• Cat Grant: Supergirl es todo lo que creen, es fuerte, es valiente pero lo excepcional de Supergirl es que ella es la persona más bondadosa que conozco.
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  • Después de un largo día en la tierra, Mark decidió volver al hotel y descansar. La habitación era pequeña, casi austera, sin lujos ni adornos innecesarios. Una cama deshecha, una silla en el rincón junto a una mesa cubierta con papeles, y una ventana que dejaba pasar la luz tenue de un atardecer que se desvanecía rápidamente. Mark estaba solo, sin soldados que lo vigilasen, sin órdenes inmediatas que seguir. Era su último día en la Tierra, antes de regresar a su deber, y aún no estaba listo para partir.

    En la mochila que llevaba consigo, su mirada se detuvo por un instante en un objeto que no estaba relacionado con las batallas, las guerras ni la conquista: un libro. Simplemente lo sacó y lo dejó sobre la mesa, sus dedos rozando la cubierta como si estuviera tocando algo raro, algo ajeno a el. Había encontrado ese libro en su antiguo hogar, escondido en una caja de cartón encima de un armario viejo. Tenía entendido que los libros fueron escritos por su padre, pero nunca les prestó mayor interés. Pero ahora, en la quietud de la habitación, algo le impulsó a abrirlo.

    Lo hojeó por unos momentos hasta llegar a una página que captó su atención. El título en la parte superior decía: "Space Racer: El hombre con el arma INVENCIBLE". Sin querer, su rostro adoptó una ligera expresión de curiosidad. Se acomodó en la silla y comenzó a leer.

    —Buen titulo, papá. —Dijo el, mostrando una leve sonrisa.

    —"𝙋𝙤𝙘𝙤 𝙨𝙚 𝙨𝙖𝙗𝙞́𝙖 𝙨𝙤𝙗𝙧𝙚 𝙚𝙡 𝙎𝙥𝙖𝙘𝙚 𝙍𝙖𝙘𝙚𝙧. 𝙀𝙧𝙖 𝙪𝙣 𝙢𝙞𝙨𝙩𝙚𝙧𝙞𝙤, 𝙪𝙣𝙖 𝙛𝙞𝙜𝙪𝙧𝙖 𝙡𝙚𝙜𝙚𝙣𝙙𝙖𝙧𝙞𝙖. 𝙎𝙪𝙨 𝙝𝙞𝙨𝙩𝙤𝙧𝙞𝙖𝙨 𝙖𝙗𝙖𝙧𝙘𝙖𝙣 𝟭𝟮 𝙜𝙖𝙡𝙖𝙭𝙞𝙖𝙨 𝙮 𝙩𝙤𝙙𝙖𝙨 𝙚𝙡𝙡𝙖𝙨 𝙞𝙣𝙘𝙡𝙪𝙞́𝙖𝙣 𝙪𝙣𝙖 𝙘𝙤𝙣𝙨𝙩𝙖𝙣𝙩𝙚:

    —"𝙄𝙉𝙁𝙄𝙉𝙄𝙏𝙔 𝙍𝘼𝙔" —Realizó una breve pausa al leer aquel nombre, luego continuó con la lectura.

    —"𝙎𝙚 𝙙𝙚𝙘𝙞́𝙖 𝙦𝙪𝙚 𝙚𝙢𝙞𝙩𝙞́𝙖 𝙪𝙣𝙖 𝙤𝙣𝙙𝙖 𝙙𝙚 𝙚𝙣𝙚𝙧𝙜𝙞́𝙖 𝙞𝙢𝙥𝙖𝙧𝙖𝙗𝙡𝙚 𝙦𝙪𝙚 𝙙𝙚𝙨𝙩𝙧𝙪𝙞́𝙖 𝙩𝙤𝙙𝙤 𝙖 𝙨𝙪 𝙥𝙖𝙨𝙤: 𝙖𝙨𝙩𝙚𝙧𝙤𝙞𝙙𝙚𝙨, 𝙨𝙖𝙩𝙚́𝙡𝙞𝙩𝙚𝙨, 𝙥𝙡𝙖𝙣𝙚𝙩𝙖𝙨 𝙮 𝙚𝙨𝙩𝙧𝙚𝙡𝙡𝙖𝙨. 𝙋𝙚𝙧𝙤 𝙧𝙚𝙦𝙪𝙚𝙧𝙞́𝙖 𝙪𝙣 𝙥𝙪𝙡𝙨𝙤 𝙛𝙞𝙧𝙢𝙚 𝙮 𝙢𝙖́𝙨 𝙞𝙢𝙥𝙤𝙧𝙩𝙖𝙣𝙩𝙚 𝙖𝙪́𝙣, 𝙪𝙣𝙖 𝙢𝙚𝙣𝙩𝙚 𝙛𝙞𝙧𝙢𝙚. 𝙉𝙖𝙙𝙞𝙚 𝙥𝙪𝙙𝙤 𝙖𝙘𝙚𝙧𝙘𝙖𝙧𝙨𝙚 𝙖 𝙄𝙣𝙛𝙞𝙣𝙞𝙩𝙮 𝙍𝙖𝙮 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙚𝙨𝙩𝙪𝙙𝙞𝙖𝙧 𝙚𝙡 𝙖𝙧𝙢𝙖 𝙥𝙤𝙧 𝙨𝙪 𝙘𝙪𝙚𝙣𝙩𝙖".

