• — ¿Debería anexar un nuevo miembro a la familia? Alfonso ya vive con Claus y Elliot… sería bueno tener una nueva mascota, que me haga compañía cuando él no esté… ¿Le gustarán los zorros?.—
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  • El aroma del incienso apenas se deslizaba en el aire, como una plegaria silente que se aferraba a los pilares de madera antigua, buscando a un dios que ya no escuchaba. Más allá del umbral, los cerezos dormían bajo la bruma de un atardecer lejano, derramando pétalos como si la tierra llorara en silencio por algo que no alcanzaba a comprender.

    Ella se mantenía de pie junto a la columna central de la habitación, su figura envuelta en sombras y en los destellos suaves que se filtraban entre las rendijas del shōji. La penumbra jugaba con el contorno de su silueta, disolviéndola por momentos, como si el mundo aún no decidiera si debía retenerla o permitir que se desvaneciera en la bruma del amanecer. Sus ojos ahora se fijaban en sus propias manos, desnudas, apenas temblorosas.

    Allí, entre sus dedos, aún palpitaba un vestigio de lo que había hecho. No fuego, no luz… Sino una tibieza tenue, extraña, como si hubiese absorbido algo más que simple energía corrupta. Como si, por un instante, hubiera contenido dentro de sí el eco del alma de otro. Como si hubiese sido —por primera vez en mucho tiempo— no una emisaria de castigo, sino portadora de una forma de liberación.

    Kazuo ...

    El nombre danzaba aún en su mente como un rezo no pronunciado. Había visto en sus ojos lo mismo que durante años veló en los suyos: la sombra que consume desde adentro, la semilla de una corrupción que no solo carcome la carne, sino que enturbia la voluntad, deforma los sueños y convierte la compasión en ceniza. Y sin embargo, frente a él, había elegido lo impensable.

    Ella, que durante años había arrancado vidas sin titubeo. Ella, que había sido el azote de lo impuro, la daga precisa en corazones ya perdidos, había abierto las manos y contenido la corrupción que lo asfixiaba. La había absorbido, redirigido hacia sí, como una grieta más entre tantas que ya la habitaban. Y con ese acto, lo había salvado.

    Sus dedos se cerraron lentamente en un puño, apretando hasta que los nudillos se tornaron pálidos. El cuero de los guantes crujió apenas bajo la presión, como si compartiera el eco de algo que también se tensaba en su interior. No había rencor en su rostro. Tampoco ira por aquella súplica que había escuchado de los labios del zorro—una súplica disfrazada de resolución. Una petición callada, pero irrevocable: “Déjame ir.” Kazuo no lo había rogado, no había llorado. Había hablado con la serenidad de quien ya se ha despedido de sí mismo mucho antes.

    Y aun así, ella lo había negado.

    Le había arrebatado la muerte que pedía, el olvido que ansiaba.

    Había decidido por él.

    No por piedad, ni por alguna esperanza ingenua. Sino porque, en ese instante, frente a la sombra encarnada en otro, ella había visto reflejada su propia ruina —aquella época en que también habría suplicado lo mismo, si aún le hubiese quedado alguien a quien hacerlo.

    Conocía bien esa oscuridad, ese anhelo de desaparecer. No como un acto de cobardía, sino como el último vestigio de control que le quedaba a un alma exhausta. Lo había sentido abrasar sus huesos y dormir su pecho en más de una noche. Por eso, su negativa no había sido liviana. Le dolió en la carne vieja y en las heridas que jamás terminaron de cerrar.

    Salvarlo fue una condena compartida.

    Una elección que no le trajo consuelo, ni redención, sino un nuevo peso que ahora cargaba consigo. Uno más entre tantos, pero distinto. Porque sabía que, al sostenerlo en la vida, no lo había liberado… solo lo había obligado a mirar de frente aquello de lo que deseaba huir. Le devolvió el espejo y dejó intacto su reflejo. Hizo lo correcto, pero el alma no siempre aplaude lo justo. A veces lo resiste. A veces lo sangra en silencio.

