• 𝐉𝐀𝐍𝐄 𝐅𝐑𝐀𝐘
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐚𝐜𝐭𝐮𝐚𝐥𝐢𝐝𝐚𝐝

    Forzó una sonrisa, la más cálida que sus labios consiguieron dibujar. Jane Fray no se perdonaría si le arruinaba el viaje con una sonrisa amarga en el rostro, los ojos enrojecidos e hinchados como los de un sapo melancólico en su estanque solitario. Un nudo se le formó en el estómago.

    Para Lucie, la repentina noticia de la mudanza de su ciudad natal a una mucho más grande y lejana había sacudido los cimientos de la vida que había construido en Beak Valley. Sabía lo doloroso que le resultó a Lucie desprenderse de sus raíces, lo mejor que podía hacer era estar ahí: apoyarla, estar en el momento en que se despedía de la ciudad que la vio crecer. Despedirla en la estación con una sonrisa.

    Jane levantó la mano y la sacudió con energía hacia Lucie; la chica alegre de cabello negro cuya mitad del cuerpo se asomaba por la ventana del tren, el cual comenzaba a moverse perezoso por las vías. Un par de hojas secas se levantaron de la gravilla, remolinaron en aire cuando el tren desapreció a la distancia, llevándose no solo a su mejor amiga de la infancia, sino a quién también se convirtió en una hermana.

    El andén poco a poco comenzó a vaciarse, pero Jane permaneció inmóvil, conteniendo las emociones agridulces que la invadieron.

    No le gustaban las despedidas. Ni siquiera cuando se trataba de la interpretación de un papel. Representarlas le traía recuerdos y este, en particular, había removido algunas fibras sensibles en su interior. Por suerte para Jane y para Afro, el precioso Golden retriever que la acompañaba acudió a su recate; su héroe peludo le olisqueó las puntas de los dedos, dándole los ánimos suficientes para diluir esa sensación.

    Jane arqueó una ceja en su dirección y esbozó una amplia sonrisa.

    ────Este lugar no será lo mismo sin ella, ¿verdad?

    Jane se sentó en cuclillas, quedando a la altura del perrito. Este, sentándose sobre sus patas, ladeó la cabeza y la observó con curiosidad.

    ────¿Sabes qué es lo peor de las despedidas? Dentro de ti te sientes divido; una parte de ti desearía poder decir "quédate" y la otra sabe que llegó el momento de soltar… y, aun así, se alegra de ver cómo esa persona a la que quieres vuela y extiende sus alas. A pesar del hueco que deja su ausencia, aún quedan los recuerdos de los buenos momentos compartidos.

    La vez que ambas desafinamos en la obra de Navidad... o cuando una hizo el examen de la otra y, milagrosamente, sacamos una buena nota. Eso... siempre prevalecerá. Y esos son tesoros que nadie nos puede quitar.

    Jane rascó el cuello del animalito y esos ojitos alegres le contagiaron parte de su entusiasmo.

    ────¿Qué te parece si vamos a dar un último paseo antes de volver a casa?

    Él sacudió la colita de un lado al otro, a lo que Jane interpretó, era una clara señal contundente de aprobación.

    ────¡Buen chico! ──dijo, revolviendo con cariño sus largas orejas.

    No se movió en seguida, permaneció quieta en su sitio. Inspiró tranquila, dejando que el aire llenara su pecho. Unos segundos más… solo un poco más antes de…

    ────Corte. ¡Eso quedó fantástico! Vayamos a un descanso.

    Soltó un suspiro y Jane salió de ella. Regresó a la realidad, al andén rodeado de luces y cámaras, donde no existía Beak Valley, pero sí una estación de tren construida al lado de una cafetería con el mejor Pumpkin Spice Latte que había probado en su vida y que en temporada de otoño sacaban la famosa “Tarta Otoñal”, hecha de manzana roja y miel que siempre invitaba a los clientes a volver por una rebana.