    —"𝙎𝙞 𝙄𝙣𝙛𝙞𝙣𝙞𝙩𝙮 𝙍𝙖𝙮 𝙚𝙨 𝙧𝙚𝙖𝙡 𝙮 𝙚𝙨 𝙩𝙖́𝙣 𝙥𝙤𝙙𝙚𝙧𝙤𝙨𝙤 𝙘𝙤𝙢𝙤 𝙡𝙖𝙨 𝙝𝙞𝙨𝙩𝙤𝙧𝙞𝙖𝙨 𝙙𝙞𝙘𝙚𝙣, 𝙧𝙚𝙥𝙧𝙚𝙨𝙚𝙣𝙩𝙖 𝙪𝙣 𝙜𝙧𝙖𝙣 𝙥𝙚𝙡𝙞𝙜𝙧𝙤 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙣𝙪𝙚𝙨𝙩𝙧𝙖 𝙢𝙞𝙨𝙞𝙤́𝙣"

    Mark cerró el libro por un momento, pensativo. Había algo en la historia que le resonaba, algo que sentía profundamente en su ser. El concepto de ser imparable, de ser tan fuerte que nadie pudiera desafiarte. En cierto modo, Space Racer, con su arma destructiva, le recordaba a el mismo. El cazador sin escrúpulos, imparable, brutal... y vacío.

    Después de un largo día en la tierra, Mark decidió volver al hotel y descansar. La habitación era pequeña, casi austera, sin lujos ni adornos innecesarios. Una cama deshecha, una silla en el rincón junto a una mesa cubierta con papeles, y una ventana que dejaba pasar la luz tenue de un atardecer que se desvanecía rápidamente. Mark estaba solo, sin soldados que lo vigilasen, sin órdenes inmediatas que seguir. Era su último día en la Tierra, antes de regresar a su deber, y aún no estaba listo para partir. En la mochila que llevaba consigo, su mirada se detuvo por un instante en un objeto que no estaba relacionado con las batallas, las guerras ni la conquista: un libro. Simplemente lo sacó y lo dejó sobre la mesa, sus dedos rozando la cubierta como si estuviera tocando algo raro, algo ajeno a el. Había encontrado ese libro en su antiguo hogar, escondido en una caja de cartón encima de un armario viejo. Tenía entendido que los libros fueron escritos por su padre, pero nunca les prestó mayor interés. Pero ahora, en la quietud de la habitación, algo le impulsó a abrirlo. Lo hojeó por unos momentos hasta llegar a una página que captó su atención. El título en la parte superior decía: "Space Racer: El hombre con el arma INVENCIBLE". Sin querer, su rostro adoptó una ligera expresión de curiosidad. Se acomodó en la silla y comenzó a leer. —Buen titulo, papá. —Dijo el, mostrando una leve sonrisa. —"𝙋𝙤𝙘𝙤 𝙨𝙚 𝙨𝙖𝙗𝙞́𝙖 𝙨𝙤𝙗𝙧𝙚 𝙚𝙡 𝙎𝙥𝙖𝙘𝙚 𝙍𝙖𝙘𝙚𝙧. 𝙀𝙧𝙖 𝙪𝙣 𝙢𝙞𝙨𝙩𝙚𝙧𝙞𝙤, 𝙪𝙣𝙖 𝙛𝙞𝙜𝙪𝙧𝙖 𝙡𝙚𝙜𝙚𝙣𝙙𝙖𝙧𝙞𝙖. 𝙎𝙪𝙨 𝙝𝙞𝙨𝙩𝙤𝙧𝙞𝙖𝙨 𝙖𝙗𝙖𝙧𝙘𝙖𝙣 𝟭𝟮 𝙜𝙖𝙡𝙖𝙭𝙞𝙖𝙨 𝙮 𝙩𝙤𝙙𝙖𝙨 𝙚𝙡𝙡𝙖𝙨 𝙞𝙣𝙘𝙡𝙪𝙞́𝙖𝙣 𝙪𝙣𝙖 𝙘𝙤𝙣𝙨𝙩𝙖𝙣𝙩𝙚: —"𝙄𝙉𝙁𝙄𝙉𝙄𝙏𝙔 𝙍𝘼𝙔" —Realizó una breve pausa al leer aquel nombre, luego continuó con la lectura. —"𝙎𝙚 𝙙𝙚𝙘𝙞́𝙖 𝙦𝙪𝙚 𝙚𝙢𝙞𝙩𝙞́𝙖 𝙪𝙣𝙖 𝙤𝙣𝙙𝙖 𝙙𝙚 𝙚𝙣𝙚𝙧𝙜𝙞́𝙖 𝙞𝙢𝙥𝙖𝙧𝙖𝙗𝙡𝙚 𝙦𝙪𝙚 𝙙𝙚𝙨𝙩𝙧𝙪𝙞́𝙖 𝙩𝙤𝙙𝙤 𝙖 𝙨𝙪 𝙥𝙖𝙨𝙤: 𝙖𝙨𝙩𝙚𝙧𝙤𝙞𝙙𝙚𝙨, 𝙨𝙖𝙩𝙚́𝙡𝙞𝙩𝙚𝙨, 𝙥𝙡𝙖𝙣𝙚𝙩𝙖𝙨 𝙮 𝙚𝙨𝙩𝙧𝙚𝙡𝙡𝙖𝙨. 𝙋𝙚𝙧𝙤 𝙧𝙚𝙦𝙪𝙚𝙧𝙞́𝙖 𝙪𝙣 𝙥𝙪𝙡𝙨𝙤 𝙛𝙞𝙧𝙢𝙚 𝙮 𝙢𝙖́𝙨 𝙞𝙢𝙥𝙤𝙧𝙩𝙖𝙣𝙩𝙚 𝙖𝙪́𝙣, 𝙪𝙣𝙖 𝙢𝙚𝙣𝙩𝙚 𝙛𝙞𝙧𝙢𝙚. 𝙉𝙖𝙙𝙞𝙚 𝙥𝙪𝙙𝙤 𝙖𝙘𝙚𝙧𝙘𝙖𝙧𝙨𝙚 𝙖 𝙄𝙣𝙛𝙞𝙣𝙞𝙩𝙮 𝙍𝙖𝙮 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙚𝙨𝙩𝙪𝙙𝙞𝙖𝙧 𝙚𝙡 𝙖𝙧𝙢𝙖 𝙥𝙤𝙧 𝙨𝙪 𝙘𝙪𝙚𝙣𝙩𝙖". —"𝙎𝙞 𝙄𝙣𝙛𝙞𝙣𝙞𝙩𝙮 𝙍𝙖𝙮 𝙚𝙨 𝙧𝙚𝙖𝙡 𝙮 𝙚𝙨 𝙩𝙖́𝙣 𝙥𝙤𝙙𝙚𝙧𝙤𝙨𝙤 𝙘𝙤𝙢𝙤 𝙡𝙖𝙨 𝙝𝙞𝙨𝙩𝙤𝙧𝙞𝙖𝙨 𝙙𝙞𝙘𝙚𝙣, 𝙧𝙚𝙥𝙧𝙚𝙨𝙚𝙣𝙩𝙖 𝙪𝙣 𝙜𝙧𝙖𝙣 𝙥𝙚𝙡𝙞𝙜𝙧𝙤 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙣𝙪𝙚𝙨𝙩𝙧𝙖 𝙢𝙞𝙨𝙞𝙤́𝙣" Mark cerró el libro por un momento, pensativo. Había algo en la historia que le resonaba, algo que sentía profundamente en su ser. El concepto de ser imparable, de ser tan fuerte que nadie pudiera desafiarte. En cierto modo, Space Racer, con su arma destructiva, le recordaba a el mismo. El cazador sin escrúpulos, imparable, brutal... y vacío.
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  • Recuerdo del nacimiento de Melínoe

