Existen muchos dioses: Atum, Gaia, Ymir, Izanagi, e Izanami... Cada uno de ellos moldeó el universo que nos rodea. Su existencia está intrínsecamente ligada a la fe de las almas mortales; mientras estas crean en ellos, los dioses perduran. Por norma divina, ningún dios puede interferir en el dominio de otro ni en el mundo espiritual que gobierna.

 

Entonces, surge una pregunta crucial: ¿cómo mantener el equilibrio cuando hay fuerzas que trascienden lo humanamente conocido? ¿Cómo pueden comunicarse estos dioses entre sí sin que sus poderes interfieran en los reinos ajenos?

 

Es aquí donde entra en escena la labor de un mensajero: un ser bendecido con la capacidad de transitar entre los reinos espirituales y mortales. Al igual que Hermes, Thoth o Narada, existen mensajeros fieles y de absoluta confianza de sus creadores. Entre ellos se encuentran los kitsune, zorros celestiales, conocidos como los emisarios de su madre, Inari. Estos seres divinos son el puente entre los mundos terrenales y divinos. Poseen un don que ni siquiera los dioses pueden reclamar: caminar entre reinos a los que no pertenecen sin temor a un castigo divino, pues ese es su propósito primordial. Escapan de la muerte, traen esperanza a los mundanos y son los hijos predilectos de las deidades.

 

Kazuo es uno de estos mensajeros celestiales. Desde que fue bendecido bajo la luz de una luna plateada, su misión ha sido guiar a los habitantes del plano mortal y espiritual, así como llevar anhelos puros y plegarias hacia los dioses. Tiene la responsabilidad de ser el puente entre ambas esferas, asegurándose de que los mensajes no se pierdan ni se corrompan. Si un kitsune traicionara su propósito, las plegarias y deseos que transporta se desdibujarían en el tiempo, desapareciendo como polvo.

 

Por ello, los kitsune son venerados casi al mismo nivel que los dioses creadores. Sin ellos, las súplicas de los mortales y los designios de los dioses jamás llegarían a su destino, y el equilibrio entre los mundos se rompería.