La figura mágica de Aidna contrastaba contra los sólidos muros de los calabozos del palacio de Fjellriket.

No había nada en su mirada, estaba carente de cualquier emoción mientras descansaba en el cuerpo maltrecho de Ekaterina. La mujer había perdido mucho en los últimos días; su posición, la confianza de su pueblo y, más importante, el favor de su diosa. La propia Shadi había sido forzada a salir de las sombras para dirigirse al pueblo por la traición de la reina emérita.

"Patética", pensó Aidna. Ekaterina era patética. Nada quedaba de la orgullosa fémina que había gobernado aquel reino con mano floja durante años. La Digna de Shadi, la habían llamado, mientras embarraba la reputación de Aidna sólo por querer algo mejor para sí misma. La vida que todos habían tenido y a la que ella nunca había tenido acceso. Mísera decoración de jardín primero, Princesa volátil después. 

Y Aidna lo sabía... ella sabía que el plan de Ekaterina nunca fue cederle el trono, sino esperar a que Shadi entrase en razón y les enviase a otra heredera. Alguien como Edain, fuerte, valiente, dócil, obediente. Aidna lo sabía, pero nunca imaginó que Ekaterina fuese a traicionarle de esa forma. Drogarle y condenarle a una muerte horrible en sus sueños parecía demasiado para aquella mujer.

Solo restaba una pregunta entre ambas.

— ¿Por qué? —El sonido de su voz retumbó en los mohosos ladrillos. La ténue luz de la antorcha se tambaleó, oscureciendo por completo la habitación por un momento.

La mujer alzó sus ojos azules, devolviendo el vacío que Aidna sentía por dentro. Por un momento, el fuego se reflejó en ellos, devolviendo un extraño brillo violáceo.

— ¿Por qué qué? —Respondió, creyendo que aún le quedaba algo de dignidad—. No me hagas reír, princesa. Sabes tan bien como yo por qué lo hice.

Pero la verdad era que Aidna no lo sabía. Por más que se esforzaba, no comprendía las acciones de la reina. No tenían sentido. ¿En aquel momento en el que las alianzas de Fjellriket habían florecido? No tenían enemigos poderosos, y sus alianzas sólo se reforzaban con el paso de los días. Aidna quizá no había sido la princesa más competentes, pero había conseguido un tratado para unificar los reinos del Norte e iba a sacrificarse para unirles con los del sur. La opinión del pueblo sobre ella había mejorado hasta el punto que la misma Shadi había acabado reconociendo su valía. Ekaterina no podía ser reina para siempre, y ambas lo sabían. Además, siempre había sido extremadamente leal a su Aotrom.

No, no era algo que Aidna pudiese entender. No entraba dentro de los juegos políticos que le habían enseñado. 

— Estás en el corredor de la muerte, Ekaterina. No es momento para misterios.

La risa de la mujer rompió el denso silencio que había caído tras las palabras de Aidna. La pelirosa pudo sentir a los guardias removerse incómodamente dentro de sus cotas, con el metal que chocaba contra sus espadas. No, no era ella la única que se preocupaba por la repentina actitud de Ekaterina. Nadie en el reino podía explicárselo. Quizá nunca había sido la más presente. Estaba claro que cuando llegó al castillo lo había hecho como una niña huraña y escurridiza, con tendencias hermitañas. No había sido nunca la más hermosa de las hijas de Shadi, tampoco la más fuerte ni la más decidida, pero sí había sido fiel como un perro a la Aotrom. La palabra de Shadi nunca había estado tan presente en las leyes de Fjellriket como cuando Ekaterina comenzó su reinado.

Aidna no tenía una gran opinión de Ekaterina. Contrario a lo que había visto en otras mujeres gobernantes de Fearthae, no tenía un aura de autoridad. No parecía nada especial, a su ver. Sospechaba que Shadi la había colocado allí porque carecía de tiempo o ganas de cultivar a una reina, y sabía que Ekaterina sería la vía más fácil. Últimamente, su criadora no producía muchos vástagos. Los una vez llenos pasillos del castillo de Hvit ahora parecían más fríos y solitarios.

Ekaterina era la última de una larga lista de siervas de Shadi que parecían más sus cultistas que las reinas de un potente y orgulloso reino de Líneas Ley. No, no era casualidad que los reyes y reinas de Fjellriket nunca hubiesen tenido el carácter, la inteligencia o la fuerza que tenían otros regentes del mundo exterior. No era un misterio ya para Aidna por qué Ekaterina desaprobaba tan vehementemente las acciones de Rhianwen o Leïlla. 

