La oscuridad fue mi refugio.
Mi santuario.
Cómoda, húmeda.
Pero insuficiente.
Una semana pasó desde aquel bonito vals con el padrecito fluorescente, con su sal, su cruz, su luz, y ese aroma a redención rancia que me dejó en la piel. Una semana tragando la mierda de la ciudad subterránea, entre tuberías oxidadas y secretos de alcantarilla. Hasta que decidí moverme.
No tan cerca, no tan lejos. Lo justo. Una pizca de sensatez, no más, mezclada con kilos de hambre.
Porque necesitaba alimento. No migajas, no un par de almas rotas goteando desesperación como grifos viejos. Necesitaba una fuente. Un río. Una tormenta emocional que me llenara hasta el último rincón.
Y no tenía un plan. ¿Para qué? Las mentes preparadas saben improvisar.
Allí fui.
St. Dymphna Behavioral Health Center.
A las afueras de Missoula, Montana.
Pequeño. Discreto. Olvidado. Perfecto.
Los primeros en notarme fueron, naturalmente, los que ya estaban rotos. Los locos. Los que oyen voces, ven formas y lamen paredes. Les hablé. Les susurré. Les hice reír. Les hice gritar. Uno intentó dibujarme con su mierda. Lindo detalle.
El personal lo anotó como un “aumento moderado en los episodios alucinatorios grupales”.
Delicioso.
Tres días después, una enfermera “muy profesional” reportó haber visto una sombra extraña en un pasillo.
Pobrecita.
No supo que yo también la vi a ella. Y a lo que lloraba cuando pensaba que nadie miraba. Me la bebí despacio.
Y ella contagió a sus compañeras. El terror empezó a fluir. Como intravenosa directa al alma.
Silencioso, lento, espeso.
Tres días más y yo era el secreto peor guardado del hospital. Mi nombre no se decía, pero mi silueta se garabateaba en las paredes con lápices mordidos y uñas ensangrentadas.
Y yo, radiante. Vital. Glorioso.
Podía haberme ido en ese mismo momento, habría sido lo usual, no necesito reflectores ni los aplausos del publico. Podía dejar que lo archivaran como un brote de histeria colectiva.
Pero no.
¿Sabes por qué vine en realidad? Por él.
Por ese santo de mirada indolente que aún paseaba por mis pensamientos. Por su fe. Por su puñetera luz.
Me entretuvo. Me divirtió. Y eso, padrecito, tuve que honrarlo.
Así que hice mi obra.
Una función especial, solo por una noche.
Maté a todos.
A todos y cada uno.
76 pacientes.
28 empleados.
No quedó uno solo con vida.
Ni un cuerpo sin desmembrar, ni un grito sin atender, ni un ojo sin vaciar. Me tomé mi tiempo. Jugué con ellos. Adiviné sus miedos. Se los di. Y los devoré.
Y al final…
Al final, al fondo del pasillo de las habitaciones, donde las luces titilaban y los rezos se evaporaban, dejé mi firma, un retrato hecho con sangre, uñas, carne seca. El rostro del hombre que me hizo sonreír aquella noche, dos semanas atrás.
¿Ves lo que me haces hacer, padrecito?
¿No es hermoso?
Mi santuario.
Cómoda, húmeda.
Pero insuficiente.
Una semana pasó desde aquel bonito vals con el padrecito fluorescente, con su sal, su cruz, su luz, y ese aroma a redención rancia que me dejó en la piel. Una semana tragando la mierda de la ciudad subterránea, entre tuberías oxidadas y secretos de alcantarilla. Hasta que decidí moverme.
No tan cerca, no tan lejos. Lo justo. Una pizca de sensatez, no más, mezclada con kilos de hambre.
Porque necesitaba alimento. No migajas, no un par de almas rotas goteando desesperación como grifos viejos. Necesitaba una fuente. Un río. Una tormenta emocional que me llenara hasta el último rincón.
Y no tenía un plan. ¿Para qué? Las mentes preparadas saben improvisar.
Allí fui.
St. Dymphna Behavioral Health Center.
A las afueras de Missoula, Montana.
Pequeño. Discreto. Olvidado. Perfecto.
Los primeros en notarme fueron, naturalmente, los que ya estaban rotos. Los locos. Los que oyen voces, ven formas y lamen paredes. Les hablé. Les susurré. Les hice reír. Les hice gritar. Uno intentó dibujarme con su mierda. Lindo detalle.
El personal lo anotó como un “aumento moderado en los episodios alucinatorios grupales”.
Delicioso.
Tres días después, una enfermera “muy profesional” reportó haber visto una sombra extraña en un pasillo.
Pobrecita.
No supo que yo también la vi a ella. Y a lo que lloraba cuando pensaba que nadie miraba. Me la bebí despacio.
