• I. La Ofrenda y la Luz.

    Déjame verte para dibujarte una sonrisa,
    tomar mi mejor color, delineando vuestro rostro cual arco en luna de medianoche.
    ​Vuestro ser es la brillante estrella que danza
    al ritmo de los susurros deambulantes;
    solo digno de una Rosa al florecer.

    ​II. El Desvanecimiento.

    Silencio que se apodera de mí, me toma como prisionero,
    alejándome de vuestro ser.
    ​Entrecierro mis ojos, mostrándome cómo se desvanece tu silueta a medida que la luz se opaca. Mis manos ya no tocan tu piel, cuan fino terciopelo. Dejándome sin rastro de tu amor;
    un demonio me acecha, tomando mi vida.

    ​III. El Despertar y el Cuestionamiento.

    Un pequeño fragmento de mi corazón ilumina, cuan sol moribundo.
    Me despierto desorientado sin saber mi propio nombre;
    mi único recuerdo es vuestra despedida a medida que os alejas en el horizonte.
    ​Mi corazón late tan duro como un martillo en forja; el aliento se me escapa contando los pocos segundos que me quedan.
    ​Veo hacia el cielo, sintiendo el viento
    como si fuesen tus manos que cálidamente rozan mi pálida piel.
    Abro mis labios esperando que sean los tuyos que me correspondan.
    ​¿Por qué os fuiste, tomando un camino al cual yo no puedo seguirte?
    O, ¿es que acaso yo tomé un rumbo el cual no podrías tomar?

    IV. El Petrificado.

    ​Cae el día y mi ser se queda petrificado.
    Tengo miedo de dormir y no poder encontrarte;
    mi vida me abandona, mi alma yace muerta por mis heridas,
    cabizbaja y tonta.
    ​Oh, cuán día os vi por primera vez, tan llena de alegría y calidez.


    Poetry in motion.
    I. La Ofrenda y la Luz. ​ Déjame verte para dibujarte una sonrisa, tomar mi mejor color, delineando vuestro rostro cual arco en luna de medianoche. ​Vuestro ser es la brillante estrella que danza al ritmo de los susurros deambulantes; solo digno de una Rosa al florecer. ​II. El Desvanecimiento. ​ Silencio que se apodera de mí, me toma como prisionero, alejándome de vuestro ser. ​Entrecierro mis ojos, mostrándome cómo se desvanece tu silueta a medida que la luz se opaca. Mis manos ya no tocan tu piel, cuan fino terciopelo. Dejándome sin rastro de tu amor; un demonio me acecha, tomando mi vida. ​III. El Despertar y el Cuestionamiento. ​ Un pequeño fragmento de mi corazón ilumina, cuan sol moribundo. Me despierto desorientado sin saber mi propio nombre; mi único recuerdo es vuestra despedida a medida que os alejas en el horizonte. ​Mi corazón late tan duro como un martillo en forja; el aliento se me escapa contando los pocos segundos que me quedan. ​Veo hacia el cielo, sintiendo el viento como si fuesen tus manos que cálidamente rozan mi pálida piel. Abro mis labios esperando que sean los tuyos que me correspondan. ​¿Por qué os fuiste, tomando un camino al cual yo no puedo seguirte? O, ¿es que acaso yo tomé un rumbo el cual no podrías tomar? ​ IV. El Petrificado. ​Cae el día y mi ser se queda petrificado. Tengo miedo de dormir y no poder encontrarte; mi vida me abandona, mi alma yace muerta por mis heridas, cabizbaja y tonta. ​Oh, cuán día os vi por primera vez, tan llena de alegría y calidez. Poetry in motion.
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  • El Despertar de Ceres Fauna

    El bosque estaba en silencio, como si contuviera la respiración. La brisa se detuvo entre las hojas y el murmullo del agua cesó. Entonces, la tierra comenzó a brillar suavemente, como si recordara un antiguo canto olvidado. De entre las raíces de un roble milenario, la luz tomó forma… una figura esbelta, envuelta en tonos verdes y dorados, emergió con la gracia de quien ha dormido siglos pero nunca ha dejado de soñar.

    Ceres Fauna abrió los ojos. Su mirada era el reflejo del primer amanecer sobre la Tierra, un brillo antiguo y tierno que hacía florecer la hierba a su paso. En su respiración, el aire volvió a danzar, trayendo consigo el aroma de flores que ya no existían. Las criaturas del bosque se acercaron con reverencia: aves, ciervos y espíritus del follaje inclinaban sus cabezas ante la Guardiana de la Naturaleza.

    Su compañero, un majestuoso ciervo cubierto de musgo y pétalos, se acercó lentamente. Con una caricia en su cuello, Fauna susurró:
    —El ciclo vuelve a comenzar...

