• ⠀⠀La noche se había adueñado de la ciudad, pero las luces de la iglesia de San Miguel brillaban iluminando la calle en penumbra. Kazuha se detuvo frente a la verja. Era una espectadora silenciosa en un culto ajeno.

    ⠀⠀Desde el interior, llegaba el murmullo de una oración colectiva, un sonido que le erizó la piel. No por devoción, sino por una molesta familiaridad.

    "𝘗𝘢𝘥𝘳𝘦 𝘕𝘶𝘦𝘴𝘵𝘳𝘰, 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘴 𝘦𝘯 𝘭𝘰𝘴 𝘤𝘪𝘦𝘭𝘰𝘴..."

    ⠀⠀Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios. ¿En los cielos? Ella provenía de un linaje que se decía ser descendiente de una entidad que habitaba en los sueños. Aeloria, Guardiana de los Sueños. Una leyenda tan antigua y difusa como el propio concepto de Dios para estos humanos.

    "𝘚𝘢𝘯𝘵𝘪𝘧𝘪𝘤𝘢𝘥𝘰 𝘴𝘦𝘢 𝘵𝘶 𝘯𝘰𝘮𝘣𝘳𝘦..."

    ⠀⠀Ellos tenían su libro sagrado, su Biblia, con reglas escritas en piedra y mandamientos entregados en una montaña. Los Aelorianos tenían un Código de Ética. Un reglamento seco, frío, escrito por un Consejo de Ancianos temerosos que decidieron que el miedo era una buena base para la moral. "No usar el poder para ventaja personal. No alterar el equilibrio mágico en el mundo" Tsk, ¿quién decidió qué era el "equilibrio"? ¿Un puñado de viejos asustados que añoraban los días en que eran venerados como dioses menores?

    "𝘋𝘢𝘯𝘰𝘴 𝘩𝘰𝘺 𝘯𝘶𝘦𝘴𝘵𝘳𝘰 𝘱𝘢𝘯 𝘥𝘦 𝘤𝘢𝘥𝘢 𝘥𝘪𝘢..."

    ⠀⠀Ellos pedían pan. Sus clientes pedían amor, poder, venganza. ¿Era tan distinto? Ambos suplicaban a una fuerza superior para llenar un vacío. La única diferencia era el intermediario. Ellos tenían sacerdotes que prometían una recompensa después de la muerte. Y ella era como una sacerdotisa que cobraba antes de conceder el milagro, y advertía que el cielo podía caerte encima en cualquier momento.

    «Aeloria no nos dió este poder para que lo usaramos, sino para que lo entendieramos". La frase, una de las tantas que le habían repetido hasta el cansancio en su juventud. ¿Entenderlo? ¿Entender el caos? Era como intentar entender un huracán metiéndose en el ojo de la tormenta. ¡Absurdo!. El poder era para usarse. Para sentirlo arder en las venas, para moldear la realidad a voluntad. ¿Acaso no era eso entenderlo verdaderamente? Abrazar su naturaleza depredadora, en lugar de intentar domarla con reglas hipócritas.

    ⠀⠀Un Código de Ética escrito por un puñado de viejos cobardes era su biblia. Y ella era como la serpiente del Edén, prefería ofrecer la manzana del conocimiento prohibido, aunque a cambio de un precio que respnaría en los ecos del alma.

    ⠀⠀Una mariposa roja se materializó y se posó en un barrotes justo frente a su rostro.

    —¿Lo ves? —murmuró, y su voz se perdió en el canto de los feligreces— ellos rezan a un dios que no contesta. Y nosotros... somos los dioses que contestamos. Por eso nos temen más que a su propio dios silente, hmph.

    ⠀⠀Giró sobre sus talones y se alejó de la luz de la iglesia. No había respuestas para ella en ese lugar, solo el eco reconfortante de su propia herejía. Ella era una creyente más fiel que todos ellos. Porque creía en el poder mismo. Y no en las reglas que los hombres, humanos o Aelorianos, inventaban para sentirse menos aterrados de la oscuridad que llevaban dentro.

