• Cada día era un hilo nuevo.
    Un consuelo que no rompe el equilibrio del mundo onírico.
    Una ayuda suave necesaria, en cada alma del mundo.
    Sin embargo, su núcleo de espíritu divino vibró.

    Una luz titilando.
    Una raíz parte de su creación.
    "¿Mamá?" Preguntó con esperanza.

    Nadie le contestó.
    Pero solo la calidez percibida, le dio paso a que una pequeña migaja de esperanza volviera a vivir.

    "Su amanecer no lo siento tan lejos" susurró con una vibración emotiva.
    Se quedó a un metro de distancia donde descansaba Morfeo, su maestro, y entre ese propio sueño, susurró solo para él: "La sentí."

    Y con solo eso. Se calmó y siguió con su labor. Los temas de padre e hijo, no le interesaban. No tenía ningún pie en el asunto, así que solo seguiría en su corriente, sin entorpecer nada. Solo ayudar donde se necesitara.
    Cada día era un hilo nuevo. Un consuelo que no rompe el equilibrio del mundo onírico. Una ayuda suave necesaria, en cada alma del mundo. Sin embargo, su núcleo de espíritu divino vibró. Una luz titilando. Una raíz parte de su creación. "¿Mamá?" Preguntó con esperanza. Nadie le contestó. Pero solo la calidez percibida, le dio paso a que una pequeña migaja de esperanza volviera a vivir. "Su amanecer no lo siento tan lejos" susurró con una vibración emotiva. Se quedó a un metro de distancia donde descansaba Morfeo, su maestro, y entre ese propio sueño, susurró solo para él: "La sentí." Y con solo eso. Se calmó y siguió con su labor. Los temas de padre e hijo, no le interesaban. No tenía ningún pie en el asunto, así que solo seguiría en su corriente, sin entorpecer nada. Solo ayudar donde se necesitara.
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  • Después de un largo día en la tierra, Mark decidió volver al hotel y descansar. La habitación era pequeña, casi austera, sin lujos ni adornos innecesarios. Una cama deshecha, una silla en el rincón junto a una mesa cubierta con papeles, y una ventana que dejaba pasar la luz tenue de un atardecer que se desvanecía rápidamente. Mark estaba solo, sin soldados que lo vigilasen, sin órdenes inmediatas que seguir. Era su último día en la Tierra, antes de regresar a su deber, y aún no estaba listo para partir.

    En la mochila que llevaba consigo, su mirada se detuvo por un instante en un objeto que no estaba relacionado con las batallas, las guerras ni la conquista: un libro. Simplemente lo sacó y lo dejó sobre la mesa, sus dedos rozando la cubierta como si estuviera tocando algo raro, algo ajeno a el. Había encontrado ese libro en su antiguo hogar, escondido en una caja de cartón encima de un armario viejo. Tenía entendido que los libros fueron escritos por su padre, pero nunca les prestó mayor interés. Pero ahora, en la quietud de la habitación, algo le impulsó a abrirlo.

    Lo hojeó por unos momentos hasta llegar a una página que captó su atención. El título en la parte superior decía: "Space Racer: El hombre con el arma INVENCIBLE". Sin querer, su rostro adoptó una ligera expresión de curiosidad. Se acomodó en la silla y comenzó a leer.

    —Buen titulo, papá. —Dijo el, mostrando una leve sonrisa.

    —"𝙋𝙤𝙘𝙤 𝙨𝙚 𝙨𝙖𝙗𝙞́𝙖 𝙨𝙤𝙗𝙧𝙚 𝙚𝙡 𝙎𝙥𝙖𝙘𝙚 𝙍𝙖𝙘𝙚𝙧. 𝙀𝙧𝙖 𝙪𝙣 𝙢𝙞𝙨𝙩𝙚𝙧𝙞𝙤, 𝙪𝙣𝙖 𝙛𝙞𝙜𝙪𝙧𝙖 𝙡𝙚𝙜𝙚𝙣𝙙𝙖𝙧𝙞𝙖. 𝙎𝙪𝙨 𝙝𝙞𝙨𝙩𝙤𝙧𝙞𝙖𝙨 𝙖𝙗𝙖𝙧𝙘𝙖𝙣 𝟭𝟮 𝙜𝙖𝙡𝙖𝙭𝙞𝙖𝙨 𝙮 𝙩𝙤𝙙𝙖𝙨 𝙚𝙡𝙡𝙖𝙨 𝙞𝙣𝙘𝙡𝙪𝙞́𝙖𝙣 𝙪𝙣𝙖 𝙘𝙤𝙣𝙨𝙩𝙖𝙣𝙩𝙚:

    —"𝙄𝙉𝙁𝙄𝙉𝙄𝙏𝙔 𝙍𝘼𝙔" —Realizó una breve pausa al leer aquel nombre, luego continuó con la lectura.