    Por eso, en lugar de alivio, lo que sintió fue ese peso silente. Ese manto gris que se posa sobre quienes han hecho lo que debían… Aún sabiendo que sería odiada por ello.

    Se sentó con calma, como quien ha terminado una batalla que no necesita testigos. Con gesto lento, se colocó los guantes de cuero negro que durante tanto tiempo fueron su segunda piel, cubriendo las manos que por primera vez no habían destruido, sino redimido. En sus ojos brillaba algo que no era del todo tristeza, pero sí un tipo de duelo: el duelo por una parte de sí que había muerto con ese gesto, y que no deseaba enterrar con violencia. Solo dejar ir, como se deja ir un suspiro al final de una plegaria.

    Entonces, su mirada se alzó y se posó sobre la mesa baja del rincón, de madera lacada en tonos oscuros, adornada con tallas antiguas de dragones dormidos y ramas de ciruelo. Allí reposaban sus escrituras, sus bitácoras marcadas con la caligrafía elegante de quien ha aprendido a registrar el mal con precisión casi quirúrgica. Mapas de regiones corroídas por la oscuridad, diagramas de espíritus, anotaciones de antiguos sellos y rituales, nombres tachados con tinta roja. Eran sus huellas. El legado de una vida entera dedicada a la caza de lo impuro, al estudio de lo inasible.

    Con parsimonia, recogió cada hoja, cada trozo de pergamino, doblado con meticulosa devoción. No lo hacía con prisa, ni por temor. Era un gesto íntimo, ritual, como quien guarda las piezas de una historia que ya no le pertenece por completo. Dobló un trozo de tela oscura sobre las libretas y lo ató con un lazo de cuerda roja, el color de la sangre contenida y del deber cumplido.

    El templo, con su techo de tejas curvadas y sus faroles de papel aún encendidos con una luz suave, parecía sostenerla en una respiración contenida. Afuera, el murmullo del arroyo apenas se oía entre los árboles, y los pasos del mundo se sentían lejanos. Allí, entre las paredes de madera sagrada y el incienso que aún ardía en el altar, había hallado un respiro. No redención completa. No paz absoluta. Pero sí un instante de claridad. Un acto que, quizá, marcaría el inicio de otro camino.