    Hay noches tan densas en el Inframundo, tan llenas de presencias calladas, que siento a Melínoe caminar entre los límites del sueño y la vigilia.
    Mi hija.
    La más silenciosa.
    La que nació sin un grito, sin fuego, sin caos.
    La que nació de lo invisible.

    No fue como con Zagreus. No hubo temblores, ni visiones, ni cielos que se desgarraran. Su llegada fue como un susurro en medio del abismo.
    Supe que venía porque mis sombras se volvían más largas.
    Porque los muertos me miraban con otros ojos.
    Porque soñaba con cosas que aún no habían sucedido.

    Melínoe creció en mi vientre como la bruma crece en los bosques: sin prisa, sin peso, como si siempre hubiera estado allí.

    Hades no decía nada. Me observaba con respeto, como si presintiera que esta vez no se trataba de fuego, sino de algo más sutil.
    Un alma antigua. Una presencia que no buscaba ser adorada, sino temida.

    Cuando la hora llegó, no supe si estaba dormida o despierta.
    Mi cuerpo no dolía.
    Solo se abría.
    Como si un velo fuera retirado entre mundos.

    Y entonces la tuve en brazos.

    Tan pequeña.
    Tan callada.
    Sus ojos no eran oscuros como los de su hermano… eran pálidos, casi traslúcidos, como los de los espíritus que aún no saben que han muerto.
    Su piel era fría, pero no incómoda. Era como la piedra bajo la luna.
    Y sus dedos se aferraron a los míos con una fuerza inesperada.

    —Melínoe —susurré—. Eres la hija de la noche que camina.
    La heredera de los susurros.
    La guía de los que no descansan.

    Hades se acercó, la tomó con cuidado y por un momento, por único instante, lo vi temblar.
    No de miedo.
    De reconocimiento.

    —Ella ve cosas —murmuró— que ni los dioses deberíamos ver.

    La envolvimos en telas de sombra.
    La bañamos en aguas del Leteo.
    La protegimos de la mirada del Olimpo.

    Porque Melínoe no vino a desafiar a los dioses.
    No vino a reclamar tronos ni venganzas.

    Ella nació para caminar entre lo invisible.
    Para tocar los límites del alma.
    Para visitar a los vivos en sueños…
    y recordarles que todos somos sombra, por dentro y por fuera.

    La crié entre los rincones más secretos del Inframundo, allí donde ni siquiera los ecos se atreven a quedarse. Le enseñé a escuchar las voces de los que murmuran desde el otro lado del velo, a distinguir entre el lamento y el deseo, entre la pena y el engaño. Caminábamos de la mano por pasadizos que solo nosotras conocíamos, donde los sueños de los vivos cruzaban sin saberlo, y los muertos olvidados susurraban nombres que nadie más podía oír.

    Le enseñé a moverse sin ser vista, a tocar un corazón dormido sin perturbarlo, a hablar con los que aún no aceptan que han partido. Le mostré cómo el mundo está lleno de almas errantes que solo necesitan una guía suave, una presencia que no imponga miedo, sino paz.

    Y ella aprendía. Siempre en silencio. Siempre con esa mirada distante y serena. No buscaba respuestas, solo entendimiento.

    Ahora, cuando las lámparas parpadean sin causa, cuando escucho pasos suaves detrás de mí sin que nadie esté allí…
    sé que es ella.
    Mi hija.
    La que nunca lloró.
    La que nació del silencio.
    La que camina entre los velos y nunca se pierde.

