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Entre el olvido y la memoria, encontramos nuestro verdadero ser.
  • Género Femenino
  • Raza Eidolon
  • Fandom OC
  • Guardian del Olvido
  • Soltero(a)
  • Cumpleaños 1 de noviembre
  • 15 Publicaciones
  • 13 Escenas
  • Se unió en octubre 2023
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    Acción , Anime & Mangas , Aventura , Comedia , Contemporáneo , Drama , Romance , Slice of Life , Suspenso
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  • Lo que has olvidado, tal vez no estaba destinado a ser recordado.
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  • ¿Que debería hacer si no hay reunión ni me han invocado?
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  • La habitación estaba en completa penumbra, iluminada únicamente por la luz trémula de dos velas: una blanca y una negra. El aire era denso, cargado con el peso de las emociones que resonaban en el silencio. Frente a Lepus, una mujer de mirada perdida sostenía un pergamino en blanco y una pluma. Sus manos temblaban.

    —¿Estás segura de que esto es lo que deseas? —preguntó Lepus, su voz suave pero firme, reverberando en el pequeño cuarto como un eco distante.

    La mujer asintió lentamente, sus ojos turbios de lágrimas contenidas. Había venido en busca de olvido, de la paz que no lograba encontrar. Lepus la observó un momento más antes de hacer un leve gesto con la mano, indicándole que comenzara.

    La pluma rozó el pergamino, y las palabras fluyeron como una herida abierta. La mujer escribió con un frenesí desesperado, dejando que los recuerdos se derramaran a través de la tinta: momentos, voces, rostros que deseaba borrar de su mente. Cada trazo parecía un paso hacia el alivio, aunque el dolor aún palpaba en el aire.

    Cuando terminó, Lepus se inclinó hacia las velas. Colocó el pergamino entre sus manos y lo sostuvo sobre la llama negra.

    —Al hacerlo —dijo Lepus, su tono solemne—, este recuerdo dejará de atormentarte. Se desvanecerá como el humo, y el dolor perderá su fuerza. No desaparecerá por completo, pero su peso ya no será el mismo.

    La mujer cerró los ojos y asintió de nuevo, sus labios temblorosos mientras se despedía de los fantasmas que tanto la habían consumido. Lepus dejó caer el pergamino en la llama negra, y el fuego lo devoró lentamente, consumiendo cada palabra escrita hasta que solo quedaron cenizas.

    El silencio que siguió fue profundo, como si el tiempo mismo hubiera hecho una pausa.

    Lepus recogió las cenizas con cuidado y caminó hacia la ventana abierta. El viento nocturno entraba suave y fresco. Con un movimiento delicado, dejó que las cenizas volaran hacia la oscuridad, llevándose consigo los fragmentos de aquel dolor.

    La mujer abrió los ojos, respirando profundamente por primera vez en lo que parecían años. La sensación de alivio era sutil pero presente, como un peso que se había levantado, aunque las cicatrices invisibles aún estaban allí.

    —Gracias —murmuró, apenas un susurro.

    Lepus no respondió. Simplemente la observó un instante más, su rostro oculto tras la máscara de conejo, antes de desaparecer en las sombras, dejando tras de sí una paz que poco a poco envolvería a aquella alma herida.
    La habitación estaba en completa penumbra, iluminada únicamente por la luz trémula de dos velas: una blanca y una negra. El aire era denso, cargado con el peso de las emociones que resonaban en el silencio. Frente a Lepus, una mujer de mirada perdida sostenía un pergamino en blanco y una pluma. Sus manos temblaban. —¿Estás segura de que esto es lo que deseas? —preguntó Lepus, su voz suave pero firme, reverberando en el pequeño cuarto como un eco distante. La mujer asintió lentamente, sus ojos turbios de lágrimas contenidas. Había venido en busca de olvido, de la paz que no lograba encontrar. Lepus la observó un momento más antes de hacer un leve gesto con la mano, indicándole que comenzara. La pluma rozó el pergamino, y las palabras fluyeron como una herida abierta. La mujer escribió con un frenesí desesperado, dejando que los recuerdos se derramaran a través de la tinta: momentos, voces, rostros que deseaba borrar de su mente. Cada trazo parecía un paso hacia el alivio, aunque el dolor aún palpaba en el aire. Cuando terminó, Lepus se inclinó hacia las velas. Colocó el pergamino entre sus manos y lo sostuvo sobre la llama negra. —Al hacerlo —dijo Lepus, su tono solemne—, este recuerdo dejará de atormentarte. Se desvanecerá como el humo, y el dolor perderá su fuerza. No desaparecerá por completo, pero su peso ya no será el mismo. La mujer cerró los ojos y asintió de nuevo, sus labios temblorosos mientras se despedía de los fantasmas que tanto la habían consumido. Lepus dejó caer el pergamino en la llama negra, y el fuego lo devoró lentamente, consumiendo cada palabra escrita hasta que solo quedaron cenizas. El silencio que siguió fue profundo, como si el tiempo mismo hubiera hecho una pausa. Lepus recogió las cenizas con cuidado y caminó hacia la ventana abierta. El viento nocturno entraba suave y fresco. Con un movimiento delicado, dejó que las cenizas volaran hacia la oscuridad, llevándose consigo los fragmentos de aquel dolor. La mujer abrió los ojos, respirando profundamente por primera vez en lo que parecían años. La sensación de alivio era sutil pero presente, como un peso que se había levantado, aunque las cicatrices invisibles aún estaban allí. —Gracias —murmuró, apenas un susurro. Lepus no respondió. Simplemente la observó un instante más, su rostro oculto tras la máscara de conejo, antes de desaparecer en las sombras, dejando tras de sí una paz que poco a poco envolvería a aquella alma herida.
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  • La noche envolvía la ciudad en un manto de silencio interrumpido solo por el sonido lejano de automóviles y el murmullo ocasional de los transeúntes. Las luces parpadeantes de los edificios iluminaban las calles empedradas, y entre las sombras, una figura caminaba con pasos ligeros, casi flotando sobre el suelo.