    —"𝙎𝙚 𝙙𝙚𝙘𝙞́𝙖 𝙦𝙪𝙚 𝙚𝙢𝙞𝙩𝙞́𝙖 𝙪𝙣𝙖 𝙤𝙣𝙙𝙖 𝙙𝙚 𝙚𝙣𝙚𝙧𝙜𝙞́𝙖 𝙞𝙢𝙥𝙖𝙧𝙖𝙗𝙡𝙚 𝙦𝙪𝙚 𝙙𝙚𝙨𝙩𝙧𝙪𝙞́𝙖 𝙩𝙤𝙙𝙤 𝙖 𝙨𝙪 𝙥𝙖𝙨𝙤: 𝙖𝙨𝙩𝙚𝙧𝙤𝙞𝙙𝙚𝙨, 𝙨𝙖𝙩𝙚́𝙡𝙞𝙩𝙚𝙨, 𝙥𝙡𝙖𝙣𝙚𝙩𝙖𝙨 𝙮 𝙚𝙨𝙩𝙧𝙚𝙡𝙡𝙖𝙨. 𝙋𝙚𝙧𝙤 𝙧𝙚𝙦𝙪𝙚𝙧𝙞́𝙖 𝙪𝙣 𝙥𝙪𝙡𝙨𝙤 𝙛𝙞𝙧𝙢𝙚 𝙮 𝙢𝙖́𝙨 𝙞𝙢𝙥𝙤𝙧𝙩𝙖𝙣𝙩𝙚 𝙖𝙪́𝙣, 𝙪𝙣𝙖 𝙢𝙚𝙣𝙩𝙚 𝙛𝙞𝙧𝙢𝙚. 𝙉𝙖𝙙𝙞𝙚 𝙥𝙪𝙙𝙤 𝙖𝙘𝙚𝙧𝙘𝙖𝙧𝙨𝙚 𝙖 𝙄𝙣𝙛𝙞𝙣𝙞𝙩𝙮 𝙍𝙖𝙮 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙚𝙨𝙩𝙪𝙙𝙞𝙖𝙧 𝙚𝙡 𝙖𝙧𝙢𝙖 𝙥𝙤𝙧 𝙨𝙪 𝙘𝙪𝙚𝙣𝙩𝙖".

    —"𝙎𝙞 𝙄𝙣𝙛𝙞𝙣𝙞𝙩𝙮 𝙍𝙖𝙮 𝙚𝙨 𝙧𝙚𝙖𝙡 𝙮 𝙚𝙨 𝙩𝙖́𝙣 𝙥𝙤𝙙𝙚𝙧𝙤𝙨𝙤 𝙘𝙤𝙢𝙤 𝙡𝙖𝙨 𝙝𝙞𝙨𝙩𝙤𝙧𝙞𝙖𝙨 𝙙𝙞𝙘𝙚𝙣, 𝙧𝙚𝙥𝙧𝙚𝙨𝙚𝙣𝙩𝙖 𝙪𝙣 𝙜𝙧𝙖𝙣 𝙥𝙚𝙡𝙞𝙜𝙧𝙤 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙣𝙪𝙚𝙨𝙩𝙧𝙖 𝙢𝙞𝙨𝙞𝙤́𝙣"

    Mark cerró el libro por un momento, pensativo. Había algo en la historia que le resonaba, algo que sentía profundamente en su ser. El concepto de ser imparable, de ser tan fuerte que nadie pudiera desafiarte. En cierto modo, Space Racer, con su arma destructiva, le recordaba a el mismo. El cazador sin escrúpulos, imparable, brutal... y vacío.

