• Cuando el Alba Tocó al Ocaso por Primera Vez
    Categoría Acción


    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—.

    Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—.

    Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira.

    El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo.

    Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí.

    Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino.

    Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora.

    El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse.

    Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora.

    Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte.

    Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso.
    Y entonces lo sentiste.

    No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar.

    Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable.

    Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas?

    Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia.

    Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto.

    Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable.

    Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel.
    Uno... Dos... ¡TRES!

    El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse.

    El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya.

    Pero el aire no obedeció.

    A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista.

    Él había llegado.

    Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura.

    Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas.
    Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista.
    Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida.

    El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya.

    Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste.
    El tiempo se dobló como un velo.
    Las sombras se detuvieron a escuchar.
    Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar.

    Por primera vez... y quizá por última.
    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—. Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—. Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira. El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo. Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí. Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino. Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora. El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse. Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora. Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte. Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso. Y entonces lo sentiste. No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar. Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable. Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas? Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia. Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto. Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable. Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel. Uno... Dos... ¡TRES! El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse. El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya. Pero el aire no obedeció. A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista. Él había llegado. Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura. Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas. Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista. Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida. El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya. Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste. El tiempo se dobló como un velo. Las sombras se detuvieron a escuchar. Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar. Por primera vez... y quizá por última.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    10
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    Disponible
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  • Soy un híbrido mi madre es un vampiro es la última de su clan , mi padre es el hijo menor del rey Demonio ...... Actualmente es el rey demonio así que , SSi llevo en mi dos sengre distintas ~ tengo un nombre es Nyx .
    Soy un híbrido mi madre es un vampiro es la última de su clan , mi padre es el hijo menor del rey Demonio ...... Actualmente es el rey demonio así que , SSi llevo en mi dos sengre distintas ~ tengo un nombre es Nyx .
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  • https://youtu.be/nnfM_eBLDMg?si=Nr8F5EJzHseOSGPz

    Yo he peleado con Acólitos
    Me he balanceado sobre un hilo cargando más de 500 kilos
    He viajado al pasado en menos de un segundo
    He cruzado cien laberintos y nunca me confundo
    (Jennifer, Akane)

    Respiro en la luna y en el agua como las focas
    Soy a prueba de fuego, agarro balas con la boca
    Mi creatividad vuela como los aviones
    Puedo construir una muñeca de azúcar sin leer las instrucciones
    (Sugar ᵈᵒˡˡ)

    Hablo todos los idiomas de todos los abecedarios
    Tengo más vocabulario que cualquier diccionario
    (THARÉSH'KAEL)

    Tengo vista de águila, olfato de perro
    Puedo caminar descalza sobre clavos de hierro
    Soy inmune a la muerte
    No necesito bendiciones porque siempre tengo buena suerte
    Ven conmigo a dar un paseo por el parque
    Porque tengo más cuentos que contarte que Jennifer y Akane

    Por ti, todo lo que hago, lo hago por ti
    Es que tú me sacas lo mejor de mí
    Soy todo lo que soy
    Porque tú eres todo lo que quiero
    (Ryu)

    Por ti, todo lo que hago lo hago por ti
    Es que tú me sacas lo mejor de mí
    Soy todo lo que soy
    Porque tú eres todo lo que quiero
    (Todos vosotros)

    Puedo brincar la cuerda con solo una pierna
    Veo en la oscuridad sin usar una linterna
    Cocino lo que quieras, yo soy toda una chef (Ryu)
    Tengo sexo veinticuatro siete, todo el mes (jeje)
    Puedo soplar las nubes grises pa' que tengas un buen día
    También sé cómo comunicarme por telepatía
    (Por ti) Cruzo la frontera sin visa
    Y le saco una buena sonrisa a la Monna Lisha (Lisesharte)
    (Por ti) Respiro antes de morirme
    Por ti voy a la iglesia y escucho toda la misa sin dormirme
    Sigo siendo la princesa aunque no tenga reino (nuestro legado)
    Mi sudor sabe a placer y nunca me despeino (Sasha, Ayane, Sugar)
    Sé pelear todas las artes marciales (Albedo)
    También sé cómo comunicarme con dragones y animales (Elythrix)
    Mientras más pasa el tiempo, me veo más joven
    Esta canción la compuse desde mis sueños cómo Morfeo!

