Esperó pacientemente hasta que el reloj dio las doce. Doce campanadas que retumbaron en el silencio de la noche, doce campanadas que aprovechó para bajar al piso inferior y escapar hacia una libertad condicionada a un secreto compartido entre dos.
Echó una última mirada atrás, colgándose la mochila sobre los hombros, guardando con gran recelo las pocas pertenencias que llevaría consigo, echando a andar hacia donde sus pies quisieran ir. Caminaba casi a ciegas, con la mirada perdida en el insulso asfalto, recorriendo un camino que se conocía de memoria. Poco a poco el ruido perenne y el brillo de las luces de neón; el olor a alcohol, a sexo bañado en sudor era lo único que percibían sus sentidos. Había vuelto a la escena del crimen, al epicentro de sus pesadillas, el punto donde toda su pesadilla comenzó.
Abrió la puerta del burdel sin percatarse de las llamadas y gestos obscenos de los moteros apeados en la puerta trasera, exhalando el humo de sus cigarrillos en su cara. Tahara simplemente cerró los ojos, inhaló con fuerza y dio un paso grande hacia delante, perdiéndose en el interior de aquel tugurio de luces parpadeantes sobre fondo oscuro.
Su mirada fue directa a Isabelle. Podría encontrarla entre un montón de gente sin esfuerzo. Todavía tenía señales de su agresión, marcas y heridas que afeaban tímidamente su rostro, tan perfecto a ojos de la chica que acababa de escapar de su hogar. Algo se estremeció en ella, era como un cachorrillo asustado; apiadándose de ella, se disculpó ante sus clientes y se acercó a Tahara.
Ésta la esperaba con la mirada gacha. Llevaba toda su vida en una mochila. Isabelle la cogió de la mano y se la llevó a su habitación, cerrando con pestillo para que nadie osara interrumpirlas. La chica castaña permanecía inmóvil, como un autómata; poco le importó a la morena hacerse con la pesada mochila y la bandolera que colgaba a un lado de ésta. ¿Cómo podía un cuerpo tan pequeño cargar con tanto peso? Tal vez fueran los recuerdos, algo inexistente en el mundo terrenal, la fuerza necesaria para cargar con toda una vida itinerante desde que tenía uso de razón.
Fue entonces cuando Tahara despertó de su letargo. Sentada en la cama y rodeada de los brazos de Isabelle, rompió a llorar de forma silenciosa. Ríos de lágrimas corrían por sus mejillas, torrentes salados que no se afanaban en recoger. Era mejor sacarlo de dentro, vaciarse, permitirse sentir ese dolor para salir adelante.
—¿Puedo quedarme aquí esta noche?
A lo que Isabelle respondió con un tímido beso en sus labios. Con ella, estaba segura.
***
La noche dio paso a un nuevo día, despertándose como siempre había soñado: en brazos de su amada. Nada se comparaba a la realidad, tantas veces que había soñado con ese momento… y ahora la tenía allí, acogida entre sus brazos, percibiendo su calor protector tras una noche de pesadillas, llanto y lágrimas. Una rutina que se hizo familiar demasiado rápido, donde la comodidad mutua hacía que las pesadillas y la soledad desaparecieran dando paso, lentamente, a un cariño que nunca antes había sentido. ¿Era posible llegar a querer a alguien que lo ha dado todo por ti? Isabelle no estaba segura, pero conforme pasaban los días (y sus noches) su corazón no podía evitar sentir cosas por aquella chiquilla perdida en el mundo. Verla dormir tranquila, sin preocupaciones, sin gritos, sin miedos… era abrumador. Poco a poco Tahara fue abriendo su corazón, colándose sin dar ruido en su interior y apoderándose de él sin previo aviso.
Se había enamorado de ella. Había luchado con todas sus fuerzas, pero era algo inevitable.
Verla estar sumida en su mundo cuando dibujaba. Ver su sonrisa la primera vez que le regaló una libreta en blanco y un puñado de lápices, cómo sus ojos se iluminaron ante tal obsequio; minúsculo, pero con una inmensa carga emocional. Ver sus lágrimas brillando a la luz de la luna llena, la primera noche que hicieron el amor. Sentir su calor atravesando su piel, colándose en su interior y haciéndola sentirse querida por primera vez en muchos años.
Merecía la pena estar viva. Merecía la pena estar enamorada.
***
Tahara había perdido su vida para verla todos los días. Y las noches. La protegía siempre que podía, ganándose poco a poco el respeto de aquellos hombretones que pagaban por sexo. Si la chica estaba cerca, mejor no llamar la atención. Si su mirada gris conectaba con la tuya, estabas perdido.
