• -El sol caía a plomo sobre la avenida principal, y el resplandor del mediodía se colaba por los amplios ventanales del Bar Lysandra, derramando destellos dorados sobre el mármol pulido de las mesas y el brillo oscuro de las botellas alineadas tras la barra. El aire olía a espresso recién molido, a madera encerada y a un leve toque de cítricos que provenía de las flores colocadas junto a la caja registradora. Zareth estaba de pie tras el mostrador, con las mangas de su camisa negra arremangadas hasta los codos y un delantal de lino que marcaba su silueta alta y elegante. Sus movimientos eran precisos, casi meticulosos, mientras secaba una copa con un paño blanco y la sostenía a contraluz, buscando imperfecciones como si fuera un ritual.-

    —La perfección no existe, Zareth. —La voz burlona de Ari, su compañera de trabajo, rompió la calma del lugar. Era una joven de cabello cobrizo y ojos traviesos, que mezclaba tragos con una soltura envidiable—. Aunque si seguís buscando, vas a terminar puliendo el vidrio hasta hacerlo desaparecer.

    —Si algo lleva mi nombre, no puede tener manchas —respondió con suavidad, sin apartar la vista del cristal. Su tono no era arrogante, sino tranquilo, cargado de esa clase de disciplina que solo los que amaban el detalle poseían.

    —Y ahí está el perfeccionista de nuevo —rió Theo, el otro camarero, mientras apoyaba una bandeja sobre el mostrador y se desabrochaba un botón del cuello—. No entiendo cómo podés mantenerte tan serio en un lugar donde todo el mundo viene a olvidar las formalidades.

    -Zareth levantó la mirada hacia él con una media sonrisa apenas perceptible. Su expresión solía parecer fría, pero en sus ojos había algo que desarmaba: una calma profunda, una quietud que no era de este mundo. Dejó la copa sobre el estante y se apoyó ligeramente contra la barra, observando cómo el reflejo del sol convertía el polvo suspendido en diminutos puntos de luz dorada.-

    —Alguien tiene que mantener el orden mientras los demás disfrutan del caos. —Su voz era baja, grave, pero extrañamente reconfortante.

    —¿Orden? En un bar como este… —Ari giró la coctelera con una sonrisa—. No sé si eso existe.

    -El murmullo de la calle entraba cada vez que la puerta se abría, mezclándose con el tintinear de las tazas y el sonido distante del molinillo de café. Afuera, la vida era rápida, bulliciosa; adentro, el mundo parecía más lento, contenido, como si el tiempo se rehusara a avanzar mientras Zareth estuviera allí. Él ajustó una botella, enderezó un menú, y luego alzó la vista hacia el reloj de pared.-

    —Van a empezar a llegar los habituales —murmuró—. Hoy tengo el presentimiento de que alguien nuevo también vendrá.

    —¿Otra de tus corazonadas? —preguntó Theo, arqueando una ceja.

    —No. —Zareth dejó una pausa, observando la luz del mediodía colarse por los cristales—. Algo distinto. Como si el aire lo estuviera anunciando.

    -Y entonces, justo cuando terminó la frase, el sonido suave de la campanilla sobre la puerta resonó por todo el lugar, arrastrando una brisa cálida y el aroma de algo desconocido.-
    -El sol caía a plomo sobre la avenida principal, y el resplandor del mediodía se colaba por los amplios ventanales del Bar Lysandra, derramando destellos dorados sobre el mármol pulido de las mesas y el brillo oscuro de las botellas alineadas tras la barra. El aire olía a espresso recién molido, a madera encerada y a un leve toque de cítricos que provenía de las flores colocadas junto a la caja registradora. Zareth estaba de pie tras el mostrador, con las mangas de su camisa negra arremangadas hasta los codos y un delantal de lino que marcaba su silueta alta y elegante. Sus movimientos eran precisos, casi meticulosos, mientras secaba una copa con un paño blanco y la sostenía a contraluz, buscando imperfecciones como si fuera un ritual.- —La perfección no existe, Zareth. —La voz burlona de Ari, su compañera de trabajo, rompió la calma del lugar. Era una joven de cabello cobrizo y ojos traviesos, que mezclaba tragos con una soltura envidiable—. Aunque si seguís buscando, vas a terminar puliendo el vidrio hasta hacerlo desaparecer. —Si algo lleva mi nombre, no puede tener manchas —respondió con suavidad, sin apartar la vista del cristal. Su tono no era arrogante, sino tranquilo, cargado de esa clase de disciplina que solo los que amaban el detalle poseían. —Y ahí está el perfeccionista de nuevo —rió Theo, el otro camarero, mientras apoyaba una bandeja sobre el mostrador y se desabrochaba un botón del cuello—. No entiendo cómo podés mantenerte tan serio en un lugar donde todo el mundo viene a olvidar las formalidades. -Zareth levantó la mirada hacia él con una media sonrisa apenas perceptible. Su expresión solía parecer fría, pero en sus ojos había algo que desarmaba: una calma profunda, una quietud que no era de este mundo. Dejó la copa sobre el estante y se apoyó ligeramente contra la barra, observando cómo el reflejo del sol convertía el polvo suspendido en diminutos puntos de luz dorada.- —Alguien tiene que mantener el orden mientras los demás disfrutan del caos. —Su voz era baja, grave, pero extrañamente reconfortante. —¿Orden? En un bar como este… —Ari giró la coctelera con una sonrisa—. No sé si eso existe. -El murmullo de la calle entraba cada vez que la puerta se abría, mezclándose con el tintinear de las tazas y el sonido distante del molinillo de café. Afuera, la vida era rápida, bulliciosa; adentro, el mundo parecía más lento, contenido, como si el tiempo se rehusara a avanzar mientras Zareth estuviera allí. Él ajustó una botella, enderezó un menú, y luego alzó la vista hacia el reloj de pared.- —Van a empezar a llegar los habituales —murmuró—. Hoy tengo el presentimiento de que alguien nuevo también vendrá. —¿Otra de tus corazonadas? —preguntó Theo, arqueando una ceja. —No. —Zareth dejó una pausa, observando la luz del mediodía colarse por los cristales—. Algo distinto. Como si el aire lo estuviera anunciando. -Y entonces, justo cuando terminó la frase, el sonido suave de la campanilla sobre la puerta resonó por todo el lugar, arrastrando una brisa cálida y el aroma de algo desconocido.-
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  • Encuentro a orillas del Lago
    Fandom Varios
    Categoría Fantasía
    El bosque estaba en silencio.
    Solo el murmullo del viento entre las hojas y el leve crujir de la tierra bajo mis garras rompían la quietud. La luna colgaba alta, filtrando su luz plateada entre las ramas, dibujando sombras que se movían con cada respiración del bosque.