    En su mano sostenía una pequeña manzana dorada, el corazón latente del mundo. Era el símbolo de la vida que había de renacer, la promesa de que incluso tras la destrucción, la naturaleza siempre encuentra el camino de regreso.

    El cielo se abrió paso entre las copas de los árboles, y los rayos del sol bañaron su figura. Ceres sonrió con serenidad, dejando que su voz, como una melodía suave, recorriera los valles y montañas:
    —Despierta, Madre Tierra… tu hija ha vuelto.

    Y con ese llamado, el mundo volvió a respirar.



    🌿 El Despertar de Ceres Fauna 🌿 El bosque estaba en silencio, como si contuviera la respiración. La brisa se detuvo entre las hojas y el murmullo del agua cesó. Entonces, la tierra comenzó a brillar suavemente, como si recordara un antiguo canto olvidado. De entre las raíces de un roble milenario, la luz tomó forma… una figura esbelta, envuelta en tonos verdes y dorados, emergió con la gracia de quien ha dormido siglos pero nunca ha dejado de soñar. Ceres Fauna abrió los ojos. Su mirada era el reflejo del primer amanecer sobre la Tierra, un brillo antiguo y tierno que hacía florecer la hierba a su paso. En su respiración, el aire volvió a danzar, trayendo consigo el aroma de flores que ya no existían. Las criaturas del bosque se acercaron con reverencia: aves, ciervos y espíritus del follaje inclinaban sus cabezas ante la Guardiana de la Naturaleza. Su compañero, un majestuoso ciervo cubierto de musgo y pétalos, se acercó lentamente. Con una caricia en su cuello, Fauna susurró: —El ciclo vuelve a comenzar... En su mano sostenía una pequeña manzana dorada, el corazón latente del mundo. Era el símbolo de la vida que había de renacer, la promesa de que incluso tras la destrucción, la naturaleza siempre encuentra el camino de regreso. El cielo se abrió paso entre las copas de los árboles, y los rayos del sol bañaron su figura. Ceres sonrió con serenidad, dejando que su voz, como una melodía suave, recorriera los valles y montañas: —Despierta, Madre Tierra… tu hija ha vuelto. Y con ese llamado, el mundo volvió a respirar. 🌱✨
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  • Un cadáver que se movió mucho.
    La historia de un padre y esposo que perdió todo, que en sus sueños, deseos ; solo había oscuridad.

    ¿Revivir?.
    Solo ella tenía esa capacidad.
    Solo su esposa podía lograr una hazaña...
    Pero ella estaba muerta.
    Él era el culpable de sus muertes.

    En un limbo entre el sueño y el despertar, Balzac en posición fetal se rindió... Despertar y no ver a su familia era un castigo peor que ser un peón.

    Sin saber.... Que era él ese cadáver.
    Sin saber.... Que esperaban su despertar.
    Un cadáver que se movió mucho. La historia de un padre y esposo que perdió todo, que en sus sueños, deseos ; solo había oscuridad. ¿Revivir?. Solo ella tenía esa capacidad. Solo su esposa podía lograr una hazaña... Pero ella estaba muerta. Él era el culpable de sus muertes. En un limbo entre el sueño y el despertar, Balzac en posición fetal se rindió... Despertar y no ver a su familia era un castigo peor que ser un peón. Sin saber.... Que era él ese cadáver. Sin saber.... Que esperaban su despertar.
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  • Deja en paz al que en paz vive, cuando más frecuente es la violencia mucho peor será el despertar.


    https://youtu.be/EUe9UhcUtEI?si=QxqDYDDvbOkQttY4
    Deja en paz al que en paz vive, cuando más frecuente es la violencia mucho peor será el despertar. https://youtu.be/EUe9UhcUtEI?si=QxqDYDDvbOkQttY4
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  • La noche en Seúl estaba bañada en un silencio pesado, interrumpido solo por el murmullo distante del tráfico y el resplandor neón que se filtraba tímidamente a través de los ventanales. En lo alto de un penthouse cuya vista dominaba la ciudad, Lián Xuefeng dormía. O al menos lo intentaba. Su cuerpo descansaba en sábanas de seda negra, pero su mente se debatía en los pasillos de un pasado que no había muerto con los siglos.

    Primero vinieron las llamas. El sueño lo arrastró al palacio ardiente, a los corredores de jade convertidos en ruinas. El humo se alzaba como demonios danzantes, y entre ellos, el rostro de ella: la sacerdotisa de mirada serena que había jurado protegerlo. Sus labios se movían, pero las palabras nunca llegaban; solo un grito ahogado antes de ser engullida por las llamas. Lián extendía la mano, pero sus dedos rozaban solo el vacío, una ausencia que ardía más que el fuego mismo.