    ⠀⠀El eco de un "Amén" colectivo la persiguió calle abajo. Ella no necesitaba amén. Tenía el sonido de las mariposas rojas aleteando siempre cerca de ella.
    ⠀⠀La noche se había adueñado de la ciudad, pero las luces de la iglesia de San Miguel brillaban iluminando la calle en penumbra. Kazuha se detuvo frente a la verja. Era una espectadora silenciosa en un culto ajeno. ⠀⠀Desde el interior, llegaba el murmullo de una oración colectiva, un sonido que le erizó la piel. No por devoción, sino por una molesta familiaridad. "𝘗𝘢𝘥𝘳𝘦 𝘕𝘶𝘦𝘴𝘵𝘳𝘰, 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘴 𝘦𝘯 𝘭𝘰𝘴 𝘤𝘪𝘦𝘭𝘰𝘴..." ⠀⠀Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios. ¿En los cielos? Ella provenía de un linaje que se decía ser descendiente de una entidad que habitaba en los sueños. Aeloria, Guardiana de los Sueños. Una leyenda tan antigua y difusa como el propio concepto de Dios para estos humanos. "𝘚𝘢𝘯𝘵𝘪𝘧𝘪𝘤𝘢𝘥𝘰 𝘴𝘦𝘢 𝘵𝘶 𝘯𝘰𝘮𝘣𝘳𝘦..." ⠀⠀Ellos tenían su libro sagrado, su Biblia, con reglas escritas en piedra y mandamientos entregados en una montaña. Los Aelorianos tenían un Código de Ética. Un reglamento seco, frío, escrito por un Consejo de Ancianos temerosos que decidieron que el miedo era una buena base para la moral. "No usar el poder para ventaja personal. No alterar el equilibrio mágico en el mundo" Tsk, ¿quién decidió qué era el "equilibrio"? ¿Un puñado de viejos asustados que añoraban los días en que eran venerados como dioses menores? "𝘋𝘢𝘯𝘰𝘴 𝘩𝘰𝘺 𝘯𝘶𝘦𝘴𝘵𝘳𝘰 𝘱𝘢𝘯 𝘥𝘦 𝘤𝘢𝘥𝘢 𝘥𝘪𝘢..." ⠀⠀Ellos pedían pan. Sus clientes pedían amor, poder, venganza. ¿Era tan distinto? Ambos suplicaban a una fuerza superior para llenar un vacío. La única diferencia era el intermediario. Ellos tenían sacerdotes que prometían una recompensa después de la muerte. Y ella era como una sacerdotisa que cobraba antes de conceder el milagro, y advertía que el cielo podía caerte encima en cualquier momento. «Aeloria no nos dió este poder para que lo usaramos, sino para que lo entendieramos". La frase, una de las tantas que le habían repetido hasta el cansancio en su juventud. ¿Entenderlo? ¿Entender el caos? Era como intentar entender un huracán metiéndose en el ojo de la tormenta. ¡Absurdo!. El poder era para usarse. Para sentirlo arder en las venas, para moldear la realidad a voluntad. ¿Acaso no era eso entenderlo verdaderamente? Abrazar su naturaleza depredadora, en lugar de intentar domarla con reglas hipócritas. ⠀⠀Un Código de Ética escrito por un puñado de viejos cobardes era su biblia. Y ella era como la serpiente del Edén, prefería ofrecer la manzana del conocimiento prohibido, aunque a cambio de un precio que respnaría en los ecos del alma. ⠀⠀Una mariposa roja se materializó y se posó en un barrotes justo frente a su rostro. —¿Lo ves? —murmuró, y su voz se perdió en el canto de los feligreces— ellos rezan a un dios que no contesta. Y nosotros... somos los dioses que contestamos. Por eso nos temen más que a su propio dios silente, hmph. ⠀⠀Giró sobre sus talones y se alejó de la luz de la iglesia. No había respuestas para ella en ese lugar, solo el eco reconfortante de su propia herejía. Ella era una creyente más fiel que todos ellos. Porque creía en el poder mismo. Y no en las reglas que los hombres, humanos o Aelorianos, inventaban para sentirse menos aterrados de la oscuridad que llevaban dentro. ⠀⠀El eco de un "Amén" colectivo la persiguió calle abajo. Ella no necesitaba amén. Tenía el sonido de las mariposas rojas aleteando siempre cerca de ella.
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  • El cielo estaba teñido de un rojo antinatural, la luna parecía un ojo sangriento observando cada rincón del mundo. Las calles estaban desiertas, los murmullos de la ciudad callados.

    La figura del cazador emergía entre sombras y brasas. La gabardina, desgarrada por las batallas pasadas, se agitaba con el viento impregnado de olor a hierro y ceniza. En su espalda, la katana descansaba, y en su rostro su determinación.

    ── La luna roja… para ellos significa festín, para mí, significa cacería. Creen que la noche los hace invencibles, que la oscuridad es su reino. Pero yo también soy parte de esa oscuridad…
    El cielo estaba teñido de un rojo antinatural, la luna parecía un ojo sangriento observando cada rincón del mundo. Las calles estaban desiertas, los murmullos de la ciudad callados. La figura del cazador emergía entre sombras y brasas. La gabardina, desgarrada por las batallas pasadas, se agitaba con el viento impregnado de olor a hierro y ceniza. En su espalda, la katana descansaba, y en su rostro su determinación. ── La luna roja… para ellos significa festín, para mí, significa cacería. Creen que la noche los hace invencibles, que la oscuridad es su reino. Pero yo también soy parte de esa oscuridad…
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  • 𝗣𝗔𝗥𝗔𝗡𝗢𝗫 𝐂𝐎𝐍𝐅𝐄𝐒𝐈𝐎𝐍:

    ─── Caminé entre una multitud de cuerpos y miradas, un océano de rostros desconocidos y fugaces...Tantas caras… y ninguna me decía hacia dónde ir. Mis pasos eran errantes, perdidos entre tantos...