    Después de un largo día en la tierra, Mark decidió volver al hotel y descansar. La habitación era pequeña, casi austera, sin lujos ni adornos innecesarios. Una cama deshecha, una silla en el rincón junto a una mesa cubierta con papeles, y una ventana que dejaba pasar la luz tenue de un atardecer que se desvanecía rápidamente. Mark estaba solo, sin soldados que lo vigilasen, sin órdenes inmediatas que seguir. Era su último día en la Tierra, antes de regresar a su deber, y aún no estaba listo para partir. En la mochila que llevaba consigo, su mirada se detuvo por un instante en un objeto que no estaba relacionado con las batallas, las guerras ni la conquista: un libro. Simplemente lo sacó y lo dejó sobre la mesa, sus dedos rozando la cubierta como si estuviera tocando algo raro, algo ajeno a el. Había encontrado ese libro en su antiguo hogar, escondido en una caja de cartón encima de un armario viejo. Tenía entendido que los libros fueron escritos por su padre, pero nunca les prestó mayor interés. Pero ahora, en la quietud de la habitación, algo le impulsó a abrirlo. Lo hojeó por unos momentos hasta llegar a una página que captó su atención. El título en la parte superior decía: "Space Racer: El hombre con el arma INVENCIBLE". Sin querer, su rostro adoptó una ligera expresión de curiosidad. Se acomodó en la silla y comenzó a leer. —Buen titulo, papá. —Dijo el, mostrando una leve sonrisa. —"𝙋𝙤𝙘𝙤 𝙨𝙚 𝙨𝙖𝙗𝙞́𝙖 𝙨𝙤𝙗𝙧𝙚 𝙚𝙡 𝙎𝙥𝙖𝙘𝙚 𝙍𝙖𝙘𝙚𝙧. 𝙀𝙧𝙖 𝙪𝙣 𝙢𝙞𝙨𝙩𝙚𝙧𝙞𝙤, 𝙪𝙣𝙖 𝙛𝙞𝙜𝙪𝙧𝙖 𝙡𝙚𝙜𝙚𝙣𝙙𝙖𝙧𝙞𝙖. 𝙎𝙪𝙨 𝙝𝙞𝙨𝙩𝙤𝙧𝙞𝙖𝙨 𝙖𝙗𝙖𝙧𝙘𝙖𝙣 𝟭𝟮 𝙜𝙖𝙡𝙖𝙭𝙞𝙖𝙨 𝙮 𝙩𝙤𝙙𝙖𝙨 𝙚𝙡𝙡𝙖𝙨 𝙞𝙣𝙘𝙡𝙪𝙞́𝙖𝙣 𝙪𝙣𝙖 𝙘𝙤𝙣𝙨𝙩𝙖𝙣𝙩𝙚: —"𝙄𝙉𝙁𝙄𝙉𝙄𝙏𝙔 𝙍𝘼𝙔" —Realizó una breve pausa al leer aquel nombre, luego continuó con la lectura. —"𝙎𝙚 𝙙𝙚𝙘𝙞́𝙖 𝙦𝙪𝙚 𝙚𝙢𝙞𝙩𝙞́𝙖 𝙪𝙣𝙖 𝙤𝙣𝙙𝙖 𝙙𝙚 𝙚𝙣𝙚𝙧𝙜𝙞́𝙖 𝙞𝙢𝙥𝙖𝙧𝙖𝙗𝙡𝙚 𝙦𝙪𝙚 𝙙𝙚𝙨𝙩𝙧𝙪𝙞́𝙖 𝙩𝙤𝙙𝙤 𝙖 𝙨𝙪 𝙥𝙖𝙨𝙤: 𝙖𝙨𝙩𝙚𝙧𝙤𝙞𝙙𝙚𝙨, 𝙨𝙖𝙩𝙚́𝙡𝙞𝙩𝙚𝙨, 𝙥𝙡𝙖𝙣𝙚𝙩𝙖𝙨 𝙮 𝙚𝙨𝙩𝙧𝙚𝙡𝙡𝙖𝙨. 𝙋𝙚𝙧𝙤 𝙧𝙚𝙦𝙪𝙚𝙧𝙞́𝙖 𝙪𝙣 𝙥𝙪𝙡𝙨𝙤 𝙛𝙞𝙧𝙢𝙚 𝙮 𝙢𝙖́𝙨 𝙞𝙢𝙥𝙤𝙧𝙩𝙖𝙣𝙩𝙚 𝙖𝙪́𝙣, 𝙪𝙣𝙖 𝙢𝙚𝙣𝙩𝙚 𝙛𝙞𝙧𝙢𝙚. 𝙉𝙖𝙙𝙞𝙚 𝙥𝙪𝙙𝙤 𝙖𝙘𝙚𝙧𝙘𝙖𝙧𝙨𝙚 𝙖 𝙄𝙣𝙛𝙞𝙣𝙞𝙩𝙮 𝙍𝙖𝙮 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙚𝙨𝙩𝙪𝙙𝙞𝙖𝙧 𝙚𝙡 𝙖𝙧𝙢𝙖 𝙥𝙤𝙧 𝙨𝙪 𝙘𝙪𝙚𝙣𝙩𝙖". —"𝙎𝙞 𝙄𝙣𝙛𝙞𝙣𝙞𝙩𝙮 𝙍𝙖𝙮 𝙚𝙨 𝙧𝙚𝙖𝙡 𝙮 𝙚𝙨 𝙩𝙖́𝙣 𝙥𝙤𝙙𝙚𝙧𝙤𝙨𝙤 𝙘𝙤𝙢𝙤 𝙡𝙖𝙨 𝙝𝙞𝙨𝙩𝙤𝙧𝙞𝙖𝙨 𝙙𝙞𝙘𝙚𝙣, 𝙧𝙚𝙥𝙧𝙚𝙨𝙚𝙣𝙩𝙖 𝙪𝙣 𝙜𝙧𝙖𝙣 𝙥𝙚𝙡𝙞𝙜𝙧𝙤 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙣𝙪𝙚𝙨𝙩𝙧𝙖 𝙢𝙞𝙨𝙞𝙤́𝙣" Mark cerró el libro por un momento, pensativo. Había algo en la historia que le resonaba, algo que sentía profundamente en su ser. El concepto de ser imparable, de ser tan fuerte que nadie pudiera desafiarte. En cierto modo, Space Racer, con su arma destructiva, le recordaba a el mismo. El cazador sin escrúpulos, imparable, brutal... y vacío.
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  • *En mis estudios obligue a Damián mostrar su verdadera fuerza Pero nada me prepararía para lo que iba a presenciar al retroceder y sentir como emanaba gran cantidad de poder divino me hacía temblar era como presenciar la ira de Padre y eso solo lo pude presenciar cuando los humanos blasfemaron contra el *


    —Este niño ....—

    *Ahora como haría para calmarlo *
    *En mis estudios obligue a Damián mostrar su verdadera fuerza Pero nada me prepararía para lo que iba a presenciar al retroceder y sentir como emanaba gran cantidad de poder divino me hacía temblar era como presenciar la ira de Padre y eso solo lo pude presenciar cuando los humanos blasfemaron contra el * —Este niño ....— *Ahora como haría para calmarlo *
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  • La oscuridad fue mi refugio.
    Mi santuario.
    Cómoda, húmeda.
    Pero insuficiente.