Para Ekaterina su mundo no era Fjellriket, sino Shadi. Obedecerla y mantener su preciado territorio era todo lo que anhelaba.

Ella era otra estatua del jardín de Shadi.

— Ese es el mundo que las Aotrom dejan detrás. —Murmuró Ekaterina. Aidna frunció el ceño por el cambio tan repentino de tema—. Un mundo de fuego y destrucción. No lo entenderías. —Hizo una pausa para aclarar su garganta—. Eres demasiado simple para entenderlo.

— Tienes mucho valor para llamarme a mí simple. —Replicó Aidna. No quiso ceder a lo que era claramente una provocación, pero no pudo evitarlo. Odiaba aquel tono de superioridad.

— Puede, pero lo eres. Te crees especial por las condiciones de tu nacimiento, pero en el fondo no eres más que otra niña de Shadi. Mágica y hermosa, pero sin nada más que ofrecerle a Ruthouryn, o a Fearthae. Tienes todos esos dones, y nunca los has utilizado para nada...

— Basta. —La interrumpió. Uno de los guardias se estremeció, mientras la luz de la celda titubeaba—. No estás en posición de criticarme, Ekaterina.

— Es la verdad, Aidna Shadildr. Te otorgaron cien dones, y de ellos solo has usado la palabrería para ofender y la vaguería para escaparte de tus labores reales. —Apuntó la mujer, apoyada en la pared—. Ni siquiera has escapado como siempre juraste que harías, y ¿Por qué? ¿Por la vida de una  soldado que te abandonó a tu suerte? ¿Por miedo? Quizá ese sea tu problema. Eres la hija cobarde de tu madre.

— Shadi no es mi madre. —Y ella no era una cobarde. Nunca lo había sido—. Y no tengo miedo.

— Oh, pero lo tienes, jovencita. —Ekaterina respondió, con una sonrisa ladina. El brillo de sus ojos se había tornado violáceo de nuevo—. Tienes miedo del mundo de fuera con el que tanto anhelas. Tienes miedo de fallar. Tienes miedo de desvanecerte sin haber cambiado nada, de desaparecer siendo una simple estatua. Tienes miedo de ser sólamente un peón en los juegos de otros...

— Detente. —Aidna la interrumpió de nuevo. Ekaterina fue la que se estremeció ésta vez visiblemente. Su piel se había tornado pálida y sus labios se estaban amoratando por el frío.

Aidna nunca había sentido orgullo de esa manera. Quemaba sus venas. Quería reducir aquella palabrería al silencio. Era como si sus poderes estuviesen respondiendo dentro de ella, juguetones. 

— ¿Qué estás haciendo? —Cuestionó la reina emérita, retrocediendo un poco más contra la pared.

— ¿Qué? Eres una hija de Shadi, ¿No? El frío no debería afectarte. —Respondió, bajando un poco más la temperatura de la habitación—. A no ser que Shadi te haya repudiado.

Ekaterina se encogió más sobre sí misma. Claramente, aquella idea le preocupaba más de lo que había dejado ver hasta el momento. También resultaba evidente que no esperaba aquella respuesta por parte de Aidna. Temblorosa, se incorporó. Los días en el calabozo le habían pasado factura; había perdido peso debajo de aquel sucio vestido, y Aidna a penas podía sentir su magia fluyendo en la habitación, tratando de protegerla de la temperatura.

— No sabes... —La rubia vaciló—. No entiendes lo que estás haciendo, Aidna.

— Esa es una forma muy peculiar de suplicar por tu vida. —Respondió ella. Jamás se había sentido tan fuerte, tan... poderosa. ¿Era eso lo que sentían el resto de reinas? ¿Aquel flujo repentino de habilidad?

Era igual a despertar de un sueño muy largo. Sus manos cosquilleaban como si hubiesen estado entumecidas. El frío no la hería, pero podía sentirlo, en el ambiente, en la escarcha de las paredes, en los tiritones de los guardias, que peleaban por ignorarlo. Debía ser una temperatura glacial, pues todos los hijos de Shadi eran parcialmente inmunes al frío. 

Y ella lo estaba haciendo, ella. Aidna Shadildr. Ella era la única de ellos que podía bajar tanto las temperaturas, que podía manipular el poder de su madre hasta el extremo. 

— Aidna, detente. —Ekaterina intentó dar una orden. Lo intentó, porque el miedo se filtró en sus palabras, y sonó más como una petición, una súplica—. Tengo derecho a un juicio justo. Lo sabes.

Lo sabía. Era cierto.