    Ahora era Afro otra vez. Y el perrito, cuyo nombre real era Charlie y era un Golden retriever de lo más adorable, se acercó a ella para darle un cabezazo amistoso debajo de la barbilla, exigiendo mimitos y ella, por supuesto, no iba a negárselos. Afro rio, lo envolvió en un abrazo y hundió sus dedos en su suave pelaje dorado, mientras lo llenaba de cumplidos. Porque, claro, Charlie se los merecía todos.

    ────¿Quién es la verdadera super estrella del set? Pues tú, pues tú, claro que sí.

    ¿A qué no era el mejor actor de todo el set?

    Y entre mimos y cumplidos, la sonrisa en su rostro tenía un ligero sabor avinagrado. Una pequeña astilla había quedado incrustada en su pecho por lo que acababa de interpretar. No pertenecía a Jane, sino a ella.

    Era curioso… como actriz, contaba historias a través de sus gestos, sus palabras, el movimiento de su cuerpo. Pero, a veces, esas mismas historias revelaban pequeños fragmentos de su historia personal. Interpretar en el escenario no era solo actuar: también era exponerse bajo la luz critica de un reflector y revivir, sanar o incluso, abrir heridas que se creían olvidadas.

    Ese día, Jane Fray había sido su espejo: le mostró el reflejo de viejas despedidas en las que, curiosamente, ocupó un lugar similar a Jane quién veía partir a su propia “hermana elegida”. Y, aunque no lo dijera abiertamente en ese momento, Afro sabía que Jane tenía razón; a pesar de los huecos que dejaban despedirte de tus seres queridos, los recuerdos de lo compartido siempre estarían ahí y valen la pena ser atesorados.

