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Entre el olvido y la memoria, encontramos nuestro verdadero ser.
  • Género Femenino
  • Raza Eidolon
  • Fandom OC
  • Guardian del Olvido
  • Soltero(a)
  • Cumpleaños 1 de noviembre
  • 16 Publicaciones
  • 14 Escenas
  • Se unió en octubre 2023
  • 11 Visitas perfil
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  • Categorías de rol
    Acción , Anime & Mangas , Aventura , Comedia , Contemporáneo , Drama , Romance , Slice of Life , Suspenso
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  • El aroma de lavanda y pétalos secos flotaba en el aire mientras Lepus acomodaba un ramo de dalias sobre el mostrador. Sus manos se movían con precisión, atando los tallos con un lazo de seda negra, pero su mente seguía atrapada en los recuerdos ajenos.

    “Haz que los olvide… por favor… haz que desaparezcan.”

    La voz de la mujer aún resonaba en su mente, frágil y quebrada, como si cada palabra amenazara con hacerla colapsar. Había llegado a ella poco después del anochecer, con los ojos hinchados de tanto llorar. Sus manos temblaban al colocar la ofrenda sobre el altar improvisado: una vela blanca, una figura de un conejo de porcelana y un puñado de jazmines marchitos, sus flores favoritas antes de que el dolor las volviera insoportables.

    Su prometido y su hermana.

    Las palabras se le habían atorado en la garganta cuando intentó explicarlo. El día de su boda, había caminado hasta el altar con el corazón latiendo de emoción… solo para encontrarlo vacío. En la iglesia, los murmullos crecieron hasta convertirse en cuchicheos hirientes. Su madre trató de sostenerla cuando su vestido de novia pareció pesarle demasiado, cuando su cuerpo entero se volvió de plomo. Pero no fue hasta después, cuando encontró la carta apresuradamente escrita y la vio firmada con la caligrafía de su hermana, que entendió la verdad.

    Habían huido juntos.

    Aquella traición no solo le arrebató a su futuro esposo, sino a la persona en la que más confiaba. En un solo instante, perdió dos amores: el romántico y el fraternal.

    “No puedo más… su ausencia me persigue… necesito que desaparezcan de mi cabeza.”

    Lepus suspiró y tomó una tijera, cortando con precisión un tallo marchito. Había realizado el Ritual de Memoria y Olvido con la misma meticulosidad de siempre. La mujer escribió ambos nombres en el pergamino y, con un movimiento tembloroso, lo dejó arder en la llama negra. Las cenizas bailaron en el aire antes de desvanecerse en la brisa nocturna.

    Pero… ¿realmente el olvido era la respuesta?

    Los recuerdos no desaparecían. Solo se hundían en lo más profundo, perdiendo su filo, su intensidad. Con el tiempo, quizá la mujer despertaría una mañana sintiendo que algo le faltaba, una herida sin cicatriz visible. Y aunque el rostro de su hermana y de aquel hombre se desdibujara, el eco de la traición persistiría en su alma.

    Lepus acomodó las flores restantes y se quedó en silencio. Su labor no era juzgar, sino aliviar. A veces, eso significaba conceder olvido. Otras veces, significaba permitir que el dolor se desvaneciera poco a poco, como un pétalo arrastrado por el viento.

    Fuera de la tienda, la noche se cernía sobre la ciudad. Aún quedaban flores por organizar, pero por un instante, Lepus cerró los ojos y escuchó.

    En algún rincón del mundo, alguien más la llamaría pronto.