    Fue solo cuando la soledad me abrazó...

    Cuando el murmullo se apagó y quedé frente a mi propio silencio... que el sendero se reveló.

    Un camino que nacía justo en el instante en que el sol, herido en su cenit, comenzaba a desangrarse sobre el horizonte, tiñendo el cielo de colores rojos y naranjas...

    Y en ese instante… supe que podía seguirlo.

    A veces en la soledad hallas el camino.──────
    𝗣𝗔𝗥𝗔𝗡𝗢𝗫 𝐂𝐎𝐍𝐅𝐄𝐒𝐈𝐎𝐍: ─── Caminé entre una multitud de cuerpos y miradas, un océano de rostros desconocidos y fugaces...Tantas caras… y ninguna me decía hacia dónde ir. Mis pasos eran errantes, perdidos entre tantos... Fue solo cuando la soledad me abrazó... Cuando el murmullo se apagó y quedé frente a mi propio silencio... que el sendero se reveló. 🍁Un camino que nacía justo en el instante en que el sol, herido en su cenit, comenzaba a desangrarse sobre el horizonte, tiñendo el cielo de colores rojos y naranjas... Y en ese instante… supe que podía seguirlo. A veces en la soledad hallas el camino.──────
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  • Día de ventas
    Fandom Oc, cualquiera
    Categoría Slice of Life
    El tintinear de las llaves sonó al abrir la puerta, dejando que el aire fresco de la mañana se colara en la tienda. Al encender las luces, los maniquíes quedaron iluminados, mostrando las prendas perfectamente colocadas desde el día anterior. Caminó despacio por los pasillos, pasando la mano por la ropa, acomodando un par de camisas que habían quedado torcidas y sacudiendo con cuidado una blusa clara que resaltaba en el estante central.

    Se agachó para ajustar la base del perchero cercano a la vidriera y colocó un par de chaquetas nuevas en exhibición, asegurándose de que quedaran bien visibles desde afuera. Después de revisar el mostrador, dejó el bolso en su sitio y acomodó las bolsas de papel dobladas, listas para cuando llegaran los primeros clientes.

    Un vistazo rápido hacia la calle le mostró cómo la ciudad empezaba a despertar: pasos apresurados, murmullos y el aroma del café cercano que se colaba por la rendija de la puerta. Con un movimiento firme giró el cartel hasta que se leyó claramente “Abierto”, dejando escapar un suspiro tranquilo antes de ponerse detrás del mostrador, preparado para recibir el primer cliente del día.

    El tintinear de las llaves sonó al abrir la puerta, dejando que el aire fresco de la mañana se colara en la tienda. Al encender las luces, los maniquíes quedaron iluminados, mostrando las prendas perfectamente colocadas desde el día anterior. Caminó despacio por los pasillos, pasando la mano por la ropa, acomodando un par de camisas que habían quedado torcidas y sacudiendo con cuidado una blusa clara que resaltaba en el estante central. Se agachó para ajustar la base del perchero cercano a la vidriera y colocó un par de chaquetas nuevas en exhibición, asegurándose de que quedaran bien visibles desde afuera. Después de revisar el mostrador, dejó el bolso en su sitio y acomodó las bolsas de papel dobladas, listas para cuando llegaran los primeros clientes. Un vistazo rápido hacia la calle le mostró cómo la ciudad empezaba a despertar: pasos apresurados, murmullos y el aroma del café cercano que se colaba por la rendija de la puerta. Con un movimiento firme giró el cartel hasta que se leyó claramente “Abierto”, dejando escapar un suspiro tranquilo antes de ponerse detrás del mostrador, preparado para recibir el primer cliente del día.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    30
    Estado
    Disponible
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  • ════════════════════
    HOGWARTS
    ════════════════════
    [Nota. Cada Starter es un nuevo mundo. Leer ficha.]
    Hogwarts. Era una época distinta, el castillo aún no había conocido la sombra de Voldemort, pero los ecos de antiguas rebeliones de duendes, brujos caídos en el olvido y pactos quebrados pesaban en sus cimientos. Para los alumnos, seguía siendo refugio impenetrable; para los sabios, un tablero donde el equilibrio del mundo mágico se sostenía con frágil delicadeza.

    A lo lejos, una figura solitaria avanzaba por el viejo sendero de piedra. El manto negro rozaba el suelo con un murmullo grave, y el broche en forma de media luna centelleaba bajo la penumbra del crepúsculo. A su costado, el brillo acerado de una espada destacaba como un desafío, un arma que no pertenecía al mundo de varitas y grimorios.