    Por ti, todo lo que hago lo hago por ti
    Es que tú me sacas lo mejor de mí
    Soy todo lo que soy
    Porque tú eres todo lo que quiero
    (Ryu)

    Por ti, todo lo que hago lo hago por ti
    Es que tú me sacas lo mejor de mí
    Soy todo lo que soy
    Porque tú eres todo lo que quiero.
    (Todos vosotros)





    Sasha Ishtar
    Azuka 𝐈𝐬𝐡𝐭𝐚𝐫 Yokin Lisesharte Freya IshtarRyuリュウ・イシュタル・ヨキン Ishtar Yokin Akane Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar Aerith Ishtar Yuna Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar Albedo Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar Jenny Queen Orc 𝐀yane 𝐈𝐬𝐡𝐭𝐚𝐫 Katrin Ishtar Christopher Shikibu Metphies Jaegerjaquez Yokin IshtarElythrix ʍօʀքɦɛʊֆ Chantle Queen Ishtar Sugar ᵈᵒˡˡ

    Me falta mucha gente que no encuentro y el terroncito de Sugar ᵈᵒˡˡ que no logro linkear, si alguien puede que la linkee en comentarios porfavor.🩷
    https://youtu.be/nnfM_eBLDMg?si=Nr8F5EJzHseOSGPz Yo he peleado con Acólitos Me he balanceado sobre un hilo cargando más de 500 kilos He viajado al pasado en menos de un segundo He cruzado cien laberintos y nunca me confundo (Jennifer, Akane) Respiro en la luna y en el agua como las focas Soy a prueba de fuego, agarro balas con la boca Mi creatividad vuela como los aviones Puedo construir una muñeca de azúcar sin leer las instrucciones (Sugar ᵈᵒˡˡ) Hablo todos los idiomas de todos los abecedarios Tengo más vocabulario que cualquier diccionario (THARÉSH'KAEL) Tengo vista de águila, olfato de perro Puedo caminar descalza sobre clavos de hierro Soy inmune a la muerte No necesito bendiciones porque siempre tengo buena suerte Ven conmigo a dar un paseo por el parque Porque tengo más cuentos que contarte que Jennifer y Akane Por ti, todo lo que hago, lo hago por ti Es que tú me sacas lo mejor de mí Soy todo lo que soy Porque tú eres todo lo que quiero (Ryu) Por ti, todo lo que hago lo hago por ti Es que tú me sacas lo mejor de mí Soy todo lo que soy Porque tú eres todo lo que quiero (Todos vosotros) Puedo brincar la cuerda con solo una pierna Veo en la oscuridad sin usar una linterna Cocino lo que quieras, yo soy toda una chef (Ryu) Tengo sexo veinticuatro siete, todo el mes (jeje) Puedo soplar las nubes grises pa' que tengas un buen día También sé cómo comunicarme por telepatía (Por ti) Cruzo la frontera sin visa Y le saco una buena sonrisa a la Monna Lisha (Lisesharte) (Por ti) Respiro antes de morirme Por ti voy a la iglesia y escucho toda la misa sin dormirme Sigo siendo la princesa aunque no tenga reino (nuestro legado) Mi sudor sabe a placer y nunca me despeino (Sasha, Ayane, Sugar) Sé pelear todas las artes marciales (Albedo) También sé cómo comunicarme con dragones y animales (Elythrix) Mientras más pasa el tiempo, me veo más joven Esta canción la compuse desde mis sueños cómo Morfeo! Por ti, todo lo que hago lo hago por ti Es que tú me sacas lo mejor de mí Soy todo lo que soy Porque tú eres todo lo que quiero (Ryu) Por ti, todo lo que hago lo hago por ti Es que tú me sacas lo mejor de mí Soy todo lo que soy Porque tú eres todo lo que quiero. (Todos vosotros) [SashaIshtar] [HimariSeiryu] [Freya_Ishtar][Ryu] [akane_qi] [Aerith_FF] [Yuna_Ishtar] [Albedo1] [queen_0] [Ayane_Ishtar] [KatrinIshtar] [Christopher007] [metphies_jaegerjazques][nova_maroon_magpie_500] [Oneiros_88][frost_platinum_hare_393] [sugar_doll] Me falta mucha gente que no encuentro y el terroncito de Sugar ᵈᵒˡˡ que no logro linkear, si alguien puede que la linkee en comentarios porfavor.🩷
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    //a veces pienso que Freya sera como una sugar mami o mismo la tipica tía con plata soltera.. pero seria una gran esposa y madre afectiva al mismo tiempo
    //a veces pienso que Freya sera como una sugar mami o mismo la tipica tía con plata soltera.. pero seria una gran esposa y madre afectiva al mismo tiempo :STK-78:
    Me enjaja
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  • ✝ ✟ ✞ ⸸ † ☦ ♱ ♰ ⵜ 𓏶 ☥ ♁
    - Hm...? He dormido mucho tiempo no es asi...? Cuantos años habran pasado... Y tu~?

