenía de la batalla, sino del trabajo cotidiano. Se cubrió con un kimono sencillo de lino, recogió su cabello en una trenza descuidada y abrió la puerta de su hogar.

    La luz dorada del sol acarició su rostro. Frente a ella, el jardín susurraba vida: flores silvestres, hierbas curativas y pequeños cultivos que habían brotado bajo su cuidado. A un lado, las gallinas correteaban impacientes, las ovejas daban los buenos días a su modo,  aún adormiladas y un par de patos chapoteaban en el estanque que ella lea habia construido cuidadosamente. No usó su poder para alimentarlos, ni para limpiar, ni siquiera para calentar el agua. Cada acto, por pequeño que fuera, lo hacía con sus propias manos, como había decidido desde el día que llegó.

    Ese era su voto: vivir como los mortales, sentir como ellos, errar como ellos.

    A media mañana, ya había hervido arroz, recogido huevos, lavado ropa y podado el borde del sendero que llevaba a su casa. Fue entonces cuando escuchó los pasos apresurados de una mujer. Alzó la mirada y vio a una madre con el rostro pálido, cargando a un niño que temblaba de fiebre. No hubo presentaciones. Solo necesidad.

    Mei no hizo preguntas. Llevó al pequeño a una de las esteras tejidas junto al hogar, preparó con precisión un cataplasma de raíz de jengibre, fenogreco y flores de caléndula. Mientras lo aplicaba, murmuraba palabras suaves en una lengua antigua, la lengua de la vida y la luz, que no eran conjuros, sino caricias para el alma. Mojó un paño en agua tibia con lavanda y lo colocó sobre la frente del niño, cuidando de no alterar el equilibrio de su energía.


    —Esta noche descansará mejor —susurró con una sonrisa apacible.


    No hubo destellos divinos. Ningún milagro evidente. Solo conocimiento, ternura… y tiempo.

    Su jardín, el rincón más sagrado de su hogar, era un mapa de su alma. Allí crecían desde la valeriana hasta la ambrosía, pasando por helechos que susurraban secretos traídos del cielo. En el centro, una piedra blanca tallada con el símbolo del  viento y la vida reposaba como un pequeño altar silencioso. Mei solía sentarse frente a ella al atardecer, los ojos cerrados, el corazón calmo. No oraba como en el templo. Solo escuchaba. El susurro de la tierra, el canto de las hojas… y, a veces, el recuerdo de su padre riendo entre las nubes.


    Un día, mientras recogía flores de loto en el borde del estanque, un anciano de la aldea se le acercó. Caminaba con lentitud, pero sus ojos conservaban la chispa de la sabiduría.


    —Usted no es de aquí, ¿no es asi jovencita? —dijo con voz ronca, pero firme—. Y, sin embargo, ha hecho más por esta tierra que muchos que han nacido en ella.


    Mei bajó la mirada, incómoda con el elogio.


    —No soy nada especial —respondió con humildad—. Solo… estoy aprendiendo.


    —Para nosotros, es un honor tenerla morando en nuestro pacífico pueblo, muchos dicen que es una especie de oráculo —dijo él, sin dudar—. No de esos que predicen tormentas, sino de los que enseñan a sembrar después de ellas.

    Se marchó dejándola en silencio, no sin antes dejarle como regalo una canasta llena de frutas y verduras cosechadas en Fangjiang, ella asintió con dulzura hacia el regalo que, indirectamente, se traduce como ofrenda, luego que el anciano se retiró del sitio, Mei observó sus manos —callosas, con tierra bajo las uñas— y sonrió. Tal vez, en ese mundo tan distante al suyo, por fin estaba encontrando un propósito que ni los dioses antiguos quisieron darle.