    Tenía hambre.
    Podía sentir el vacío quemando en mi estómago y el pulso acelerado de la presa más cercana, débil, distante... insuficiente. Necesitaba algo más grande, algo que saciara el instinto que rugía en mi interior desde hacía horas.

    Mis alas se abrieron apenas, dejando escapar un susurro áspero entre las membranas al rozar el aire húmedo. La cola se movía lentamente detrás de mí, equilibrando mi paso mientras avanzaba hacia el claro donde el olor del agua era más fuerte. Tal vez un ciervo bajaría al lago.

    La superficie del agua reflejaba el brillo esmeralda de mis ojos cuando me incliné sobre la orilla. Pude ver mis propios rasgos distorsionados: las escamas rojizas en mis brazos, los cuernos que enmarcaban mi cabeza, y la respiración que levantaba leves ondas sobre el agua.

    Y entonces, algo cambió.
    En la distancia, un sonido distinto, un corazón humano, vibrante, vivo, atravesó el aire.
    El bosque estaba en silencio. Solo el murmullo del viento entre las hojas y el leve crujir de la tierra bajo mis garras rompían la quietud. La luna colgaba alta, filtrando su luz plateada entre las ramas, dibujando sombras que se movían con cada respiración del bosque. Tenía hambre. Podía sentir el vacío quemando en mi estómago y el pulso acelerado de la presa más cercana, débil, distante... insuficiente. Necesitaba algo más grande, algo que saciara el instinto que rugía en mi interior desde hacía horas. Mis alas se abrieron apenas, dejando escapar un susurro áspero entre las membranas al rozar el aire húmedo. La cola se movía lentamente detrás de mí, equilibrando mi paso mientras avanzaba hacia el claro donde el olor del agua era más fuerte. Tal vez un ciervo bajaría al lago. La superficie del agua reflejaba el brillo esmeralda de mis ojos cuando me incliné sobre la orilla. Pude ver mis propios rasgos distorsionados: las escamas rojizas en mis brazos, los cuernos que enmarcaban mi cabeza, y la respiración que levantaba leves ondas sobre el agua. Y entonces, algo cambió. En la distancia, un sonido distinto, un corazón humano, vibrante, vivo, atravesó el aire.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    10
    Estado
    Disponible
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  • -aquel hombre se encontraba sentado frente a la barra de madera gastada, el ambiente del bar envuelto en un ambiente tranquilo e incluso familiar para el y el murmullo constante de conversaciones ajenas hacían de ese lugar un nue lugar para finalmente dejar de pensar. Entre sus dedos descansaba una botella de cerveza, las gotas de condensación resbalaban lentamente por el vidrio, reflejando la luz amarillenta de las lámparas. Sus ojos, cansados pero atentos, permanecían fijos en la pantalla del televisor que colgaba en la pared. En ella, una reportera relataba los detalles del último caso en el que había trabajado, con esa voz ensayada que busca dramatismo donde para el solo era un día más de trabajo -

    Supongo que las noticias vuelan bastante rápido...

    -murmuró con una media sonrisa antes de bajar la mirada, observando el recorrido de una gota que descendía hasta su mano. Por un instante, se quedó inmóvil, perdido entre sus pensamientos, el reflejo del televisor se dibujaba en sus pupilas como una sombra conocida; cada palabra de la periodista resonaba como un eco y el solo ponia atención repasando cada detalle en su cabeza-

    Valla que sabe cómo narrar mis días con tanta elocuencia

    -Llevó la botella a los labios, dejando que el amargor de la cerveza le recordara que seguía vivo. Afuera llovía, podía escucharlo golpear el techo del bar como un reloj invisible que marcaba un tiempo solo suyo. Entonces, el crujir de la silla a su costado lo trajo de vuelta a la realidad. Su acompañante había llegado.-

    -El hombre no volteó de inmediato. Tomó otro trago, colocó la botella con suavidad sobre la barra y solo entonces giró ligeramente el rostro, dedicando una sonrisa cordial, Habían acordado encontrarse allí para hablar. De qué exactamente, no lo sabía. Tal vez del pasado, de los fantasmas que ambos compartían, o simplemente para conocer un nuevo mundo, Sea como fuere, aquella noche no tenía nada mejor que hacer. Y en el fondo, una parte de él agradecía la distracción.-

