Quién... quién es ese... no... no lo reconozco. Observo la superficie pulida y hay una figura que me devuelve la mirada. Parece tan perdido como yo, tan descolocado de la realidad, dentro de su espacio, como sé perfectamente que yo lo estoy. Nungunoo parece sentirse cómodo con el lugar que le ha correspondido ocupar, con esas habitaciones que parecen exactamente iguales, con cada uno de los objetos perfectamente encuadrados, situados cada uno donde deberían estar. El armario, la mesita, la cama, todo.
Los mismos libros, los mismos cuadros, el mismo movimiento en las cortinas. Miro a lo que entiendo que debe ser mi reflejo, pero no sé quién es. No veo ahí a quien yo solía recordar, a quien tenía la certeza de conocer. No, veo, veo una ropa que quizá se parezca a la que llevo puesta, una piel igual de pálida, hasta las marcas de las experiencias y los traumas que se reflejan a lo largo de toda nuestra superficie corporal. Creo poder ver aquello que se oculta a simple vista, aquello que por vergüenza, o miedo, ocultamos a los ojos indiscretos e inmisericordes que tiene la humanidad. Miro mi reflejo, y ese no soy yo.
Sonríe, hace muecas, eleva la mano en dirección a ese cristal que nos separa. Nos damos la mano, nuestras palmas claramente se tocan, sintiendo el frío, esa barrera tan física que aparta esas realidades antagónicas. Sé que no estoy loco, por más que tenga la necesidad de golpear el espejo para liberar a ese ser que no soy yo, para atravesar la puerta y juntarnos, reencontrarnos de nuevo, como si hubieramos estado separados toda una vida y nos acabásemos de encontrar. Quiero saber quién es él, por qué se parece a mí y po rqué me imita. Seguro que tiene una razón, seguro que hay un por qué, y me niego a creer que sea todo tan sencillo como que es un simple espejo. No. No. Ese no soy yo.
Y entonces, su mirada cambia, él sonríe y yo, sorprendido, retrocedo y él avanza. Su mano esta pegada y la mía queda lejos.
No... ese no soy yo.
Él inclina la cabeza, sin apartar su mirada fría, acerada, clavada en mi. Amplia esa mueca que me ofrece, como un depredador que se sabe superior, tan consciente de su fuerza de lo grande que es frente a mí, que agradezco que esté encerrado.
No... ese no soy yo.
Aparto de mi mente la idea de reunirnos, de juntarnos, de encontrarnos en el mismo espacio. No, no quiero saber nada de él quiero huir, quiero escapar, quiero que él desaparezca, pero miro, miro y vuelvo a mirar y no puedo... no puedo... y él no se va.
No... ese no soy yo.
Niego con la cabeza y aprieto los dientes. Tenso mis músculos, aterrado. Soy un ser que tiene miedo, que padece y sufre y que es incapaz de reconocerse. No, ese no soy yo, y cuando vuelvo a alzar la mirada, cuando mis ojos de nuevo se posan en ese espejo, el depredador se ha ido, y una figura atemorizada, pequeña, me devuelve la mirada.
Salgo de la habitación, dejando atrás el espacio, huyendo del lugar. Salgo de aquél rincón, pero con la sensación en lo más profundo de mi ser, que aquello que ha sucedido, volverá a pasar.