    Luego, el hierro. El altar frío, la traición de su hermano menor clavada más hondo que las cuchillas. Sentía aún el ardor metálico en su pecho, el desgarrar de su carne, la sangre que manaba como un río oscuro. Los cánticos de los traidores lo rodeaban, celebrando su caída. Y en ese instante, justo antes de morir, el rugido interior: no humano, no terrenal. Algo dentro de él se alzó con furia, reclamando eternidad. El eco de aquel despertar aún lo perseguía.

    Lián jadeó, abriendo los ojos de golpe. La habitación estaba intacta: los ventanales de cristal, el mobiliario minimalista, la calma aséptica del presente. Y sin embargo, él seguía encadenado a la imagen de la sacerdotisa muriendo entre llamas. Su pecho subía y bajaba con violencia, como si aún llevara dentro el filo de aquellas cuchillas.

    Se incorporó lentamente, dejando que la seda resbalara por su piel pálida. Una mano fue a su rostro, cubriéndose los ojos como si pudiera borrar el recuerdo. Pero no había escapatoria. No había amanecer que pudiera disipar esa pesadilla, porque no era un sueño: era memoria.

    Caminó hasta el ventanal, observando la ciudad que brillaba como un mar de estrellas caídas. Seúl, vibrante, viva, indiferente a su tragedia. Sus dedos rozaron el cristal, fríos como el mármol, y en su mente un pensamiento lo atravesó con fuerza:
    "¿Cuántos siglos más debo cargar con este peso? ¿Soy un hombre, un monstruo, o algo que ni siquiera los dioses quisieron nombrar?"

    Un dejo de melancolía se mezcló en su mirada oscura, pero también una chispa de ira latente, de deseo de recuperar lo perdido o destruir lo que se interpusiera. La ciudad no lo sabía, pero bajo su calma nocturna caminaba un emperador olvidado, marcado por el fuego y condenado a nunca despertar del todo de sus propias pesadillas.
    La noche en Seúl estaba bañada en un silencio pesado, interrumpido solo por el murmullo distante del tráfico y el resplandor neón que se filtraba tímidamente a través de los ventanales. En lo alto de un penthouse cuya vista dominaba la ciudad, Lián Xuefeng dormía. O al menos lo intentaba. Su cuerpo descansaba en sábanas de seda negra, pero su mente se debatía en los pasillos de un pasado que no había muerto con los siglos. Primero vinieron las llamas. El sueño lo arrastró al palacio ardiente, a los corredores de jade convertidos en ruinas. El humo se alzaba como demonios danzantes, y entre ellos, el rostro de ella: la sacerdotisa de mirada serena que había jurado protegerlo. Sus labios se movían, pero las palabras nunca llegaban; solo un grito ahogado antes de ser engullida por las llamas. Lián extendía la mano, pero sus dedos rozaban solo el vacío, una ausencia que ardía más que el fuego mismo. Luego, el hierro. El altar frío, la traición de su hermano menor clavada más hondo que las cuchillas. Sentía aún el ardor metálico en su pecho, el desgarrar de su carne, la sangre que manaba como un río oscuro. Los cánticos de los traidores lo rodeaban, celebrando su caída. Y en ese instante, justo antes de morir, el rugido interior: no humano, no terrenal. Algo dentro de él se alzó con furia, reclamando eternidad. El eco de aquel despertar aún lo perseguía. Lián jadeó, abriendo los ojos de golpe. La habitación estaba intacta: los ventanales de cristal, el mobiliario minimalista, la calma aséptica del presente. Y sin embargo, él seguía encadenado a la imagen de la sacerdotisa muriendo entre llamas. Su pecho subía y bajaba con violencia, como si aún llevara dentro el filo de aquellas cuchillas. Se incorporó lentamente, dejando que la seda resbalara por su piel pálida. Una mano fue a su rostro, cubriéndose los ojos como si pudiera borrar el recuerdo. Pero no había escapatoria. No había amanecer que pudiera disipar esa pesadilla, porque no era un sueño: era memoria. Caminó hasta el ventanal, observando la ciudad que brillaba como un mar de estrellas caídas. Seúl, vibrante, viva, indiferente a su tragedia. Sus dedos rozaron el cristal, fríos como el mármol, y en su mente un pensamiento lo atravesó con fuerza: "¿Cuántos siglos más debo cargar con este peso? ¿Soy un hombre, un monstruo, o algo que ni siquiera los dioses quisieron nombrar?" Un dejo de melancolía se mezcló en su mirada oscura, pero también una chispa de ira latente, de deseo de recuperar lo perdido o destruir lo que se interpusiera. La ciudad no lo sabía, pero bajo su calma nocturna caminaba un emperador olvidado, marcado por el fuego y condenado a nunca despertar del todo de sus propias pesadillas.
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  • Los años 50s, sin duda una época llena de glamour, buena música e innovación, así como también el despertar de la Guerra Fría y algunos movimientos sociales y políticos.