    Ella recordaba a su familia de Dardania.
    𝐉𝐀𝐍𝐄 𝐅𝐑𝐀𝐘 🍃 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐚𝐜𝐭𝐮𝐚𝐥𝐢𝐝𝐚𝐝 Forzó una sonrisa, la más cálida que sus labios consiguieron dibujar. Jane Fray no se perdonaría si le arruinaba el viaje con una sonrisa amarga en el rostro, los ojos enrojecidos e hinchados como los de un sapo melancólico en su estanque solitario. Un nudo se le formó en el estómago. Para Lucie, la repentina noticia de la mudanza de su ciudad natal a una mucho más grande y lejana había sacudido los cimientos de la vida que había construido en Beak Valley. Sabía lo doloroso que le resultó a Lucie desprenderse de sus raíces, lo mejor que podía hacer era estar ahí: apoyarla, estar en el momento en que se despedía de la ciudad que la vio crecer. Despedirla en la estación con una sonrisa. Jane levantó la mano y la sacudió con energía hacia Lucie; la chica alegre de cabello negro cuya mitad del cuerpo se asomaba por la ventana del tren, el cual comenzaba a moverse perezoso por las vías. Un par de hojas secas se levantaron de la gravilla, remolinaron en aire cuando el tren desapreció a la distancia, llevándose no solo a su mejor amiga de la infancia, sino a quién también se convirtió en una hermana. El andén poco a poco comenzó a vaciarse, pero Jane permaneció inmóvil, conteniendo las emociones agridulces que la invadieron. No le gustaban las despedidas. Ni siquiera cuando se trataba de la interpretación de un papel. Representarlas le traía recuerdos y este, en particular, había removido algunas fibras sensibles en su interior. Por suerte para Jane y para Afro, el precioso Golden retriever que la acompañaba acudió a su recate; su héroe peludo le olisqueó las puntas de los dedos, dándole los ánimos suficientes para diluir esa sensación. Jane arqueó una ceja en su dirección y esbozó una amplia sonrisa. ────Este lugar no será lo mismo sin ella, ¿verdad? Jane se sentó en cuclillas, quedando a la altura del perrito. Este, sentándose sobre sus patas, ladeó la cabeza y la observó con curiosidad. ────¿Sabes qué es lo peor de las despedidas? Dentro de ti te sientes divido; una parte de ti desearía poder decir "quédate" y la otra sabe que llegó el momento de soltar… y, aun así, se alegra de ver cómo esa persona a la que quieres vuela y extiende sus alas. A pesar del hueco que deja su ausencia, aún quedan los recuerdos de los buenos momentos compartidos. La vez que ambas desafinamos en la obra de Navidad... o cuando una hizo el examen de la otra y, milagrosamente, sacamos una buena nota. Eso... siempre prevalecerá. Y esos son tesoros que nadie nos puede quitar. Jane rascó el cuello del animalito y esos ojitos alegres le contagiaron parte de su entusiasmo. ────¿Qué te parece si vamos a dar un último paseo antes de volver a casa? Él sacudió la colita de un lado al otro, a lo que Jane interpretó, era una clara señal contundente de aprobación. ────¡Buen chico! ──dijo, revolviendo con cariño sus largas orejas. No se movió en seguida, permaneció quieta en su sitio. Inspiró tranquila, dejando que el aire llenara su pecho. Unos segundos más… solo un poco más antes de… ────Corte. ¡Eso quedó fantástico! Vayamos a un descanso. Soltó un suspiro y Jane salió de ella. Regresó a la realidad, al andén rodeado de luces y cámaras, donde no existía Beak Valley, pero sí una estación de tren construida al lado de una cafetería con el mejor Pumpkin Spice Latte que había probado en su vida y que en temporada de otoño sacaban la famosa “Tarta Otoñal”, hecha de manzana roja y miel que siempre invitaba a los clientes a volver por una rebana. Ahora era Afro otra vez. Y el perrito, cuyo nombre real era Charlie y era un Golden retriever de lo más adorable, se acercó a ella para darle un cabezazo amistoso debajo de la barbilla, exigiendo mimitos y ella, por supuesto, no iba a negárselos. Afro rio, lo envolvió en un abrazo y hundió sus dedos en su suave pelaje dorado, mientras lo llenaba de cumplidos. Porque, claro, Charlie se los merecía todos. ────¿Quién es la verdadera super estrella del set? Pues tú, pues tú, claro que sí. ¿A qué no era el mejor actor de todo el set? Y entre mimos y cumplidos, la sonrisa en su rostro tenía un ligero sabor avinagrado. Una pequeña astilla había quedado incrustada en su pecho por lo que acababa de interpretar. No pertenecía a Jane, sino a ella. Era curioso… como actriz, contaba historias a través de sus gestos, sus palabras, el movimiento de su cuerpo. Pero, a veces, esas mismas historias revelaban pequeños fragmentos de su historia personal. Interpretar en el escenario no era solo actuar: también era exponerse bajo la luz critica de un reflector y revivir, sanar o incluso, abrir heridas que se creían olvidadas. Ese día, Jane Fray había sido su espejo: le mostró el reflejo de viejas despedidas en las que, curiosamente, ocupó un lugar similar a Jane quién veía partir a su propia “hermana elegida”. Y, aunque no lo dijera abiertamente en ese momento, Afro sabía que Jane tenía razón; a pesar de los huecos que dejaban despedirte de tus seres queridos, los recuerdos de lo compartido siempre estarían ahí y valen la pena ser atesorados. Ella recordaba a su familia de Dardania.
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  • Algunas curiosidades sobre Niklas:

    ⸻ Sus tatuajes y perforaciones no son permanentes. No hay henna ni adhesivos; es su regeneración la que borra todo rastro. Las perforaciones desaparecerán en cuestión de horas si se quita los pendientes, los tatuajes en días, como si su piel exigiera siempre volver a su estado natural.

    ⸻ El dinero es su fetiche por cicatrices de infancia. Ahorra con disciplina para ese “día lluvioso”, aunque gasta poco y vive simple. Ya cuenta con una gran suma, sin embargo, la obsesión no le abandona.

