Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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La guerra que no era mía
La noche siguiente, el silencio del castillo pesa más que el sueño.
La luna, tímida, ya menguante, observa desde su herida de luz.
Y yo… yo siento en mi pecho algo que late al revés,
como si una segunda respiración tratara de acompañar a la mía.
Cuando por fin me duermo, caigo.
---
La visión
Soy un hombre.
Un soldado.
Llevo un uniforme que no conozco, pero mis manos —grandes, ásperas, ajenas— saben cómo sostener el fusil.
Huele a sangre seca. A tierra quemada. A derrota.
El campo de batalla es un cementerio abierto:
mis aliados yacen rotos, desparramados entre barro y metralla.
No queda nadie.
Ni un gemido.
Ni un dios que escuche.
Mis piernas tiemblan.
Estoy herido, muy herido.
Me arrodillo esperando el sonido lejano de un rescate.
Un helicóptero…
Una bengala…
Una voz amiga…
Pero sólo llega ella.
La Sombra.
No camina: se desliza,
como si el suelo fuera un espejo que la refleja y la arrastra a la vez.
Se detiene frente a mí y siento que me mira.
Que ya me conoce.
Que me ha estado esperando desde antes de que yo existiera.
No habla, pero me entiende.
No toca, pero me posee.
Y empiezo a desaparecer.
Su oscuridad me trepa por los brazos,
me envuelve el cuello,
me llena los pulmones con un silencio perfecto.
No hay dolor.
No hay miedo.
Sólo una rendición dulce, inevitable.
Cuando la Sombra me consume por completo,
despierto.
---
El despertar
Me incorporo de golpe, jadeando.
La habitación está igual de oscura que la noche anterior…
pero dentro de mí, inexplicablemente, hay paz.
Una calma que no debería existir después de algo así.
Una certeza muda: “No era un enemigo… era un regreso.”
Me acomodo entre las sábanas, aún temblorosa.
La luna menguante se cuela por la ventana,
clavando un rayo fino y plateado sobre mi pecho,
como si marcara allí un símbolo que sólo ella reconoce.
Cierro los ojos.
Y esta vez, duermo como un bebé.
La noche me abraza.
La Sombra también.
Y por primera vez… no me siento sola.
La guerra que no era mía
La noche siguiente, el silencio del castillo pesa más que el sueño.
La luna, tímida, ya menguante, observa desde su herida de luz.
Y yo… yo siento en mi pecho algo que late al revés,
como si una segunda respiración tratara de acompañar a la mía.
Cuando por fin me duermo, caigo.
---
La visión
Soy un hombre.
Un soldado.
Llevo un uniforme que no conozco, pero mis manos —grandes, ásperas, ajenas— saben cómo sostener el fusil.
Huele a sangre seca. A tierra quemada. A derrota.
El campo de batalla es un cementerio abierto:
mis aliados yacen rotos, desparramados entre barro y metralla.
No queda nadie.
Ni un gemido.
Ni un dios que escuche.
Mis piernas tiemblan.
Estoy herido, muy herido.
Me arrodillo esperando el sonido lejano de un rescate.
Un helicóptero…
Una bengala…
Una voz amiga…
Pero sólo llega ella.
La Sombra.
No camina: se desliza,
como si el suelo fuera un espejo que la refleja y la arrastra a la vez.
Se detiene frente a mí y siento que me mira.
Que ya me conoce.
Que me ha estado esperando desde antes de que yo existiera.
No habla, pero me entiende.
No toca, pero me posee.
Y empiezo a desaparecer.
Su oscuridad me trepa por los brazos,
me envuelve el cuello,
me llena los pulmones con un silencio perfecto.
No hay dolor.
No hay miedo.
Sólo una rendición dulce, inevitable.
Cuando la Sombra me consume por completo,
despierto.
---
El despertar
Me incorporo de golpe, jadeando.
La habitación está igual de oscura que la noche anterior…
pero dentro de mí, inexplicablemente, hay paz.
Una calma que no debería existir después de algo así.
Una certeza muda: “No era un enemigo… era un regreso.”
Me acomodo entre las sábanas, aún temblorosa.
La luna menguante se cuela por la ventana,
clavando un rayo fino y plateado sobre mi pecho,
como si marcara allí un símbolo que sólo ella reconoce.
Cierro los ojos.
Y esta vez, duermo como un bebé.
La noche me abraza.
La Sombra también.
Y por primera vez… no me siento sola.
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La guerra que no era mía
La noche siguiente, el silencio del castillo pesa más que el sueño.
La luna, tímida, ya menguante, observa desde su herida de luz.
Y yo… yo siento en mi pecho algo que late al revés,
como si una segunda respiración tratara de acompañar a la mía.
Cuando por fin me duermo, caigo.
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La visión
Soy un hombre.
Un soldado.
Llevo un uniforme que no conozco, pero mis manos —grandes, ásperas, ajenas— saben cómo sostener el fusil.
Huele a sangre seca. A tierra quemada. A derrota.
El campo de batalla es un cementerio abierto:
mis aliados yacen rotos, desparramados entre barro y metralla.
No queda nadie.
Ni un gemido.
Ni un dios que escuche.
Mis piernas tiemblan.
Estoy herido, muy herido.
Me arrodillo esperando el sonido lejano de un rescate.
Un helicóptero…
Una bengala…
Una voz amiga…
Pero sólo llega ella.
La Sombra.
No camina: se desliza,
como si el suelo fuera un espejo que la refleja y la arrastra a la vez.