    Una semana pasó desde aquel bonito vals con el padrecito fluorescente, con su sal, su cruz, su luz, y ese aroma a redención rancia que me dejó en la piel. Una semana tragando la mierda de la ciudad subterránea, entre tuberías oxidadas y secretos de alcantarilla. Hasta que decidí moverme.

    No tan cerca, no tan lejos. Lo justo. Una pizca de sensatez, no más, mezclada con kilos de hambre.

    Porque necesitaba alimento. No migajas, no un par de almas rotas goteando desesperación como grifos viejos. Necesitaba una fuente. Un río. Una tormenta emocional que me llenara hasta el último rincón.

    Y no tenía un plan. ¿Para qué? Las mentes preparadas saben improvisar.

    Allí fui.
    St. Dymphna Behavioral Health Center.
    A las afueras de Missoula, Montana.
    Pequeño. Discreto. Olvidado. Perfecto.

    Los primeros en notarme fueron, naturalmente, los que ya estaban rotos. Los locos. Los que oyen voces, ven formas y lamen paredes. Les hablé. Les susurré. Les hice reír. Les hice gritar. Uno intentó dibujarme con su mierda. Lindo detalle.

    El personal lo anotó como un “aumento moderado en los episodios alucinatorios grupales”.

    Delicioso.

    Tres días después, una enfermera “muy profesional” reportó haber visto una sombra extraña en un pasillo.

    Pobrecita.

    No supo que yo también la vi a ella. Y a lo que lloraba cuando pensaba que nadie miraba. Me la bebí despacio.

    Y ella contagió a sus compañeras. El terror empezó a fluir. Como intravenosa directa al alma.

    Silencioso, lento, espeso.

    Tres días más y yo era el secreto peor guardado del hospital. Mi nombre no se decía, pero mi silueta se garabateaba en las paredes con lápices mordidos y uñas ensangrentadas.

    Y yo, radiante. Vital. Glorioso.

    Podía haberme ido en ese mismo momento, habría sido lo usual, no necesito reflectores ni los aplausos del publico. Podía dejar que lo archivaran como un brote de histeria colectiva.

    Pero no.

    ¿Sabes por qué vine en realidad? Por él.

    Por ese santo de mirada indolente que aún paseaba por mis pensamientos. Por su fe. Por su puñetera luz.

    Me entretuvo. Me divirtió. Y eso, padrecito, tuve que honrarlo.

    Así que hice mi obra.

    Una función especial, solo por una noche.

    Maté a todos.
    A todos y cada uno.
    76 pacientes.
    28 empleados.
    No quedó uno solo con vida.
    Ni un cuerpo sin desmembrar, ni un grito sin atender, ni un ojo sin vaciar. Me tomé mi tiempo. Jugué con ellos. Adiviné sus miedos. Se los di. Y los devoré.

    Y al final…

    Al final, al fondo del pasillo de las habitaciones, donde las luces titilaban y los rezos se evaporaban, dejé mi firma, un retrato hecho con sangre, uñas, carne seca. El rostro del hombre que me hizo sonreír aquella noche, dos semanas atrás.