    Llegas justo a tiempo

    -Dijo finalmente, encendiendo un cigarrillo y ofreciéndole uno al recién llegado

    Las noches siempre son menos pesadas cuando alguien más comparte el silencio.
    -aquel hombre se encontraba sentado frente a la barra de madera gastada, el ambiente del bar envuelto en un ambiente tranquilo e incluso familiar para el y el murmullo constante de conversaciones ajenas hacían de ese lugar un nue lugar para finalmente dejar de pensar. Entre sus dedos descansaba una botella de cerveza, las gotas de condensación resbalaban lentamente por el vidrio, reflejando la luz amarillenta de las lámparas. Sus ojos, cansados pero atentos, permanecían fijos en la pantalla del televisor que colgaba en la pared. En ella, una reportera relataba los detalles del último caso en el que había trabajado, con esa voz ensayada que busca dramatismo donde para el solo era un día más de trabajo - Supongo que las noticias vuelan bastante rápido... -murmuró con una media sonrisa antes de bajar la mirada, observando el recorrido de una gota que descendía hasta su mano. Por un instante, se quedó inmóvil, perdido entre sus pensamientos, el reflejo del televisor se dibujaba en sus pupilas como una sombra conocida; cada palabra de la periodista resonaba como un eco y el solo ponia atención repasando cada detalle en su cabeza- Valla que sabe cómo narrar mis días con tanta elocuencia -Llevó la botella a los labios, dejando que el amargor de la cerveza le recordara que seguía vivo. Afuera llovía, podía escucharlo golpear el techo del bar como un reloj invisible que marcaba un tiempo solo suyo. Entonces, el crujir de la silla a su costado lo trajo de vuelta a la realidad. Su acompañante había llegado.- -El hombre no volteó de inmediato. Tomó otro trago, colocó la botella con suavidad sobre la barra y solo entonces giró ligeramente el rostro, dedicando una sonrisa cordial, Habían acordado encontrarse allí para hablar. De qué exactamente, no lo sabía. Tal vez del pasado, de los fantasmas que ambos compartían, o simplemente para conocer un nuevo mundo, Sea como fuere, aquella noche no tenía nada mejor que hacer. Y en el fondo, una parte de él agradecía la distracción.- Llegas justo a tiempo -Dijo finalmente, encendiendo un cigarrillo y ofreciéndole uno al recién llegado Las noches siempre son menos pesadas cuando alguien más comparte el silencio.
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  • "Una copa con la muerte"

    El murmullo del mundo se detuvo.
    Ni un suspiro, ni un tic del reloj, ni el latido más rebelde osó moverse.
    Solo él seguía ahí, reclinado en su silla, el guante negro apoyado sobre el mentón, la otra mano girando con parsimonia una copa de vino que parecía absorber la luz.

    El líquido tenía un color profundo, casi hipnótico, como si guardara siglos dentro.
    Cillian alzó la vista. Su mirada era tranquila, pero su calma tenía filo.

    —No temas —dijo, con voz baja y limpia, más cercana a un pensamiento que a un sonido—. Este es un lugar fuera de todo. Aquí no existe el tiempo, ni el juicio… solo la verdad.

    Dejó que el silencio se asentara, antes de deslizar otra copa hacia el frente.
    El vino reflejaba los destellos de una eternidad que pocos podrían soportar ver.

    —Bebe —ordenó suavemente, una sonrisa leve curvando sus labios—. Es el vino de las almas. Fino, añejo, destilado de los últimos suspiros de quienes ya no están. Cada trago… contiene un eco.

    Sus ojos brillaron apenas, un resplandor carmesí en medio de la penumbra.

    —Mientras lo bebas, el tiempo no correrá para ti.
    Podrás preguntarme lo que desees. Cualquier cosa.
    El precio es simple… —su voz se tornó casi un susurro de humo—: la verdad nunca llega sin costo.

    Apoyó el codo en la mesa, observando con detenimiento, casi con un aire de fascinación morbosa.
    La copa entre sus dedos parecía flotar, temblando con una vida propia.

    —Entonces, humano… —dijo con una elegancia perezosa, pero con un fondo de algo implacable—
    ¿qué deseas saber de la Muerte?
    "Una copa con la muerte" El murmullo del mundo se detuvo. Ni un suspiro, ni un tic del reloj, ni el latido más rebelde osó moverse. Solo él seguía ahí, reclinado en su silla, el guante negro apoyado sobre el mentón, la otra mano girando con parsimonia una copa de vino que parecía absorber la luz. El líquido tenía un color profundo, casi hipnótico, como si guardara siglos dentro. Cillian alzó la vista. Su mirada era tranquila, pero su calma tenía filo. —No temas —dijo, con voz baja y limpia, más cercana a un pensamiento que a un sonido—. Este es un lugar fuera de todo. Aquí no existe el tiempo, ni el juicio… solo la verdad. Dejó que el silencio se asentara, antes de deslizar otra copa hacia el frente. El vino reflejaba los destellos de una eternidad que pocos podrían soportar ver. —Bebe —ordenó suavemente, una sonrisa leve curvando sus labios—. Es el vino de las almas. Fino, añejo, destilado de los últimos suspiros de quienes ya no están. Cada trago… contiene un eco. Sus ojos brillaron apenas, un resplandor carmesí en medio de la penumbra. —Mientras lo bebas, el tiempo no correrá para ti. Podrás preguntarme lo que desees. Cualquier cosa. El precio es simple… —su voz se tornó casi un susurro de humo—: la verdad nunca llega sin costo. Apoyó el codo en la mesa, observando con detenimiento, casi con un aire de fascinación morbosa. La copa entre sus dedos parecía flotar, temblando con una vida propia. —Entonces, humano… —dijo con una elegancia perezosa, pero con un fondo de algo implacable— ¿qué deseas saber de la Muerte?
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  • -El sol de media mañana bañaba la ciudad con un brillo dorado, y las calles vibraban con el bullicio cotidiano. Lyssara ajustó la correa de su cámara mientras avanzaba por la avenida principal; el Museo Astraeum se alzaba al final del camino, un edificio de cristal y piedra clara que reflejaba la luz como si fuera un templo moderno. No solía perder el tiempo en lugares así, pero uno de sus compañeros de instituto había insistido demasiado.-

    “Tenés que ir, Vaelthorn. El museo tiene una exposición de fotografía salvaje, justo tu tipo de cosas.”