    Se detuvo antes de cerrar la puerta corrediza tras de sí. Se quedó allí, con la mano apoyada en la madera, como si aún dudara del siguiente paso. Su mirada se deslizó una vez más hacia la habitación: ese espacio transitorio que, aunque breve, le había ofrecido un refugio.
    El aroma del incienso apenas se deslizaba en el aire, como una plegaria silente que se aferraba a los pilares de madera antigua, buscando a un dios que ya no escuchaba. Más allá del umbral, los cerezos dormían bajo la bruma de un atardecer lejano, derramando pétalos como si la tierra llorara en silencio por algo que no alcanzaba a comprender. Ella se mantenía de pie junto a la columna central de la habitación, su figura envuelta en sombras y en los destellos suaves que se filtraban entre las rendijas del shōji. La penumbra jugaba con el contorno de su silueta, disolviéndola por momentos, como si el mundo aún no decidiera si debía retenerla o permitir que se desvaneciera en la bruma del amanecer. Sus ojos ahora se fijaban en sus propias manos, desnudas, apenas temblorosas. Allí, entre sus dedos, aún palpitaba un vestigio de lo que había hecho. No fuego, no luz… Sino una tibieza tenue, extraña, como si hubiese absorbido algo más que simple energía corrupta. Como si, por un instante, hubiera contenido dentro de sí el eco del alma de otro. Como si hubiese sido —por primera vez en mucho tiempo— no una emisaria de castigo, sino portadora de una forma de liberación. [8KazuoAihara8]... El nombre danzaba aún en su mente como un rezo no pronunciado. Había visto en sus ojos lo mismo que durante años veló en los suyos: la sombra que consume desde adentro, la semilla de una corrupción que no solo carcome la carne, sino que enturbia la voluntad, deforma los sueños y convierte la compasión en ceniza. Y sin embargo, frente a él, había elegido lo impensable. Ella, que durante años había arrancado vidas sin titubeo. Ella, que había sido el azote de lo impuro, la daga precisa en corazones ya perdidos, había abierto las manos y contenido la corrupción que lo asfixiaba. La había absorbido, redirigido hacia sí, como una grieta más entre tantas que ya la habitaban. Y con ese acto, lo había salvado. Sus dedos se cerraron lentamente en un puño, apretando hasta que los nudillos se tornaron pálidos. El cuero de los guantes crujió apenas bajo la presión, como si compartiera el eco de algo que también se tensaba en su interior. No había rencor en su rostro. Tampoco ira por aquella súplica que había escuchado de los labios del zorro—una súplica disfrazada de resolución. Una petición callada, pero irrevocable: “Déjame ir.” Kazuo no lo había rogado, no había llorado. Había hablado con la serenidad de quien ya se ha despedido de sí mismo mucho antes. Y aun así, ella lo había negado. Le había arrebatado la muerte que pedía, el olvido que ansiaba. Había decidido por él. No por piedad, ni por alguna esperanza ingenua. Sino porque, en ese instante, frente a la sombra encarnada en otro, ella había visto reflejada su propia ruina —aquella época en que también habría suplicado lo mismo, si aún le hubiese quedado alguien a quien hacerlo. Conocía bien esa oscuridad, ese anhelo de desaparecer. No como un acto de cobardía, sino como el último vestigio de control que le quedaba a un alma exhausta. Lo había sentido abrasar sus huesos y dormir su pecho en más de una noche. Por eso, su negativa no había sido liviana. Le dolió en la carne vieja y en las heridas que jamás terminaron de cerrar. Salvarlo fue una condena compartida. Una elección que no le trajo consuelo, ni redención, sino un nuevo peso que ahora cargaba consigo. Uno más entre tantos, pero distinto. Porque sabía que, al sostenerlo en la vida, no lo había liberado… solo lo había obligado a mirar de frente aquello de lo que deseaba huir. Le devolvió el espejo y dejó intacto su reflejo. Hizo lo correcto, pero el alma no siempre aplaude lo justo. A veces lo resiste. A veces lo sangra en silencio. Por eso, en lugar de alivio, lo que sintió fue ese peso silente. Ese manto gris que se posa sobre quienes han hecho lo que debían… Aún sabiendo que sería odiada por ello. Se sentó con calma, como quien ha terminado una batalla que no necesita testigos. Con gesto lento, se colocó los guantes de cuero negro que durante tanto tiempo fueron su segunda piel, cubriendo las manos que por primera vez no habían destruido, sino redimido. En sus ojos brillaba algo que no era del todo tristeza, pero sí un tipo de duelo: el duelo por una parte de sí que había muerto con ese gesto, y que no deseaba enterrar con violencia. Solo dejar ir, como se deja ir un suspiro al final de una plegaria. Entonces, su mirada se alzó y se posó sobre la mesa baja del rincón, de madera lacada en tonos oscuros, adornada con tallas antiguas de dragones dormidos y ramas de ciruelo. Allí reposaban sus escrituras, sus bitácoras marcadas con la caligrafía elegante de quien ha aprendido a registrar el mal con precisión casi quirúrgica. Mapas de regiones corroídas por la oscuridad, diagramas de espíritus, anotaciones de antiguos sellos y rituales, nombres tachados con tinta roja. Eran sus huellas. El legado de una vida entera dedicada a la caza de lo impuro, al estudio de lo inasible. Con parsimonia, recogió cada hoja, cada trozo de pergamino, doblado con meticulosa devoción. No lo hacía con prisa, ni por temor. Era un gesto íntimo, ritual, como quien guarda las piezas de una historia que ya no le pertenece por completo. Dobló un trozo de tela oscura sobre las libretas y lo ató con un lazo de cuerda roja, el color de la sangre contenida y del deber cumplido. El templo, con su techo de tejas curvadas y sus faroles de papel aún encendidos con una luz suave, parecía sostenerla en una respiración contenida. Afuera, el murmullo del arroyo apenas se oía entre los árboles, y los pasos del mundo se sentían lejanos. Allí, entre las paredes de madera sagrada y el incienso que aún ardía en el altar, había hallado un respiro. No redención completa. No paz absoluta. Pero sí un instante de claridad. Un acto que, quizá, marcaría el inicio de otro camino. Se detuvo antes de cerrar la puerta corrediza tras de sí. Se quedó allí, con la mano apoyada en la madera, como si aún dudara del siguiente paso. Su mirada se deslizó una vez más hacia la habitación: ese espacio transitorio que, aunque breve, le había ofrecido un refugio.
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  • Se podía saber que la primavera se había impuesto al frío invierno, porque lo que antes eran helados copos habían sido sustituidos por la suave caricia de los pétalos de cerezo.