    Lianna en aquella época se había ausentado un rato de los matrimonios, en su lugar había descubierto una fascinación por el mundo de la salud, no porque realmente le importaran las personas, sino por la curiosidad que le causaba entender la ciencia de las enfermedades, cómo afectaban a la fisiología, la psicología y las emociones humanas en las personas... sin contar la sangre que provenía de ellos.

    En 1952, un caso llegó a sus manos. Un hombre joven, de unos 30 años, fue ingresado en el hospital con síntomas que desconcertaron a los médicos: fiebre alta, debilidad muscular y parálisis progresiva. Los diagnósticos iniciales apuntaban a una infección viral, pero el cuadro clínico no encajaba con ninguna enfermedad conocida.

    Lianna, con su aguda observación, notó algo peculiar en el paciente. Sus ojos, aunque febrilmente nublados, mostraban una desesperación profunda. No solo sufría físicamente; su mente estaba atrapada en un laberinto de terror y confusión.

    Tras semanas de estudios e investigación, Lianna llegó a una conclusión : el hombre padecía una rara fiebre hemorrágica, posiblemente relacionada con una variante desconocida del virus de la influenza. Pero lo que realmente la cautivó fue el impacto psicológico de la enfermedad. La parálisis no solo afectaba su cuerpo, sino también su mente, sumiéndolo en una angustia existencial.

    Lianna comenzó a experimentar con el paciente, administrándole dosis controladas de sedantes y estimulantes para observar sus reacciones. Quería entender cómo la mente humana respondía al sufrimiento extremo, cómo el dolor físico podía desencadenar una tormenta emocional y psicológica.

    Una noche, mientras el paciente deliraba por la fiebre, Lianna se acercó a él. Sus palabras eran incoherentes, pero en medio del delirio, mencionó algo que la hizo emocionarse: "No quiero morir... pero el dolor... el dolor me consume". Fue en ese momento que Lianna comprendió la profundidad del sufrimiento humano, una comprensión que solo alguien como ella, con su naturaleza vampírica, podía alcanzar.

    El paciente murió días después, su cuerpo consumido por la fiebre y su mente perdida en la oscuridad. Pero para Lianna, su muerte no fue en vano. Había obtenido lo que buscaba: algo por el cual "vivir y experimentar" el sufrimiento de otros sería su placer.

    — Los humanos...son tan susceptibles.

    A partir de ese momento, Lianna se dedicó a estudiar enfermedades raras y sus efectos psicológicos.

    #Semanaderecuerdos
    Los años 50s, sin duda una época llena de glamour, buena música e innovación, así como también el despertar de la Guerra Fría y algunos movimientos sociales y políticos. Lianna en aquella época se había ausentado un rato de los matrimonios, en su lugar había descubierto una fascinación por el mundo de la salud, no porque realmente le importaran las personas, sino por la curiosidad que le causaba entender la ciencia de las enfermedades, cómo afectaban a la fisiología, la psicología y las emociones humanas en las personas... sin contar la sangre que provenía de ellos. En 1952, un caso llegó a sus manos. Un hombre joven, de unos 30 años, fue ingresado en el hospital con síntomas que desconcertaron a los médicos: fiebre alta, debilidad muscular y parálisis progresiva. Los diagnósticos iniciales apuntaban a una infección viral, pero el cuadro clínico no encajaba con ninguna enfermedad conocida. Lianna, con su aguda observación, notó algo peculiar en el paciente. Sus ojos, aunque febrilmente nublados, mostraban una desesperación profunda. No solo sufría físicamente; su mente estaba atrapada en un laberinto de terror y confusión. Tras semanas de estudios e investigación, Lianna llegó a una conclusión : el hombre padecía una rara fiebre hemorrágica, posiblemente relacionada con una variante desconocida del virus de la influenza. Pero lo que realmente la cautivó fue el impacto psicológico de la enfermedad. La parálisis no solo afectaba su cuerpo, sino también su mente, sumiéndolo en una angustia existencial. Lianna comenzó a experimentar con el paciente, administrándole dosis controladas de sedantes y estimulantes para observar sus reacciones. Quería entender cómo la mente humana respondía al sufrimiento extremo, cómo el dolor físico podía desencadenar una tormenta emocional y psicológica. Una noche, mientras el paciente deliraba por la fiebre, Lianna se acercó a él. Sus palabras eran incoherentes, pero en medio del delirio, mencionó algo que la hizo emocionarse: "No quiero morir... pero el dolor... el dolor me consume". Fue en ese momento que Lianna comprendió la profundidad del sufrimiento humano, una comprensión que solo alguien como ella, con su naturaleza vampírica, podía alcanzar. El paciente murió días después, su cuerpo consumido por la fiebre y su mente perdida en la oscuridad. Pero para Lianna, su muerte no fue en vano. Había obtenido lo que buscaba: algo por el cual "vivir y experimentar" el sufrimiento de otros sería su placer. — Los humanos...son tan susceptibles. A partir de ese momento, Lianna se dedicó a estudiar enfermedades raras y sus efectos psicológicos. #Semanaderecuerdos
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  • Los días fueron una bruma interminable.
    Mi cuerpo se movía, pero era como si no estuviera allí.
    Todo era pesado, distante, vacío.