    -Eso la había convencido. O al menos, había despertado su curiosidad. Caminó por el vestíbulo, donde el eco de sus pasos se mezclaba con risas, murmullos y clics de cámaras ajenas. Sus ojos color ámbar se alzaron hacia una serie de retratos que colgaban del techo, cada uno mostrando animales en plena libertad: lobos corriendo entre la nieve, ciervos envueltos en neblina, aves que parecían suspendidas en el aire eterno del instante.-

    No está mal… -murmuró, alzando la cámara y tomando una foto del reflejo del vidrio sobre una de las imágenes-

    -El lente captó algo que el ojo humano no habría notado: una mancha de luz, casi como un resplandor en forma de silueta, justo sobre uno de los lobos fotografiados. Lyssara entrecerró los ojos y bajó la cámara. No creía en casualidades.-

    Disculpá, ¿eres fotógrafa también?

    -La voz la sacó de su concentración. Un chico de su edad, con una credencial de guía colgando del cuello, la observaba con una sonrisa curiosa. Ella lo miró de reojo, analizando rápido: pulso tranquilo, olor neutro, sin amenaza aparente.-

    Más o menos. Fotógrafa y dueña de un santuario salvaje.

    Wow, eso suena… muy distinto a la vida de ciudad. ¿Y te gusta el arte?

    Depende del día. Y del tema.

    -El chico rió bajo, cruzándose de brazos mientras observaban juntos las fotografías. El sol entraba por los ventanales, tiñendo todo de dorado y cálido. Afuera, se escuchaban los motores, el murmullo del tráfico, la vida humana continuando sin pausa.-

    ¿Sabías que esta exposición se llama “El Instinto y la Luz”?

    -Lyssara lo miró apenas, arqueando una ceja con una media sonrisa-

    Qué nombre más… irónico.

    -Y mientras hablaba, una corriente de aire atravesó la sala, moviendo las cortinas y haciendo que los focos del techo titilaran un segundo. En la imagen del lobo, el brillo volvió a aparecer, más fuerte esta vez, casi como si el animal dentro de la foto hubiera abierto los ojos.-
    -El sol de media mañana bañaba la ciudad con un brillo dorado, y las calles vibraban con el bullicio cotidiano. Lyssara ajustó la correa de su cámara mientras avanzaba por la avenida principal; el Museo Astraeum se alzaba al final del camino, un edificio de cristal y piedra clara que reflejaba la luz como si fuera un templo moderno. No solía perder el tiempo en lugares así, pero uno de sus compañeros de instituto había insistido demasiado.- “Tenés que ir, Vaelthorn. El museo tiene una exposición de fotografía salvaje, justo tu tipo de cosas.” -Eso la había convencido. O al menos, había despertado su curiosidad. Caminó por el vestíbulo, donde el eco de sus pasos se mezclaba con risas, murmullos y clics de cámaras ajenas. Sus ojos color ámbar se alzaron hacia una serie de retratos que colgaban del techo, cada uno mostrando animales en plena libertad: lobos corriendo entre la nieve, ciervos envueltos en neblina, aves que parecían suspendidas en el aire eterno del instante.- No está mal… -murmuró, alzando la cámara y tomando una foto del reflejo del vidrio sobre una de las imágenes- -El lente captó algo que el ojo humano no habría notado: una mancha de luz, casi como un resplandor en forma de silueta, justo sobre uno de los lobos fotografiados. Lyssara entrecerró los ojos y bajó la cámara. No creía en casualidades.- Disculpá, ¿eres fotógrafa también? -La voz la sacó de su concentración. Un chico de su edad, con una credencial de guía colgando del cuello, la observaba con una sonrisa curiosa. Ella lo miró de reojo, analizando rápido: pulso tranquilo, olor neutro, sin amenaza aparente.- Más o menos. Fotógrafa y dueña de un santuario salvaje. Wow, eso suena… muy distinto a la vida de ciudad. ¿Y te gusta el arte? Depende del día. Y del tema. -El chico rió bajo, cruzándose de brazos mientras observaban juntos las fotografías. El sol entraba por los ventanales, tiñendo todo de dorado y cálido. Afuera, se escuchaban los motores, el murmullo del tráfico, la vida humana continuando sin pausa.- ¿Sabías que esta exposición se llama “El Instinto y la Luz”? -Lyssara lo miró apenas, arqueando una ceja con una media sonrisa- Qué nombre más… irónico. -Y mientras hablaba, una corriente de aire atravesó la sala, moviendo las cortinas y haciendo que los focos del techo titilaran un segundo. En la imagen del lobo, el brillo volvió a aparecer, más fuerte esta vez, casi como si el animal dentro de la foto hubiera abierto los ojos.-
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  • Esa era la situación. Sadie había decidido fingir interés, mantener la mirada fija y los labios apenas curvados en una mueca de atención educada. Pero a medida que la conversación avanzaba, las palabras ajenas empezaron a perder sentido, disolviéndose en un murmullo distante que su mente transformó en simple ruido blanco.

    Sus ojos, vacíos pero brillantes, se deslizaron de un rostro a otro, analizando gestos, pausas, la tensión involuntaria en las manos de la contraria. Todo era predecible. Todo era ruido.

    Respiró despacio, apenas un suspiro que sonó a resignación más que a cansancio. En su cabeza, ya no escuchaba voces, solo sus propios pensamientos reordenándose con precisión quirúrgica.