    Recuerdo del nacimiento de Melínoe Hay noches tan densas en el Inframundo, tan llenas de presencias calladas, que siento a Melínoe caminar entre los límites del sueño y la vigilia. Mi hija. La más silenciosa. La que nació sin un grito, sin fuego, sin caos. La que nació de lo invisible. No fue como con Zagreus. No hubo temblores, ni visiones, ni cielos que se desgarraran. Su llegada fue como un susurro en medio del abismo. Supe que venía porque mis sombras se volvían más largas. Porque los muertos me miraban con otros ojos. Porque soñaba con cosas que aún no habían sucedido. Melínoe creció en mi vientre como la bruma crece en los bosques: sin prisa, sin peso, como si siempre hubiera estado allí. Hades no decía nada. Me observaba con respeto, como si presintiera que esta vez no se trataba de fuego, sino de algo más sutil. Un alma antigua. Una presencia que no buscaba ser adorada, sino temida. Cuando la hora llegó, no supe si estaba dormida o despierta. Mi cuerpo no dolía. Solo se abría. Como si un velo fuera retirado entre mundos. Y entonces la tuve en brazos. Tan pequeña. Tan callada. Sus ojos no eran oscuros como los de su hermano… eran pálidos, casi traslúcidos, como los de los espíritus que aún no saben que han muerto. Su piel era fría, pero no incómoda. Era como la piedra bajo la luna. Y sus dedos se aferraron a los míos con una fuerza inesperada. —Melínoe —susurré—. Eres la hija de la noche que camina. La heredera de los susurros. La guía de los que no descansan. Hades se acercó, la tomó con cuidado y por un momento, por único instante, lo vi temblar. No de miedo. De reconocimiento. —Ella ve cosas —murmuró— que ni los dioses deberíamos ver. La envolvimos en telas de sombra. La bañamos en aguas del Leteo. La protegimos de la mirada del Olimpo. Porque Melínoe no vino a desafiar a los dioses. No vino a reclamar tronos ni venganzas. Ella nació para caminar entre lo invisible. Para tocar los límites del alma. Para visitar a los vivos en sueños… y recordarles que todos somos sombra, por dentro y por fuera. La crié entre los rincones más secretos del Inframundo, allí donde ni siquiera los ecos se atreven a quedarse. Le enseñé a escuchar las voces de los que murmuran desde el otro lado del velo, a distinguir entre el lamento y el deseo, entre la pena y el engaño. Caminábamos de la mano por pasadizos que solo nosotras conocíamos, donde los sueños de los vivos cruzaban sin saberlo, y los muertos olvidados susurraban nombres que nadie más podía oír. Le enseñé a moverse sin ser vista, a tocar un corazón dormido sin perturbarlo, a hablar con los que aún no aceptan que han partido. Le mostré cómo el mundo está lleno de almas errantes que solo necesitan una guía suave, una presencia que no imponga miedo, sino paz. Y ella aprendía. Siempre en silencio. Siempre con esa mirada distante y serena. No buscaba respuestas, solo entendimiento. Ahora, cuando las lámparas parpadean sin causa, cuando escucho pasos suaves detrás de mí sin que nadie esté allí… sé que es ella. Mi hija. La que nunca lloró. La que nació del silencio. La que camina entre los velos y nunca se pierde.
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  • Inspección.

    ‹ Estaba con sus soldados ayudantes, quiénes también eran jueces aunque aprendices ese día. Revisó la lista de personas sospechosas infectadas que se le otorgó mientras dirigía su mirada hacia una fila de personas que estaban reunidas cerca de ellos. Aunque había un niño que no dejaba de mirarle fijamente. Lu Feng encontró ésto sospechoso. ›

    — ¿De dónde viene ese niño y porqué no deja de mirarme? Quizás está infectado..

    ‹ Justo cuando ya estaba sacando su arma e iba a acercarse a verificar, un solado a su lado habló rápidamente. ›

    — Le tiene miedo, mi señor.

    ‹ Lu Feng se detuvo y le dió una mirada inexpresiva al soldado, pero éste sabía que esa mirada de su líder era de incredulidad. Así que volvió a hablar. ›

    — Estoy seguro de que usted ya le habría juzgado si el niño estuviera infectado sin necesidad de verificar. Entonces la razón por la que le observa tan fervientemente es porque teme de usted.

    ‹ Aún con tanta explicación, Lu Feng siguió neutral. Guardó su arma con suavidad y le devolvió la mirada al infante, quién bajo ese color esmeralda intenso se sintió expuesto y se escondió con pánico detrás de un hombre, Lu Feng supuso que era su padre. Él tampoco estaba infectado. Había experimentado miradas de miedo, rechazo, repulsión y odio. Pero todo era de adultos, ésta era la primera vez que recibía eso de un niño. ›

    ‹ Suspiró levemente y ladeó su cabeza y luego miró al soldado. Éste comprendió y corrió a decirle al padre e hijo que podían irse de la inspección. Ellos se pusieron alegres como si habían tenido otra oportunidad para vivir y se fueron. Aunque no sería lo mismo para otras personas. A los minutos los disparos empezaron a sonar y el juez olvidó ese instante de momentánea humanidad que creyó siempre inexistente. ›
    Inspección. ‹ Estaba con sus soldados ayudantes, quiénes también eran jueces aunque aprendices ese día. Revisó la lista de personas sospechosas infectadas que se le otorgó mientras dirigía su mirada hacia una fila de personas que estaban reunidas cerca de ellos. Aunque había un niño que no dejaba de mirarle fijamente. Lu Feng encontró ésto sospechoso. › — ¿De dónde viene ese niño y porqué no deja de mirarme? Quizás está infectado.. ‹ Justo cuando ya estaba sacando su arma e iba a acercarse a verificar, un solado a su lado habló rápidamente. › — Le tiene miedo, mi señor. ‹ Lu Feng se detuvo y le dió una mirada inexpresiva al soldado, pero éste sabía que esa mirada de su líder era de incredulidad. Así que volvió a hablar. › — Estoy seguro de que usted ya le habría juzgado si el niño estuviera infectado sin necesidad de verificar. Entonces la razón por la que le observa tan fervientemente es porque teme de usted. ‹ Aún con tanta explicación, Lu Feng siguió neutral. Guardó su arma con suavidad y le devolvió la mirada al infante, quién bajo ese color esmeralda intenso se sintió expuesto y se escondió con pánico detrás de un hombre, Lu Feng supuso que era su padre. Él tampoco estaba infectado. Había experimentado miradas de miedo, rechazo, repulsión y odio. Pero todo era de adultos, ésta era la primera vez que recibía eso de un niño. › ‹ Suspiró levemente y ladeó su cabeza y luego miró al soldado. Éste comprendió y corrió a decirle al padre e hijo que podían irse de la inspección. Ellos se pusieron alegres como si habían tenido otra oportunidad para vivir y se fueron. Aunque no sería lo mismo para otras personas. A los minutos los disparos empezaron a sonar y el juez olvidó ese instante de momentánea humanidad que creyó siempre inexistente. ›
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  • 3. Traslación.
    Fandom Kuroshitsuji/Black Butler y otros
    Categoría Otros
    Al día siguiente, Ciel seguía indispuesto, y todos en la mansión ya estaban al tanto de su condición.