    Lepus avanzaba sin ser vista, su presencia etérea se deslizaba entre los humanos como un susurro en la oscuridad. Su cabello blanco como la luna se movía con la brisa nocturna, y sus ojos turquesa observaban el mundo a su alrededor, siempre alerta, siempre observadora. Aunque sus pies tocaban la acera, no dejaban huella, y su sombra nunca se proyectaba bajo las farolas. Nadie la percibía; para los humanos, era tan invisible como el viento.

    A su paso, las figuras humanas continuaban con sus vidas, indiferentes a la presencia de una entidad que existía más allá de su comprensión. Iona, como en tantas otras noches, sentía una mezcla de curiosidad y distanciamiento. Miraba los rostros de los caminantes, sus expresiones cargadas de pensamientos que jamás serían pronunciados. Eran secretos tan profundos como el abismo del que ella venía, y por un breve momento, se preguntaba qué sería vivir con una fragilidad tan presente, donde cada paso parecía impulsado por el temor de lo efímero.

    Bajo su capa oscura, los símbolos esotéricos apenas eran visibles, pero resonaban con el poder de lo oculto. En sus manos, el pequeño amuleto de conejo, su símbolo, descansaba con una ligera vibración. El viento frío le trajo el aroma de las flores de una tienda cercana, y su mente divagó hacia los rituales que la aguardaban, las invocaciones que surgirían al amanecer. Aquellos que la necesitaban vendrían, como siempre, aunque no supieran que la habían llamado.

    Se detuvo frente a una vieja librería, observando cómo un anciano cerraba la puerta y apagaba las luces del interior. En sus ojos brillaba una tristeza profunda, algo que Lepus reconocía de inmediato. Una parte de ella quiso acercarse, pero sabía que no era el momento. No todos los que sufrían debían verla, no todos podían recordar su rostro cuando la oscuridad se disipaba. Así era su labor, y ella aceptaba el papel que le había sido impuesto por el destino.

    El viento susurró su nombre en algún rincón lejano de la ciudad, y Lepus lo escuchó. Era hora de partir. Con un último vistazo a las calles vacías, siguió su camino, invisible, inalcanzable, pero siempre presente.

