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La visión de la Madre-Luna
Esa misma noche, cuando por fin dejo que el cansancio me aprisione, caigo en un sueño extraño, profundo, distinto…
No hay jardín de sombras, no hay caos, no hay dolor.
Solo un vasto espacio blanco.
Una quietud antigua.
Un silencio que no pesa.
Y entonces la veo.
Una figura femenina
de cabellos rubios que flotan como hebras de sol en el vacío.
Su piel irradia una luz suave, casi líquida.
Se parece a mi madre Jennifer…
pero sus ojos…
sus ojos son los de Selin.
Mi abuela.
La luna en su forma más pura.
Ella sonríe con una tristeza hermosa.
Selin:
“Hija mía…”
Su voz no suena, resuena en todo mi cuerpo.
“Todos te han contado cómo fue el día que naciste…
La luna del esturión…
Las perseidas cayendo como espadas de plata…
La noche en que lo imposible se abrió para darte paso.”
Camina hacia mí, aunque aquí no exista suelo.
Su mano se estira…
no para tocarme, sino para sostener mi alma.
“Ahora deja que yo te cuente
cómo fue el día que moriste.”
Mi pecho se oprime.
Mis dedos tiemblan sin poder levantarme.
No entiendo.
No quiero entender.
Pero ella continúa, con esa serenidad que rompe.
“Quiero alinear las piezas de nuevo.
Las tuyas…
Y las mías…
Antes de que el caos te reclame por completo.”
La luz detrás de ella se oscurece.
Una sombra se forma.
Mi sombra.
Veythra.
El sueño se tensa como una cuerda a punto de romperse.
---
El despertar
Me despierto de golpe.
Empapada en sudor, con el corazón retumbando como si aún estuviera cayendo desde un lugar muy alto.
Miro a mi alrededor: nada ha cambiado…
pero todo está distinto.
Ese sueño no ha sido un sueño.
Algo en mi interior —algo antiguo, algo lunar, algo materno— me lo confirma.
Me siento en la cama, los pies fríos contra el suelo del castillo.
Intento cerrar los ojos, pero cada vez que lo hago aparece la mirada de Selin, y detrás, la sombra de Veythra.
Esa noche no vuelvo a dormir.
No puedo.
No debo.
Solo una frase late dentro de mi cráneo como un tambor:
“Déjame que te cuente…”
La visión de la Madre-Luna
Esa misma noche, cuando por fin dejo que el cansancio me aprisione, caigo en un sueño extraño, profundo, distinto…
No hay jardín de sombras, no hay caos, no hay dolor.
Solo un vasto espacio blanco.
Una quietud antigua.
Un silencio que no pesa.
Y entonces la veo.
Una figura femenina
de cabellos rubios que flotan como hebras de sol en el vacío.
Su piel irradia una luz suave, casi líquida.
Se parece a mi madre Jennifer…
pero sus ojos…
sus ojos son los de Selin.
Mi abuela.
La luna en su forma más pura.
Ella sonríe con una tristeza hermosa.
Selin:
“Hija mía…”
Su voz no suena, resuena en todo mi cuerpo.
“Todos te han contado cómo fue el día que naciste…
La luna del esturión…
Las perseidas cayendo como espadas de plata…
La noche en que lo imposible se abrió para darte paso.”
Camina hacia mí, aunque aquí no exista suelo.
Su mano se estira…
no para tocarme, sino para sostener mi alma.
“Ahora deja que yo te cuente
cómo fue el día que moriste.”
Mi pecho se oprime.
Mis dedos tiemblan sin poder levantarme.
No entiendo.
No quiero entender.
Pero ella continúa, con esa serenidad que rompe.
“Quiero alinear las piezas de nuevo.
Las tuyas…
Y las mías…
Antes de que el caos te reclame por completo.”
La luz detrás de ella se oscurece.
Una sombra se forma.
Mi sombra.
Veythra.