    Su cuerpo aún conservaba las heridas sufridas años atrás, durante aquel fatídico mes en cautiverio junto a su hermano, por lo que dependía de los cuidados que Undertaker le proporcionaba diariamente.

    En realidad, su estado no era un secreto, pero pocos sabían que sus heridas aún lo afectaban, pues creían que ya había sanado -de ahí su reciente aparición en sociedad.

    Hallándose sobre la cama y rodeado de sus sirvientes, Ciel asintió con una suave sonrisa.

    —Ábrele la puerta a mi sobrino —ordenó con voz aterciopelada, mientras dirigía una mirada a la sirvienta para que cumpliera su mandato.

    Las cánulas nasales se extendían desde su nariz hasta el tubo de oxígeno ubicado junto a la cama. Undertaker, con las manos sobre la válvula, ajustaba el flujo para garantizar que la dosis fuera la correcta.

    —Lamento haberte preocupado —le dijo a su sobrino cuando este ingresó, dedicándole una mirada de calidez. —Estaré bien pronto.

    _____

    Jean Phantomhive Malvyna
    Al día siguiente, Ciel seguía indispuesto, y todos en la mansión ya estaban al tanto de su condición. Su cuerpo aún conservaba las heridas sufridas años atrás, durante aquel fatídico mes en cautiverio junto a su hermano, por lo que dependía de los cuidados que Undertaker le proporcionaba diariamente. En realidad, su estado no era un secreto, pero pocos sabían que sus heridas aún lo afectaban, pues creían que ya había sanado -de ahí su reciente aparición en sociedad. Hallándose sobre la cama y rodeado de sus sirvientes, Ciel asintió con una suave sonrisa. —Ábrele la puerta a mi sobrino —ordenó con voz aterciopelada, mientras dirigía una mirada a la sirvienta para que cumpliera su mandato. Las cánulas nasales se extendían desde su nariz hasta el tubo de oxígeno ubicado junto a la cama. Undertaker, con las manos sobre la válvula, ajustaba el flujo para garantizar que la dosis fuera la correcta. —Lamento haberte preocupado —le dijo a su sobrino cuando este ingresó, dedicándole una mirada de calidez. —Estaré bien pronto. _____ [littl3gr3y] [Malvy_Dragon]
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  • Míralos.
    Juntando palabras como si fueran joyas, creyendo que la belleza del envoltorio les dará el peso que su cerebro jamás tuvo.
    Repetidores de frases robadas, creyendo que citar a otro los convierte en sabios.
    No piensan, no sienten, no entienden.
    Pero sonríen. Y con eso basta.
    Porque el mundo no quiere verdad, quiere decorado.

    Prefieren una mentira bien maquillada que una verdad que les arranque la venda de los ojos.
    Hablan por hablar. Se escuchan sólo para amarse un poco más a sí mismos en el eco de su propia estupidez.
    No hay nada detrás de sus ojos, nada más que el deseo de ser validados por otros igual de huecos.
    Y se aplauden entre ellos como focas amaestradas.

    Qué patético.

    Qué humano.

    Asco.
    Míralos. Juntando palabras como si fueran joyas, creyendo que la belleza del envoltorio les dará el peso que su cerebro jamás tuvo. Repetidores de frases robadas, creyendo que citar a otro los convierte en sabios. No piensan, no sienten, no entienden. Pero sonríen. Y con eso basta. Porque el mundo no quiere verdad, quiere decorado. Prefieren una mentira bien maquillada que una verdad que les arranque la venda de los ojos. Hablan por hablar. Se escuchan sólo para amarse un poco más a sí mismos en el eco de su propia estupidez. No hay nada detrás de sus ojos, nada más que el deseo de ser validados por otros igual de huecos. Y se aplauden entre ellos como focas amaestradas. Qué patético. Qué humano. Asco.
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  • El silencio del baño era espeso, roto solo por el chirrido de la esponja deslizándose sobre el espejo. Gotas secas de un líquido rojizo se resistían a desaparecer, manchando el reflejo de John como si quisieran recordarle lo que había ocurrido ahí. Con una precisión mecánica, restregaba el cristal mientras el olor a desinfectante comenzaba a opacar al del cobre.

    Jack Hammer, de pie junto al umbral, observaba en silencio. Su traje blanco contrastaba brutalmente con las baldosas sucias y la atmósfera densa del lugar. Sus zapatos hacían un leve eco cada vez que cambiaba el peso de un pie a otro.

    —Hay sectores nuevos —dijo finalmente, sin rodeos—. Podrías expandir tu rango. Más trabajo. Mejor pagado. Gente que necesita a alguien como tú.

    John no dejó de limpiar. El reflejo de sus ojos dorados lo miraba desde el espejo mientras tallaba con más fuerza una mancha particularmente rebelde.

    —No estoy interesado.

    Jack dio un paso dentro del baño, esquivando cuidadosamente un charco ya parcialmente absorbido por las toallas industriales.

    —No puedes pasarte la vida atrapado en escenas como esta. Eres bueno. Demasiado bueno para quedarte limitado a limpiar los desastres de otros.

    John se detuvo. No lo miró, pero su voz bajó de tono.

    —Y tú sabes por qué prefiero quedarme aquí. Aquí nadie hace preguntas. Nadie me mira dos veces. Solo soy el tipo que borra lo que queda.