    — 𝘠𝘰𝘶 𝘣𝘰𝘳𝘦 𝘮𝘦 𝘵𝘰 𝘥𝘦𝘢𝘵𝘩 —murmuró para sí, con ese tono neutral que siempre dejaba en duda si hablaba en serio o simplemente se estaba divirtiendo.
    Esa era la situación. Sadie había decidido fingir interés, mantener la mirada fija y los labios apenas curvados en una mueca de atención educada. Pero a medida que la conversación avanzaba, las palabras ajenas empezaron a perder sentido, disolviéndose en un murmullo distante que su mente transformó en simple ruido blanco. Sus ojos, vacíos pero brillantes, se deslizaron de un rostro a otro, analizando gestos, pausas, la tensión involuntaria en las manos de la contraria. Todo era predecible. Todo era ruido. Respiró despacio, apenas un suspiro que sonó a resignación más que a cansancio. En su cabeza, ya no escuchaba voces, solo sus propios pensamientos reordenándose con precisión quirúrgica. — 𝘠𝘰𝘶 𝘣𝘰𝘳𝘦 𝘮𝘦 𝘵𝘰 𝘥𝘦𝘢𝘵𝘩 —murmuró para sí, con ese tono neutral que siempre dejaba en duda si hablaba en serio o simplemente se estaba divirtiendo.
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  • ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ
    ​El sol se alza sobre los edificios de hormigón y cristal, proyectando delgadas sombras a lo largo de una calle lateral. El aire aún conserva un ligero frío matutino, la calle está llena de vida: gente saliendo de cafeterías con tazas de cartón, perros tirando de sus correas, el murmullo de conversaciones triviales...​Irina vestida siempre de negro, con su densa melena azabache al viento y sus ojos grisáceos penetrantes pero ligeramente distraídos.
    Con un propósito silencioso, sus pasos son firmes y miden la distancia entre ella y su objetivo. Lleva un plano doblado en una mano y una foto de baja resolución en la otra, la imagen de un hombre de mediana edad, barba canosa y mirada huidiza, un experto en criptografía que se ha esfumado con información clasificada.
    ​Se detiene en un cruce, escudriñando los edificios de enfrente, ​Irina cae en cuenta que ha queddo justo frente a una pequeña cafetería, el cristal está empañado. Una mujer ríe dentro, su cabeza echada hacia atrás mientras le entrega un billete a la barista.
    ​Irina siente un impulso repentino, su misión es prioritaria, pero se permite desviarse.

    Entra en la cafetería.
    El calor la envuelve, la fila es corta. Irina observa cómo la barista, una joven con el cabello recogido descuidadamente, prepara un latte con movimientos precisos. El vapor sube, el sonido del molinillo y la leche espumándose es un ruido de fondo que de alguna manera le resulta profundamente extraño, ajeno

    ──Un americano grande - pide al llegar su turno
    ​La barista asiente, sin mirarla.
    ​Mientras espera, se recarga contra el mostrador. Saca su teléfono y revisa el plano: el área de búsqueda es amplia, densa, saturada. Pero su mirada se desvía, ​a su lado, un hombre de negocios, con el traje pulcro y un maletín de cuero, revisa las noticias en su tableta mientras da un sorbo a su café. En una mesa, una pareja joven discute planes para el fin de semana.

    ​Un recuerdo fugaz la golpea: ella, hace años, sentada en una mesa similar, leyendo un libro antes de ir a trabajar, saboreando el momento.
    ​La barista llama su nombre: "Alicia" (Por supuesto no daría el real, nunca se sabe quien escucha, quien la observa)
    ​Toma la taza humeante, el cartón caliente y ligeramente rugoso entre sus dedos y da un sorbo. El amargor oscuro y fuerte del café, el calor entrando en su cuerpo, es un ancla.
    ​Una sensación extraña y casi dolorosa la invade...​Mira a su alrededor, a la gente inmersa en sus pequeñas rutinas. El ir y venir. La normalidad.
    ​Una opresión fría se instala en su pecho. Se siente como una turista en un país que solía ser su hogar. Sus motivos son grandes, sus responsabilidades vitales, pero aquí, en este burbujeo de lo cotidiano, es una pieza fuera de lugar. Su rutina es el secretismo, la alerta constante, el no ser vista. Su café es una pausa forzada, no un ritual.
    ​El hombre de la foto en su bolsillo parece ahora un fantasma, una excusa para no ser parte de esto.

    ── La rutina… el privilegio de la normalidad, la olvidé. - dijo para sí en un susurro
    ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ ​El sol se alza sobre los edificios de hormigón y cristal, proyectando delgadas sombras a lo largo de una calle lateral. El aire aún conserva un ligero frío matutino, la calle está llena de vida: gente saliendo de cafeterías con tazas de cartón, perros tirando de sus correas, el murmullo de conversaciones triviales...​Irina vestida siempre de negro, con su densa melena azabache al viento y sus ojos grisáceos penetrantes pero ligeramente distraídos. Con un propósito silencioso, sus pasos son firmes y miden la distancia entre ella y su objetivo. Lleva un plano doblado en una mano y una foto de baja resolución en la otra, la imagen de un hombre de mediana edad, barba canosa y mirada huidiza, un experto en criptografía que se ha esfumado con información clasificada. ​Se detiene en un cruce, escudriñando los edificios de enfrente, ​Irina cae en cuenta que ha queddo justo frente a una pequeña cafetería, el cristal está empañado. Una mujer ríe dentro, su cabeza echada hacia atrás mientras le entrega un billete a la barista. ​Irina siente un impulso repentino, su misión es prioritaria, pero se permite desviarse. Entra en la cafetería. El calor la envuelve, la fila es corta. Irina observa cómo la barista, una joven con el cabello recogido descuidadamente, prepara un latte con movimientos precisos. El vapor sube, el sonido del molinillo y la leche espumándose es un ruido de fondo que de alguna manera le resulta profundamente extraño, ajeno ──Un americano grande - pide al llegar su turno ​La barista asiente, sin mirarla. ​Mientras espera, se recarga contra el mostrador. Saca su teléfono y revisa el plano: el área de búsqueda es amplia, densa, saturada. Pero su mirada se desvía, ​a su lado, un hombre de negocios, con el traje pulcro y un maletín de cuero, revisa las noticias en su tableta mientras da un sorbo a su café. En una mesa, una pareja joven discute planes para el fin de semana. ​Un recuerdo fugaz la golpea: ella, hace años, sentada en una mesa similar, leyendo un libro antes de ir a trabajar, saboreando el momento. ​La barista llama su nombre: "Alicia" (Por supuesto no daría el real, nunca se sabe quien escucha, quien la observa) ​Toma la taza humeante, el cartón caliente y ligeramente rugoso entre sus dedos y da un sorbo. El amargor oscuro y fuerte del café, el calor entrando en su cuerpo, es un ancla. ​Una sensación extraña y casi dolorosa la invade...​Mira a su alrededor, a la gente inmersa en sus pequeñas rutinas. El ir y venir. La normalidad. ​Una opresión fría se instala en su pecho. Se siente como una turista en un país que solía ser su hogar. Sus motivos son grandes, sus responsabilidades vitales, pero aquí, en este burbujeo de lo cotidiano, es una pieza fuera de lugar. Su rutina es el secretismo, la alerta constante, el no ser vista. Su café es una pausa forzada, no un ritual. ​El hombre de la foto en su bolsillo parece ahora un fantasma, una excusa para no ser parte de esto. ​ ── La rutina… el privilegio de la normalidad, la olvidé. - dijo para sí en un susurro
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  • El fin del mundo
    Fandom OC Original
    Categoría Original
    𝕯𝖊𝖗𝖆𝖓 𝕳𝖊𝖑𝖑