Pero había un hombre, callado y solitario, una sombra que pululaba por el local sin hacer el más mínimo ruido. Nunca se desprendía de sus gafas de sol, a pesar de la oscuridad del local, incluso por las noches. Tahara lo miraba, lo estudiaba, pero no llegaba a comprenderlo. Cuando él estaba allí, se sentía en casa. En paz. Una paz diferente a la que sentía en brazos de Isabelle. Como un recuerdo de una vida pasada, algo que ha estado oculto durante generaciones. No había dolor en su cicatriz, era un cosquilleo genuino, una chispa de felicidad de encontrar a un igual.
Él nunca se acercaba. No interaccionaba con nadie. Ni tan siquiera bebía alcohol. Sólo un vaso de leche que bebía con moderación, como si no quisiera que esos momentos terminasen. Y luego, se marchaba; como una sombra, como un ente invisible que nadie más, a excepción de Tahara, podía ver.
El desconocido se convirtió en la obsesión de la chica. Aparecía en sueños, lo buscaba por las calles, lo dibujaba cada vez que podía. Era capaz de imaginarse su rostro a la perfección; siempre serio y callado, una barba morena, corta y cuidada; el cabello corto, negro azabache; y las gafas de sol. Pequeñas y oscuras, que no dejaban pasar ni un ápice de luz para destacar el color de sus ojos.
***
La felicidad no podía durar para siempre. Habían pasado meses desde la huida de Tahara hacia ninguna parte, buscando el consuelo de la soledad. Milagrosamente sus padres no la buscaron, o tal vez desistieron al leer la nota que dejó en la cocina la noche en la que se marchó con lo puesto y un fajo de billetes para sobrevivir.
Poco a poco el dibujo se fue convirtiendo en su modo de vida, dibujando por las calles a desconocidos y lugares casi vacíos de gente, llamando la atención de los transeúntes que deseaban quedarse con un pequeño recuerdo de aquella chiquilla de manos sucias, rodeada de libretas, lápices y pinturas a medio terminar.
Y por las noches, sacaba su lado más protector con las chicas del burdel; su lado romántico en la habitación compartida, su lado salvaje en las noches de pasión con las canciones de Hozier envolviendo el lugar y trasportándolas a un sitio reservado únicamente para ellas.
Una noche, un desconocido entró en el local. Vestía completamente de negro, con un cigarrillo permanentemente colgando de su boca. De aspecto solitario y desafiante, las chicas se acercaban a él en busca de un jornal, pero él las despachaba con miradas cargadas de peligro y gruñidos, espantando a cada valiente que osaba arrimarse a él.
Tahara fue testigo de cómo su cicatriz volvía a escocerle, a quemarle. Era un dolor diferente, pues se sabía protegida por el desconocido silencioso, cuya mirada encubierta se dividía entre ella y el nuevo cliente. Ellos eran los únicos que visitaban el burdel para simplemente quedarse en la barra, las chicas habían comprendido el mensaje y no osaban pecar de nuevo para ganarse una negativa de un cliente insatisfecho.
***
Era la noche de su decimonoveno cumpleaños, cuando lo perdió todo.
Habían decidido escaparse esa noche. Huir del mundanal ruido del burdel y tener una velada a solas, únicamente para ellas dos. Escondidas de las miradas indiscretas, en la soledad del bosque a las afueras de la ciudad, donde multitud de enamorados pasaban las noches en vela recitando poemas de amor desesperado, cantándole a la luna por un amor correspondido, llorando por un corazón roto al dolor de las flores que nunca llegarían a su dueña.
Tahara nunca había sido más feliz. Vivía del trabajo de sus sueños, con la mujer a la que tanto amaba. Dormir cada noche entre sus brazos, acomodada en su olor femenino, enredando sus dedos en las largas hebras de azabache que tenía por cabello. Se sentía en el mismísimo cielo.
Sin embargo, esa noche había vuelto a tener una pesadilla. El dolor de su cicatriz volvía a ser lacerante, mas luchó con todas sus fuerzas para no despertar a Isabelle. Ésta dormía plácidamente sobre el mantel que las protegía de la humedad del suelo, a la tímida luz de una solitaria vela que luchaba por mantenerse encendida un rato más. Contempló su rostro con dulzura, tratando de inmortalizar cada rasgo de su chica. Verla dormir era terapéutico para sus pesadillas, pero prefirió quedarse el resto de la noche en vela para protegerla, para no sucumbir al miedo que sintió en su pesadilla donde la perdía irremediablemente entre sus brazos.