    Y ella acudiría. Como siempre.
    #monorol
    El aroma de lavanda y pétalos secos flotaba en el aire mientras Lepus acomodaba un ramo de dalias sobre el mostrador. Sus manos se movían con precisión, atando los tallos con un lazo de seda negra, pero su mente seguía atrapada en los recuerdos ajenos. “Haz que los olvide… por favor… haz que desaparezcan.” La voz de la mujer aún resonaba en su mente, frágil y quebrada, como si cada palabra amenazara con hacerla colapsar. Había llegado a ella poco después del anochecer, con los ojos hinchados de tanto llorar. Sus manos temblaban al colocar la ofrenda sobre el altar improvisado: una vela blanca, una figura de un conejo de porcelana y un puñado de jazmines marchitos, sus flores favoritas antes de que el dolor las volviera insoportables. Su prometido y su hermana. Las palabras se le habían atorado en la garganta cuando intentó explicarlo. El día de su boda, había caminado hasta el altar con el corazón latiendo de emoción… solo para encontrarlo vacío. En la iglesia, los murmullos crecieron hasta convertirse en cuchicheos hirientes. Su madre trató de sostenerla cuando su vestido de novia pareció pesarle demasiado, cuando su cuerpo entero se volvió de plomo. Pero no fue hasta después, cuando encontró la carta apresuradamente escrita y la vio firmada con la caligrafía de su hermana, que entendió la verdad. Habían huido juntos. Aquella traición no solo le arrebató a su futuro esposo, sino a la persona en la que más confiaba. En un solo instante, perdió dos amores: el romántico y el fraternal. “No puedo más… su ausencia me persigue… necesito que desaparezcan de mi cabeza.” Lepus suspiró y tomó una tijera, cortando con precisión un tallo marchito. Había realizado el Ritual de Memoria y Olvido con la misma meticulosidad de siempre. La mujer escribió ambos nombres en el pergamino y, con un movimiento tembloroso, lo dejó arder en la llama negra. Las cenizas bailaron en el aire antes de desvanecerse en la brisa nocturna. Pero… ¿realmente el olvido era la respuesta? Los recuerdos no desaparecían. Solo se hundían en lo más profundo, perdiendo su filo, su intensidad. Con el tiempo, quizá la mujer despertaría una mañana sintiendo que algo le faltaba, una herida sin cicatriz visible. Y aunque el rostro de su hermana y de aquel hombre se desdibujara, el eco de la traición persistiría en su alma. Lepus acomodó las flores restantes y se quedó en silencio. Su labor no era juzgar, sino aliviar. A veces, eso significaba conceder olvido. Otras veces, significaba permitir que el dolor se desvaneciera poco a poco, como un pétalo arrastrado por el viento. Fuera de la tienda, la noche se cernía sobre la ciudad. Aún quedaban flores por organizar, pero por un instante, Lepus cerró los ojos y escuchó. En algún rincón del mundo, alguien más la llamaría pronto. Y ella acudiría. Como siempre. #monorol
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  • Lo que has olvidado, tal vez no estaba destinado a ser recordado.
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  • ¿Que debería hacer si no hay reunión ni me han invocado?
    ¿Que debería hacer si no hay reunión ni me han invocado?
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  • La habitación estaba en completa penumbra, iluminada únicamente por la luz trémula de dos velas: una blanca y una negra. El aire era denso, cargado con el peso de las emociones que resonaban en el silencio. Frente a Lepus, una mujer de mirada perdida sostenía un pergamino en blanco y una pluma. Sus manos temblaban.

    —¿Estás segura de que esto es lo que deseas? —preguntó Lepus, su voz suave pero firme, reverberando en el pequeño cuarto como un eco distante.

    La mujer asintió lentamente, sus ojos turbios de lágrimas contenidas. Había venido en busca de olvido, de la paz que no lograba encontrar. Lepus la observó un momento más antes de hacer un leve gesto con la mano, indicándole que comenzara.

    La pluma rozó el pergamino, y las palabras fluyeron como una herida abierta. La mujer escribió con un frenesí desesperado, dejando que los recuerdos se derramaran a través de la tinta: momentos, voces, rostros que deseaba borrar de su mente. Cada trazo parecía un paso hacia el alivio, aunque el dolor aún palpaba en el aire.

    Cuando terminó, Lepus se inclinó hacia las velas. Colocó el pergamino entre sus manos y lo sostuvo sobre la llama negra.

    —Al hacerlo —dijo Lepus, su tono solemne—, este recuerdo dejará de atormentarte. Se desvanecerá como el humo, y el dolor perderá su fuerza. No desaparecerá por completo, pero su peso ya no será el mismo.

    La mujer cerró los ojos y asintió de nuevo, sus labios temblorosos mientras se despedía de los fantasmas que tanto la habían consumido. Lepus dejó caer el pergamino en la llama negra, y el fuego lo devoró lentamente, consumiendo cada palabra escrita hasta que solo quedaron cenizas.