También sabía que Fjellriket no tenía más reinas. La línea acababa con ella. Shadi no había presentado más hijos, y dudaba que volviese a hacerlo. Aidna debía ser la última, al menos durante mucho tiempo. Por ello no había genes humanos en su sangre.

— ¿No es suficiente juicio verte temblar? Está claro que Shadi te ha abandonado. —Respondió, acercándose a ella—. Tenías razón, Ekaterina. Tenía miedo. Miedo del mundo, de las responsabilidades de ser la reina de Fjellriket, miedo de mí misma y de mis poderes. 

Hizo una pausa, observando el rostro maltrecho de la reina. Un atisbo de compasión se asomó dentro de ella al contemplar el puro miedo que desprendía. Aunque había algo más que eso; un leve toque de sorpresa entremezclada con su resignación, como aquel que entiende por fin algo que ha estado delante de él todo el tiempo. Aidna se vio reflejada en aquella mirada, al mismo tiempo que las piezas del puzle encajaban, por fin, entre ambas.

Entendieron en aquel momento que aquel había sido siempre su destino. Aquella celda, aquel instante en el tiempo, aquel silencio entre dos mujeres enfrentadas por una corona. Por eso Aidna nunca había podido ver el futuro de Ekaterina, porque estaba intrínsecamente ligado al suyo.

— Larga vida a la reina. —Murmuró Ekaterina, apartando finalmente la mirada.

Aidna retrocedió; la temperatura de la habitación ascendió lentamente hasta volver a la habitual. Ella no era asesina. Ekaterina tendría su juicio, y sería probablemente condenada a la muerte por sus acciones. Mas, primero, debía haber una sentencia. 

— ¿Sabes? He estado meditando mucho sobre por qué Shadi ya no tiene hijos con humanos. —Aidna se detuvo en la puerta de la celda, observando sus propias manos escarchadas—. Sois demasiado susceptibles a la corrupción, a la emoción, al odio. 

Era una conclusión a la que había llegado después de muchas conversaciones con Nifrid, con sus súbditos, con Edain. Los humanos eran criaturas imperfectas y modulables, ambiciosos y oscuros. En la pureza de aquel mundo no había sitio para ellos, y eso era algo que el episodio de Mistpring les había enseñado. Los humanos eran codiciosos y orgullosos, y creían que tenían derecho a arrebatarles a las criaturas mágicas lo que les pertenecía por derecho.

— Reza tus mejores plegarias, Ekaterina. —Aidna se colocó de nuevo sus guantes—. Porque ya no puedo ver tu futuro.

La reina emérita no respondió a ninguna de las palabras de la pelirosa, pero el silencio le dijo que el mensaje se había transmitido correctamente. 

Andando por los pasillos de Fjellriket, los consejeros rodearon a la joven princesa, cuestionando su viaje a los calabozos y sugiriendo nuevas ideas para la gran coronación que se sucedería una vez terminasen las festividades de Vindur, puesto que la Reina Rhianwen sería una invitada de honor cuya presencia era fundamental.

— Tres anuncios enviaréis a los reinos hoy: El primero, anunciaréis que seré coronada como la legítima reina de Fjellriket, el segundo que el juicio de Ekaterina se celebrará justo después de mi coronación. —Ennumeró, observando el trono desde la distancia. No parecía tan incómodo ahora.

Aidna se separó de la comitiva, ascendiendo al mismo.

— ¿Y el tercero, majestad?

Mientras el caos se extendía por el palacio bajo las órdenes de la nueva regente, Aidna acarició el terciopelo, dándose la vuelta después para sentarse sobre él.

— Anunciad que mi compromiso con el príncipe Nifrid Auerswald ha llegado a su fin. 

— ¡Majestad! —Exclamó uno de los consejeros. El resto de la sala cayó en un profundo silencio.

Aidna se irguió sobre su espalda, cruzando las manos sobre su regazo, como le habían enseñado mil veces. Que no quisiese actuar no significaba que no había aprendido.

— Fjellriket es el reino de la magia. Las acciones de Leïlla Auerswald sobre el reino de Mistpring fueron una transgresión contra las leyes mágicas. Estos nuevos acontecimientos, junto con la alianza de Fjellriket con el reino de Vindur, me hace reconsiderar si es posible que se produzca un matrimonio con buena fe entre ambas partes.

El consejeró titubeó.

— Alteza...

— No habrá boda. Ese es mi tercer anuncio. Hazlo saber a la reina Leïlla y escolten al príncipe Nifrid a la salida. Ya no es bienvenido aquí.