    ¿Ves lo que me haces hacer, padrecito?
    ¿No es hermoso?
    La oscuridad fue mi refugio. Mi santuario. Cómoda, húmeda. Pero insuficiente. Una semana pasó desde aquel bonito vals con el padrecito fluorescente, con su sal, su cruz, su luz, y ese aroma a redención rancia que me dejó en la piel. Una semana tragando la mierda de la ciudad subterránea, entre tuberías oxidadas y secretos de alcantarilla. Hasta que decidí moverme. No tan cerca, no tan lejos. Lo justo. Una pizca de sensatez, no más, mezclada con kilos de hambre. Porque necesitaba alimento. No migajas, no un par de almas rotas goteando desesperación como grifos viejos. Necesitaba una fuente. Un río. Una tormenta emocional que me llenara hasta el último rincón. Y no tenía un plan. ¿Para qué? Las mentes preparadas saben improvisar. Allí fui. St. Dymphna Behavioral Health Center. A las afueras de Missoula, Montana. Pequeño. Discreto. Olvidado. Perfecto. Los primeros en notarme fueron, naturalmente, los que ya estaban rotos. Los locos. Los que oyen voces, ven formas y lamen paredes. Les hablé. Les susurré. Les hice reír. Les hice gritar. Uno intentó dibujarme con su mierda. Lindo detalle. El personal lo anotó como un “aumento moderado en los episodios alucinatorios grupales”. Delicioso. Tres días después, una enfermera “muy profesional” reportó haber visto una sombra extraña en un pasillo. Pobrecita. No supo que yo también la vi a ella. Y a lo que lloraba cuando pensaba que nadie miraba. Me la bebí despacio. Y ella contagió a sus compañeras. El terror empezó a fluir. Como intravenosa directa al alma. Silencioso, lento, espeso. Tres días más y yo era el secreto peor guardado del hospital. Mi nombre no se decía, pero mi silueta se garabateaba en las paredes con lápices mordidos y uñas ensangrentadas. Y yo, radiante. Vital. Glorioso. Podía haberme ido en ese mismo momento, habría sido lo usual, no necesito reflectores ni los aplausos del publico. Podía dejar que lo archivaran como un brote de histeria colectiva. Pero no. ¿Sabes por qué vine en realidad? Por él. Por ese santo de mirada indolente que aún paseaba por mis pensamientos. Por su fe. Por su puñetera luz. Me entretuvo. Me divirtió. Y eso, padrecito, tuve que honrarlo. Así que hice mi obra. Una función especial, solo por una noche. Maté a todos. A todos y cada uno. 76 pacientes. 28 empleados. No quedó uno solo con vida. Ni un cuerpo sin desmembrar, ni un grito sin atender, ni un ojo sin vaciar. Me tomé mi tiempo. Jugué con ellos. Adiviné sus miedos. Se los di. Y los devoré. Y al final… Al final, al fondo del pasillo de las habitaciones, donde las luces titilaban y los rezos se evaporaban, dejé mi firma, un retrato hecho con sangre, uñas, carne seca. El rostro del hombre que me hizo sonreír aquella noche, dos semanas atrás. ¿Ves lo que me haces hacer, padrecito? ¿No es hermoso?
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    No hay mejor verdad, como un relato de la propia madre y raíz, que vio nacer, lo sintió y creó mi existencia. En lo único que estoy agradecido infinitamente es tener una madre como ella, solo una vez lo diré: Gracias padre, por haber caído al sublime encanto de Madre.
    No hay mejor verdad, como un relato de la propia madre y raíz, que vio nacer, lo sintió y creó mi existencia. En lo único que estoy agradecido infinitamente es tener una madre como ella, solo una vez lo diré: Gracias padre, por haber caído al sublime encanto de Madre.
    “Recuerdo del Nacimiento de Zagreus”

    A veces, cuando el silencio me envuelve en los pasillos del Inframundo, me detengo a recordar aquel día.
    El día en que nació nuestro hijo.

    Mi cuerpo no se transformó como el de una mortal. Cambió con lentitud y poder, como si el universo mismo estuviera dentro de mí, latiendo con un pulso antiguo y profundo. La energía que me habitaba alteró todo a mi alrededor: el aire se volvió denso, los jardines florecían sin control, y las sombras murmuraban a cada paso que daba.

    Hades no me dejó sola ni un instante. Estaba conmigo en cada respiración, en cada estremecimiento de mi piel. Me cuidaba con manos firmes y ojos llenos de una ternura que rara vez mostraba a otros. Sentía cómo cada noche, entre palabras y caricias, fortalecíamos lo que habíamos creado juntos.

    Y entonces, llegó el momento.

    Recuerdo el temblor del suelo bajo mis pies. Recuerdo el grito que brotó de lo más profundo de mí, no de dolor, sino de vida. Un llamado primitivo, antiguo, que hizo eco en cada rincón del Inframundo.

    Hades llegó a mi lado cubierto en ceniza, como si él también hubiese ardido en la espera. Me sostuvo con fuerza, y nuestros ojos se encontraron. En ese instante, no éramos rey y reina. Éramos simplemente dos almas esperando recibir un milagro.

    Y cuando nuestro hijo nació…
    no lloró.
    Rugió.

    Un sonido profundo, ancestral, como si la esencia del Inframundo tomara forma en su voz. Tenía el cabello oscuro como la noche sin luna y ojos que parecían hechos de estrellas muertas. En su piel brillaba un fuego que no quemaba, pero que imponía respeto.

    Lo sostuve en brazos, y el mundo pareció detenerse.

    —Nuestro hijo —dije, con lágrimas en los ojos—. Nacido del amor, del poder… del destino.

    Hades lo alzó al cielo oscuro del Inframundo, y en ese preciso instante, algo cambió en el universo.
    El Olimpo despertó inquieto.
    Los dioses sintieron que un nuevo poder caminaba entre los suyos.

    Zagreus había llegado.

    No era solo un niño.

    Era la prueba viviente de que el Inframundo no era estéril.
    Que incluso en la oscuridad más absoluta puede florecer la vida.
    Que el amor no necesita la luz del sol para ser fecundo.
    Que una reina de primavera puede dar a luz entre las cenizas y el fuego, sin perder su esencia, sino transformándola.

    Él fue mi renacer.
    Mi hijo.
    Mi legado.
    La fusión de lo salvaje y lo tierno.
    Del fin y del comienzo.

    Y mientras los dioses se agitaban en sus tronos, temiendo lo que aún no entendían, yo sonreía.