    Se detuvo frente a los portones. Los muros, erguidos y solemnes, parecieron reconocerla. Sus ojos grises recorrieron la piedra, como quien contempla recuerdos que nadie más podría entender. Un instante de silencio pesó sobre ella, hasta que, con voz grave y controlada, habló:

    —Así que… Hogwarts. No esperaba volver a ver estas piedras.
    ════════════════════ HOGWARTS ════════════════════ [Nota. Cada Starter es un nuevo mundo. Leer ficha.] Hogwarts. Era una época distinta, el castillo aún no había conocido la sombra de Voldemort, pero los ecos de antiguas rebeliones de duendes, brujos caídos en el olvido y pactos quebrados pesaban en sus cimientos. Para los alumnos, seguía siendo refugio impenetrable; para los sabios, un tablero donde el equilibrio del mundo mágico se sostenía con frágil delicadeza. A lo lejos, una figura solitaria avanzaba por el viejo sendero de piedra. El manto negro rozaba el suelo con un murmullo grave, y el broche en forma de media luna centelleaba bajo la penumbra del crepúsculo. A su costado, el brillo acerado de una espada destacaba como un desafío, un arma que no pertenecía al mundo de varitas y grimorios. Se detuvo frente a los portones. Los muros, erguidos y solemnes, parecieron reconocerla. Sus ojos grises recorrieron la piedra, como quien contempla recuerdos que nadie más podría entender. Un instante de silencio pesó sobre ella, hasta que, con voz grave y controlada, habló: —Así que… Hogwarts. No esperaba volver a ver estas piedras.
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  • La ciudad vibraba bajo un cielo que nunca descansaba: neón, faroles parpadeantes y la constante marea de sonidos humanos llenaban el aire con un ritmo extraño para alguien acostumbrada al silencio eterno de su mansión. Yūrei Veyrith caminaba entre la multitud, pero sus pasos eran apenas un susurro, como si la tierra misma la reconociera y la dejara pasar. Sus ojos plateados recorrían cada detalle: escaparates iluminados, callejones oscuros, los reflejos del asfalto mojado que parecía contener un mundo paralelo en cada charco.

    Un aroma desconocido la detuvo: una mezcla de especias, dulzor y calor que despertó una curiosidad que hacía siglos no sentía. Siguiendo el olor, llegó a un pequeño puesto callejero donde un humano apresurado servía comida. Yūrei se inclinó ligeramente, observando cómo el vapor ascendía en espirales casi mágicas. Sus dedos rozaron la superficie de la mesa, y por un instante, se permitió sonreír ante la simpleza de la vida humana, que para ella era un misterio tan fascinante como cualquier otro plano de existencia.

    De repente, un grito cortó el murmullo de la ciudad: un hombre corría, perseguido por algo que Yūrei percibió antes de que la mayoría pudiera notar. Una sombra amorfa con ojos rojos brillantes se movía entre la multitud, tomando la forma de miedo y confusión. Sus sentidos ancestrales reconocieron la amenaza: un yokai errante, extraviado en el mundo humano, incapaz de contener su hambre por la energía del miedo.

    Sin dudar, Yūrei se movió con la gracia de siglos de experiencia. Su cabello plateado se movió como un halo etéreo, y una luz tenue surgió de sus manos, trazando un patrón de contención en el aire. La sombra se detuvo, y un silencio momentáneo se apoderó de la calle. Sus ojos se fijaron en el yokai, y con un gesto casi ceremonial, lo guió de vuelta a su plano, disolviendo su forma oscura en un resplandor azul. El hombre que había estado huyendo quedó confundido, seguro, creyendo que todo había sido producto de su imaginación.

    Yūrei continuó caminando, como si nada hubiera ocurrido, mezclándose con los transeúntes. Cada calle, cada luz y cada olor eran una lección: la ciudad humana estaba viva, y ella estaba allí para aprender, explorar y, cuando fuera necesario, intervenir desde las sombras. Sus pasos la llevaron a un callejón angosto, donde la oscuridad parecía más densa. Un graffiti brillante en la pared atrajo su atención; no era arte común, sino un símbolo que resonaba con energías sobrenaturales. Sus dedos rozaron la pintura, y por un instante, visiones fugaces de antiguos rituales y secretos olvidados cruzaron su mente.