    El sol se filtraba a través de sus hojas, haciendo sucumbir a la nieve que, estos meses atrás, los había mantenido prácticamente aislados del mundo.

    Aquel día, Kazuo se había sentido con fuerzas para ponerse en pie, disfrutando del fresco aroma que le regalaba la montaña en cada brisa que chocaba como las olas del mar. Sentía sus músculos agarrotados y su cuerpo, cansado en extremo. Pero necesitaba salir de aquellas cuatro paredes que mantenían su alma cautiva, en una cárcel que le recordaba en todo momento que había estado a punto de ser testigo de su propia muerte.

    La humedad de la tierra y la hierba, bañada por el rocío, se filtraban a través de sus desnudos pies. Siempre iba descalzo; era lo único que era incapaz de ocultar de su naturaleza. Al fin y al cabo, seguía siendo un zorro. Uno que, siempre que tuviera oportunidad, correría por la montaña hasta no tener aliento para continuar.

    Inspiró, absorbiendo la esencia que lo rodeaba, conteniendo el aire para deleitarse con esta. Los matices que acompañaban aquel lugar le recordaban que estaba en casa, en el lugar donde debía estar. Contuvo el aliento, como si quisiera retener aquella sensación lo máximo posible. Finalmente, un trémulo suspiro salió de sus labios, derramándose como una cinta de seda sobre la piel.

    Aunque las circunstancias de estar vivo no habían sido las idóneas, no podía más que agradecer estarlo. Estar allí, junto a su amada y su hogar. El zorro sabía que, cada vez, estaba siendo más egoísta; mirando más por sus intereses que por los ajenos, aquellos que no eran cercanos a él. Se estaba volviendo más humano de lo que nunca fue.