    - ¿Que eres tu que tiene el coraje de no solo irrumpir en el castillo, sino despertar al mismísimo Rey de las tinieblas de ese largo letargo?
    ✝ ✟ ✞ ⸸ † ☦ ♱ ♰ ⵜ 𓏶 ☥ ♁
    ✝ ✟ ✞ ⸸ † ☦ ♱ ♰ ⵜ 𓏶 ☥ ♁ ⚰️ - Hm...? He dormido mucho tiempo no es asi...? Cuantos años habran pasado... Y tu~? - ¿Que eres tu que tiene el coraje de no solo irrumpir en el castillo, sino despertar al mismísimo Rey de las tinieblas de ese largo letargo? ✝ ✟ ✞ ⸸ † ☦ ♱ ♰ ⵜ 𓏶 ☥ ♁ ⚰️
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  • Melodia radiofónica
    Categoría Acción
    -Se escucha un eco distante de estática, un sonido proveniente de aquel hotel de viejas glorias, una melodía suave resuena tímidamente hasta sonar melodiosa como si de una serenata se tratar. En la calle, bajo el resplandor rojo de un letrero de neón, Alastor levanta su micrófono de época hacia el balcón del gran hotel infernal en dónde sabía que se encontraba cierto rey infernal-

    ¡Ah, qué noche tan espléndidamente demoníaca para un número musical improvisado! Digo.... Completamente planeado

    ¡Lu-ci-fer~!
    ¡Oh brillante señor del pecado y la elegancia eterna!
    Mi voz viaja por las ondas
    del aire solo para ti esta noche… ¡en exclusiva transmisión desde mi corazón hasta tu balcón!
    -Hace una reverencia exagerada casi dándose en la frente con el piso-

    He venido con melodía y arrepentimiento en partes iguales, mi radiante antagonista, mi antiguo compañero del caos. Mi curiosa pareja demoníaca
    ¿Recuerdas nuestras sinfonías conjuntas cuando yo tenía vida?

    Y sin embargo.... cuando el silencio te envolvía, yo no estaba allí.
    Preferí el eco de mi propia risa… antes que el timbre quebrado de tu tristeza.

    -Alza la vista, su sonrisa se suaviza observando el balcón -

    Perdóname por haber sintonizado otras frecuencias cuando la tuya clamaba por compañía.
    Perdóname por las veces en que tu furia no fue más que soledad con disfraz de soberbia…
    y yo, en mi soberbia, no lo supe escuchar.

    -Da un paso adelante. La música se intensifica-

    Pero esta noche, ¡ah, esta noche!, he venido a componer la canción que nunca quise admitir:
    un bolero de redención, una confesión emitida en vivo…
    ¡para el mismísimo Lucifer, mi inspiración prohibida!

    -Se lleva una mano al pecho y canta unos segundos sin palabras, solo en tarareo de radio distorsionada antes de que la música lo acompañará en su canto -