    Como rara vez pasaba, la alarma nunca sonó, y la mañana la tomó por sorpresa como quien despierta en una ciudad que ha decidido moverse sin avisarle. Lilian se tuvo que incorporar de un salto, el cabello rubio desordenado en un halo que apenas contenía con los dedos, y dejó la taza a medio terminar sobre la mesita y salió de su apartamento con la chaqueta aún desabrochada, una manga por dentro de una prisa que parecía tener su propia cadencia. Toronto respiraba frío y concreto; el pavimento olía a lluvia reciente y a gasolina, y los edificios levantaban ojos de vidrio que la miraban pasar. Corrió bajando las escaleras a prisa saludando solo a la vieja Lauren que como siempre le dijo “buenos días lili” y ella tan amable aunque con prisas respondido “buenos días señora Lau” aunque parecía tonto, la vieja Lau era su mejor amiga en el edificio, ambas igual de solas, una vez en el suelo corrió como quien huye de un recuerdo, sin mirar atrás, con la certeza inexplicable de que si se detenía el día la alcanzaría.

    El autobús al centro no era más que una línea entre su vida de mañanas y sus horas de tarde: el pequeño restaurante familiar en el corazón del centro —las mesas con mantel a cuadros, la cocina que olía a pan recién hecho y sopa de pollo— la esperaba para sostenerla con su ritmo sencillo, solo pedir ordenes, hacer sonreír a niños y tal vez escuchar uno que otro chisme.

    A mitad de cuadra, dando una vuelta choco aprisa con alguien, su cuerpo claramente cayo a el suelo, pero el tiempo no aguardaba
    -Lo siento.. perdona- Su bufanda junto a su celular ambos cayeron, pero apenas se dio cuenta, simplemente tomo rápido su bufanda de cuadros con solo un objetivo, no perder el autobús, olvidado por completo su celular en el suelo junto al desconocido, gracias a sus ágiles piernas logro subir sin notar el peso que había dejado atrás. En su cabeza ya repetía sonrisas, nombres de clientes, el orden de la mesa tres. El conductor le dio un gesto corto, la ciudad desfiló y ella tomo asiento, respirando finalmente por poder llegar a el trabajo, No fue hasta que las luces del restaurante —esas lámparas que parecían pequeñas lunas de consumo— la saludaron con su cálida indiferencia que sintió el hueco. Buscó el teléfono en el bolsillo con la misma delicadeza con la que abre un libro por la página correcta, y el frío de la ausencia le golpeó en el estómago.

    Miró el autobús irse esperando que le devolviera lo que le había quitado. El teléfono no apareció. Un murmullo sin nombre se paseó por su garganta —molesto, urgente— pero lo tragó. Había una regla antigua que sostenía: perder cosas casi nunca era tan peligroso como perder el control en público.

    Se permitió, apenas un segundo, la imagen de su teléfono tumbado en la acera, la pantalla encendida con notificaciones ajenas; la posibilidad de que un desconocido lo hubiera recogido y curioseara sus mensajes —esas líneas íntimas donde, por la noche, vaciaba todo lo que la existencia le negaba— la dejó con la piel de gallina. Su escritura, sus borradores sin guardar, las confesiones dirigidas a personajes que solo existían para ella; todo eso podía estar en manos ajenas. La idea le ardió como un hierro caliente.