    El silencio que siguió fue profundo, como si el tiempo mismo hubiera hecho una pausa.

    Lepus recogió las cenizas con cuidado y caminó hacia la ventana abierta. El viento nocturno entraba suave y fresco. Con un movimiento delicado, dejó que las cenizas volaran hacia la oscuridad, llevándose consigo los fragmentos de aquel dolor.

    La mujer abrió los ojos, respirando profundamente por primera vez en lo que parecían años. La sensación de alivio era sutil pero presente, como un peso que se había levantado, aunque las cicatrices invisibles aún estaban allí.

    —Gracias —murmuró, apenas un susurro.

    Lepus no respondió. Simplemente la observó un instante más, su rostro oculto tras la máscara de conejo, antes de desaparecer en las sombras, dejando tras de sí una paz que poco a poco envolvería a aquella alma herida.
    La habitación estaba en completa penumbra, iluminada únicamente por la luz trémula de dos velas: una blanca y una negra. El aire era denso, cargado con el peso de las emociones que resonaban en el silencio. Frente a Lepus, una mujer de mirada perdida sostenía un pergamino en blanco y una pluma. Sus manos temblaban. —¿Estás segura de que esto es lo que deseas? —preguntó Lepus, su voz suave pero firme, reverberando en el pequeño cuarto como un eco distante. La mujer asintió lentamente, sus ojos turbios de lágrimas contenidas. Había venido en busca de olvido, de la paz que no lograba encontrar. Lepus la observó un momento más antes de hacer un leve gesto con la mano, indicándole que comenzara. La pluma rozó el pergamino, y las palabras fluyeron como una herida abierta. La mujer escribió con un frenesí desesperado, dejando que los recuerdos se derramaran a través de la tinta: momentos, voces, rostros que deseaba borrar de su mente. Cada trazo parecía un paso hacia el alivio, aunque el dolor aún palpaba en el aire. Cuando terminó, Lepus se inclinó hacia las velas. Colocó el pergamino entre sus manos y lo sostuvo sobre la llama negra. —Al hacerlo —dijo Lepus, su tono solemne—, este recuerdo dejará de atormentarte. Se desvanecerá como el humo, y el dolor perderá su fuerza. No desaparecerá por completo, pero su peso ya no será el mismo. La mujer cerró los ojos y asintió de nuevo, sus labios temblorosos mientras se despedía de los fantasmas que tanto la habían consumido. Lepus dejó caer el pergamino en la llama negra, y el fuego lo devoró lentamente, consumiendo cada palabra escrita hasta que solo quedaron cenizas. El silencio que siguió fue profundo, como si el tiempo mismo hubiera hecho una pausa. Lepus recogió las cenizas con cuidado y caminó hacia la ventana abierta. El viento nocturno entraba suave y fresco. Con un movimiento delicado, dejó que las cenizas volaran hacia la oscuridad, llevándose consigo los fragmentos de aquel dolor. La mujer abrió los ojos, respirando profundamente por primera vez en lo que parecían años. La sensación de alivio era sutil pero presente, como un peso que se había levantado, aunque las cicatrices invisibles aún estaban allí. —Gracias —murmuró, apenas un susurro. Lepus no respondió. Simplemente la observó un instante más, su rostro oculto tras la máscara de conejo, antes de desaparecer en las sombras, dejando tras de sí una paz que poco a poco envolvería a aquella alma herida.
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  • La noche envolvía la ciudad en un manto de silencio interrumpido solo por el sonido lejano de automóviles y el murmullo ocasional de los transeúntes. Las luces parpadeantes de los edificios iluminaban las calles empedradas, y entre las sombras, una figura caminaba con pasos ligeros, casi flotando sobre el suelo.

    Lepus avanzaba sin ser vista, su presencia etérea se deslizaba entre los humanos como un susurro en la oscuridad. Su cabello blanco como la luna se movía con la brisa nocturna, y sus ojos turquesa observaban el mundo a su alrededor, siempre alerta, siempre observadora. Aunque sus pies tocaban la acera, no dejaban huella, y su sombra nunca se proyectaba bajo las farolas. Nadie la percibía; para los humanos, era tan invisible como el viento.