    Porque en mis brazos dormía algo más que poder.
    Dormía esperanza.
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  • Akatosh

    ◇◇ Las costumbres no se olvidan jamás ◇◇


    Como era su costumbre desde que lo recuerda Kari se encontraba elevando una plegaria hacia el dios que sus padres le hicieron tenerle fe y devoción, a pesar de las circunstancias, el altar de Akatosh estaba puesto pulcro y con ofrendas, tal como le había enseñado su padre Halvar.

    —Hola, soy yo, bueno, no te pido nada o bueno si… que me des una manita en el turno de hoy, no es que desprecie las monedas que me da Thorstein pero es que a veces eso de ser la saca borrachos no va conmigo.

    Dijo sonriendo animada para luego hacer una reverencia al altar y salir hacia su trabajo en la posada, como cosa rara y ya firma de ella, iba tarde así que apuró el paso.

    Luego de la maratónica carrera y de pelear con ñas gallinas que se le atravesaban en el camino, llegó a la posada, rápidamente fue por su delantal y trapo ante un llamado de atención de Thorstein, el dueño de la posada.

    —Debías estar aquí a lo que el sol comienza a ocultarse, ni más ni menos Kari.— Dijo un enojado Thorstein a lo que Kari respondió con una sonrisa.

    —Pero ya estoy aquí Thorstein, distinto fuera que no hubiera venido.
    —No es eso Kari, de aquí tu eres la más capaz, si hubieses estado temprano, ese mago loco de ese loco colegio de magos no hubiera hecho un desastre la mesa de alquimia, es que no se ni por qué te hice caso de poner ese tiesto ahí.

    Kari soltó una risa fuerte ante las quejas se Thorstein y fue a la mesa a limpiarla mientras dejaba a su amigo que siga rabiando solo, y así comenzaba un día más en la vida de Kari, entre aguamiel y cantos de los bardos.

    [Ak4Aur1el] ◇◇ Las costumbres no se olvidan jamás ◇◇ Como era su costumbre desde que lo recuerda Kari se encontraba elevando una plegaria hacia el dios que sus padres le hicieron tenerle fe y devoción, a pesar de las circunstancias, el altar de Akatosh estaba puesto pulcro y con ofrendas, tal como le había enseñado su padre Halvar. —Hola, soy yo, bueno, no te pido nada o bueno si… que me des una manita en el turno de hoy, no es que desprecie las monedas que me da Thorstein pero es que a veces eso de ser la saca borrachos no va conmigo. Dijo sonriendo animada para luego hacer una reverencia al altar y salir hacia su trabajo en la posada, como cosa rara y ya firma de ella, iba tarde así que apuró el paso. Luego de la maratónica carrera y de pelear con ñas gallinas que se le atravesaban en el camino, llegó a la posada, rápidamente fue por su delantal y trapo ante un llamado de atención de Thorstein, el dueño de la posada. —Debías estar aquí a lo que el sol comienza a ocultarse, ni más ni menos Kari.— Dijo un enojado Thorstein a lo que Kari respondió con una sonrisa. —Pero ya estoy aquí Thorstein, distinto fuera que no hubiera venido. —No es eso Kari, de aquí tu eres la más capaz, si hubieses estado temprano, ese mago loco de ese loco colegio de magos no hubiera hecho un desastre la mesa de alquimia, es que no se ni por qué te hice caso de poner ese tiesto ahí. Kari soltó una risa fuerte ante las quejas se Thorstein y fue a la mesa a limpiarla mientras dejaba a su amigo que siga rabiando solo, y así comenzaba un día más en la vida de Kari, entre aguamiel y cantos de los bardos.
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  • La calma que precede a la tormenta.
    Fandom Kuroshitsuji/Black Butler OC y otros
    Categoría Drama
    Su señor padre se encontraba en la mansión, y Jean, sin perder un segundo, fue a verlo a su estudio para solicitar autorización para viajar a Londres.

    —Conde Phantomhive —lo saludó al entrar al despacho con una leve inclinación de cabeza, manteniendo sus modales formales incluso en privado. —Lamento importunarlo… pero vengo a pedirle permiso para visitar la ciudad.

    Jean alzó la mirada, encontrándose con unos azules idénticos a los suyos, los de su padre.

    «De todas formas», pensó con descaro. «Si no me da permiso, puedo ir por mis propios medios.»

    La urgencia que sentía Jean en estos momentos lo llevaría a asumir cualquier riesgo con tal de llegar a Londres. Cuando se trataba de desentrañar la verdad sobre sí mismo, nada lo detendría: ni la negativa de su padre, ni los sirvientes... ni siquiera Sebastian.

    ___
    Hiro Ciel Phantomhive
    Su señor padre se encontraba en la mansión, y Jean, sin perder un segundo, fue a verlo a su estudio para solicitar autorización para viajar a Londres. —Conde Phantomhive —lo saludó al entrar al despacho con una leve inclinación de cabeza, manteniendo sus modales formales incluso en privado. —Lamento importunarlo… pero vengo a pedirle permiso para visitar la ciudad. Jean alzó la mirada, encontrándose con unos azules idénticos a los suyos, los de su padre. «De todas formas», pensó con descaro. «Si no me da permiso, puedo ir por mis propios medios.» La urgencia que sentía Jean en estos momentos lo llevaría a asumir cualquier riesgo con tal de llegar a Londres. Cuando se trataba de desentrañar la verdad sobre sí mismo, nada lo detendría: ni la negativa de su padre, ni los sirvientes... ni siquiera Sebastian. ___ [Hiritox3] [potentiareger3]
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  • Inspección.