    Ahora siento un leve pulso.
    Un ruido, una chispa, algo que me empuja a abrir los ojos un poco más.
    El despertar no llega de golpe; me arrastra, lento, dudando en devolverme.

    No estoy del todo vivo todavía, pero ya no estoy tan muerto como antes.
    Los días fueron una bruma interminable. Mi cuerpo se movía, pero era como si no estuviera allí. Todo era pesado, distante, vacío. Ahora siento un leve pulso. Un ruido, una chispa, algo que me empuja a abrir los ojos un poco más. El despertar no llega de golpe; me arrastra, lento, dudando en devolverme. No estoy del todo vivo todavía, pero ya no estoy tan muerto como antes.
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  • Un nuevo rumbo, el despertar de la sangre antigua.

    -----------

    Ya poco o nada quedaba en la mente de Mia, lo que había pasado en Cheydinhall ya eran recuerdos pero aún estaba fresco el dolor de haber perdido a su madre Kari, hubiera podido haber hecho más pero no… Mia suspiró y con eso un nuevo aire y misión, llegar a Falkreath, al último santuario de la Hermandad Oscura que queda en pie, su último refugio.

    Había cruzado la frontera imperial esa mañana, dejando atrás los bosques brumosos de Cyrodiil. El paso de la montaña era angosto, vigilado por imperiales armados. Pronto, las murallas ennegrecidas de Helgen se alzaron ante ella, aún sin saber que allí cambiaría su destino para siempre. Esa mañana la frontera estaba más agitada que de costumbre, los imperiales más estrictos con sus requisas y preguntas, se rumoraba que traerían a una captura importante, tanto que hizo arribar a Helgen al mismísimo general Tulio. Mia no prestó atención a los detalles, si no se murmura el nombre de Sithis, no vale la pena, aprovechando el descuido de los imperiales, ella se coló por entre las filas, invisible a los de ellos, ya pasado el percance, ahora si se dirigiría al paso más cercano, cauce boscoso de ahí a Falkreath.

    No le tomó mucho llegar, Cauce Boscoso Boscoso estaba a media hora a pie de Helgen, el lugar era acogedor, una muralla daba la bienvenida, no habían guardias y eso era bueno, tras el arco de la muralla una anciana que curtia cuero en las afueras de su casa, seguido de otra casa que por el letrero, era la casa de comercio, al lado izquierdo la herrería y al lado derecho después de la casa de comercio la posada el gigante dormido, Mia decidió que iría por algo, quizá alquilar una habitación y dormir que bien le hace falta y comer algo decente.