    La noche avanzaba y Yūrei sabía que cada esquina de la ciudad guardaba secretos que los humanos jamás entenderían. Criaturas errantes, energías perdidas, pequeños milagros ocultos… todo coexistía con la rutina humana, y ella estaba allí para descubrirlo, protegerlo y, quizá, guiarlo. Con cada paso, la madre de lo imposible caminaba entre mundos, recordando que aunque perteneciera a todos y a ninguno, podía encontrar pequeñas certezas en lo cotidiano: un aroma desconocido, un callejón misterioso, un simple acto de bondad humana, y la satisfacción silenciosa de mantener el equilibrio entre lo visible y lo invisible.
    La ciudad vibraba bajo un cielo que nunca descansaba: neón, faroles parpadeantes y la constante marea de sonidos humanos llenaban el aire con un ritmo extraño para alguien acostumbrada al silencio eterno de su mansión. Yūrei Veyrith caminaba entre la multitud, pero sus pasos eran apenas un susurro, como si la tierra misma la reconociera y la dejara pasar. Sus ojos plateados recorrían cada detalle: escaparates iluminados, callejones oscuros, los reflejos del asfalto mojado que parecía contener un mundo paralelo en cada charco. Un aroma desconocido la detuvo: una mezcla de especias, dulzor y calor que despertó una curiosidad que hacía siglos no sentía. Siguiendo el olor, llegó a un pequeño puesto callejero donde un humano apresurado servía comida. Yūrei se inclinó ligeramente, observando cómo el vapor ascendía en espirales casi mágicas. Sus dedos rozaron la superficie de la mesa, y por un instante, se permitió sonreír ante la simpleza de la vida humana, que para ella era un misterio tan fascinante como cualquier otro plano de existencia. De repente, un grito cortó el murmullo de la ciudad: un hombre corría, perseguido por algo que Yūrei percibió antes de que la mayoría pudiera notar. Una sombra amorfa con ojos rojos brillantes se movía entre la multitud, tomando la forma de miedo y confusión. Sus sentidos ancestrales reconocieron la amenaza: un yokai errante, extraviado en el mundo humano, incapaz de contener su hambre por la energía del miedo. Sin dudar, Yūrei se movió con la gracia de siglos de experiencia. Su cabello plateado se movió como un halo etéreo, y una luz tenue surgió de sus manos, trazando un patrón de contención en el aire. La sombra se detuvo, y un silencio momentáneo se apoderó de la calle. Sus ojos se fijaron en el yokai, y con un gesto casi ceremonial, lo guió de vuelta a su plano, disolviendo su forma oscura en un resplandor azul. El hombre que había estado huyendo quedó confundido, seguro, creyendo que todo había sido producto de su imaginación. Yūrei continuó caminando, como si nada hubiera ocurrido, mezclándose con los transeúntes. Cada calle, cada luz y cada olor eran una lección: la ciudad humana estaba viva, y ella estaba allí para aprender, explorar y, cuando fuera necesario, intervenir desde las sombras. Sus pasos la llevaron a un callejón angosto, donde la oscuridad parecía más densa. Un graffiti brillante en la pared atrajo su atención; no era arte común, sino un símbolo que resonaba con energías sobrenaturales. Sus dedos rozaron la pintura, y por un instante, visiones fugaces de antiguos rituales y secretos olvidados cruzaron su mente. La noche avanzaba y Yūrei sabía que cada esquina de la ciudad guardaba secretos que los humanos jamás entenderían. Criaturas errantes, energías perdidas, pequeños milagros ocultos… todo coexistía con la rutina humana, y ella estaba allí para descubrirlo, protegerlo y, quizá, guiarlo. Con cada paso, la madre de lo imposible caminaba entre mundos, recordando que aunque perteneciera a todos y a ninguno, podía encontrar pequeñas certezas en lo cotidiano: un aroma desconocido, un callejón misterioso, un simple acto de bondad humana, y la satisfacción silenciosa de mantener el equilibrio entre lo visible y lo invisible.
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  • La noche había caído como un velo denso sobre la aldea, ocultando los caminos bajo la neblina espesa del otoño. Las hojas secas crujían con el viento, pero sobre los techos, no había sonido alguno. Solo una figura quieta, imponente, inmóvil como una estatua esculpida en la oscuridad.

    𝘼𝙠𝙖𝙯𝙖.

    De pie sobre las tejas inclinadas de una vieja casa de madera, observaba en silencio. Su mirada, dorada y penetrante, recorría las calles con una atención depredadora, como si el más leve susurro del aire pudiera delatar una presencia digna de su interés. No era la curiosidad lo que lo movía. Era la búsqueda.

    El silencio lo envolvía, pero no era ajeno al murmullo lejano del miedo humano, ni al rastro tenue del olor a sangre que a veces flotaba en el aire. La noche para él no era un velo, sino un campo de caza perfecto.

