La princesa Céline despertó con la cara hinchada y los ojos rojos e inflamados. Los restos de lágrimas secas formaban una máscara de sal en sus mejillas. El sol, pálido e inclemente, se filtraba por la redillas de las cortinas pesadas de su habitación, revelando la opulencia fría y vacía que la rodeaba. Había pasado toda la noche llorando la muerta de su madre, La Reina Kayla, una mujer que la había amado con una fuerza que Céline ahora sentía como una vacío insoportable en su pecho.
Un golpe suave en la puerta la sobresaltó. — ¿Adelante? —Murmuró con la voz ronca.
La puerta se abrió, y el Rey Arturo entró. Llevaba un traje de terciopelo azul oscuro, impecablemente limpio y planchado, una imagen de serenidad y compostura que contrastaba brutalmente en el caos emocional que inundaba a Céline. Su sonrisa, amplia y radiante, le pareció a la princesa una burla grotesca. ¿Cómo podía estar tan alegre, tan... normal, después de la pérdida de su esposa y reina?
Un profundo odio, frío y punzante, se encendió en el corazón de Céline. Era un odio que no comprendía, un sentimiento visceral que la abrumaba, retorciéndole el estómago y apretándole el pecho. Lo miró con la mirada fija y penetrante, mientras el Rey Arturo se acercaba con una expresión que se tornó levemente incómoda al notar la hostilidad de su hija.
—Mi querida Céline. —Dijo él, su voz suave pero con un deje de forzada amabilidad. —Debes descansar. La muerte de tu madre... es una gran pérdida.
Céline no respondió. Su silencio, cargado de amargura, era una respuesta más elocuente que cualquier palabra. El Rey Arturo titubeó, la expresión serena de su rostro se desvaneció, sustituida por una mezcla de preocupación y... ¿Miedo?
—Céline. —Comenzó de nuevo, su voz ahora más grave. —Tengo algo que decirte, algo... Importante. —Se sentó en los pies de la cama, la mirada fija en sus manos. Céline lo observaba con una mezcla de rencor y curiosidad malsana. ¿Qué tenía que decir?
Con un suspiro, El Rey Arturo continuó.
—He llegado a una conclusión difícil, una decisión que me ha costado mucho tomar. Los rumores, Céline... La corte está... preocupada.
— ¿Preocupada? —Preguntó Céline, su voz apenas un susurro, pero con una punzante ironía. — ¿Preocupada por qué? ¿Porque estoy de luto por mi madre?
—No, no solo por eso. Se murmura en la corte que... que has sido influenciada por tu madre. Que compartes sus... ideales revolucionarios. Que una vez seas mayor de edad, podrías... —El Rey vaciló. —Podrías traicionarme.
Céline frunció el ceño. Su madre, la Reina Kayla, había sido una mujer progresista, una defensora de los derechos del pueblo, una vez crítica contra el poder absoluto de la monarquía de su padre. Había enseñado a Céline a cuestionar, a pensar por sí misma, a luchar por lo que creía justo. Era precisamente por eso que ahora la acusaba.
El Rey Arturo continuó, su voz baja y grave; —He decidido que lo mejor es... Alejarte de la corte. Te enviaré al palacio Kiev, un lugar seguro que tu madre adoraba, lejos de las intrigas y los peligros de la vida política. No quiero que te hagan daño, ni que... Me hagas daño a mí.
Céline quedó atónita. El odio que sentía por él se mezclaba con una confusión profunda y una punzante sensanción de traición. Su propia familia, su propio padre, la veía como una amenaza. La idea de ser enviada lejos de todo lo que conocía, la abrumaba.
Se levantó de la cama, sus piernas temblorosas. — ¿Al palacio Kiev? —Repitió, la pregunta colmada de incredulidad e indignación. — ¿Por qué? ¿Por qué haces esto?
El Rey se levantó también, su rostro reflejando una mezcla de tristeza y determinación. —Es por tu propia seguridad, mi querida Céline. Y por la mía también. Para protegernos de ambos de las consecuencias de tus... Creencias.
— ¿Mis creencias? —Céline repitió, casi gritando. — ¿Así que la educación que recibí de mi madre, el amor que compartimos, todo eso, es una traición a ti?
El Rey no respondió. Su silencio era una confesión. Céline comprendió entonces, con una amargura profunda, que su padre la veía como una amenaza, como una herramienta de su madre que debía ser eliminada antes de que se volviera contra él.
Durante los siguientes días, la vida de Céline giró en torno a la preparación para su partida. La tristeza de su pérdida se mezcló con la rabia por la decisión de su padre. Se despidió a regañadientes de sus amigas de la corte, mujeres con las que compartía ideas, secretarias de la Reina que ahora la miraban con una mezcla de admiración y temor. Se despidió de la biblioteca real, un lugar donde las palabras de su madre seguían vivas entre sus libros. Se despidió, silenciosamente, del retrato de su madre, una última mirada a la mujer que le había enseñado tanto y que, irónicamente, fue la causa de su exilio.
El día de su partida llegó, silencioso y gris. Mientras se alejaba en un carruaje oscuro, Céline se dio cuenta de que el odio que sentía por su padre se había convertido en algo mcuho más profundo; una soledad inmensa, una tristeza que traspasaba la tristeza misma, un vacío que solo el futuro podría llenar, o quizás no. El futuro era incierto, pero lo único que sentía con certeza, al alejarse de la corte que la veía como una traidora, era el peso de una corona invisible, la corona de su propio destino.