    Jack frunció los labios. Estaba acostumbrado a negociar, a presionar, pero con John siempre había límites invisibles. Límites que respetaba, porque se los había ganado.

    —Está bien —cedió finalmente, cruzando los brazos—. No más ofertas. Pero necesito un favor. Esta noche hay una reunión. No es trabajo, no tendrás que limpiar nada. Solo... necesito que estés ahí. La gente actúa diferente cuando estás tú. Y confío en ti más que en cualquiera de mis hombres.

    John volvió a mojar la esponja en el balde, tallando en círculos. Su reflejo mostraba una mueca cansada, como si el día le pesara más de lo normal.

    —¿Una reunión, eh? ¿De las que terminan con más manchas en el espejo?

    —No si tú estás ahí —respondió Jack, sonriendo con ironía.

    El joven limpió la última esquina del vidrio y, satisfecho, dejó caer la esponja al balde. Se volvió finalmente hacia Jack, sacándose los guantes uno por uno.

    —Está bien. Pero no esperes que hable. Solo estaré.

    Jack asintió con alivio. Dio media vuelta para irse, pero justo antes de salir, se detuvo en el marco de la puerta y lo miró por encima del hombro.

    —Gracias por esto, Corvac.

    El nombre cayó como una piedra en el agua, haciendo eco en el pequeño baño. John se quedó inmóvil unos segundos. Luego se encogió de hombros, tomó el balde y murmuró:

    —No digas eso en voz alta, viejo. Los espejos escuchan.

    Y mientras Jack se alejaba por el pasillo, John apagó la luz del baño, dejando atrás otro reflejo limpio... y un pasado que no terminaba de desaparecer.
    El silencio del baño era espeso, roto solo por el chirrido de la esponja deslizándose sobre el espejo. Gotas secas de un líquido rojizo se resistían a desaparecer, manchando el reflejo de John como si quisieran recordarle lo que había ocurrido ahí. Con una precisión mecánica, restregaba el cristal mientras el olor a desinfectante comenzaba a opacar al del cobre. Jack Hammer, de pie junto al umbral, observaba en silencio. Su traje blanco contrastaba brutalmente con las baldosas sucias y la atmósfera densa del lugar. Sus zapatos hacían un leve eco cada vez que cambiaba el peso de un pie a otro. —Hay sectores nuevos —dijo finalmente, sin rodeos—. Podrías expandir tu rango. Más trabajo. Mejor pagado. Gente que necesita a alguien como tú. John no dejó de limpiar. El reflejo de sus ojos dorados lo miraba desde el espejo mientras tallaba con más fuerza una mancha particularmente rebelde. —No estoy interesado. Jack dio un paso dentro del baño, esquivando cuidadosamente un charco ya parcialmente absorbido por las toallas industriales. —No puedes pasarte la vida atrapado en escenas como esta. Eres bueno. Demasiado bueno para quedarte limitado a limpiar los desastres de otros. John se detuvo. No lo miró, pero su voz bajó de tono. —Y tú sabes por qué prefiero quedarme aquí. Aquí nadie hace preguntas. Nadie me mira dos veces. Solo soy el tipo que borra lo que queda. Jack frunció los labios. Estaba acostumbrado a negociar, a presionar, pero con John siempre había límites invisibles. Límites que respetaba, porque se los había ganado. —Está bien —cedió finalmente, cruzando los brazos—. No más ofertas. Pero necesito un favor. Esta noche hay una reunión. No es trabajo, no tendrás que limpiar nada. Solo... necesito que estés ahí. La gente actúa diferente cuando estás tú. Y confío en ti más que en cualquiera de mis hombres. John volvió a mojar la esponja en el balde, tallando en círculos. Su reflejo mostraba una mueca cansada, como si el día le pesara más de lo normal. —¿Una reunión, eh? ¿De las que terminan con más manchas en el espejo? —No si tú estás ahí —respondió Jack, sonriendo con ironía. El joven limpió la última esquina del vidrio y, satisfecho, dejó caer la esponja al balde. Se volvió finalmente hacia Jack, sacándose los guantes uno por uno. —Está bien. Pero no esperes que hable. Solo estaré. Jack asintió con alivio. Dio media vuelta para irse, pero justo antes de salir, se detuvo en el marco de la puerta y lo miró por encima del hombro. —Gracias por esto, Corvac. El nombre cayó como una piedra en el agua, haciendo eco en el pequeño baño. John se quedó inmóvil unos segundos. Luego se encogió de hombros, tomó el balde y murmuró: —No digas eso en voz alta, viejo. Los espejos escuchan. Y mientras Jack se alejaba por el pasillo, John apagó la luz del baño, dejando atrás otro reflejo limpio... y un pasado que no terminaba de desaparecer.
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  • ⟬ FLASHBACK ⟭

    El cielo estaba gris aquel día en Sokovia. Las nubes pesaban sobre los edificios destruidos y el aire olía a polvo y metal quemado. Para Samantha, era apenas su tercera misión con S.H.I.E.L.D., y aunque había demostrado tener una mente brillante en estrategia y análisis, su falta de experiencia en el campo terminaría por marcar su destino.

    Habían infiltrado una base de Hydra camuflada como una planta de energía abandonada. El objetivo era claro: recopilar información y salir sin ser detectados. Pero Samantha, confiada en sus habilidades de rastreo digital, se separó del grupo. Una puerta abierta, una señal débil de radio… y un error de juicio.

    La emboscaron rápido. No hubo tiempo de contraatacar ni de pedir refuerzos. Hydra ya sabía quién era. No por su apellido —que guardaba celosamente—, sino porque era nueva, sin historial especial, sin poderes. Prescindible.