    Sus tatuajes brillaban apenas con el reflejo de la luna, y cada músculo de su cuerpo estaba en reposo, pero tenso, como la cuerda de un arco lista para romperse. No necesitaba moverse para ser peligroso. Su sola presencia pesaba.
    La noche había caído como un velo denso sobre la aldea, ocultando los caminos bajo la neblina espesa del otoño. Las hojas secas crujían con el viento, pero sobre los techos, no había sonido alguno. Solo una figura quieta, imponente, inmóvil como una estatua esculpida en la oscuridad. 𝘼𝙠𝙖𝙯𝙖. De pie sobre las tejas inclinadas de una vieja casa de madera, observaba en silencio. Su mirada, dorada y penetrante, recorría las calles con una atención depredadora, como si el más leve susurro del aire pudiera delatar una presencia digna de su interés. No era la curiosidad lo que lo movía. Era la búsqueda. El silencio lo envolvía, pero no era ajeno al murmullo lejano del miedo humano, ni al rastro tenue del olor a sangre que a veces flotaba en el aire. La noche para él no era un velo, sino un campo de caza perfecto. Sus tatuajes brillaban apenas con el reflejo de la luna, y cada músculo de su cuerpo estaba en reposo, pero tenso, como la cuerda de un arco lista para romperse. No necesitaba moverse para ser peligroso. Su sola presencia pesaba.
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  • La puerta de la pequeña cafetería se abrió con un leve tintineo, y Yūrei Veyrith cruzó el umbral como quien pisa un terreno desconocido y fascinante a la vez. Sus cabellos plateados brillaban tenuemente bajo la luz cálida del local, y sus ojos, que guardaban constelaciones apagadas, recorrían cada rincón con una mezcla de curiosidad y cautela. Por siglos había habitado entre mundos que los humanos no podían imaginar, y la vida cotidiana de ellos, con sus aromas, colores y sabores, era un misterio recién descubierto.

    El olor a café recién molido y pan horneado despertó algo en ella que hacía mucho tiempo no sentía: interés genuino. Se acercó al mostrador, moviéndose con la elegancia silenciosa que caracterizaba cada uno de sus pasos. Observó los pasteles, los bollos y los pequeños dulces dispuestos cuidadosamente, como si cada uno guardara un secreto del mundo humano. Tomó uno con delicadeza, apenas rozándolo con sus dedos largos y finos, y lo llevó a sus labios.

    —Entonces… esto es dulce —susurró para sí misma, más para confirmar que era real que por curiosidad. Su voz era suave, etérea, y resonaba con la calma de alguien que ha vivido siglos, pero que aún puede sorprenderse. El primer bocado fue ligero, y sus ojos se iluminaron con una chispa de algo casi infantil: fascinación. Nunca había necesitado sabores simples como este; en su mundo, la esencia de la vida no venía envuelta en azúcar o harina, sino en energías, rituales y secretos que solo los seres sobrenaturales podían percibir.

    Se sentó junto a la ventana, dejando que la luz de la tarde acariciara su rostro. Cada detalle del lugar, desde los murmullos de los clientes hasta la manera en que el vapor del café se elevaba en espirales, parecía nuevo y maravilloso. Por un momento, la eternidad que cargaba en su ser se diluyó frente a un simple bocado y un sorbo de té, y la mujer que caminaba entre mundos se permitió sentir algo tan humano como el placer de una comida.

    Yūrei sonrió apenas, una curva de labios que no necesitaba palabras para transmitir todo lo que sentía: curiosidad, sorpresa y una leve satisfacción. En ese instante, la eternidad se mezclaba con la cotidianidad, y ella, madre de lo imposible, se encontraba aprendiendo de algo tan sencillo que la hacía sentir… viva.
    La puerta de la pequeña cafetería se abrió con un leve tintineo, y Yūrei Veyrith cruzó el umbral como quien pisa un terreno desconocido y fascinante a la vez. Sus cabellos plateados brillaban tenuemente bajo la luz cálida del local, y sus ojos, que guardaban constelaciones apagadas, recorrían cada rincón con una mezcla de curiosidad y cautela. Por siglos había habitado entre mundos que los humanos no podían imaginar, y la vida cotidiana de ellos, con sus aromas, colores y sabores, era un misterio recién descubierto. El olor a café recién molido y pan horneado despertó algo en ella que hacía mucho tiempo no sentía: interés genuino. Se acercó al mostrador, moviéndose con la elegancia silenciosa que caracterizaba cada uno de sus pasos. Observó los pasteles, los bollos y los pequeños dulces dispuestos cuidadosamente, como si cada uno guardara un secreto del mundo humano. Tomó uno con delicadeza, apenas rozándolo con sus dedos largos y finos, y lo llevó a sus labios. —Entonces… esto es dulce —susurró para sí misma, más para confirmar que era real que por curiosidad. Su voz era suave, etérea, y resonaba con la calma de alguien que ha vivido siglos, pero que aún puede sorprenderse. El primer bocado fue ligero, y sus ojos se iluminaron con una chispa de algo casi infantil: fascinación. Nunca había necesitado sabores simples como este; en su mundo, la esencia de la vida no venía envuelta en azúcar o harina, sino en energías, rituales y secretos que solo los seres sobrenaturales podían percibir. Se sentó junto a la ventana, dejando que la luz de la tarde acariciara su rostro. Cada detalle del lugar, desde los murmullos de los clientes hasta la manera en que el vapor del café se elevaba en espirales, parecía nuevo y maravilloso. Por un momento, la eternidad que cargaba en su ser se diluyó frente a un simple bocado y un sorbo de té, y la mujer que caminaba entre mundos se permitió sentir algo tan humano como el placer de una comida. Yūrei sonrió apenas, una curva de labios que no necesitaba palabras para transmitir todo lo que sentía: curiosidad, sorpresa y una leve satisfacción. En ese instante, la eternidad se mezclaba con la cotidianidad, y ella, madre de lo imposible, se encontraba aprendiendo de algo tan sencillo que la hacía sentir… viva.
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  • Cada flash de las cámaras parecía cegarlo un poco más, sin importar a dónde mirara. En realidad, no era algo que le molestaba. De hecho, amaba ser el centro de atención y que los flashes lo inundaran, pero no en ese momento. No con tantas estupideces por preguntas.