    ‹ Estaba con sus soldados ayudantes, quiénes también eran jueces aunque aprendices ese día. Revisó la lista de personas sospechosas infectadas que se le otorgó mientras dirigía su mirada hacia una fila de personas que estaban reunidas cerca de ellos. Aunque había un niño que no dejaba de mirarle fijamente. Lu Feng encontró ésto sospechoso. ›

    — ¿De dónde viene ese niño y porqué no deja de mirarme? Quizás está infectado..

    ‹ Justo cuando ya estaba sacando su arma e iba a acercarse a verificar, un solado a su lado habló rápidamente. ›

    — Le tiene miedo, mi señor.

    ‹ Lu Feng se detuvo y le dió una mirada inexpresiva al soldado, pero éste sabía que esa mirada de su líder era de incredulidad. Así que volvió a hablar. ›

    — Estoy seguro de que usted ya le habría juzgado si el niño estuviera infectado sin necesidad de verificar. Entonces la razón por la que le observa tan fervientemente es porque teme de usted.

    ‹ Aún con tanta explicación, Lu Feng siguió neutral. Guardó su arma con suavidad y le devolvió la mirada al infante, quién bajo ese color esmeralda intenso se sintió expuesto y se escondió con pánico detrás de un hombre, Lu Feng supuso que era su padre. Él tampoco estaba infectado. Había experimentado miradas de miedo, rechazo, repulsión y odio. Pero todo era de adultos, ésta era la primera vez que recibía eso de un niño. ›

    ‹ Suspiró levemente y ladeó su cabeza y luego miró al soldado. Éste comprendió y corrió a decirle al padre e hijo que podían irse de la inspección. Ellos se pusieron alegres como si habían tenido otra oportunidad para vivir y se fueron. Aunque no sería lo mismo para otras personas. A los minutos los disparos empezaron a sonar y el juez olvidó ese instante de momentánea humanidad que creyó siempre inexistente. ›
    Inspección. ‹ Estaba con sus soldados ayudantes, quiénes también eran jueces aunque aprendices ese día. Revisó la lista de personas sospechosas infectadas que se le otorgó mientras dirigía su mirada hacia una fila de personas que estaban reunidas cerca de ellos. Aunque había un niño que no dejaba de mirarle fijamente. Lu Feng encontró ésto sospechoso. › — ¿De dónde viene ese niño y porqué no deja de mirarme? Quizás está infectado.. ‹ Justo cuando ya estaba sacando su arma e iba a acercarse a verificar, un solado a su lado habló rápidamente. › — Le tiene miedo, mi señor. ‹ Lu Feng se detuvo y le dió una mirada inexpresiva al soldado, pero éste sabía que esa mirada de su líder era de incredulidad. Así que volvió a hablar. › — Estoy seguro de que usted ya le habría juzgado si el niño estuviera infectado sin necesidad de verificar. Entonces la razón por la que le observa tan fervientemente es porque teme de usted. ‹ Aún con tanta explicación, Lu Feng siguió neutral. Guardó su arma con suavidad y le devolvió la mirada al infante, quién bajo ese color esmeralda intenso se sintió expuesto y se escondió con pánico detrás de un hombre, Lu Feng supuso que era su padre. Él tampoco estaba infectado. Había experimentado miradas de miedo, rechazo, repulsión y odio. Pero todo era de adultos, ésta era la primera vez que recibía eso de un niño. › ‹ Suspiró levemente y ladeó su cabeza y luego miró al soldado. Éste comprendió y corrió a decirle al padre e hijo que podían irse de la inspección. Ellos se pusieron alegres como si habían tenido otra oportunidad para vivir y se fueron. Aunque no sería lo mismo para otras personas. A los minutos los disparos empezaron a sonar y el juez olvidó ese instante de momentánea humanidad que creyó siempre inexistente. ›
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  • Kaori observaba el mundo con una mezcla de hastío y burla apenas disimulada. Le resultaba casi cómico —casi trágico— ver cómo la humanidad se revolcaba en su propia mediocridad con una sonrisa en la cara. La falta de originalidad no era un defecto, no para ellos; era un estandarte. Imitaban, copiaban, repetían patrones sin cuestionar nada, y luego se justificaban con un patético: “Es que soy así”. Como si la estupidez fuera un rasgo de personalidad digno de orgullo.

    Lo que más le irritaba no era que fueran vacíos. Era que fingieran no serlo. Se disfrazaban de interesantes, como niños usando la ropa de sus padres, creyendo que con eso bastaba para ser adultos. Se llenaban la boca con frases que no entendían, referencias que no les pertenecían, estilos que les quedaban grandes. Y cuando alguien les señalaba la falta de sustancia, se defendían con arrogancia, no con argumentos.