    ⸻ De adolescente fue amante de las drogas, todas. Hasta que la muerte por sobredosis de un amigo lo obligó a cortar de raíz… salvo el tabaco y la maría, viejos vicios que no piensa abandonar.

    ⸻ Omnívoro de deseo, su cuerpo responde al calor de casi cualquier estímulo. Pero su autocontrol es tan fuerte que puede soportar frío, dolor o privación sin quebrarse. Solo se excita cuando se lo permite.

    ⸻ Su sangre lo limita: no puede engendrar con humanas ni razas ajenas a la propia.

    ⸻ Su raza es un easter egg que solo se revelará a quien pulse las teclas adecuadas en el instante preciso.

    ⸻ Utilizar en tus roles información que tu personaje no consiguió roleando se llama "metarol" y está muy feo. No seas feo, no metarolees.
    Algunas curiosidades sobre Niklas: ⸻ Sus tatuajes y perforaciones no son permanentes. No hay henna ni adhesivos; es su regeneración la que borra todo rastro. Las perforaciones desaparecerán en cuestión de horas si se quita los pendientes, los tatuajes en días, como si su piel exigiera siempre volver a su estado natural. ⸻ El dinero es su fetiche por cicatrices de infancia. Ahorra con disciplina para ese “día lluvioso”, aunque gasta poco y vive simple. Ya cuenta con una gran suma, sin embargo, la obsesión no le abandona. ⸻ De adolescente fue amante de las drogas, todas. Hasta que la muerte por sobredosis de un amigo lo obligó a cortar de raíz… salvo el tabaco y la maría, viejos vicios que no piensa abandonar. ⸻ Omnívoro de deseo, su cuerpo responde al calor de casi cualquier estímulo. Pero su autocontrol es tan fuerte que puede soportar frío, dolor o privación sin quebrarse. Solo se excita cuando se lo permite. ⸻ Su sangre lo limita: no puede engendrar con humanas ni razas ajenas a la propia. ⸻ Su raza es un easter egg que solo se revelará a quien pulse las teclas adecuadas en el instante preciso. ⸻ Utilizar en tus roles información que tu personaje no consiguió roleando se llama "metarol" y está muy feo. No seas feo, no metarolees.
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  • Cierro de nuevo la caja de música la cual me regaló la abuela en mi undécimo cumpleaños.
    Me gusta escuchar a veces la melodía, me transmite paz, tranquilidad y buenos recuerdos.

    A veces deseo regresar a mi infancia y no crecer, como Peter Pan.
    Cierro de nuevo la caja de música la cual me regaló la abuela en mi undécimo cumpleaños. Me gusta escuchar a veces la melodía, me transmite paz, tranquilidad y buenos recuerdos. A veces deseo regresar a mi infancia y no crecer, como Peter Pan.
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  • ⠀⠀⠀⠀Todo era absurdamente normal. Tan normal que parecía ofensivo. Kazuha estaba de pie en una cocina soleada, bañada por una luz demasiado dorada para ser real, con un olor a café y galletas de mantequilla recién horneadas que lo impregnaba todo. Era un lugar completamente desconocido para ella, pero demasiado familiar para su anfitrión. Y ella lo sabía, podía sentir el dulce aroma de una infancia que no le pertenecía.

    —Hmmm, vamos, sé que estás aquí, escondiéndote ~... —murmuró para si, mientras daba pasos lentos, cautelosos.

    Se supone que aquel lugar debería ser un lugar seguro. Extendió una mano, y una sensación de dolor leve le recorrió el brazo. Conceder tantos deseos seguidos los últimos días la había dejado débil, vaciada, como una batería gastada. Su magia respondía con lentitud, con un zumbido débil y doloroso. Necesitaba ese cristal de Luminara. Necesitaba ese recuerdo.