    —Jack, ¿acaso no te interesa el poner las personas a salvo?

    —¿No puedes controlar tus poderes?

    —¿Por qué los civiles deben sufrir las consecuencias de tus actos egoístas?

    Y así, un sinfín de preguntas más. Desde hacía varios minutos atrás el rubio se había cansado de escucharlos. Era tan fácil como hacer que se desintegren en ese mismo instante. Solo así iba a conseguir silencio.

    Inhaló profundo, con sus dedos entrelazados, manos encima de la mesa en frente de donde estaba sentado.

    —No los entiendo. ¿A qué vienen esas quejas? —trató de sonar calmado, fallando un poco en el intento— Déjenme preguntarles algo: ¿quieren un trabajo rápido para acabar con la amenaza mayor o quieren que actúe de manera delicada, calculando cada acción, y que se junten cadáveres mientras tanto? No pueden ser ambas cosas. Elijan una.

    Su hablar directo dejó solo pequeños murmullos alrededor, él sonrió satisfecho.

    —Es lo que creí.

    Esas palabras empezaron a repetirse por toda radio y televisión como disco rayado. Tal vez no fue el mejor movimiento, pero no iba a dejar que menospreciaran su trabajo cuando deberían estar agradeciéndole. Por algo ellos dependían de los Supers y no al revés.
    Cada flash de las cámaras parecía cegarlo un poco más, sin importar a dónde mirara. En realidad, no era algo que le molestaba. De hecho, amaba ser el centro de atención y que los flashes lo inundaran, pero no en ese momento. No con tantas estupideces por preguntas. —Jack, ¿acaso no te interesa el poner las personas a salvo? —¿No puedes controlar tus poderes? —¿Por qué los civiles deben sufrir las consecuencias de tus actos egoístas? Y así, un sinfín de preguntas más. Desde hacía varios minutos atrás el rubio se había cansado de escucharlos. Era tan fácil como hacer que se desintegren en ese mismo instante. Solo así iba a conseguir silencio. Inhaló profundo, con sus dedos entrelazados, manos encima de la mesa en frente de donde estaba sentado. —No los entiendo. ¿A qué vienen esas quejas? —trató de sonar calmado, fallando un poco en el intento— Déjenme preguntarles algo: ¿quieren un trabajo rápido para acabar con la amenaza mayor o quieren que actúe de manera delicada, calculando cada acción, y que se junten cadáveres mientras tanto? No pueden ser ambas cosas. Elijan una. Su hablar directo dejó solo pequeños murmullos alrededor, él sonrió satisfecho. —Es lo que creí. Esas palabras empezaron a repetirse por toda radio y televisión como disco rayado. Tal vez no fue el mejor movimiento, pero no iba a dejar que menospreciaran su trabajo cuando deberían estar agradeciéndole. Por algo ellos dependían de los Supers y no al revés.
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  • Tokio lo recibía con un torbellino de luces y murmullos. Una ciudad que nunca dormía, que lo devoraba todo, pero que al mismo tiempo le ofrecía un silencio extraño en los rincones donde nadie miraba. Viktor había aprendido a leer esos silencios, y era precisamente en ellos donde ahora estaba construyendo lo suyo: un restaurante que no era simplemente un negocio, sino una declaración personal.

    El edificio era discreto, una fachada tradicional que podía pasar desapercibida entre cientos de locales, pero por dentro se estaba transformando. Tablas de madera pulida, paredes reforzadas y un salón que empezaba a tomar forma. Mientras caminaba entre andamios y polvo de cemento, Viktor se detuvo en el centro, observando el espacio vacío como si ya pudiera verlo terminado. Lo imaginaba lleno de luz cálida, aromas intensos y voces mezcladas en un murmullo sofisticado. Pero sobre todo, lo imaginaba como suyo.