El sueño se tensa como una cuerda a punto de romperse.
---
El despertar
Me despierto de golpe.
Empapada en sudor, con el corazón retumbando como si aún estuviera cayendo desde un lugar muy alto.
Miro a mi alrededor: nada ha cambiado…
pero todo está distinto.
Ese sueño no ha sido un sueño.
Algo en mi interior —algo antiguo, algo lunar, algo materno— me lo confirma.
Me siento en la cama, los pies fríos contra el suelo del castillo.
Intento cerrar los ojos, pero cada vez que lo hago aparece la mirada de Selin, y detrás, la sombra de Veythra.
Esa noche no vuelvo a dormir.
No puedo.
No debo.
Solo una frase late dentro de mi cráneo como un tambor:
“Déjame que te cuente…”
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La visión de la Madre-Luna
Esa misma noche, cuando por fin dejo que el cansancio me aprisione, caigo en un sueño extraño, profundo, distinto…
No hay jardín de sombras, no hay caos, no hay dolor.
Solo un vasto espacio blanco.
Una quietud antigua.
Un silencio que no pesa.
Y entonces la veo.
Una figura femenina
de cabellos rubios que flotan como hebras de sol en el vacío.
Su piel irradia una luz suave, casi líquida.
Se parece a mi madre Jennifer…
pero sus ojos…
sus ojos son los de Selin.
Mi abuela.
La luna en su forma más pura.
Ella sonríe con una tristeza hermosa.
Selin:
“Hija mía…”
Su voz no suena, resuena en todo mi cuerpo.
“Todos te han contado cómo fue el día que naciste…
La luna del esturión…
Las perseidas cayendo como espadas de plata…
La noche en que lo imposible se abrió para darte paso.”
Camina hacia mí, aunque aquí no exista suelo.
Su mano se estira…
no para tocarme, sino para sostener mi alma.
“Ahora deja que yo te cuente
cómo fue el día que moriste.”
Mi pecho se oprime.
Mis dedos tiemblan sin poder levantarme.
No entiendo.
No quiero entender.
Pero ella continúa, con esa serenidad que rompe.
“Quiero alinear las piezas de nuevo.
Las tuyas…
Y las mías…
Antes de que el caos te reclame por completo.”
La luz detrás de ella se oscurece.
Una sombra se forma.
Mi sombra.
Veythra.
El sueño se tensa como una cuerda a punto de romperse.
---
El despertar
Me despierto de golpe.
Empapada en sudor, con el corazón retumbando como si aún estuviera cayendo desde un lugar muy alto.
Miro a mi alrededor: nada ha cambiado…
pero todo está distinto.
Ese sueño no ha sido un sueño.
Algo en mi interior —algo antiguo, algo lunar, algo materno— me lo confirma.
Me siento en la cama, los pies fríos contra el suelo del castillo.
Intento cerrar los ojos, pero cada vez que lo hago aparece la mirada de Selin, y detrás, la sombra de Veythra.
Esa noche no vuelvo a dormir.
No puedo.
No debo.
Solo una frase late dentro de mi cráneo como un tambor:
“Déjame que te cuente…”
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La visión de la Madre-Luna
Esa misma noche, cuando por fin dejo que el cansancio me aprisione, caigo en un sueño extraño, profundo, distinto…
No hay jardín de sombras, no hay caos, no hay dolor.
Solo un vasto espacio blanco.
Una quietud antigua.
Un silencio que no pesa.
Y entonces la veo.
Una figura femenina
de cabellos rubios que flotan como hebras de sol en el vacío.
Su piel irradia una luz suave, casi líquida.
Se parece a mi madre Jennifer…
pero sus ojos…
sus ojos son los de Selin.
Mi abuela.
La luna en su forma más pura.
Ella sonríe con una tristeza hermosa.
Selin:
“Hija mía…”
Su voz no suena, resuena en todo mi cuerpo.