    https://youtu.be/p_1Osm5xE5Y?si=olFI142QaNs5Pqhy
    -Se escucha un eco distante de estática, un sonido proveniente de aquel hotel de viejas glorias, una melodía suave resuena tímidamente hasta sonar melodiosa como si de una serenata se tratar. En la calle, bajo el resplandor rojo de un letrero de neón, Alastor levanta su micrófono de época hacia el balcón del gran hotel infernal en dónde sabía que se encontraba cierto rey infernal- ¡Ah, qué noche tan espléndidamente demoníaca para un número musical improvisado! Digo.... Completamente planeado ¡Lu-ci-fer~! ¡Oh brillante señor del pecado y la elegancia eterna! Mi voz viaja por las ondas del aire solo para ti esta noche… ¡en exclusiva transmisión desde mi corazón hasta tu balcón! -Hace una reverencia exagerada casi dándose en la frente con el piso- He venido con melodía y arrepentimiento en partes iguales, mi radiante antagonista, mi antiguo compañero del caos. Mi curiosa pareja demoníaca ¿Recuerdas nuestras sinfonías conjuntas cuando yo tenía vida? Y sin embargo.... cuando el silencio te envolvía, yo no estaba allí. Preferí el eco de mi propia risa… antes que el timbre quebrado de tu tristeza. -Alza la vista, su sonrisa se suaviza observando el balcón - Perdóname por haber sintonizado otras frecuencias cuando la tuya clamaba por compañía. Perdóname por las veces en que tu furia no fue más que soledad con disfraz de soberbia… y yo, en mi soberbia, no lo supe escuchar. -Da un paso adelante. La música se intensifica- Pero esta noche, ¡ah, esta noche!, he venido a componer la canción que nunca quise admitir: un bolero de redención, una confesión emitida en vivo… ¡para el mismísimo Lucifer, mi inspiración prohibida! -Se lleva una mano al pecho y canta unos segundos sin palabras, solo en tarareo de radio distorsionada antes de que la música lo acompañará en su canto - https://youtu.be/p_1Osm5xE5Y?si=olFI142QaNs5Pqhy
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  • Como soy hijo de un semidiós... nieto del rey de los dioses... tal vez debería ir al Olimpo.
    Como soy hijo de un semidiós... nieto del rey de los dioses... tal vez debería ir al Olimpo.
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  • Isla nunca olvidaría la sensación de esa primera orden, seca, grave, cargada de un peso que no era de rabia, sino de un instinto que por fin volvía a despertar en él. Su corazón golpeó tan fuerte que creyó que se le escaparía del pecho, no por miedo, sino por la certeza de que, tras semanas de distancia, él la estaba reclamando de nuevo.

    Se arrodilló despacio, y al levantar la vista lo vio a él, erguido, con la sombra aún marcada en su mirada pero también con un fuego que había temido no volver a ver. Aquel instante la atravesó de una manera que ninguna palabra podría explicar: no era sumisión, era entrega. Entrega al hombre que había amado incluso cuando se creía perdido, al que aún sangraba por dentro y que, aun roto, tenía la fuerza suficiente para reclamarla.

    Cuando sus dedos se enredaron en su pelo, tirando de ella hacia atrás, Isla cerró los ojos y sintió cómo algo que había estado congelado en su pecho se rompía. No había ternura suave al principio, pero lo que había era más valioso todavía: pasión desnuda, hambre real, el rugido de un hombre que por fin se permitía volver a sentir. Y ella lo recibió como quien recibe la lluvia tras una sequía interminable.

    La noche se desató en un torbellino de gemidos, mordidas y jadeos que parecían más un grito de supervivencia que un acto de amor. Isla lo dejó guiarla, dominarla, marcar cada segundo con esa fuerza que siempre había amado de él. Lo sintió recuperar un pedazo de sí mismo en cada embestida, en cada rugido que se escapaba de su garganta, y ella misma se descubrió respondiendo con la misma intensidad, como si ambos fueran dos bestias luchando por recordarse mutuamente que seguían vivos.

    Pero entre todo aquel fuego, hubo un instante en que él apoyó la frente contra la suya, la respiración mezclada, los ojos cerrados, y entonces Isla comprendió que lo estaba sintiendo todo. Que en ese dominio y en esa posesión había amor, dolor, culpa, deseo, todo enredado en un lazo imposible de cortar.