***
Le regaló un despertar entre besos y susurros de amor eterno. Adormecida, Isabelle tiró de ella y la desnudó con suma parsimonia, dejando que el deseo se fuera cociendo a fuego lento en el interior de Tahara, que el fuego que recorría sus venas y su piel bajo las caricias y los besos, bajo sus manos expertas y su lengua atrevida, llevándola siempre que podía a ese clímax tan ansiado y deseado.
Pero la felicidad no podía durar para siempre. Había que volver al mundo real, al mundo del sexo por dinero, del alcohol de garrafón y música putrefacta; de miradas repugnantes y olores hediondos producto del tabaco barato y sudores viejos. A las luces de neón que habían sido testigos de su reencuentro, donde habían conseguido una particular forma de vida difícil de imaginar.
Esa noche, cargando ya los diecinueve años a la espalda, el dolor era insoportable. Incluso con la presencia del desconocido, Tahara sentía el mismo dolor que cuando mató al maldito proxeneta que abusaba de Isabelle. No tardó mucho tiempo más en aparecer el desconocido del cigarro, dirigiéndose a base de golpes hacia Isabelle y cogiéndola del cuello, lanzándola al suelo con toda la rabia que guardaba en su interior.
—¡Eh, eh! ¿Qué haces? —gritaban los allí presentes, casi al unísono.
Tahara corrió hacia Isabelle, colocándose frente a ella, protegiéndola de aquel malnacido que había osado atacarla. A él no le importó. Se zafó con rapidez de ella y volvió a centrarse en Isabelle, llevándosela a la calle a base de fuerza bruta. Cerró a cal y canto la puerta, de manera que nadie pudiera ayudarla. Tahara corrió lo más rápido que pudo, pero el sonido de un arma de fuego disipó todas las esperanzas de salvarla.
Cuando llegó al lugar del crimen, Isabelle yacía inerte sobre un charco de sangre, luchando por respirar. Él sonreía y jugaba con la pistola muy cerca de su cabeza, haciendo amagos de volver a disparar. Alternaba entre Isabelle y Tahara.
—¿Cómo te atreves? —la chica castaña lloraba, sintiendo un acúmulo de emociones que no podía controlar.
—Disfruto viéndote sufrir. Disfruto mi… venganza. Tú me arrebataste a mi hermano —confesó, apuntándole con el arma—, yo te he arrebatado a lo que más quieres, pedazo de zorra. Mírala, llorando por un trozo de carne barata.
Su ira no tardó en llegar. Con su vida escapándose de entre los dedos, deseó morir. Deseó cambiar su vida por la de Isabelle; pero los deseos no eran escuchados. Las lágrimas corrían por su rostro, mínimamente cálido al contacto débil de la mano de la chica de ojos oscuros, marcando sus mejillas con una sangre cálida, roja y espesa antes de yacer y caer al reino del dios Hades de la mano de aquel enloquecido demente que disfrutaba con su dolor.
Pero esa noche no estaba sola. Estaba dispuesta a morir, cual Piedad para reencontrarse con su amor perdido; el destino le aguardaba un camino bien distinto. Una oportunidad de resarcirse y convertirse en aquello para lo que estaba destinada: sucumbir a su rabia, a su ira, a su furia… y reconducirla.
Aquel desconocido a quien llamaban Leon apareció de entre las sombras, silencioso y sutil como un fantasma. Un único golpe en la nuca para que aquel parásito humano sediento de venganza cayese al suelo. Muerto. Ni tan siquiera entonces osó quitarse las gafas. Inerte y abandonado, se acercó a una desconsolada Tahara que sentía como la quemazón se iba calmando poco a poco, hasta casi desaparecer. Se sentía vacía, sin rumbo.
—Ven conmigo —murmuró—. Yo te enseñaré a ser lo que eres.
—¿Por qué habría de hacerlo? ¡Eres un asesino!
—No hagas preguntas, niña —se acercó a Tahara y tiró de ella con fuerza. No le importó mancharse de sangre, al fin y al cabo, estaba acostumbrado a ello—. Además, ¿cómo vas a explicar esta barbarie? Ya sucedió hace un año, pero lo dejaron pasar porque la policía disfruta de este burdel como si fuese propio. Ya te tienen en el punto de mira, y esta vez no harán la vista gorda. Tienes que desaparecer.