Y ella contagió a sus compañeras. El terror empezó a fluir. Como intravenosa directa al alma.
Silencioso, lento, espeso.
Tres días más y yo era el secreto peor guardado del hospital. Mi nombre no se decía, pero mi silueta se garabateaba en las paredes con lápices mordidos y uñas ensangrentadas.
Y yo, radiante. Vital. Glorioso.
Podía haberme ido en ese mismo momento, habría sido lo usual, no necesito reflectores ni los aplausos del publico. Podía dejar que lo archivaran como un brote de histeria colectiva.
Pero no.
¿Sabes por qué vine en realidad? Por él.
Por ese santo de mirada indolente que aún paseaba por mis pensamientos. Por su fe. Por su puñetera luz.
Me entretuvo. Me divirtió. Y eso, padrecito, tuve que honrarlo.
Así que hice mi obra.
Una función especial, solo por una noche.
Maté a todos.
A todos y cada uno.
76 pacientes.
28 empleados.
No quedó uno solo con vida.
Ni un cuerpo sin desmembrar, ni un grito sin atender, ni un ojo sin vaciar. Me tomé mi tiempo. Jugué con ellos. Adiviné sus miedos. Se los di. Y los devoré.
Y al final…
Al final, al fondo del pasillo de las habitaciones, donde las luces titilaban y los rezos se evaporaban, dejé mi firma, un retrato hecho con sangre, uñas, carne seca. El rostro del hombre que me hizo sonreír aquella noche, dos semanas atrás.
¿Ves lo que me haces hacer, padrecito?
¿No es hermoso?
La oscuridad fue mi refugio.
Mi santuario.
Cómoda, húmeda.
Pero insuficiente.
Una semana pasó desde aquel bonito vals con el padrecito fluorescente, con su sal, su cruz, su luz, y ese aroma a redención rancia que me dejó en la piel. Una semana tragando la mierda de la ciudad subterránea, entre tuberías oxidadas y secretos de alcantarilla. Hasta que decidí moverme.
No tan cerca, no tan lejos. Lo justo. Una pizca de sensatez, no más, mezclada con kilos de hambre.
Porque necesitaba alimento. No migajas, no un par de almas rotas goteando desesperación como grifos viejos. Necesitaba una fuente. Un río. Una tormenta emocional que me llenara hasta el último rincón.
Y no tenía un plan. ¿Para qué? Las mentes preparadas saben improvisar.
Allí fui.
St. Dymphna Behavioral Health Center.
A las afueras de Missoula, Montana.
Pequeño. Discreto. Olvidado. Perfecto.
Los primeros en notarme fueron, naturalmente, los que ya estaban rotos. Los locos. Los que oyen voces, ven formas y lamen paredes. Les hablé. Les susurré. Les hice reír. Les hice gritar. Uno intentó dibujarme con su mierda. Lindo detalle.
El personal lo anotó como un “aumento moderado en los episodios alucinatorios grupales”.
Delicioso.
Tres días después, una enfermera “muy profesional” reportó haber visto una sombra extraña en un pasillo.
Pobrecita.
No supo que yo también la vi a ella. Y a lo que lloraba cuando pensaba que nadie miraba. Me la bebí despacio.
Y ella contagió a sus compañeras. El terror empezó a fluir. Como intravenosa directa al alma.
Silencioso, lento, espeso.
Tres días más y yo era el secreto peor guardado del hospital. Mi nombre no se decía, pero mi silueta se garabateaba en las paredes con lápices mordidos y uñas ensangrentadas.
Y yo, radiante. Vital. Glorioso.
Podía haberme ido en ese mismo momento, habría sido lo usual, no necesito reflectores ni los aplausos del publico. Podía dejar que lo archivaran como un brote de histeria colectiva.
Pero no.
¿Sabes por qué vine en realidad? Por él.
Por ese santo de mirada indolente que aún paseaba por mis pensamientos. Por su fe. Por su puñetera luz.
Me entretuvo. Me divirtió. Y eso, padrecito, tuve que honrarlo.
Así que hice mi obra.
Una función especial, solo por una noche.
Maté a todos.
A todos y cada uno.
76 pacientes.
28 empleados.
No quedó uno solo con vida.
Ni un cuerpo sin desmembrar, ni un grito sin atender, ni un ojo sin vaciar. Me tomé mi tiempo. Jugué con ellos. Adiviné sus miedos. Se los di. Y los devoré.
Y al final…
Al final, al fondo del pasillo de las habitaciones, donde las luces titilaban y los rezos se evaporaban, dejé mi firma, un retrato hecho con sangre, uñas, carne seca. El rostro del hombre que me hizo sonreír aquella noche, dos semanas atrás.
¿Ves lo que me haces hacer, padrecito?
¿No es hermoso?