    Esa noche no fue dulce, ni calmada. Fue salvaje, fue sucia de lágrimas y de sudor, fue un grito compartido contra la oscuridad que los había separado. Y sin embargo, para Isla fue la más hermosa de todas, porque no necesitó promesas ni palabras. Solo la certeza de que, aun roto, él seguía eligiéndola. Y eso bastaba.
    Isla nunca olvidaría la sensación de esa primera orden, seca, grave, cargada de un peso que no era de rabia, sino de un instinto que por fin volvía a despertar en él. Su corazón golpeó tan fuerte que creyó que se le escaparía del pecho, no por miedo, sino por la certeza de que, tras semanas de distancia, él la estaba reclamando de nuevo. Se arrodilló despacio, y al levantar la vista lo vio a él, erguido, con la sombra aún marcada en su mirada pero también con un fuego que había temido no volver a ver. Aquel instante la atravesó de una manera que ninguna palabra podría explicar: no era sumisión, era entrega. Entrega al hombre que había amado incluso cuando se creía perdido, al que aún sangraba por dentro y que, aun roto, tenía la fuerza suficiente para reclamarla. Cuando sus dedos se enredaron en su pelo, tirando de ella hacia atrás, Isla cerró los ojos y sintió cómo algo que había estado congelado en su pecho se rompía. No había ternura suave al principio, pero lo que había era más valioso todavía: pasión desnuda, hambre real, el rugido de un hombre que por fin se permitía volver a sentir. Y ella lo recibió como quien recibe la lluvia tras una sequía interminable. La noche se desató en un torbellino de gemidos, mordidas y jadeos que parecían más un grito de supervivencia que un acto de amor. Isla lo dejó guiarla, dominarla, marcar cada segundo con esa fuerza que siempre había amado de él. Lo sintió recuperar un pedazo de sí mismo en cada embestida, en cada rugido que se escapaba de su garganta, y ella misma se descubrió respondiendo con la misma intensidad, como si ambos fueran dos bestias luchando por recordarse mutuamente que seguían vivos. Pero entre todo aquel fuego, hubo un instante en que él apoyó la frente contra la suya, la respiración mezclada, los ojos cerrados, y entonces Isla comprendió que lo estaba sintiendo todo. Que en ese dominio y en esa posesión había amor, dolor, culpa, deseo, todo enredado en un lazo imposible de cortar. Esa noche no fue dulce, ni calmada. Fue salvaje, fue sucia de lágrimas y de sudor, fue un grito compartido contra la oscuridad que los había separado. Y sin embargo, para Isla fue la más hermosa de todas, porque no necesitó promesas ni palabras. Solo la certeza de que, aun roto, él seguía eligiéndola. Y eso bastaba.
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  • 🐾 El Día de las Bestias Eternas
    Fandom Mitologica
    Categoría Original
    El Inframundo despierta con un murmullo antiguo.
    Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar.
    Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos.
    Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje.
    Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad.

    En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul.
    Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento.
    Todas aguardan en silencio.
    El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva.
    Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras.

    El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra.
    A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza.

    Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue.
    En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas:
    una roja por la furia,
    una negra por la noche,
    y una blanca por la lealtad.

    A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo.
    Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol.
    Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas.

    Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia:

    “Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas.
    Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas.
    Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono.
    Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas.
    Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.”

    Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón.
    El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo.
    Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente.

    Albina da un paso adelante.
    De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo.
    La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre.
    El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio.

    Entonces, las puertas del salón se abren.
    Una marea de luz y sombras invade el aire.
    Comienza el Desfile de los Fieles.

    Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos.
    Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua.
    Sus pasos resuenan como tambores lejanos.
    Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante.
    Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse.
    Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera.

    Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso.
    Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención.
    No impone dominio, sino presencia.
    A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad.
    Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa.
    Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal.

    El desfile se extiende durante horas eternas.
    Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes.
    Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje.

    Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene.
    Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino.
    Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono.
    No hay condena. No hay dolor.
    Solo respeto.
    Solo comunión.

    El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz.
    El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida.
    En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente.
    Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen.

    Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro.
    El Inframundo ha cambiado.
    Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión.

    Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad:
    que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana.
    Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.
    El Inframundo despierta con un murmullo antiguo. Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar. Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos. Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje. Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad. En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul. Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento. Todas aguardan en silencio. El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva. Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras. El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra. A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza. Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue. En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas: una roja por la furia, una negra por la noche, y una blanca por la lealtad. A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo. Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol. Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas. Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia: “Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas. Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas. Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono. Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas. Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.” Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón. El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo. Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente. Albina da un paso adelante. De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo. La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre. El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio. Entonces, las puertas del salón se abren. Una marea de luz y sombras invade el aire. Comienza el Desfile de los Fieles. Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos. Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua. Sus pasos resuenan como tambores lejanos. Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante. Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse. Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera. Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso. Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención. No impone dominio, sino presencia. A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad. Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa. Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal. El desfile se extiende durante horas eternas. Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes. Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje. Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene. Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino. Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono. No hay condena. No hay dolor. Solo respeto. Solo comunión. El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz. El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida. En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente. Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen. Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro. El Inframundo ha cambiado. Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión. Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad: que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana. Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.
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