    A su paso, las figuras humanas continuaban con sus vidas, indiferentes a la presencia de una entidad que existía más allá de su comprensión. Iona, como en tantas otras noches, sentía una mezcla de curiosidad y distanciamiento. Miraba los rostros de los caminantes, sus expresiones cargadas de pensamientos que jamás serían pronunciados. Eran secretos tan profundos como el abismo del que ella venía, y por un breve momento, se preguntaba qué sería vivir con una fragilidad tan presente, donde cada paso parecía impulsado por el temor de lo efímero.

    Bajo su capa oscura, los símbolos esotéricos apenas eran visibles, pero resonaban con el poder de lo oculto. En sus manos, el pequeño amuleto de conejo, su símbolo, descansaba con una ligera vibración. El viento frío le trajo el aroma de las flores de una tienda cercana, y su mente divagó hacia los rituales que la aguardaban, las invocaciones que surgirían al amanecer. Aquellos que la necesitaban vendrían, como siempre, aunque no supieran que la habían llamado.

    Se detuvo frente a una vieja librería, observando cómo un anciano cerraba la puerta y apagaba las luces del interior. En sus ojos brillaba una tristeza profunda, algo que Lepus reconocía de inmediato. Una parte de ella quiso acercarse, pero sabía que no era el momento. No todos los que sufrían debían verla, no todos podían recordar su rostro cuando la oscuridad se disipaba. Así era su labor, y ella aceptaba el papel que le había sido impuesto por el destino.

    El viento susurró su nombre en algún rincón lejano de la ciudad, y Lepus lo escuchó. Era hora de partir. Con un último vistazo a las calles vacías, siguió su camino, invisible, inalcanzable, pero siempre presente.

    La noche envolvía la ciudad en un manto de silencio interrumpido solo por el sonido lejano de automóviles y el murmullo ocasional de los transeúntes. Las luces parpadeantes de los edificios iluminaban las calles empedradas, y entre las sombras, una figura caminaba con pasos ligeros, casi flotando sobre el suelo. Lepus avanzaba sin ser vista, su presencia etérea se deslizaba entre los humanos como un susurro en la oscuridad. Su cabello blanco como la luna se movía con la brisa nocturna, y sus ojos turquesa observaban el mundo a su alrededor, siempre alerta, siempre observadora. Aunque sus pies tocaban la acera, no dejaban huella, y su sombra nunca se proyectaba bajo las farolas. Nadie la percibía; para los humanos, era tan invisible como el viento. A su paso, las figuras humanas continuaban con sus vidas, indiferentes a la presencia de una entidad que existía más allá de su comprensión. Iona, como en tantas otras noches, sentía una mezcla de curiosidad y distanciamiento. Miraba los rostros de los caminantes, sus expresiones cargadas de pensamientos que jamás serían pronunciados. Eran secretos tan profundos como el abismo del que ella venía, y por un breve momento, se preguntaba qué sería vivir con una fragilidad tan presente, donde cada paso parecía impulsado por el temor de lo efímero. Bajo su capa oscura, los símbolos esotéricos apenas eran visibles, pero resonaban con el poder de lo oculto. En sus manos, el pequeño amuleto de conejo, su símbolo, descansaba con una ligera vibración. El viento frío le trajo el aroma de las flores de una tienda cercana, y su mente divagó hacia los rituales que la aguardaban, las invocaciones que surgirían al amanecer. Aquellos que la necesitaban vendrían, como siempre, aunque no supieran que la habían llamado. Se detuvo frente a una vieja librería, observando cómo un anciano cerraba la puerta y apagaba las luces del interior. En sus ojos brillaba una tristeza profunda, algo que Lepus reconocía de inmediato. Una parte de ella quiso acercarse, pero sabía que no era el momento. No todos los que sufrían debían verla, no todos podían recordar su rostro cuando la oscuridad se disipaba. Así era su labor, y ella aceptaba el papel que le había sido impuesto por el destino. El viento susurró su nombre en algún rincón lejano de la ciudad, y Lepus lo escuchó. Era hora de partir. Con un último vistazo a las calles vacías, siguió su camino, invisible, inalcanzable, pero siempre presente.
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  • El olvido es una bendición para algunos, pero una carga para otros.
    El olvido es una bendición para algunos, pero una carga para otros.
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