    Con un suspiro de esfuerzo, concentró un hilo de energía caótica en la yema de su dedo. El efecto fue inmediato. La luz solar perfecta se volvió más amarilla, luego verde, hasta teeminar convirtiéndose en un rojo enfermizo. El olor a café se volvió agrio, algo más similar al olor del vinagre.

    —Eso es. Así me gusta ~ —respiró, y una gota de sudor frío recorrió su sien.

    El sueño, herido, se defendió. Las paredes de la cocina se inclinaron hacía dentro, como si pidieran caerse en cualquier momento. Los muebles se alargaron, las sombras se retorcían. El chillido de una tetera surgió de ninguna parte, aumentando hasta convertirse en un grito desgarrador.

    El sueño se había convertido en pesadilla. Y en el corazón de toda pesadilla, late el recuerdo que la alimenta.

    Sonrió y siguió el sonido, esquivando las manos que emergían de la nevera y pisando el suelo que ahora se sentía blando, como gelatina. Finalmente lo vio, una puerta de armario bajo el fregadero, de la cual salió un brillo tenue.

    Al abrir la puerta, no había oscuridad. Había un instante congelado: un niño escondido, mirando a través de una rendija, presenciando algo que un niño nunca debería ver. El Recuerdo. Flotaba allí, un núcleo de dolor puro y brillante.

    —Mio —susurró, con una mezcla de triunfo y agotamiento.

    Sacó un cristal de Luminara en bruto de un bolsillo de su pantalón. Con una última y dolorosa descarga de voluntad, guió el recuerdo hacia el cristal. La escena congelada se comprimió, destellando una vez con una luz cegadora que quedó sellada dentro de la gema, que ahora titilaba con una luz carmesí profunda y cálida.

    La pesadilla se desvaneció instantáneamente alrededor de ella, como arena cayendo. La transición fue violenta. En un momento estaba en la pesadilla desvaneciéndose, sellando el recuerdo en el cristal de Luminara. Al siguiente, fue arrojada al vacío etéreo del Subplano del Sueño.

    Allí, entre planos, entre el espacio entre espacios, el aire no era aire, era una sustancia gélida y espesa de pesadillas colectivas que casi se resistía a ser respiraba. Remolinos de colores que susurraban silenciosamente giraban a su alrededor. No era un lugar, era la idea de un lugar. Y como ella ya sabía, estaba lleno de cosas hambrientas.

    Aún vulnerable y agotada por el esfuerzo de sostener el ritual de extracción, intento orientarse. El cristal de Luminara en su mano palpitaba, y vertia parte de la energía vital en ella, pero el proceso era lento, como una transfusión que apenas comenzaba.

    Entonces lo sintió. Una presencia fría y afilada que se movía contra la corriente del caos onírico, atraída por el destello de poder del cristal recién cargado.

    —No —logró gruñir, tratando de impulsarse lejos— Ahg, ¡¡¡Ahora no!!!

    Era tarde. Una sombra hecha de intención depredadora se lanzó hacia ella. No tenía garras, pero su esencia era un filo. Intentó desviarse, pero su agotamiento la traicionó.

    Un dolor agudo y frío le desgarró el costado, justo por debajo de las costillas. No sangró en el sentido tradicional; su esencia vital, su energía, brotó de la herida en un fino vapor rojizo brillante antes de que ella logrará empuñar la daga de obsidiana que escondía en el interior de sus botas y la clavara en la criatura, que se disolvió casi al instante en la nada, con una sonrisa, satisfecha con su bocado, había probado su esencia.

    —¡Maldita sea! —escupió, apretsndo la herida con la mano libre. El dolor era real, punzante, frío.

    Sabia las reglas. Lo que sucedía aquí, se plasmaba en su cuerpo físico. Con un acto final de voluntad, se concentró en su cuerpo físico, en la fría soledad de su mansión, y se aferró a aquella realidad como un ancla.

    Se despertó de golpe, incorporándose en el suelo de madera del salón principal con un jadeo áspero. La primera sensación fue el peso del cristal en su mano derecha. La segunda, el dolor ardiente y húmedo en el costado izquierdo.