    Respiró, respiró otra vez. La profesionalidad la abrazó como un viejo abrigo: sonrisa pulida, paso controlado, saludos precisos, un aura cálida que decía que todo estaba perfecto, cuando internamente grita y se desesperaba, muchos podrían decir que exageraban cuando los jóvenes decían que el celular era su todo, en el caso de Lilian, con una mala memoria y plena confianza en que jamas perdería su celular, si, era fin del mundo
    [nova_navy_mouse_914] Como rara vez pasaba, la alarma nunca sonó, y la mañana la tomó por sorpresa como quien despierta en una ciudad que ha decidido moverse sin avisarle. Lilian se tuvo que incorporar de un salto, el cabello rubio desordenado en un halo que apenas contenía con los dedos, y dejó la taza a medio terminar sobre la mesita y salió de su apartamento con la chaqueta aún desabrochada, una manga por dentro de una prisa que parecía tener su propia cadencia. Toronto respiraba frío y concreto; el pavimento olía a lluvia reciente y a gasolina, y los edificios levantaban ojos de vidrio que la miraban pasar. Corrió bajando las escaleras a prisa saludando solo a la vieja Lauren que como siempre le dijo “buenos días lili” y ella tan amable aunque con prisas respondido “buenos días señora Lau” aunque parecía tonto, la vieja Lau era su mejor amiga en el edificio, ambas igual de solas, una vez en el suelo corrió como quien huye de un recuerdo, sin mirar atrás, con la certeza inexplicable de que si se detenía el día la alcanzaría. El autobús al centro no era más que una línea entre su vida de mañanas y sus horas de tarde: el pequeño restaurante familiar en el corazón del centro —las mesas con mantel a cuadros, la cocina que olía a pan recién hecho y sopa de pollo— la esperaba para sostenerla con su ritmo sencillo, solo pedir ordenes, hacer sonreír a niños y tal vez escuchar uno que otro chisme. A mitad de cuadra, dando una vuelta choco aprisa con alguien, su cuerpo claramente cayo a el suelo, pero el tiempo no aguardaba -Lo siento.. perdona- Su bufanda junto a su celular ambos cayeron, pero apenas se dio cuenta, simplemente tomo rápido su bufanda de cuadros con solo un objetivo, no perder el autobús, olvidado por completo su celular en el suelo junto al desconocido, gracias a sus ágiles piernas logro subir sin notar el peso que había dejado atrás. En su cabeza ya repetía sonrisas, nombres de clientes, el orden de la mesa tres. El conductor le dio un gesto corto, la ciudad desfiló y ella tomo asiento, respirando finalmente por poder llegar a el trabajo, No fue hasta que las luces del restaurante —esas lámparas que parecían pequeñas lunas de consumo— la saludaron con su cálida indiferencia que sintió el hueco. Buscó el teléfono en el bolsillo con la misma delicadeza con la que abre un libro por la página correcta, y el frío de la ausencia le golpeó en el estómago. Miró el autobús irse esperando que le devolviera lo que le había quitado. El teléfono no apareció. Un murmullo sin nombre se paseó por su garganta —molesto, urgente— pero lo tragó. Había una regla antigua que sostenía: perder cosas casi nunca era tan peligroso como perder el control en público. Se permitió, apenas un segundo, la imagen de su teléfono tumbado en la acera, la pantalla encendida con notificaciones ajenas; la posibilidad de que un desconocido lo hubiera recogido y curioseara sus mensajes —esas líneas íntimas donde, por la noche, vaciaba todo lo que la existencia le negaba— la dejó con la piel de gallina. Su escritura, sus borradores sin guardar, las confesiones dirigidas a personajes que solo existían para ella; todo eso podía estar en manos ajenas. La idea le ardió como un hierro caliente. Respiró, respiró otra vez. La profesionalidad la abrazó como un viejo abrigo: sonrisa pulida, paso controlado, saludos precisos, un aura cálida que decía que todo estaba perfecto, cuando internamente grita y se desesperaba, muchos podrían decir que exageraban cuando los jóvenes decían que el celular era su todo, en el caso de Lilian, con una mala memoria y plena confianza en que jamas perdería su celular, si, era fin del mundo
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  • El Despertar de Ceres Fauna

    El bosque estaba en silencio, como si contuviera la respiración. La brisa se detuvo entre las hojas y el murmullo del agua cesó. Entonces, la tierra comenzó a brillar suavemente, como si recordara un antiguo canto olvidado. De entre las raíces de un roble milenario, la luz tomó forma… una figura esbelta, envuelta en tonos verdes y dorados, emergió con la gracia de quien ha dormido siglos pero nunca ha dejado de soñar.

    Ceres Fauna abrió los ojos. Su mirada era el reflejo del primer amanecer sobre la Tierra, un brillo antiguo y tierno que hacía florecer la hierba a su paso. En su respiración, el aire volvió a danzar, trayendo consigo el aroma de flores que ya no existían. Las criaturas del bosque se acercaron con reverencia: aves, ciervos y espíritus del follaje inclinaban sus cabezas ante la Guardiana de la Naturaleza.

    Su compañero, un majestuoso ciervo cubierto de musgo y pétalos, se acercó lentamente. Con una caricia en su cuello, Fauna susurró:
    —El ciclo vuelve a comenzar...

    En su mano sostenía una pequeña manzana dorada, el corazón latente del mundo. Era el símbolo de la vida que había de renacer, la promesa de que incluso tras la destrucción, la naturaleza siempre encuentra el camino de regreso.

    El cielo se abrió paso entre las copas de los árboles, y los rayos del sol bañaron su figura. Ceres sonrió con serenidad, dejando que su voz, como una melodía suave, recorriera los valles y montañas:
    —Despierta, Madre Tierra… tu hija ha vuelto.

    Y con ese llamado, el mundo volvió a respirar.



    🌿 El Despertar de Ceres Fauna 🌿 El bosque estaba en silencio, como si contuviera la respiración. La brisa se detuvo entre las hojas y el murmullo del agua cesó. Entonces, la tierra comenzó a brillar suavemente, como si recordara un antiguo canto olvidado. De entre las raíces de un roble milenario, la luz tomó forma… una figura esbelta, envuelta en tonos verdes y dorados, emergió con la gracia de quien ha dormido siglos pero nunca ha dejado de soñar. Ceres Fauna abrió los ojos. Su mirada era el reflejo del primer amanecer sobre la Tierra, un brillo antiguo y tierno que hacía florecer la hierba a su paso. En su respiración, el aire volvió a danzar, trayendo consigo el aroma de flores que ya no existían. Las criaturas del bosque se acercaron con reverencia: aves, ciervos y espíritus del follaje inclinaban sus cabezas ante la Guardiana de la Naturaleza. Su compañero, un majestuoso ciervo cubierto de musgo y pétalos, se acercó lentamente. Con una caricia en su cuello, Fauna susurró: —El ciclo vuelve a comenzar... En su mano sostenía una pequeña manzana dorada, el corazón latente del mundo. Era el símbolo de la vida que había de renacer, la promesa de que incluso tras la destrucción, la naturaleza siempre encuentra el camino de regreso. El cielo se abrió paso entre las copas de los árboles, y los rayos del sol bañaron su figura. Ceres sonrió con serenidad, dejando que su voz, como una melodía suave, recorriera los valles y montañas: —Despierta, Madre Tierra… tu hija ha vuelto. Y con ese llamado, el mundo volvió a respirar. 🌱✨
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  • "Instinto Primario”

    La noche respiraba.
    El bosque entero parecía contener el aire mientras la luna ascendía sobre las copas de los árboles, blanca, inmensa, testigo de mi renacer.