    Kazuo pronto volvería a recuperar sus fuerzas, lo que desembocaría en una inevitable convicción de reparar aquello que había sido dañado.
    Se podía saber que la primavera se había impuesto al frío invierno, porque lo que antes eran helados copos habían sido sustituidos por la suave caricia de los pétalos de cerezo. El sol se filtraba a través de sus hojas, haciendo sucumbir a la nieve que, estos meses atrás, los había mantenido prácticamente aislados del mundo. Aquel día, Kazuo se había sentido con fuerzas para ponerse en pie, disfrutando del fresco aroma que le regalaba la montaña en cada brisa que chocaba como las olas del mar. Sentía sus músculos agarrotados y su cuerpo, cansado en extremo. Pero necesitaba salir de aquellas cuatro paredes que mantenían su alma cautiva, en una cárcel que le recordaba en todo momento que había estado a punto de ser testigo de su propia muerte. La humedad de la tierra y la hierba, bañada por el rocío, se filtraban a través de sus desnudos pies. Siempre iba descalzo; era lo único que era incapaz de ocultar de su naturaleza. Al fin y al cabo, seguía siendo un zorro. Uno que, siempre que tuviera oportunidad, correría por la montaña hasta no tener aliento para continuar. Inspiró, absorbiendo la esencia que lo rodeaba, conteniendo el aire para deleitarse con esta. Los matices que acompañaban aquel lugar le recordaban que estaba en casa, en el lugar donde debía estar. Contuvo el aliento, como si quisiera retener aquella sensación lo máximo posible. Finalmente, un trémulo suspiro salió de sus labios, derramándose como una cinta de seda sobre la piel. Aunque las circunstancias de estar vivo no habían sido las idóneas, no podía más que agradecer estarlo. Estar allí, junto a su amada y su hogar. El zorro sabía que, cada vez, estaba siendo más egoísta; mirando más por sus intereses que por los ajenos, aquellos que no eran cercanos a él. Se estaba volviendo más humano de lo que nunca fue. Kazuo pronto volvería a recuperar sus fuerzas, lo que desembocaría en una inevitable convicción de reparar aquello que había sido dañado.
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  • Mejor un rato sin estrés.
    Solo ser un zorro y pasear por las calles
    Mejor un rato sin estrés. Solo ser un zorro y pasear por las calles 🤍
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  • Buenas noches seres de este basto mundo, obvio yo siempre cariñosa, como tenia rato libre me vine con mis hermosos zorros del pueblo para no estar solita (Aunque no me importa quedarme sola pero tenía cosas que hacer)
    Buenas noches seres de este basto mundo, obvio yo siempre cariñosa, como tenia rato libre me vine con mis hermosos zorros del pueblo para no estar solita (Aunque no me importa quedarme sola pero tenía cosas que hacer)
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  • Quizás debería estar soltero, no sirvo como esposo...

    *Murmura en voz levemente alta, recostado en el techo de la casa, mirando la luna al revés, moviendo la cola de zorro.*
    Quizás debería estar soltero, no sirvo como esposo... *Murmura en voz levemente alta, recostado en el techo de la casa, mirando la luna al revés, moviendo la cola de zorro.*
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  • ¿Dos?, ¿tres?... No estaba seguro de los días que había pasado en el lecho. Todo era confuso; no era consciente, en ese momento, de lo que acontecía a su alrededor. Tan solo tenía recuerdos vagos de la voz de 𝑬𝒍𝒊𝒛𝒂𝒃𝒆𝒕𝒉 ✴ 𝑩𝒍𝒐𝒐𝒅𝒇𝒍𝒂𝒎𝒆 , escuchándose lejana, pero presente. También recordaba el tacto de sus manos, cuidándolo y atendiéndolo en todo momento.

    Tras la lucha de ambos junto a Móiril, la joven de cabellos cenicientos había quedado malherida. Kazuo, con su habitual altruismo, la sanó lo suficiente para evitar que muriese en la frialdad de la nieve yacente sobre el suelo, a costa de su propia energía.

    Había llevado su poder de sanación al extremo, de manera que la herida provocada por uno de aquellos entes oscuros en su pierna había extendido su miasma al resto de su cuerpo. No le habían quedado fuerzas para sí mismo, lo que casi lo había llevado a la muerte.

    Su error había traído grandes consecuencias. Había salvado a Móiril, pero al mismo tiempo le había dejado caer sobre sus hombros su propia condena. La joven, contra la voluntad del zorro, había absorbido su miasma para evitar que el demonio muriera en las manos de su amada.

    Comenzó a abrir los ojos; sus párpados se sentían más pesados de lo normal. Poco a poco, el brillo de sus ojos lapislázuli se filtró entre sus blancas pestañas. Se sentía febril, signo de que su cuerpo finalmente combatía los restos residuales del miasma que aún recorría su cuerpo. Exhaló un pesado suspiro, en una mezcla contradictoria entre el alivio y la culpa.

    Sus ojos no tardaron en captar la atención de un objeto que reposaba sobre su almohada. Era una especie de amuleto, y de inmediato supo de quién era. Las plumas de estornino, el ave favorita de Elizabeth, eran prueba suficiente para saber que era un regalo suyo. Pero... ¿por qué? Más bien él tenía que hacerle un presente por haber estado cuidándolo todo este tiempo.