    Mia entro a la posada, era modesta y bien organizada, tenía todo lo que necesitaba, avanzó hacia el tabernero y alquiló una habitación, diez monedas le pidió las cuales ella sacó de su bolsa, si, la paga de su último contrato, el último antes que todo se viniera abajo, pidió un tazón de estofado de ternera, hidromiel y pan, luego fue a tomar su asiento esperando lo pedido cuando en ese momento, dentro de ella algo se sacudió, era como si algo o alguien la llamara, disimuladamente buscó por todo lado y nada encontró, la dueña de la taberna, una nórdica de cabello rubio le sirvió su pedido pero Mia tenía la mirada perdida, temblaba como si tuviese frio, ella le preguntó si estaba bien y fue ahí donde Mia reaccionó y asintió, ella se retiró pero no dejó de observarla, Mia aún seguía sintiendo esa rara sensación, acabó su comida de prisa y luego se dirigió al cuarto asignado para ella, tal vez era el cansancio que estaba jugándole una mala pasada, eso era lo que ella pensaba sin imaginarse que a pocos kilómetros de ahí, en Helgen, estaba presenciándose la llegada del Devorador de Mundos, Alduin, su padre.
    Un nuevo rumbo, el despertar de la sangre antigua. ----------- Ya poco o nada quedaba en la mente de Mia, lo que había pasado en Cheydinhall ya eran recuerdos pero aún estaba fresco el dolor de haber perdido a su madre Kari, hubiera podido haber hecho más pero no… Mia suspiró y con eso un nuevo aire y misión, llegar a Falkreath, al último santuario de la Hermandad Oscura que queda en pie, su último refugio. Había cruzado la frontera imperial esa mañana, dejando atrás los bosques brumosos de Cyrodiil. El paso de la montaña era angosto, vigilado por imperiales armados. Pronto, las murallas ennegrecidas de Helgen se alzaron ante ella, aún sin saber que allí cambiaría su destino para siempre. Esa mañana la frontera estaba más agitada que de costumbre, los imperiales más estrictos con sus requisas y preguntas, se rumoraba que traerían a una captura importante, tanto que hizo arribar a Helgen al mismísimo general Tulio. Mia no prestó atención a los detalles, si no se murmura el nombre de Sithis, no vale la pena, aprovechando el descuido de los imperiales, ella se coló por entre las filas, invisible a los de ellos, ya pasado el percance, ahora si se dirigiría al paso más cercano, cauce boscoso de ahí a Falkreath. No le tomó mucho llegar, Cauce Boscoso Boscoso estaba a media hora a pie de Helgen, el lugar era acogedor, una muralla daba la bienvenida, no habían guardias y eso era bueno, tras el arco de la muralla una anciana que curtia cuero en las afueras de su casa, seguido de otra casa que por el letrero, era la casa de comercio, al lado izquierdo la herrería y al lado derecho después de la casa de comercio la posada el gigante dormido, Mia decidió que iría por algo, quizá alquilar una habitación y dormir que bien le hace falta y comer algo decente. Mia entro a la posada, era modesta y bien organizada, tenía todo lo que necesitaba, avanzó hacia el tabernero y alquiló una habitación, diez monedas le pidió las cuales ella sacó de su bolsa, si, la paga de su último contrato, el último antes que todo se viniera abajo, pidió un tazón de estofado de ternera, hidromiel y pan, luego fue a tomar su asiento esperando lo pedido cuando en ese momento, dentro de ella algo se sacudió, era como si algo o alguien la llamara, disimuladamente buscó por todo lado y nada encontró, la dueña de la taberna, una nórdica de cabello rubio le sirvió su pedido pero Mia tenía la mirada perdida, temblaba como si tuviese frio, ella le preguntó si estaba bien y fue ahí donde Mia reaccionó y asintió, ella se retiró pero no dejó de observarla, Mia aún seguía sintiendo esa rara sensación, acabó su comida de prisa y luego se dirigió al cuarto asignado para ella, tal vez era el cansancio que estaba jugándole una mala pasada, eso era lo que ella pensaba sin imaginarse que a pocos kilómetros de ahí, en Helgen, estaba presenciándose la llegada del Devorador de Mundos, Alduin, su padre.
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    El despertar de la sangre Ishtar.

    El suelo temblaba bajo la presión de una presencia. Akane jadeaba. Su forma Oni Lunar había consumido casi todo lo que tenía, y aun así, no era suficiente. Los músculos quemaban, la energía se dispersaba, y cada fibra de su ser sentía el sello que bloqueaba su evolución total.

    Frente a ella, su rival permanecía en las sombras, sin nombre ni rostro revelado. Pero su poder era palpable… cercano al de Azuka, su hermana. Solo que a diferencia de Azuka, este enemigo no contenía su fuerza. No respetaba el vínculo. Este quería destruirla.

    El ataque vino sin aviso, una ráfaga que cortó el aire. Akane no contraatacó. Solo desvió, apenas un giro de muñeca, lo justo para no morir.

    "¿Parry?" -Se burló la figura desde la penumbra, con una voz antigua.

    Akane sonrió, sus labios ensangrentados y el aliento agitado.

    "Ahora es mi estilo". -Respondió con tono burlesco, como si cada segundo ganado fuera una pequeña victoria.

    La figura volvió a avanzar, implacable, cada paso retumbando como si el mundo se hundiera bajo su peso.

    "Ese juego que estás jugando…" -Murmuró- "¿Es suicidio?"

    Akane se alzó sobre sus pies tambaleantes, con la mirada encendida y una chispa de ironía en los ojos.

    "Tal vez... pero me importa un carajo".

    El ser alzó su mano, y el entorno pareció reaccionar: grietas en el suelo, electricidad en el aire.

    "Entonces hazlo, hazlo. Aún no es suficiente para vencerme".

    "Todavía no he perdido". -Respondió ella con firmeza, como quien está dispuesta a caer mil veces con tal de dar un paso más.

    En ese momento, no se escuchó ningún ataque, ningún rugido. Solo el silencio y un sonido suave: clink. Dos grilletes metálicos aparecieron en sus muñecas. Pero no pesaban. No la ataban. Eran símbolo, no prisión.

    Akane los miró. Sabía lo que representaban: su propio límite. El sello que había contenido su verdadero poder. Y uno a uno… comenzaron a romperse.

    Los fragmentos brillaron antes de tocar el suelo, desintegrándose en polvo azul.

    Desde sus manos, luego su rostro, marcas comenzaron a brillar. Runas antiguas, como cicatrices de poder. La luna, antes oculta por las nubes de la batalla, emergió limpia, clara, como si también estuviera esperando ese momento.