Se detiene frente a mí y siento que me mira.
Que ya me conoce.
Que me ha estado esperando desde antes de que yo existiera.
No habla, pero me entiende.
No toca, pero me posee.
Y empiezo a desaparecer.
Su oscuridad me trepa por los brazos,
me envuelve el cuello,
me llena los pulmones con un silencio perfecto.
No hay dolor.
No hay miedo.
Sólo una rendición dulce, inevitable.
Cuando la Sombra me consume por completo,
despierto.
---
El despertar
Me incorporo de golpe, jadeando.
La habitación está igual de oscura que la noche anterior…
pero dentro de mí, inexplicablemente, hay paz.
Una calma que no debería existir después de algo así.
Una certeza muda: “No era un enemigo… era un regreso.”
Me acomodo entre las sábanas, aún temblorosa.
La luna menguante se cuela por la ventana,
clavando un rayo fino y plateado sobre mi pecho,
como si marcara allí un símbolo que sólo ella reconoce.
Cierro los ojos.
Y esta vez, duermo como un bebé.
La noche me abraza.
La Sombra también.
Y por primera vez… no me siento sola.
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La guerra que no era mía
La noche siguiente, el silencio del castillo pesa más que el sueño.
La luna, tímida, ya menguante, observa desde su herida de luz.
Y yo… yo siento en mi pecho algo que late al revés,
como si una segunda respiración tratara de acompañar a la mía.
Cuando por fin me duermo, caigo.
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La visión
Soy un hombre.
Un soldado.
Llevo un uniforme que no conozco, pero mis manos —grandes, ásperas, ajenas— saben cómo sostener el fusil.
Huele a sangre seca. A tierra quemada. A derrota.
El campo de batalla es un cementerio abierto:
mis aliados yacen rotos, desparramados entre barro y metralla.
No queda nadie.
Ni un gemido.
Ni un dios que escuche.
Mis piernas tiemblan.
Estoy herido, muy herido.
Me arrodillo esperando el sonido lejano de un rescate.
Un helicóptero…
Una bengala…
Una voz amiga…
Pero sólo llega ella.
La Sombra.
No camina: se desliza,
como si el suelo fuera un espejo que la refleja y la arrastra a la vez.
Se detiene frente a mí y siento que me mira.
Que ya me conoce.
Que me ha estado esperando desde antes de que yo existiera.
No habla, pero me entiende.
No toca, pero me posee.
Y empiezo a desaparecer.
Su oscuridad me trepa por los brazos,
me envuelve el cuello,
me llena los pulmones con un silencio perfecto.
No hay dolor.
No hay miedo.
Sólo una rendición dulce, inevitable.
Cuando la Sombra me consume por completo,
despierto.
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El despertar
Me incorporo de golpe, jadeando.
La habitación está igual de oscura que la noche anterior…
pero dentro de mí, inexplicablemente, hay paz.
Una calma que no debería existir después de algo así.
Una certeza muda: “No era un enemigo… era un regreso.”
Me acomodo entre las sábanas, aún temblorosa.
La luna menguante se cuela por la ventana,
clavando un rayo fino y plateado sobre mi pecho,
como si marcara allí un símbolo que sólo ella reconoce.
Cierro los ojos.
Y esta vez, duermo como un bebé.
La noche me abraza.
La Sombra también.
Y por primera vez… no me siento sola.
La guerra que no era mía
La noche siguiente, el silencio del castillo pesa más que el sueño.
La luna, tímida, ya menguante, observa desde su herida de luz.
Y yo… yo siento en mi pecho algo que late al revés,
como si una segunda respiración tratara de acompañar a la mía.
Cuando por fin me duermo, caigo.
---
La visión
Soy un hombre.
Un soldado.
Llevo un uniforme que no conozco, pero mis manos —grandes, ásperas, ajenas— saben cómo sostener el fusil.
Huele a sangre seca. A tierra quemada. A derrota.
El campo de batalla es un cementerio abierto:
mis aliados yacen rotos, desparramados entre barro y metralla.
No queda nadie.
Ni un gemido.
Ni un dios que escuche.
Mis piernas tiemblan.
Estoy herido, muy herido.
Me arrodillo esperando el sonido lejano de un rescate.
Un helicóptero…
Una bengala…
Una voz amiga…
Pero sólo llega ella.
La Sombra.
No camina: se desliza,
como si el suelo fuera un espejo que la refleja y la arrastra a la vez.
Se detiene frente a mí y siento que me mira.
Que ya me conoce.
Que me ha estado esperando desde antes de que yo existiera.
No habla, pero me entiende.
No toca, pero me posee.
Y empiezo a desaparecer.
Su oscuridad me trepa por los brazos,
me envuelve el cuello,
me llena los pulmones con un silencio perfecto.
No hay dolor.
No hay miedo.
Sólo una rendición dulce, inevitable.
Cuando la Sombra me consume por completo,
despierto.
---
El despertar
Me incorporo de golpe, jadeando.
La habitación está igual de oscura que la noche anterior…
pero dentro de mí, inexplicablemente, hay paz.
Una calma que no debería existir después de algo así.
Una certeza muda: “No era un enemigo… era un regreso.”
Me acomodo entre las sábanas, aún temblorosa.
La luna menguante se cuela por la ventana,
clavando un rayo fino y plateado sobre mi pecho,
como si marcara allí un símbolo que sólo ella reconoce.
Cierro los ojos.
Y esta vez, duermo como un bebé.
La noche me abraza.
La Sombra también.
Y por primera vez… no me siento sola.