    Entonces lo recordó. Su cumpleaños... Estaba cerca, ¿o ya había pasado? No estaba seguro; los días se habían desdibujado en su mente. Y ahora que lo pensaba, el de Liz estaba especialmente cerca del suyo. ¿Se lo habría perdido? La cabeza le daba vueltas; sentía una punzada en la sien.

    Tomó el hermoso regalo y, sin poder evitarlo, una lágrima se deslizó por su mejilla. Había puesto en peligro a lo único que le importaba y, además, había estado dispuesto a romper el lazo que los unía como uno solo.

    //Feliz cumpleaños Bombón 🩷
    ¿Dos?, ¿tres?... No estaba seguro de los días que había pasado en el lecho. Todo era confuso; no era consciente, en ese momento, de lo que acontecía a su alrededor. Tan solo tenía recuerdos vagos de la voz de [Liz_bloodFlame], escuchándose lejana, pero presente. También recordaba el tacto de sus manos, cuidándolo y atendiéndolo en todo momento. Tras la lucha de ambos junto a Móiril, la joven de cabellos cenicientos había quedado malherida. Kazuo, con su habitual altruismo, la sanó lo suficiente para evitar que muriese en la frialdad de la nieve yacente sobre el suelo, a costa de su propia energía. Había llevado su poder de sanación al extremo, de manera que la herida provocada por uno de aquellos entes oscuros en su pierna había extendido su miasma al resto de su cuerpo. No le habían quedado fuerzas para sí mismo, lo que casi lo había llevado a la muerte. Su error había traído grandes consecuencias. Había salvado a Móiril, pero al mismo tiempo le había dejado caer sobre sus hombros su propia condena. La joven, contra la voluntad del zorro, había absorbido su miasma para evitar que el demonio muriera en las manos de su amada. Comenzó a abrir los ojos; sus párpados se sentían más pesados de lo normal. Poco a poco, el brillo de sus ojos lapislázuli se filtró entre sus blancas pestañas. Se sentía febril, signo de que su cuerpo finalmente combatía los restos residuales del miasma que aún recorría su cuerpo. Exhaló un pesado suspiro, en una mezcla contradictoria entre el alivio y la culpa. Sus ojos no tardaron en captar la atención de un objeto que reposaba sobre su almohada. Era una especie de amuleto, y de inmediato supo de quién era. Las plumas de estornino, el ave favorita de Elizabeth, eran prueba suficiente para saber que era un regalo suyo. Pero... ¿por qué? Más bien él tenía que hacerle un presente por haber estado cuidándolo todo este tiempo. Entonces lo recordó. Su cumpleaños... Estaba cerca, ¿o ya había pasado? No estaba seguro; los días se habían desdibujado en su mente. Y ahora que lo pensaba, el de Liz estaba especialmente cerca del suyo. ¿Se lo habría perdido? La cabeza le daba vueltas; sentía una punzada en la sien. Tomó el hermoso regalo y, sin poder evitarlo, una lágrima se deslizó por su mejilla. Había puesto en peligro a lo único que le importaba y, además, había estado dispuesto a romper el lazo que los unía como uno solo. //Feliz cumpleaños Bombón 🩷
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  • Llamen al zorro
    ¡Ya lo secuestre!
    Pobrecito cree que lo llame para rezar, claro que se va a arrodillar para usar su boca en otra cosa

    𝙺𝚘𝚐𝚒𝚝𝚜𝚞𝚗𝚎𝚖𝚊𝚛𝚞 ‡ si no llegas pronto inicio yo solo (?
    Llamen al zorro ¡Ya lo secuestre! Pobrecito cree que lo llame para rezar, claro que se va a arrodillar para usar su boca en otra cosa [Elf0l1bre] si no llegas pronto inicio yo solo (?
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  • La pluma de estornino que había apartado hace unos días [ https://ficrol.com/posts/250657 ] tenía un fin especial.