    La noche envolvía la ciudad en un manto de silencio interrumpido solo por el sonido lejano de automóviles y el murmullo ocasional de los transeúntes. Las luces parpadeantes de los edificios iluminaban las calles empedradas, y entre las sombras, una figura caminaba con pasos ligeros, casi flotando sobre el suelo. Lepus avanzaba sin ser vista, su presencia etérea se deslizaba entre los humanos como un susurro en la oscuridad. Su cabello blanco como la luna se movía con la brisa nocturna, y sus ojos turquesa observaban el mundo a su alrededor, siempre alerta, siempre observadora. Aunque sus pies tocaban la acera, no dejaban huella, y su sombra nunca se proyectaba bajo las farolas. Nadie la percibía; para los humanos, era tan invisible como el viento. A su paso, las figuras humanas continuaban con sus vidas, indiferentes a la presencia de una entidad que existía más allá de su comprensión. Iona, como en tantas otras noches, sentía una mezcla de curiosidad y distanciamiento. Miraba los rostros de los caminantes, sus expresiones cargadas de pensamientos que jamás serían pronunciados. Eran secretos tan profundos como el abismo del que ella venía, y por un breve momento, se preguntaba qué sería vivir con una fragilidad tan presente, donde cada paso parecía impulsado por el temor de lo efímero. Bajo su capa oscura, los símbolos esotéricos apenas eran visibles, pero resonaban con el poder de lo oculto. En sus manos, el pequeño amuleto de conejo, su símbolo, descansaba con una ligera vibración. El viento frío le trajo el aroma de las flores de una tienda cercana, y su mente divagó hacia los rituales que la aguardaban, las invocaciones que surgirían al amanecer. Aquellos que la necesitaban vendrían, como siempre, aunque no supieran que la habían llamado. Se detuvo frente a una vieja librería, observando cómo un anciano cerraba la puerta y apagaba las luces del interior. En sus ojos brillaba una tristeza profunda, algo que Lepus reconocía de inmediato. Una parte de ella quiso acercarse, pero sabía que no era el momento. No todos los que sufrían debían verla, no todos podían recordar su rostro cuando la oscuridad se disipaba. Así era su labor, y ella aceptaba el papel que le había sido impuesto por el destino. El viento susurró su nombre en algún rincón lejano de la ciudad, y Lepus lo escuchó. Era hora de partir. Con un último vistazo a las calles vacías, siguió su camino, invisible, inalcanzable, pero siempre presente.
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  • El olvido es una bendición para algunos, pero una carga para otros.
    El olvido es una bendición para algunos, pero una carga para otros.
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  • Iona, bajo su identidad como Lepus, se sienta en el rincón de su pequeña y oscura habitación, el aire denso y cálido apenas iluminado por la luz de una vela. La llama parpadea en su máscara de conejo, creando sombras danzantes en las paredes. La ciudad afuera bulle de vida, pero dentro de este espacio, el silencio es casi tangible. Es en momentos como este que su mente vuelve a la sociedad de Luminarias.

    Piensa en Destino, esa presencia enigmática cuya voz ha resonado en su mente como un eco lejano, siempre presente y a la vez inalcanzable. La imagen de la primera vez que escuchó aquella voz vuelve a ella. Despertó en medio de aquella fiesta del té, rodeada de las demás entidades, como si siempre hubiera estado ahí. Una bienvenida sin palabras, solo miradas y gestos que sugerían comprensión y, tal vez, un rastro de curiosidad. No era la primera Lepus, lo supo desde el primer instante, pero era como si la sociedad la hubiera estado esperando, o tal vez, como si Destino hubiera decidido que era el momento adecuado para su aparición.

    Los miembros de Luminarias, todos seres de antiguos planos, con sus nombres tomados de constelaciones y sus formas adoptadas de animales. Hay una sensación de seguridad entre ellos, una certeza de que cada uno tiene su propósito, aunque la forma en que lo cumplan sea única. Iona se pregunta a menudo qué habrá sido del Lepus anterior. Nadie habla de él, o de ella, y ella ha aprendido a no preguntar. Tal vez el misterio es parte de la magia de la sociedad, ese constante recordar que nada es permanente, que incluso ellos, entidades de la sombra y la luz, pueden desaparecer sin dejar rastro.

    El Fénix es una presencia que trae consuelo a sus pensamientos. Su figura se alza en su mente, medio humano, medio pájaro, siempre rodeado de un resplandor cálido. Él la trata con cariño, casi como si fuera una hermana menor. Los dulces que le ofrece en cada encuentro son un recordatorio de que, aunque sea la más joven, es aceptada. La idea de la resurrección que él representa la ha hecho reflexionar más de una vez. ¿Qué significa realmente renacer? ¿Es posible que ella misma esté en un proceso de constante renacimiento, aprendiendo de cada encuentro, de cada alma que asiste?

    Iona se pregunta si alguna vez llegará a ser como ellos, si con el tiempo perderá esa sensibilidad que la hace tambalear en sus decisiones, que la llena de dudas cuando se enfrenta a los humanos. Los otros la tranquilizan, le dicen que con el tiempo aprenderá a desligarse, a ser más eficiente en su labor. Sin embargo, una parte de ella teme ese cambio. Su empatía, su capacidad de sentir lo que sienten los demás, es lo que la hace quien es, lo que la conecta con el mundo humano que tanto le fascina y desconcierta.

    Los recuerdos de las reuniones la envuelven. Escuchar las historias de los demás es su forma de aprender, de prepararse para lo que pueda venir. Cada anécdota es una lección, un fragmento de sabiduría que atesora en su mente. A veces, desearía poder hablar más, compartir sus propios miedos y preguntas, pero se contiene. La percepción de los otros hacia ella, como si fuera una infante entre gigantes, la hace dudar. Aun así, el apoyo silencioso de sus compañeros le da la fortaleza que necesita para seguir adelante.