    Para Kaori, era simple: no todos merecían llamarse individuos. Algunos eran solo sombras de otros, un eco mal construido de ideas robadas. No les molestaba no pensar, les molestaba que otros lo notaran. Porque, al final del día, era más fácil fingir que lo suyo era una elección que aceptar que no tenían ni imaginación ni inteligencia suficiente para crear algo propio.

    Ella no tenía paciencia para adornos ni para excusas. Si ibas a ser parte del ruido, al menos que tu voz tuviera sentido. De lo contrario, que te callaras. Que te apartaras. Que dejaras de ocupar espacio en un mundo que, con suerte, aún podría salvarse si los huecos dejaran de fingir que están llenos.
    Kaori observaba el mundo con una mezcla de hastío y burla apenas disimulada. Le resultaba casi cómico —casi trágico— ver cómo la humanidad se revolcaba en su propia mediocridad con una sonrisa en la cara. La falta de originalidad no era un defecto, no para ellos; era un estandarte. Imitaban, copiaban, repetían patrones sin cuestionar nada, y luego se justificaban con un patético: “Es que soy así”. Como si la estupidez fuera un rasgo de personalidad digno de orgullo. Lo que más le irritaba no era que fueran vacíos. Era que fingieran no serlo. Se disfrazaban de interesantes, como niños usando la ropa de sus padres, creyendo que con eso bastaba para ser adultos. Se llenaban la boca con frases que no entendían, referencias que no les pertenecían, estilos que les quedaban grandes. Y cuando alguien les señalaba la falta de sustancia, se defendían con arrogancia, no con argumentos. Para Kaori, era simple: no todos merecían llamarse individuos. Algunos eran solo sombras de otros, un eco mal construido de ideas robadas. No les molestaba no pensar, les molestaba que otros lo notaran. Porque, al final del día, era más fácil fingir que lo suyo era una elección que aceptar que no tenían ni imaginación ni inteligencia suficiente para crear algo propio. Ella no tenía paciencia para adornos ni para excusas. Si ibas a ser parte del ruido, al menos que tu voz tuviera sentido. De lo contrario, que te callaras. Que te apartaras. Que dejaras de ocupar espacio en un mundo que, con suerte, aún podría salvarse si los huecos dejaran de fingir que están llenos.
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    Hipnos lo observaba en silencio, con ojos que jamás parpadeaban. Veía a Morfeo consumirse, cada vez más pálido, cada vez más ausente. Las formas de sus sueños empezaban a desdibujarse, a volverse inestables, confusas. El mundo onírico temblaba.

    Una noche, mientras ɱ૦ՐƿҺ૯υς trabajaba sobre los sueños de un poeta moribundo, Hipnos descendió envuelto en su manto de niebla. Con una voz tan suave como el roce del terciopelo, le habló:

    —Hijo mío, incluso tú, que das forma al descanso, necesitas dormir.—

    Morfeo negó con una sonrisa soñolienta.

    —No puedo detenerme, padre. Sin mis sueños, los humanos caerán en el insomnio eterno.—

    Hipnos suspiró, y el aire a su alrededor se detuvo. El tiempo se ralentizó.

    —Entonces yo te ayudaré —dijo, y con un leve gesto, invocó un capullo de oscuridad tibia.

    Antes de que Morfeo pudiera protestar, una niebla dorada lo envolvió. Sus párpados cayeron pesados. Y por primera vez en siglos, el dios de los sueños se quedó dormido.

    Hipnos lo colocó en una cámara secreta de su palacio, custodiada por la noche misma. Los sueños que Morfeo no podría crear por un tiempo, Hipnos los susurró al oído de sus otros hijos: Fantasos, Iquelo y Fobetor  para que tomaran su lugar. Y el mundo siga soñando, aunque distinto..
    Hipnos lo observaba en silencio, con ojos que jamás parpadeaban. Veía a Morfeo consumirse, cada vez más pálido, cada vez más ausente. Las formas de sus sueños empezaban a desdibujarse, a volverse inestables, confusas. El mundo onírico temblaba. Una noche, mientras [Sweets_dreams] trabajaba sobre los sueños de un poeta moribundo, Hipnos descendió envuelto en su manto de niebla. Con una voz tan suave como el roce del terciopelo, le habló: —Hijo mío, incluso tú, que das forma al descanso, necesitas dormir.— Morfeo negó con una sonrisa soñolienta. —No puedo detenerme, padre. Sin mis sueños, los humanos caerán en el insomnio eterno.— Hipnos suspiró, y el aire a su alrededor se detuvo. El tiempo se ralentizó. —Entonces yo te ayudaré —dijo, y con un leve gesto, invocó un capullo de oscuridad tibia. Antes de que Morfeo pudiera protestar, una niebla dorada lo envolvió. Sus párpados cayeron pesados. Y por primera vez en siglos, el dios de los sueños se quedó dormido. Hipnos lo colocó en una cámara secreta de su palacio, custodiada por la noche misma. Los sueños que Morfeo no podría crear por un tiempo, Hipnos los susurró al oído de sus otros hijos: Fantasos, Iquelo y Fobetor  para que tomaran su lugar. Y el mundo siga soñando, aunque distinto..
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