    Ayudar a Noah siempre había sido parte de su vida; lo hacía con convicción, aunque eso significara poner sus propios planes en pausa. Pero esta vez era diferente. Esta vez, Viktor necesitaba algo que no estuviera ligado al peso de los Veyrith, algo que no fuera sombra de nadie. Este restaurante era su forma de dejar una huella, de demostrarse —quizá más a sí mismo que a los demás— que podía levantar algo con sus propias manos.

    Apoyó una mano en la madera áspera de una de las columnas, cerrando los ojos unos segundos. Recordó los años en los que había sido solo un jugador más en el tablero de otros, cumpliendo órdenes, cargando con expectativas que nunca había pedido. Ese eco aún lo seguía, pero aquí… aquí había una oportunidad distinta. El restaurante no sería solo una pantalla para sus negocios; sería un refugio, un lugar que hablaría de él sin necesidad de palabras.

    En el despacho improvisado del segundo piso, desplegó los planos sobre la mesa. Con un cigarro encendido en los labios, trazaba con el dedo las líneas de los pasillos, de las habitaciones privadas, de la cocina que quería perfecta hasta en el último detalle. Había elegido chefs que no solo fueran talentosos, sino que transmitieran en cada plato una identidad. No buscaba simpleza; buscaba arte, precisión y alma.

    Sabía que pronto volvería a sumergirse en los asuntos de Noah, y no dudaba en hacerlo. Pero mientras tanto, cada decisión que tomaba sobre ese restaurante lo acercaba más a algo que sentía suyo. Por primera vez en mucho tiempo, se permitía imaginar un futuro donde no solo sobrevivía a base de cálculos y estrategias, sino donde podía sentarse en ese mismo salón, copa en mano, y sentirse dueño de su propio destino.

    La conclusión le resultaba tan inevitable como inquietante: en una ciudad que tragaba imperios y olvidaba nombres, Viktor estaba decidido a dejar el suyo grabado. Y lo haría no con gritos, sino con un lugar donde cada persona que cruzara la puerta sentiría que estaba entrando en su mundo.
    Tokio lo recibía con un torbellino de luces y murmullos. Una ciudad que nunca dormía, que lo devoraba todo, pero que al mismo tiempo le ofrecía un silencio extraño en los rincones donde nadie miraba. Viktor había aprendido a leer esos silencios, y era precisamente en ellos donde ahora estaba construyendo lo suyo: un restaurante que no era simplemente un negocio, sino una declaración personal. El edificio era discreto, una fachada tradicional que podía pasar desapercibida entre cientos de locales, pero por dentro se estaba transformando. Tablas de madera pulida, paredes reforzadas y un salón que empezaba a tomar forma. Mientras caminaba entre andamios y polvo de cemento, Viktor se detuvo en el centro, observando el espacio vacío como si ya pudiera verlo terminado. Lo imaginaba lleno de luz cálida, aromas intensos y voces mezcladas en un murmullo sofisticado. Pero sobre todo, lo imaginaba como suyo. Ayudar a Noah siempre había sido parte de su vida; lo hacía con convicción, aunque eso significara poner sus propios planes en pausa. Pero esta vez era diferente. Esta vez, Viktor necesitaba algo que no estuviera ligado al peso de los Veyrith, algo que no fuera sombra de nadie. Este restaurante era su forma de dejar una huella, de demostrarse —quizá más a sí mismo que a los demás— que podía levantar algo con sus propias manos. Apoyó una mano en la madera áspera de una de las columnas, cerrando los ojos unos segundos. Recordó los años en los que había sido solo un jugador más en el tablero de otros, cumpliendo órdenes, cargando con expectativas que nunca había pedido. Ese eco aún lo seguía, pero aquí… aquí había una oportunidad distinta. El restaurante no sería solo una pantalla para sus negocios; sería un refugio, un lugar que hablaría de él sin necesidad de palabras. En el despacho improvisado del segundo piso, desplegó los planos sobre la mesa. Con un cigarro encendido en los labios, trazaba con el dedo las líneas de los pasillos, de las habitaciones privadas, de la cocina que quería perfecta hasta en el último detalle. Había elegido chefs que no solo fueran talentosos, sino que transmitieran en cada plato una identidad. No buscaba simpleza; buscaba arte, precisión y alma. Sabía que pronto volvería a sumergirse en los asuntos de Noah, y no dudaba en hacerlo. Pero mientras tanto, cada decisión que tomaba sobre ese restaurante lo acercaba más a algo que sentía suyo. Por primera vez en mucho tiempo, se permitía imaginar un futuro donde no solo sobrevivía a base de cálculos y estrategias, sino donde podía sentarse en ese mismo salón, copa en mano, y sentirse dueño de su propio destino. La conclusión le resultaba tan inevitable como inquietante: en una ciudad que tragaba imperios y olvidaba nombres, Viktor estaba decidido a dejar el suyo grabado. Y lo haría no con gritos, sino con un lugar donde cada persona que cruzara la puerta sentiría que estaba entrando en su mundo.
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