    Y así pasaban los días. Entre el canto de las aves, el tacto de la arcilla, los suspiros de niños sanados y los ocasos silenciosos. No necesitaba trono, ni corona, ni alabanza. Solo necesitaba sentirse viva… bajo el mismo cielo que cubría tanto a dioses como a mortales.
    Bajo el mismo cielo. Fangjiang — Earthrrealm. (Autoconclusivo) El alba se filtraba con timidez entre las ramas de los cerezos que bordeaban la aldea de Fang Jiang. El rocío colgaba de las hojas como diminutas joyas, y el murmullo del viento apenas osaba perturbar la quietud del amanecer. Desde su cabaña, a las afueras del pueblo, Mei abrió los ojos al canto lejano de un gallo y los pájaros. No era un sonido nuevo para ella, pero aún le resultaba extraño no despertar con los cánticos celestiales o las plegarias entonadas en el templo del cielo. En su lugar, ahora la recibía el aroma a madera, a tierra húmeda y a arroz cocido con lentitud. Sentada en el borde del futón, con los pies desnudos tocando el suelo frío, Mei respiró hondo. Había algo profundamente humano en esa incomodidad matinal, en ese cansancio leve que no provenía de la batalla, sino del trabajo cotidiano. Se cubrió con un kimono sencillo de lino, recogió su cabello en una trenza descuidada y abrió la puerta de su hogar. La luz dorada del sol acarició su rostro. Frente a ella, el jardín susurraba vida: flores silvestres, hierbas curativas y pequeños cultivos que habían brotado bajo su cuidado. A un lado, las gallinas correteaban impacientes, las ovejas daban los buenos días a su modo,  aún adormiladas y un par de patos chapoteaban en el estanque que ella lea habia construido cuidadosamente. No usó su poder para alimentarlos, ni para limpiar, ni siquiera para calentar el agua. Cada acto, por pequeño que fuera, lo hacía con sus propias manos, como había decidido desde el día que llegó. Ese era su voto: vivir como los mortales, sentir como ellos, errar como ellos. A media mañana, ya había hervido arroz, recogido huevos, lavado ropa y podado el borde del sendero que llevaba a su casa. Fue entonces cuando escuchó los pasos apresurados de una mujer. Alzó la mirada y vio a una madre con el rostro pálido, cargando a un niño que temblaba de fiebre. No hubo presentaciones. Solo necesidad. Mei no hizo preguntas. Llevó al pequeño a una de las esteras tejidas junto al hogar, preparó con precisión un cataplasma de raíz de jengibre, fenogreco y flores de caléndula. Mientras lo aplicaba, murmuraba palabras suaves en una lengua antigua, la lengua de la vida y la luz, que no eran conjuros, sino caricias para el alma. Mojó un paño en agua tibia con lavanda y lo colocó sobre la frente del niño, cuidando de no alterar el equilibrio de su energía. —Esta noche descansará mejor —susurró con una sonrisa apacible. No hubo destellos divinos. Ningún milagro evidente. Solo conocimiento, ternura… y tiempo. Su jardín, el rincón más sagrado de su hogar, era un mapa de su alma. Allí crecían desde la valeriana hasta la ambrosía, pasando por helechos que susurraban secretos traídos del cielo. En el centro, una piedra blanca tallada con el símbolo del  viento y la vida reposaba como un pequeño altar silencioso. Mei solía sentarse frente a ella al atardecer, los ojos cerrados, el corazón calmo. No oraba como en el templo. Solo escuchaba. El susurro de la tierra, el canto de las hojas… y, a veces, el recuerdo de su padre riendo entre las nubes. Un día, mientras recogía flores de loto en el borde del estanque, un anciano de la aldea se le acercó. Caminaba con lentitud, pero sus ojos conservaban la chispa de la sabiduría. —Usted no es de aquí, ¿no es asi jovencita? —dijo con voz ronca, pero firme—. Y, sin embargo, ha hecho más por esta tierra que muchos que han nacido en ella. Mei bajó la mirada, incómoda con el elogio. —No soy nada especial —respondió con humildad—. Solo… estoy aprendiendo. —Para nosotros, es un honor tenerla morando en nuestro pacífico pueblo, muchos dicen que es una especie de oráculo —dijo él, sin dudar—. No de esos que predicen tormentas, sino de los que enseñan a sembrar después de ellas. Se marchó dejándola en silencio, no sin antes dejarle como regalo una canasta llena de frutas y verduras cosechadas en Fangjiang, ella asintió con dulzura hacia el regalo que, indirectamente, se traduce como ofrenda, luego que el anciano se retiró del sitio, Mei observó sus manos —callosas, con tierra bajo las uñas— y sonrió. Tal vez, en ese mundo tan distante al suyo, por fin estaba encontrando un propósito que ni los dioses antiguos quisieron darle. Y así pasaban los días. Entre el canto de las aves, el tacto de la arcilla, los suspiros de niños sanados y los ocasos silenciosos. No necesitaba trono, ni corona, ni alabanza. Solo necesitaba sentirse viva… bajo el mismo cielo que cubría tanto a dioses como a mortales.
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  • Lᴀ Rᴇsᴘɪʀᴀᴄɪᴏ́ɴ ᴅᴇʟ Dɪᴏs
    𝓕𝓻𝓪𝓰𝓶𝓮𝓷𝓽𝓸 𝓭𝓮 𝓵𝓸𝓼 𝓡𝓮𝓰𝓲𝓼𝓽𝓻𝓸𝓼 𝓟𝓷𝓲𝔁𝓲𝓪𝓷𝓸𝓼, 𝓬𝓾𝓼𝓽𝓸𝓭𝓲𝓪𝓭𝓸𝓼 𝓮𝓷 𝓵𝓪 𝓑𝓲𝓫𝓵𝓲𝓸𝓽𝓮𝓬𝓪 𝓭𝓮𝓵 𝓗𝓪𝓭𝓮𝓼