    Akane alzó su vista hacia el enemigo. Ya no tenía miedo. Ya no estaba sellada. Ahora sí. Era suficiente.

    Su cabello azul resplandece con intensidad, y aunque su cuerpo parece humano, sobresalen garras y una cola dracónica hechas completamente de energía luminosa, azul brillante, casi líquida en su movimiento. Estas manifestaciones no son parte de una transformación física, sino el reflejo visual de lo que habita oculto en su interior: un poder ancestral que aún duerme, pero ha comenzado a filtrarse más allá de sus límites. Cada destello de esas extremidades energéticas es un susurro de la criatura que podría despertar, un aviso de que Akane está más cerca que nunca de romper su sello final.
    El despertar de la sangre Ishtar. El suelo temblaba bajo la presión de una presencia. Akane jadeaba. Su forma Oni Lunar había consumido casi todo lo que tenía, y aun así, no era suficiente. Los músculos quemaban, la energía se dispersaba, y cada fibra de su ser sentía el sello que bloqueaba su evolución total. Frente a ella, su rival permanecía en las sombras, sin nombre ni rostro revelado. Pero su poder era palpable… cercano al de Azuka, su hermana. Solo que a diferencia de Azuka, este enemigo no contenía su fuerza. No respetaba el vínculo. Este quería destruirla. El ataque vino sin aviso, una ráfaga que cortó el aire. Akane no contraatacó. Solo desvió, apenas un giro de muñeca, lo justo para no morir. "¿Parry?" -Se burló la figura desde la penumbra, con una voz antigua. Akane sonrió, sus labios ensangrentados y el aliento agitado. "Ahora es mi estilo". -Respondió con tono burlesco, como si cada segundo ganado fuera una pequeña victoria. La figura volvió a avanzar, implacable, cada paso retumbando como si el mundo se hundiera bajo su peso. "Ese juego que estás jugando…" -Murmuró- "¿Es suicidio?" Akane se alzó sobre sus pies tambaleantes, con la mirada encendida y una chispa de ironía en los ojos. "Tal vez... pero me importa un carajo". El ser alzó su mano, y el entorno pareció reaccionar: grietas en el suelo, electricidad en el aire. "Entonces hazlo, hazlo. Aún no es suficiente para vencerme". "Todavía no he perdido". -Respondió ella con firmeza, como quien está dispuesta a caer mil veces con tal de dar un paso más. En ese momento, no se escuchó ningún ataque, ningún rugido. Solo el silencio y un sonido suave: clink. Dos grilletes metálicos aparecieron en sus muñecas. Pero no pesaban. No la ataban. Eran símbolo, no prisión. Akane los miró. Sabía lo que representaban: su propio límite. El sello que había contenido su verdadero poder. Y uno a uno… comenzaron a romperse. Los fragmentos brillaron antes de tocar el suelo, desintegrándose en polvo azul. Desde sus manos, luego su rostro, marcas comenzaron a brillar. Runas antiguas, como cicatrices de poder. La luna, antes oculta por las nubes de la batalla, emergió limpia, clara, como si también estuviera esperando ese momento. Akane alzó su vista hacia el enemigo. Ya no tenía miedo. Ya no estaba sellada. Ahora sí. Era suficiente. Su cabello azul resplandece con intensidad, y aunque su cuerpo parece humano, sobresalen garras y una cola dracónica hechas completamente de energía luminosa, azul brillante, casi líquida en su movimiento. Estas manifestaciones no son parte de una transformación física, sino el reflejo visual de lo que habita oculto en su interior: un poder ancestral que aún duerme, pero ha comenzado a filtrarse más allá de sus límites. Cada destello de esas extremidades energéticas es un susurro de la criatura que podría despertar, un aviso de que Akane está más cerca que nunca de romper su sello final.
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  • El cielo no crujía. No porque estuviera en paz, sino porque esperaba. Como las bestias antes del salto, como el mar antes del naufragio.

    Zeus permanecía en lo alto, donde los vientos no se atreven a susurrar y las nubes no se forman sin su permiso. En la cima invisible del mundo, donde ningún altar llega y ninguna plegaria es necesaria, sus ojos repasaban el horizonte. No buscaba nada. Solo observaba lo inevitable.

    Los siglos pasaban sin que él parpadeara. La historia humana se derramaba como un río desbocado, repitiéndose con disfraces distintos. Reyes que se creían dioses. Dioses que se disfrazaban de hombres. Y en medio de todos ellos, Zeus, eterno y paciente, esperando el punto exacto donde el orden cede a la soberbia.

    Porque siempre llega.

    Debajo, los hombres gritaban órdenes, escribían leyes con tinta que no pesa, y creaban reglas para un mundo que no les pertenece. Pensaban haber domesticado a la tormenta, convertido la furia en fenómeno meteorológico. Se reían de los dioses entre cervezas y pantallas, sin comprender que el olvido no es poder. Es simplemente la antesala del despertar.