    Elizabeth dedicó toda una tarde en pintarla y hacer un delicado trabajo de bisutería, incrustando en el centro de ella una pequeña piedra lapislázuli para unirla a un cordín cuidadosamente amarrado a otras plumas que equilibraban el peso de la primera.
    Cuando hubo terminado, la pelirroja observaba feliz el resultado, le emocionaba ver su creación colgando y adornado el cabello de su amado zorro.

    En ese momento, no imaginaba la desgracia que se iba a cernir sobre ellos. Este regalo lo había creado para agradecerle, una manera de celebrar el poder haber coincidido en esta vida, pero ahora Kazuo estaba débil y su signos vitales prendían de un hilo.

    A pesar de la situación no dudó.
    Dejó el presente a un costado del Kitsune, esperando que cuando se reincorpore este pequeño detalle lo anime y pueda sentir aunque sea una décima parte de cuanto lo amaba.

    ──────────

    ⋮||⋮ ¿Cómo explicar la hermosa persona que da vida al personaje? Tengo la fortuna de poder decir que he conocido una pequeña porción y he quedado admirada por su calidez, calidad humana y ternura (aunque diga que no la posee)

    Gracias por escogerme como tu partner y por estar pendiente de mi tanto dentro como fuera de rol.
    Te prometo que si tuviera mas lugares donde presumirte lo haría

    ¡Feliz cumpleaños! Deseo que esta nueva vuelta al sol esté llena de metas y sueños cumplidos, mereces todo el amor y felicidad que existe en este plano terrenal.

    ¡Un salud por ti y tu existencia♡!
    La pluma de estornino que había apartado hace unos días [ https://ficrol.com/posts/250657 ] tenía un fin especial. Elizabeth dedicó toda una tarde en pintarla y hacer un delicado trabajo de bisutería, incrustando en el centro de ella una pequeña piedra lapislázuli para unirla a un cordín cuidadosamente amarrado a otras plumas que equilibraban el peso de la primera. Cuando hubo terminado, la pelirroja observaba feliz el resultado, le emocionaba ver su creación colgando y adornado el cabello de su amado zorro. En ese momento, no imaginaba la desgracia que se iba a cernir sobre ellos. Este regalo lo había creado para agradecerle, una manera de celebrar el poder haber coincidido en esta vida, pero ahora [8KazuoAihara8] estaba débil y su signos vitales prendían de un hilo. A pesar de la situación no dudó. Dejó el presente a un costado del Kitsune, esperando que cuando se reincorpore este pequeño detalle lo anime y pueda sentir aunque sea una décima parte de cuanto lo amaba. ────────── ⋮||⋮ ¿Cómo explicar la hermosa persona que da vida al personaje? Tengo la fortuna de poder decir que he conocido una pequeña porción y he quedado admirada por su calidez, calidad humana y ternura (aunque diga que no la posee) Gracias por escogerme como tu partner y por estar pendiente de mi tanto dentro como fuera de rol. Te prometo que si tuviera mas lugares donde presumirte lo haría ¡Feliz cumpleaños! Deseo que esta nueva vuelta al sol esté llena de metas y sueños cumplidos, mereces todo el amor y felicidad que existe en este plano terrenal. ¡Un salud por ti y tu existencia♡!
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  • *La mujer con mascara de zorro se encontraba en lo alto de un edificio, observando todo desde arriba, notando una mirada hacia su posición*

    Bueno... supongo que deberia presentarme

    *En un parpadeo aparece frente a aquella persona, mirandola con una sonrisa, para ser mas amigable decide quitarse la mascara, revelando su rostro*

    Mi nombre es Kaori Katõ, se podria decir que soy nueva por los alrededores, un gusto conocerlos, espero que se acostumbren a mi presencia.
    *La mujer con mascara de zorro se encontraba en lo alto de un edificio, observando todo desde arriba, notando una mirada hacia su posición* Bueno... supongo que deberia presentarme *En un parpadeo aparece frente a aquella persona, mirandola con una sonrisa, para ser mas amigable decide quitarse la mascara, revelando su rostro* Mi nombre es Kaori Katõ, se podria decir que soy nueva por los alrededores, un gusto conocerlos, espero que se acostumbren a mi presencia.
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