    Dicen que cuando el límite entre la vida y la muerte se vuelve bruma, él aparece.

    Con ojos como cian helado y la voz amortiguada tras una máscara sagrada, Asclepius extiende sus manos enguantadas en un gesto de sellado antiguo. Los sabios de Eleusis creyeron por siglos que era un símbolo de compasión; los muertos que regresaron lo saben mejor: es una barrera.

    La mascarilla que porta no es ornamento. Se dice que fue forjada con el aliento de Hygea y las cenizas de Epidauro, para contener su hálito divino, aquel que puede reanimar corazones que ya no laten o devolver a la carne aquello que el alma ya ha abandonado.

    Su aparición no anuncia salvación inmediata, sino un juicio silencioso.
    Sus manos cruzadas resplandecen con un fulgor imposible, que baila entre códigos de vida y muerte. No hay palabras, solo un veredicto que se siente como un temblor bajo la piel:

    —“No es tu tiempo aún… pero no olvides a qué precio vives.”

    Y se marcha, con el murmullo del Inframundo aún aferrado a su sombra, dejando atrás cuerpos restaurados y almas inquietas.

    Quienes lo han visto aseguran que su rostro tras la máscara no muestra ira ni compasión, sino una insondable melancolía, como quien ha sanado mil veces… pero jamás ha sido sanado.

    Lᴀ Rᴇsᴘɪʀᴀᴄɪᴏ́ɴ ᴅᴇʟ Dɪᴏs 𝓕𝓻𝓪𝓰𝓶𝓮𝓷𝓽𝓸 𝓭𝓮 𝓵𝓸𝓼 𝓡𝓮𝓰𝓲𝓼𝓽𝓻𝓸𝓼 𝓟𝓷𝓲𝔁𝓲𝓪𝓷𝓸𝓼, 𝓬𝓾𝓼𝓽𝓸𝓭𝓲𝓪𝓭𝓸𝓼 𝓮𝓷 𝓵𝓪 𝓑𝓲𝓫𝓵𝓲𝓸𝓽𝓮𝓬𝓪 𝓭𝓮𝓵 𝓗𝓪𝓭𝓮𝓼 Dicen que cuando el límite entre la vida y la muerte se vuelve bruma, él aparece. Con ojos como cian helado y la voz amortiguada tras una máscara sagrada, Asclepius extiende sus manos enguantadas en un gesto de sellado antiguo. Los sabios de Eleusis creyeron por siglos que era un símbolo de compasión; los muertos que regresaron lo saben mejor: es una barrera. La mascarilla que porta no es ornamento. Se dice que fue forjada con el aliento de Hygea y las cenizas de Epidauro, para contener su hálito divino, aquel que puede reanimar corazones que ya no laten o devolver a la carne aquello que el alma ya ha abandonado. Su aparición no anuncia salvación inmediata, sino un juicio silencioso. Sus manos cruzadas resplandecen con un fulgor imposible, que baila entre códigos de vida y muerte. No hay palabras, solo un veredicto que se siente como un temblor bajo la piel: —“No es tu tiempo aún… pero no olvides a qué precio vives.” Y se marcha, con el murmullo del Inframundo aún aferrado a su sombra, dejando atrás cuerpos restaurados y almas inquietas. Quienes lo han visto aseguran que su rostro tras la máscara no muestra ira ni compasión, sino una insondable melancolía, como quien ha sanado mil veces… pero jamás ha sido sanado.
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  • La Dicotomía del Recuerdo.
    Fandom Original.
    Categoría Slice of Life
    Dahlia

    ⠀⠀El aire de la ciudad olía a lluvia vieja y a café frío. Las baldosas mojadas devolvían un reflejo tembloroso del cielo encapotado, como si el mundo dudara de su forma. Cipriano caminaba sin rumbo, con el paso arrastrado del que no huye ni busca, pero igual se mueve. Observaba a las personas como si fueran símbolos: un niño llorando era una metáfora; una pareja discutiendo, una teoría sin resolver.