    La encerraron en una celda de metal y sombras, donde la luz era un privilegio y el tiempo una tortura. Lo siguiente fueron días —o quizás semanas— de interrogatorios brutales. La dejaron colgada de cadenas, golpeada, privada de sueño, con electrodos en su piel y agujas buscando respuestas bajo sus uñas. Le rompieron costillas, la obligaron a ver cómo otros sufrían, intentando quebrarla no solo físicamente, sino también por dentro. Hydra no buscaba información… buscaba control.

    Cuando no obtuvieron nada útil, decidieron deshacerse de ella de forma más “científica”. Uno de los científicos, con crueldad meticulosa, propuso utilizarla como sujeto de prueba para la exposición al compuesto terrígeno. Un experimento al que ni siquiera sus propios soldados se atrevían a acercarse. Después de todo, si moría, nadie lo lamentaría. Y si por casualidad tenía un gen Inhumano latente, lo más probable era que la niebla misma la matara durante la transformación.

    Una burla. Un castigo. Una forma elegante de borrarla.

    La celda fue sellada. Un vapor denso y brillante comenzó a brotar por las rejillas. Samantha gritó, su cuerpo se tensó en espasmos violentos. La niebla la envolvía, la desgarraba por dentro. Sus recuerdos ardían, su piel parecía cristalizarse desde adentro. El dolor era inhumano… y, sin embargo, no murió.

    Cuando el cristal se rompió desde dentro, los gritos de los soldados resonaron por todo el complejo. La niebla aún no se disipaba, pero entre ella se alzaba una figura distinta. Samantha, ya no del todo humana, con los ojos cargados de energía pura y un resplandor eléctrico bajo su piel, respiraba con dificultad… pero con vida.

    No sabía lo que era. No sabía lo que podía hacer. Solo sabía que algo dentro de ella había despertado. Algo que ya no podían controlar.

    Samantha escapó entre el caos, guiada por un instinto feroz. La misión había fracasado, sí… pero había nacido una nueva fuerza. No solo una agente de S.H.I.E.L.D., sino una Inhumana marcada por el sufrimiento, forjada en el odio de Hydra.

    Y ellos… habían creado su propia pesadilla.
    ⟬ FLASHBACK ⟭ El cielo estaba gris aquel día en Sokovia. Las nubes pesaban sobre los edificios destruidos y el aire olía a polvo y metal quemado. Para Samantha, era apenas su tercera misión con S.H.I.E.L.D., y aunque había demostrado tener una mente brillante en estrategia y análisis, su falta de experiencia en el campo terminaría por marcar su destino. Habían infiltrado una base de Hydra camuflada como una planta de energía abandonada. El objetivo era claro: recopilar información y salir sin ser detectados. Pero Samantha, confiada en sus habilidades de rastreo digital, se separó del grupo. Una puerta abierta, una señal débil de radio… y un error de juicio. La emboscaron rápido. No hubo tiempo de contraatacar ni de pedir refuerzos. Hydra ya sabía quién era. No por su apellido —que guardaba celosamente—, sino porque era nueva, sin historial especial, sin poderes. Prescindible. La encerraron en una celda de metal y sombras, donde la luz era un privilegio y el tiempo una tortura. Lo siguiente fueron días —o quizás semanas— de interrogatorios brutales. La dejaron colgada de cadenas, golpeada, privada de sueño, con electrodos en su piel y agujas buscando respuestas bajo sus uñas. Le rompieron costillas, la obligaron a ver cómo otros sufrían, intentando quebrarla no solo físicamente, sino también por dentro. Hydra no buscaba información… buscaba control. Cuando no obtuvieron nada útil, decidieron deshacerse de ella de forma más “científica”. Uno de los científicos, con crueldad meticulosa, propuso utilizarla como sujeto de prueba para la exposición al compuesto terrígeno. Un experimento al que ni siquiera sus propios soldados se atrevían a acercarse. Después de todo, si moría, nadie lo lamentaría. Y si por casualidad tenía un gen Inhumano latente, lo más probable era que la niebla misma la matara durante la transformación. Una burla. Un castigo. Una forma elegante de borrarla. La celda fue sellada. Un vapor denso y brillante comenzó a brotar por las rejillas. Samantha gritó, su cuerpo se tensó en espasmos violentos. La niebla la envolvía, la desgarraba por dentro. Sus recuerdos ardían, su piel parecía cristalizarse desde adentro. El dolor era inhumano… y, sin embargo, no murió. Cuando el cristal se rompió desde dentro, los gritos de los soldados resonaron por todo el complejo. La niebla aún no se disipaba, pero entre ella se alzaba una figura distinta. Samantha, ya no del todo humana, con los ojos cargados de energía pura y un resplandor eléctrico bajo su piel, respiraba con dificultad… pero con vida. No sabía lo que era. No sabía lo que podía hacer. Solo sabía que algo dentro de ella había despertado. Algo que ya no podían controlar. Samantha escapó entre el caos, guiada por un instinto feroz. La misión había fracasado, sí… pero había nacido una nueva fuerza. No solo una agente de S.H.I.E.L.D., sino una Inhumana marcada por el sufrimiento, forjada en el odio de Hydra. Y ellos… habían creado su propia pesadilla.
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  • ✎La soledad, para ellos, es una herida que nunca cierra. La arrastran como un peso invisible, como una sombra que se extiende incluso bajo el sol. Se les clava en el pecho en las noches sin nombre, en los días que repiten la misma rutina hasta el hastío. Gimen por compañía, por comprensión, por un amor que los complete. Y sin embargo, no saben estar solos porque tampoco saben estar con ellos mismos.

    Átropos lo observa desde su lugar entre los hilos del destino. Con sus dedos afilados, acaricia la fragilidad de esas vidas que se retuercen por miedo a su propia humanidad. La soledad que a ellos les carcome, a ella le parece hermosa. Porque en ese vacío, en ese temblor del alma desnuda, hay una verdad que ningún ruido logra esconder.