    Podía sentirlo… el pulso bajo mi piel, la vibración en los huesos, el fuego líquido corriendo por mis venas.
    Darkus había desatado algo que llevaba dormido demasiado tiempo.
    No me había maldecido… me había devuelto lo que me arrebataron.

    El cambio comenzaba en mis ojos.
    Una ardiente presión detrás del iris, un temblor.
    El mundo se volvió más nítido, el aire más denso, los sonidos más crueles.
    Podía escuchar la respiración de los árboles, el murmullo de las criaturas escondidas.
    Y mi propio corazón… golpeando como un tambor de guerra.

    Mis manos se curvaron, los dedos temblando al sentir cómo las uñas se alargaban, afiladas, naturales.
    No dolía.
    Era liberador.
    La piel ardía, los músculos se tensaban, mi cuerpo reclamando su forma verdadera, aquella que los Carson intentaron apagar a base de miedo y sangre.

    Un aullido desgarró el silencio.
    No supe si provenía de mí o del alma misma del bosque.
    Pero en ese instante, entendí.
    No era humana.
    No era bestia.
    Era ambas.
    Y por primera vez, no tenía miedo de ello.

    La luna me bañó con su luz pálida, y mi sombra cambió.
    Orejas, colmillos, una fuerza que rugía desde lo más profundo.
    La loba despertaba, y con ella, el hambre.
    No de carne… sino de justicia.

    Darkus me observaba desde la distancia, su silueta imponente entre los árboles, sus ojos ardiendo como brasas antiguas.
    No dijo nada.
    No hacía falta.
    Sabía lo que vendría después.

    Corrí.
    El suelo bajo mis pies temblaba.
    Las ramas se abrían ante mí.
    El viento era mi cómplice.
    Cada sentido vivo, agudo, perfecto.
    El olor del miedo, del hierro, del sudor…
    Todo me guiaba hacia la presa.

    No cazaba por placer.
    Cazaba por instinto.
    Por redención.
    Por las voces silenciadas que aún gritaban dentro de mí.

    La loba y la mujer se habían fundido.
    Ya no había una sin la otra.
    Y esa unión era peligrosa.
    Letal.

    Cuando la luna alcanzó su punto más alto, me detuve.
    El bosque calló.
    Mi reflejo en un charco de agua me devolvió la mirada: un ser con ojos de dos colores, mitad sombra, mitad luz.
    Era yo.
    La verdadera.
    La que sobrevivió a los Carson.
    La que se negó a morir.

    Y ahora, bajo el manto de la noche, el nombre Luana Smith Carson dejaba de ser una marca de esclava.
    Se convertía en una advertencia.

    Darküs Volkøv
    "Instinto Primario” La noche respiraba. El bosque entero parecía contener el aire mientras la luna ascendía sobre las copas de los árboles, blanca, inmensa, testigo de mi renacer. Podía sentirlo… el pulso bajo mi piel, la vibración en los huesos, el fuego líquido corriendo por mis venas. Darkus había desatado algo que llevaba dormido demasiado tiempo. No me había maldecido… me había devuelto lo que me arrebataron. El cambio comenzaba en mis ojos. Una ardiente presión detrás del iris, un temblor. El mundo se volvió más nítido, el aire más denso, los sonidos más crueles. Podía escuchar la respiración de los árboles, el murmullo de las criaturas escondidas. Y mi propio corazón… golpeando como un tambor de guerra. Mis manos se curvaron, los dedos temblando al sentir cómo las uñas se alargaban, afiladas, naturales. No dolía. Era liberador. La piel ardía, los músculos se tensaban, mi cuerpo reclamando su forma verdadera, aquella que los Carson intentaron apagar a base de miedo y sangre. Un aullido desgarró el silencio. No supe si provenía de mí o del alma misma del bosque. Pero en ese instante, entendí. No era humana. No era bestia. Era ambas. Y por primera vez, no tenía miedo de ello. La luna me bañó con su luz pálida, y mi sombra cambió. Orejas, colmillos, una fuerza que rugía desde lo más profundo. La loba despertaba, y con ella, el hambre. No de carne… sino de justicia. Darkus me observaba desde la distancia, su silueta imponente entre los árboles, sus ojos ardiendo como brasas antiguas. No dijo nada. No hacía falta. Sabía lo que vendría después. Corrí. El suelo bajo mis pies temblaba. Las ramas se abrían ante mí. El viento era mi cómplice. Cada sentido vivo, agudo, perfecto. El olor del miedo, del hierro, del sudor… Todo me guiaba hacia la presa. No cazaba por placer. Cazaba por instinto. Por redención. Por las voces silenciadas que aún gritaban dentro de mí. La loba y la mujer se habían fundido. Ya no había una sin la otra. Y esa unión era peligrosa. Letal. Cuando la luna alcanzó su punto más alto, me detuve. El bosque calló. Mi reflejo en un charco de agua me devolvió la mirada: un ser con ojos de dos colores, mitad sombra, mitad luz. Era yo. La verdadera. La que sobrevivió a los Carson. La que se negó a morir. Y ahora, bajo el manto de la noche, el nombre Luana Smith Carson dejaba de ser una marca de esclava. Se convertía en una advertencia. [Darkus]
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