    ⠀⠀Las ideas se le cruzaban como pájaros nerviosos, algunas se posaban, otras se perdían entre las ramas enmarañadas de su pensamiento. Pero aun entre tanto pensar, su ímpetu y espíritu se mantenían intactos, con pecho alto, el reflejo de Lorenzo se cruzaba con la mirada amarga del brujo, a través de ese rostro joven, que miraba con ojos de desprecio y anhelo tanto a sí mismo como a su actualidad.

    ⠀⠀Y justo en ese momento, la vio: una florería pequeña, casi oculta entre un local de fotocopias y una tienda de objetos inútiles. No había cartel, solo el cristal empañado y el aroma, inexplicable, que lo detuvo en seco. No era el olor de flores cualquiera; era algo más antiguo, más denso, como el recuerdo de un bosque soñado o el eco de un rito olvidado.

    ⠀⠀Giró ligeramente la cabeza, las personas ignoraban el sitio. Las flores, parecían estar en su más bella etapa, el aroma de las mismas se filtraba por su nariz, guiándolo unos pasos adelante, pero no sin antes contemplar a las que yacían en las calles, las macetas contenían a sus contrapartes más demacradas, claramente algo sucedía, algo irradiaba el lugar con un aura sobrenatural abismal.

    ⠀⠀El alma del brujo en el pecho del muchacho palpitaba con fuerza, casi como una intuición de lo desconocido.

    ⠀⠀Entró. No porque quisiera flores, sino porque algo en su cabeza —no por la curiosidad, no por el ansia de compra— lo empujó. Se notaría que, al entrar, el local se llenaría de un poderoso aura producto de su santidad y maestría arcana, focalizando a la aparentemente única empleada sobre el mostrador, qué extrañeza sentía con este lugar, era inaudito.
    [Lepus_Constellation] ⠀ ⠀⠀El aire de la ciudad olía a lluvia vieja y a café frío. Las baldosas mojadas devolvían un reflejo tembloroso del cielo encapotado, como si el mundo dudara de su forma. Cipriano caminaba sin rumbo, con el paso arrastrado del que no huye ni busca, pero igual se mueve. Observaba a las personas como si fueran símbolos: un niño llorando era una metáfora; una pareja discutiendo, una teoría sin resolver. ⠀⠀Las ideas se le cruzaban como pájaros nerviosos, algunas se posaban, otras se perdían entre las ramas enmarañadas de su pensamiento. Pero aun entre tanto pensar, su ímpetu y espíritu se mantenían intactos, con pecho alto, el reflejo de Lorenzo se cruzaba con la mirada amarga del brujo, a través de ese rostro joven, que miraba con ojos de desprecio y anhelo tanto a sí mismo como a su actualidad. ⠀⠀Y justo en ese momento, la vio: una florería pequeña, casi oculta entre un local de fotocopias y una tienda de objetos inútiles. No había cartel, solo el cristal empañado y el aroma, inexplicable, que lo detuvo en seco. No era el olor de flores cualquiera; era algo más antiguo, más denso, como el recuerdo de un bosque soñado o el eco de un rito olvidado. ⠀⠀Giró ligeramente la cabeza, las personas ignoraban el sitio. Las flores, parecían estar en su más bella etapa, el aroma de las mismas se filtraba por su nariz, guiándolo unos pasos adelante, pero no sin antes contemplar a las que yacían en las calles, las macetas contenían a sus contrapartes más demacradas, claramente algo sucedía, algo irradiaba el lugar con un aura sobrenatural abismal. ⠀⠀El alma del brujo en el pecho del muchacho palpitaba con fuerza, casi como una intuición de lo desconocido. ⠀⠀Entró. No porque quisiera flores, sino porque algo en su cabeza —no por la curiosidad, no por el ansia de compra— lo empujó. Se notaría que, al entrar, el local se llenaría de un poderoso aura producto de su santidad y maestría arcana, focalizando a la aparentemente única empleada sobre el mostrador, qué extrañeza sentía con este lugar, era inaudito. ⠀
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