La castaña deseó gritar, pero se mordió la lengua. Dejándose arrastrar, hizo un último intento por escapar de la fuerza bruta de Leon.
—Déjame al menos despedirme de ella.
***
El mundo de las sombras era muy diferente a lo que había imaginado. Todo lo que se mostraba en las películas y en los libros no era más que la punta del iceberg, la parte más fantástica de todo aquel entramado de trabajos de limpieza.
¿Limpieza? No, no es una broma. Los profesionales nada tenían que ver con asesinos, psicópatas de medio pelo que disfrutaban con la sangre ajena; en cambio, los profesionales destacan por su sutileza y casi perfección, un sigilo fantasmal que poco eran capaces de aprender.
Tahara sí lo hizo. Convivir con Leon comenzó siendo un encierro consentido. Pasaron semanas hasta que logró salir del tugurio de hogar que compartía con aquel profesional que por fin le mostró el color de sus ojos, un marrón tan intenso como la mirada de la chica que había perdido. Pasaba los días (y sus noches) con ella en su memoria, recordando cada detalle que aún vivía nítido en su cabeza. Y el silencio sepulcral de Leon poco a poco fue adiestrándola, reconociendo la presencia del profesional a través del olor o el casi inaudible sonido de sus pasos al entrar en su hogar.
Pasaron los meses, noches llenas de pesadillas, hasta que su corazón se fue envolviendo en una cárcel de piedra para no sufrir más. Lloraba en silencio, lágrimas brotando de sus ojos, enrojeciéndolos y haciendo que el escozor se comparase al de su clavícula, aprendiendo a vivir con él mientras fingía ser invulnerable a ojos de su autoproclamado tutor.
Casi medio año después, Tahara pudo pisar por fin las calles. O más bien, las azoteas. Desde las alturas podían verse las multitudes, puntos minúsculos que se movían cual hormigas en un camino que aprendían de memoria desde pequeños. Ajenos a lo que ocurría sobre sus cabezas, Leon montó en apenas segundos un rifle sin despeinarse, tumbado sobre el suelo y casi sin hacer ruido. Tal como lo montó, lo desmontó. Y se lo entregó a Tahara. Sin palabras, sin órdenes, ella sabía qué debía hacer.
Lo había visto hacer numerosas veces. Cuando limpiaba el arma, sus miradas solían encontrarse en el salón. Un silencio roto por el paso del sucio trapo contra el arma, el delicado roce del lápiz sobre una de las libretas que todavía conservaba de Isabelle. Un aprendizaje poco ortodoxo que se encontraba en sus fases finales, una apertura al mundo de los bajos fondos a los cuales Tahara siempre había deseado pertenecer.
Y aquella era su oportunidad. Montó el rifle con rapidez y lo colocó sobre el pequeño trípode que le servía para señalar su objetivo. Con una casi imperturbable sonrisa, Leon se acercó a la mira en busca de un objetivo asequible para su pupila. Cercano pero móvil, encontró el blanco perfecto y le pasó el arma, ya cargada, a la chica.
—Dispara. Camisa de flores y gafas de sol. Tres escoltas vestidos de paisano —fueron sus órdenes.
La castaña inspiró con fuerza y se acercó a la mira. No era la mejor posición para concentrarse, pero era su prueba de fuego. Con paciencia, buscó al objetivo descrito por Leon, hasta dar con un hombre robusto que encajaba con las palabras de su tutor. Tahara llevó el dedo índice al gatillo y disparó sin miramientos.
Sentía el alma vacía. Una sensación liberadora dejada a su suerte.
La bala impactó de lleno contra el objetivo, ensuciando su particular vestimenta de un tono rojizo que hizo saltar las alarmas de sus guardaespaldas, correteando a su alrededor para salvarlo y protegerlo del atacante lejano que bien podría haber acabado con su vida.
—¿Creías que estaba cargado de verdad?
***
El tiempo pasaba de manera imperturbable. Las pesadillas seguían sucediéndose pero Tahara había aprendido a dejar marchar a su amada. De la misma manera que Leon alimentaba su soledad con vasos de leche, Tahara lo hacía con botellas de vino barato. Nunca llegaba a emborracharse, simplemente disfrutaba del sabor amargo de aquella bebida que prefería caliente y a solas; no era una celebración, era un entierro continuo de recuerdos de lo que pudo ser y acabó perdiendo.
Una noche, Leon la despertó para que le acompañase a un encargo. Debían limpiar un edificio lleno de mugre, y no podía hacerlo solo. Durante todo el tiempo que había convivido con él, a Tahara le resultó cómico imitar a los aprendices de cierta saga fantástica, llevando una trenza que jamás deshacía y marcando sus logros con cintas de colores. Esa noche, tal vez, sería la última vez que la llevase.