    En el fondo, Iona sabe que la sociedad de Luminarias es más que una reunión de entidades poderosas. Es una familia disfuncional, un grupo de seres que, a pesar de sus diferencias y orígenes, se unen por un propósito mayor. Cada uno cumple un rol, una función en el gran entramado de la existencia, y aunque sus caminos a veces se crucen solo en esos extraños y oníricos encuentros, hay un lazo inquebrantable que los mantiene unidos.

    Con un suspiro, Iona se levanta y apaga la vela. El cuarto queda sumido en la oscuridad, pero no es una oscuridad que la asuste. Es la oscuridad de la reflexión, de la conexión con lo que es y lo que será. Las Luminarias están con ella, incluso en este pequeño rincón del mundo humano, y esa certeza le da la calma para continuar.

    Iona, bajo su identidad como Lepus, se sienta en el rincón de su pequeña y oscura habitación, el aire denso y cálido apenas iluminado por la luz de una vela. La llama parpadea en su máscara de conejo, creando sombras danzantes en las paredes. La ciudad afuera bulle de vida, pero dentro de este espacio, el silencio es casi tangible. Es en momentos como este que su mente vuelve a la sociedad de Luminarias. Piensa en Destino, esa presencia enigmática cuya voz ha resonado en su mente como un eco lejano, siempre presente y a la vez inalcanzable. La imagen de la primera vez que escuchó aquella voz vuelve a ella. Despertó en medio de aquella fiesta del té, rodeada de las demás entidades, como si siempre hubiera estado ahí. Una bienvenida sin palabras, solo miradas y gestos que sugerían comprensión y, tal vez, un rastro de curiosidad. No era la primera Lepus, lo supo desde el primer instante, pero era como si la sociedad la hubiera estado esperando, o tal vez, como si Destino hubiera decidido que era el momento adecuado para su aparición. Los miembros de Luminarias, todos seres de antiguos planos, con sus nombres tomados de constelaciones y sus formas adoptadas de animales. Hay una sensación de seguridad entre ellos, una certeza de que cada uno tiene su propósito, aunque la forma en que lo cumplan sea única. Iona se pregunta a menudo qué habrá sido del Lepus anterior. Nadie habla de él, o de ella, y ella ha aprendido a no preguntar. Tal vez el misterio es parte de la magia de la sociedad, ese constante recordar que nada es permanente, que incluso ellos, entidades de la sombra y la luz, pueden desaparecer sin dejar rastro. El Fénix es una presencia que trae consuelo a sus pensamientos. Su figura se alza en su mente, medio humano, medio pájaro, siempre rodeado de un resplandor cálido. Él la trata con cariño, casi como si fuera una hermana menor. Los dulces que le ofrece en cada encuentro son un recordatorio de que, aunque sea la más joven, es aceptada. La idea de la resurrección que él representa la ha hecho reflexionar más de una vez. ¿Qué significa realmente renacer? ¿Es posible que ella misma esté en un proceso de constante renacimiento, aprendiendo de cada encuentro, de cada alma que asiste? Iona se pregunta si alguna vez llegará a ser como ellos, si con el tiempo perderá esa sensibilidad que la hace tambalear en sus decisiones, que la llena de dudas cuando se enfrenta a los humanos. Los otros la tranquilizan, le dicen que con el tiempo aprenderá a desligarse, a ser más eficiente en su labor. Sin embargo, una parte de ella teme ese cambio. Su empatía, su capacidad de sentir lo que sienten los demás, es lo que la hace quien es, lo que la conecta con el mundo humano que tanto le fascina y desconcierta. Los recuerdos de las reuniones la envuelven. Escuchar las historias de los demás es su forma de aprender, de prepararse para lo que pueda venir. Cada anécdota es una lección, un fragmento de sabiduría que atesora en su mente. A veces, desearía poder hablar más, compartir sus propios miedos y preguntas, pero se contiene. La percepción de los otros hacia ella, como si fuera una infante entre gigantes, la hace dudar. Aun así, el apoyo silencioso de sus compañeros le da la fortaleza que necesita para seguir adelante. En el fondo, Iona sabe que la sociedad de Luminarias es más que una reunión de entidades poderosas. Es una familia disfuncional, un grupo de seres que, a pesar de sus diferencias y orígenes, se unen por un propósito mayor. Cada uno cumple un rol, una función en el gran entramado de la existencia, y aunque sus caminos a veces se crucen solo en esos extraños y oníricos encuentros, hay un lazo inquebrantable que los mantiene unidos. Con un suspiro, Iona se levanta y apaga la vela. El cuarto queda sumido en la oscuridad, pero no es una oscuridad que la asuste. Es la oscuridad de la reflexión, de la conexión con lo que es y lo que será. Las Luminarias están con ella, incluso en este pequeño rincón del mundo humano, y esa certeza le da la calma para continuar.
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