“Todos te han contado cómo fue el día que naciste…
La luna del esturión…
Las perseidas cayendo como espadas de plata…
La noche en que lo imposible se abrió para darte paso.”
Camina hacia mí, aunque aquí no exista suelo.
Su mano se estira…
no para tocarme, sino para sostener mi alma.
“Ahora deja que yo te cuente
cómo fue el día que moriste.”
Mi pecho se oprime.
Mis dedos tiemblan sin poder levantarme.
No entiendo.
No quiero entender.
Pero ella continúa, con esa serenidad que rompe.
“Quiero alinear las piezas de nuevo.
Las tuyas…
Y las mías…
Antes de que el caos te reclame por completo.”
La luz detrás de ella se oscurece.
Una sombra se forma.
Mi sombra.
Veythra.
El sueño se tensa como una cuerda a punto de romperse.
---
El despertar
Me despierto de golpe.
Empapada en sudor, con el corazón retumbando como si aún estuviera cayendo desde un lugar muy alto.
Miro a mi alrededor: nada ha cambiado…
pero todo está distinto.
Ese sueño no ha sido un sueño.
Algo en mi interior —algo antiguo, algo lunar, algo materno— me lo confirma.
Me siento en la cama, los pies fríos contra el suelo del castillo.
Intento cerrar los ojos, pero cada vez que lo hago aparece la mirada de Selin, y detrás, la sombra de Veythra.
Esa noche no vuelvo a dormir.
No puedo.
No debo.
Solo una frase late dentro de mi cráneo como un tambor:
“Déjame que te cuente…”
La visión de la Madre-Luna
Esa misma noche, cuando por fin dejo que el cansancio me aprisione, caigo en un sueño extraño, profundo, distinto…
No hay jardín de sombras, no hay caos, no hay dolor.
Solo un vasto espacio blanco.
Una quietud antigua.
Un silencio que no pesa.
Y entonces la veo.
Una figura femenina
de cabellos rubios que flotan como hebras de sol en el vacío.
Su piel irradia una luz suave, casi líquida.
Se parece a mi madre Jennifer…
pero sus ojos…
sus ojos son los de Selin.
Mi abuela.
La luna en su forma más pura.
Ella sonríe con una tristeza hermosa.
Selin:
“Hija mía…”
Su voz no suena, resuena en todo mi cuerpo.
“Todos te han contado cómo fue el día que naciste…
La luna del esturión…
Las perseidas cayendo como espadas de plata…
La noche en que lo imposible se abrió para darte paso.”
Camina hacia mí, aunque aquí no exista suelo.
Su mano se estira…
no para tocarme, sino para sostener mi alma.
“Ahora deja que yo te cuente
cómo fue el día que moriste.”
Mi pecho se oprime.
Mis dedos tiemblan sin poder levantarme.
No entiendo.
No quiero entender.
Pero ella continúa, con esa serenidad que rompe.
“Quiero alinear las piezas de nuevo.
Las tuyas…
Y las mías…
Antes de que el caos te reclame por completo.”
La luz detrás de ella se oscurece.
Una sombra se forma.
Mi sombra.
Veythra.
El sueño se tensa como una cuerda a punto de romperse.
---
El despertar
Me despierto de golpe.
Empapada en sudor, con el corazón retumbando como si aún estuviera cayendo desde un lugar muy alto.
Miro a mi alrededor: nada ha cambiado…
pero todo está distinto.
Ese sueño no ha sido un sueño.
Algo en mi interior —algo antiguo, algo lunar, algo materno— me lo confirma.
Me siento en la cama, los pies fríos contra el suelo del castillo.
Intento cerrar los ojos, pero cada vez que lo hago aparece la mirada de Selin, y detrás, la sombra de Veythra.
Esa noche no vuelvo a dormir.
No puedo.
No debo.
Solo una frase late dentro de mi cráneo como un tambor:
“Déjame que te cuente…”