    Y entonces… el primer trueno.

    No cayó sobre una ciudad. No mató a nadie. No fue castigo, ni venganza. Fue un anuncio.

    Los pájaros lo sintieron primero. Luego, los perros. Luego, los niños. Aquellos que todavía no han aprendido a ignorar lo que no entienden.

    Él no bajó del cielo. No tuvo que hacerlo. Zeus nunca desciende. El mundo sube hasta él cuando está listo.

    En las montañas más solitarias, los árboles se inclinaron. En los mares más profundos, los remolinos detuvieron su danza. En las ciudades más ruidosas, hubo un segundo de absoluto silencio.

    No era nostalgia lo que lo traía de vuelta. No era la necesidad de un trono, ni de una guerra. Era la memoria. La suya… y la del mundo.

    Porque el mundo lo había olvidado. Y sin embargo, su sombra seguía allí, entre cada tormenta maldita, cada rayo que parte un cielo limpio sin razón. Él no busca sacrificios. Ni fe. Solo respeto.

    Zeus camina de nuevo, con pies que no pisan la tierra pero dejan huellas. No lleva corona. No necesita relámpagos para imponerse. Su mirada basta. Es el trueno contenido, el castigo en potencia, el equilibrio final entre ley y caos.

    Los dioses no mueren, solo se aburren. Zeus no.

    Porque a diferencia de los otros, él no fue creado por la humanidad. Él la soportó. La moldeó. La castigó y la perdonó más veces de las que alguien puede contar.

    Y esta vez, no vino a hablar.

    No necesita presentarse. No busca adoración. Solo quiere que recuerden algo que nunca debieron olvidar:

    Que hay cosas que no pueden ser nombradas sin consecuencia.

    Y entre ellas… está su nombre.

    Zeus.

    #desafiodivino #misiondiarialunes
    El cielo no crujía. No porque estuviera en paz, sino porque esperaba. Como las bestias antes del salto, como el mar antes del naufragio. Zeus permanecía en lo alto, donde los vientos no se atreven a susurrar y las nubes no se forman sin su permiso. En la cima invisible del mundo, donde ningún altar llega y ninguna plegaria es necesaria, sus ojos repasaban el horizonte. No buscaba nada. Solo observaba lo inevitable. Los siglos pasaban sin que él parpadeara. La historia humana se derramaba como un río desbocado, repitiéndose con disfraces distintos. Reyes que se creían dioses. Dioses que se disfrazaban de hombres. Y en medio de todos ellos, Zeus, eterno y paciente, esperando el punto exacto donde el orden cede a la soberbia. Porque siempre llega. Debajo, los hombres gritaban órdenes, escribían leyes con tinta que no pesa, y creaban reglas para un mundo que no les pertenece. Pensaban haber domesticado a la tormenta, convertido la furia en fenómeno meteorológico. Se reían de los dioses entre cervezas y pantallas, sin comprender que el olvido no es poder. Es simplemente la antesala del despertar. Y entonces… el primer trueno. No cayó sobre una ciudad. No mató a nadie. No fue castigo, ni venganza. Fue un anuncio. Los pájaros lo sintieron primero. Luego, los perros. Luego, los niños. Aquellos que todavía no han aprendido a ignorar lo que no entienden. Él no bajó del cielo. No tuvo que hacerlo. Zeus nunca desciende. El mundo sube hasta él cuando está listo. En las montañas más solitarias, los árboles se inclinaron. En los mares más profundos, los remolinos detuvieron su danza. En las ciudades más ruidosas, hubo un segundo de absoluto silencio. No era nostalgia lo que lo traía de vuelta. No era la necesidad de un trono, ni de una guerra. Era la memoria. La suya… y la del mundo. Porque el mundo lo había olvidado. Y sin embargo, su sombra seguía allí, entre cada tormenta maldita, cada rayo que parte un cielo limpio sin razón. Él no busca sacrificios. Ni fe. Solo respeto. Zeus camina de nuevo, con pies que no pisan la tierra pero dejan huellas. No lleva corona. No necesita relámpagos para imponerse. Su mirada basta. Es el trueno contenido, el castigo en potencia, el equilibrio final entre ley y caos. Los dioses no mueren, solo se aburren. Zeus no. Porque a diferencia de los otros, él no fue creado por la humanidad. Él la soportó. La moldeó. La castigó y la perdonó más veces de las que alguien puede contar. Y esta vez, no vino a hablar. No necesita presentarse. No busca adoración. Solo quiere que recuerden algo que nunca debieron olvidar: Que hay cosas que no pueden ser nombradas sin consecuencia. Y entre ellas… está su nombre. Zeus. #desafiodivino #misiondiarialunes
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