    Le fascina la ansiedad que los domina, esa sed insaciable de poder, de control, de afecto. Quieren ser vistos, amados, recordados… pero huyen de sus reflejos, de sus sombras, de lo que realmente son. Y Átropos, con su mirada antigua, intenta entenderlos. No con ternura, sino con una curiosidad distante, casi arqueológica. ¿Cómo es que una especie tan consciente de su final vive como si fuera eterna?

    Anhelan el amor como si fuera una cura, cuando ni siquiera se han perdonado. Se aferran a vínculos rotos, a promesas vacías, esperando que alguien les enseñe lo que se niegan a aprender: que no hay redención sin autoconocimiento, que no hay paz sin caída. Siguen tropezando con las mismas piedras, vistiéndolas de nombres nuevos. Y cada error los aleja más de sí mismos.

    Ella no los odia. No siente compasión ni desprecio. Solo observa, mientras giran en círculos, llamando destino a su miedo y libertad a su huida. No puede interferir. Solo cortar cuando el tiempo ha sido suficiente, cuando el hilo se ha tensado hasta romperse.

    Y entonces, lo hace. Sin gloria, sin pena. Porque cada final es también una pausa. Porque incluso en el abismo, hay silencio. Y en el silencio, quizá, algo parecido a la verdad.
    ✎La soledad, para ellos, es una herida que nunca cierra. La arrastran como un peso invisible, como una sombra que se extiende incluso bajo el sol. Se les clava en el pecho en las noches sin nombre, en los días que repiten la misma rutina hasta el hastío. Gimen por compañía, por comprensión, por un amor que los complete. Y sin embargo, no saben estar solos porque tampoco saben estar con ellos mismos. Átropos lo observa desde su lugar entre los hilos del destino. Con sus dedos afilados, acaricia la fragilidad de esas vidas que se retuercen por miedo a su propia humanidad. La soledad que a ellos les carcome, a ella le parece hermosa. Porque en ese vacío, en ese temblor del alma desnuda, hay una verdad que ningún ruido logra esconder. Le fascina la ansiedad que los domina, esa sed insaciable de poder, de control, de afecto. Quieren ser vistos, amados, recordados… pero huyen de sus reflejos, de sus sombras, de lo que realmente son. Y Átropos, con su mirada antigua, intenta entenderlos. No con ternura, sino con una curiosidad distante, casi arqueológica. ¿Cómo es que una especie tan consciente de su final vive como si fuera eterna? Anhelan el amor como si fuera una cura, cuando ni siquiera se han perdonado. Se aferran a vínculos rotos, a promesas vacías, esperando que alguien les enseñe lo que se niegan a aprender: que no hay redención sin autoconocimiento, que no hay paz sin caída. Siguen tropezando con las mismas piedras, vistiéndolas de nombres nuevos. Y cada error los aleja más de sí mismos. Ella no los odia. No siente compasión ni desprecio. Solo observa, mientras giran en círculos, llamando destino a su miedo y libertad a su huida. No puede interferir. Solo cortar cuando el tiempo ha sido suficiente, cuando el hilo se ha tensado hasta romperse. Y entonces, lo hace. Sin gloria, sin pena. Porque cada final es también una pausa. Porque incluso en el abismo, hay silencio. Y en el silencio, quizá, algo parecido a la verdad.
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  • John arrastraba la enorme bolsa amarilla por el suelo del almacén, el plástico crujía con cada paso. Dentro, los documentos manchados, una grabadora aún parpadeando en rojo, sobres con nombres falsos y carpetas que olían a secretos viejos. Era el tipo de carga que hablaba más que los cadáveres.

    —Si recojo y me encargo también de estas tonterías… saben que es triple de precio —gruñó, lanzando la bolsa en la parte trasera de su camioneta oxidada.

    Miró a su alrededor, asegurándose de que nadie lo viera. Solo las sombras del callejón lo acompañaban, y el farol intermitente que parecía a punto de morir. Se frotó la nuca y dejó escapar una risa baja, más cansada que molesta.

    La verdad, aunque se quejaba, le gustaba cuando los encargos venían con *extras*. Siempre significaban que alguien estaba desesperado, y la desesperación pagaba bien. Mejor aún si el cliente quería olvidar que esas pruebas alguna vez existieron.

    Cerró la puerta de un golpe y encendió un cigarrillo.

    —Ojalá todos fueran tan descuidados… —murmuró, mientras el humo se mezclaba con el aroma a cloro y sangre aún impregnado en su ropa.

    Puso la camioneta en marcha. Esta noche, el peligro tenía precio. Y él ya sabía cuánto cobrar.
    John arrastraba la enorme bolsa amarilla por el suelo del almacén, el plástico crujía con cada paso. Dentro, los documentos manchados, una grabadora aún parpadeando en rojo, sobres con nombres falsos y carpetas que olían a secretos viejos. Era el tipo de carga que hablaba más que los cadáveres. —Si recojo y me encargo también de estas tonterías… saben que es triple de precio —gruñó, lanzando la bolsa en la parte trasera de su camioneta oxidada. Miró a su alrededor, asegurándose de que nadie lo viera. Solo las sombras del callejón lo acompañaban, y el farol intermitente que parecía a punto de morir. Se frotó la nuca y dejó escapar una risa baja, más cansada que molesta. La verdad, aunque se quejaba, le gustaba cuando los encargos venían con *extras*. Siempre significaban que alguien estaba desesperado, y la desesperación pagaba bien. Mejor aún si el cliente quería olvidar que esas pruebas alguna vez existieron. Cerró la puerta de un golpe y encendió un cigarrillo. —Ojalá todos fueran tan descuidados… —murmuró, mientras el humo se mezclaba con el aroma a cloro y sangre aún impregnado en su ropa. Puso la camioneta en marcha. Esta noche, el peligro tenía precio. Y él ya sabía cuánto cobrar.
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