El edificio era viejo y estaba medio en ruinas, desde la calle notaba cómo sus sentidos se agudizaban hasta el extremo, manteniéndola alerta a su alrededor. Todas aquellas enseñanzas que parecían inocuas ahora cobraban sentido, mientras se colaban por la puerta trasera en dirección a su objetivo principal.
Incluso en medio de la noche, Tahara llevaba sus gafas de sol. Pequeñas y oscuras, lo suficiente para ver y no ser vista, para ocultar su mirada gris al resto del mundo.
Lo que encontró en aquel lugar hediondo le trajo recuerdos de su adolescencia, las primeras noches escapándose al burdel. Trató de que aquello no le afectase, mirando a Leon y siguiendo sus pasos sigilosos hasta las sombras que cotejaban la habitación que buscaban. Escondidos en medio de la nada, esperaron con cautela, inmersos en un silencio roto por el sonido de las calles aledañas y el choque de las llaves contra la puerta de madera.
Al interior entraron un grupo de hombres vestidos de negro, con armas en sus caderas y un jolgorio consumado. La mezcla de olores que entró en aquellas paredes afectaron a la chica a base de recuerdos dolorosos; deseó salir y atacarlos sin orden alguno, pero podía notar la mirada oculta de su tutor al otro lado de las sombras. Todo se decidía en ese instante.
Un segundo donde todo ocurrió sumamente rápido. Aprovechando su silencio, Tahara se lanzó al cuello del cabecilla, armada únicamente con una pequeña navaja que la había acompañado desde su infancia. Casi roma, helada y siempre manchada de carboncillo, intimidó tanto a su agredido que notó como su cuerpo casi se convertía en gelatina. Disfrutaba de aquella sensación de poder, de no perder los nervios a pesar de la quemazón que ardía en su clavícula una vez más. Podía notar voces en su cabeza, aquellas que oyó por última vez aquella noche de hace demasiado tiempo, y ahora podía acabar con todo. Ser libre de una vez por todas.
Y como le había enseñado Leon, sólo necesitó de un golpe en la nuca para acabar con él. Muerto. Inerte, cayendo en seco sobre el suelo.
Tal como apareció, desapareció entre las sombras. Aquel se convertiría en su nuevo trabajo, visitando a su jefe italiano adicto a la pasta a la boloñesa que siempre les recibía en el mismo restaurante donde tantas veces había ido tras su encierro consentido. Allí donde no se había enterado de nada durante semanas, regocijándose en su dolor pero inconscientemente escuchando las órdenes encriptadas que su tutor recibía durante el postre. Ahora aquel sería su trabajo, su rutina como limpiadora profesional.
***
En soledad, acudió al cementerio donde estaba su lápida siempre cubierta de flores de flores de origen silvestre. Desde la lejanía podía ver como los curiosos se acercaban y se compadecían de su juventud, alegrándose a la vez al saberla recordada.
Aquella noche, Tahara no le llevaba un ramo de flores silvestres. Ataviada por completo de negro, clavó las rodillas en el suelo y se llevó la mano derecha a la trenza que se había dejado crecer, sacando su navaja sucia y dando un rápido corte, preciso y certero, liberando aquellos cabellos en medio de un charco de lágrimas.
Hacía mucho tiempo que no se permitía llorar. Esa noche lloró hasta vaciarse. Lágrimas silenciosas como la primera noche que pasó junto a ella, con sus brazos rodeándola y dándole el calor que tanto anhelaba. Hacía frío y estaba helada, pero esta vez estaba sola. Depositó la trenza justo sobre su nombre, acariciando la piedra como si pudiera sentirla una vez más. Y junto a la trenza, un pequeño ramo de flores salvajes que había recogido justo antes de colarse en el campo santo, destacando sobre la oscura piedra como la luna llena en las noches de invierno.
—Acuérdate de mí, amor mío. Allá donde estés, guíame en esta vida que nos separó demasiado pronto.
Cuando cerró los ojos, Tahara juró sentir sus brazos cálidos ahuyentando sus miedos, sus labios dejando besos sueltos por su cuello, su voz susurrando su nombre a la vez que los pequeños pétalos del diente de león se convertían en clipselas blancas, siendo llevadas por las ráfagas de viento gélido lejos de ella, desapareciendo su presencia ya vengada de la faz de la tierra.