    Bajó la mirada. Su blusa estaba empapada de una mancha oscura y húmeda que solo podía ser sangre. Al levantar la tela, reveló un corté limpio pero profundo, de cuyo centro emanaba un tenue resplandor ámbar, la marca residual inconfundible de una herida hecha con energía onírica.

    Un recordatorio. Un trofeo. Un precio adicional. Con un suspiro que era más de fastidio que de queja, se puso de pie y caminó haciendo un esfuerzo extra hacia el estante. Tomó un frasco de ungüento y vendas que siempre tenía a mano. Los negocios, como siempre, tenían sus costos operativos.
    ⠀⠀⠀⠀Todo era absurdamente normal. Tan normal que parecía ofensivo. Kazuha estaba de pie en una cocina soleada, bañada por una luz demasiado dorada para ser real, con un olor a café y galletas de mantequilla recién horneadas que lo impregnaba todo. Era un lugar completamente desconocido para ella, pero demasiado familiar para su anfitrión. Y ella lo sabía, podía sentir el dulce aroma de una infancia que no le pertenecía. —Hmmm, vamos, sé que estás aquí, escondiéndote ~... —murmuró para si, mientras daba pasos lentos, cautelosos. Se supone que aquel lugar debería ser un lugar seguro. Extendió una mano, y una sensación de dolor leve le recorrió el brazo. Conceder tantos deseos seguidos los últimos días la había dejado débil, vaciada, como una batería gastada. Su magia respondía con lentitud, con un zumbido débil y doloroso. Necesitaba ese cristal de Luminara. Necesitaba ese recuerdo. Con un suspiro de esfuerzo, concentró un hilo de energía caótica en la yema de su dedo. El efecto fue inmediato. La luz solar perfecta se volvió más amarilla, luego verde, hasta teeminar convirtiéndose en un rojo enfermizo. El olor a café se volvió agrio, algo más similar al olor del vinagre. —Eso es. Así me gusta ~ —respiró, y una gota de sudor frío recorrió su sien. El sueño, herido, se defendió. Las paredes de la cocina se inclinaron hacía dentro, como si pidieran caerse en cualquier momento. Los muebles se alargaron, las sombras se retorcían. El chillido de una tetera surgió de ninguna parte, aumentando hasta convertirse en un grito desgarrador. El sueño se había convertido en pesadilla. Y en el corazón de toda pesadilla, late el recuerdo que la alimenta. Sonrió y siguió el sonido, esquivando las manos que emergían de la nevera y pisando el suelo que ahora se sentía blando, como gelatina. Finalmente lo vio, una puerta de armario bajo el fregadero, de la cual salió un brillo tenue. Al abrir la puerta, no había oscuridad. Había un instante congelado: un niño escondido, mirando a través de una rendija, presenciando algo que un niño nunca debería ver. El Recuerdo. Flotaba allí, un núcleo de dolor puro y brillante. —Mio —susurró, con una mezcla de triunfo y agotamiento. Sacó un cristal de Luminara en bruto de un bolsillo de su pantalón. Con una última y dolorosa descarga de voluntad, guió el recuerdo hacia el cristal. La escena congelada se comprimió, destellando una vez con una luz cegadora que quedó sellada dentro de la gema, que ahora titilaba con una luz carmesí profunda y cálida. La pesadilla se desvaneció instantáneamente alrededor de ella, como arena cayendo. La transición fue violenta. En un momento estaba en la pesadilla desvaneciéndose, sellando el recuerdo en el cristal de Luminara. Al siguiente, fue arrojada al vacío etéreo del Subplano del Sueño. Allí, entre planos, entre el espacio entre espacios, el aire no era aire, era una sustancia gélida y espesa de pesadillas colectivas que casi se resistía a ser respiraba. Remolinos de colores que susurraban silenciosamente giraban a su alrededor. No era un lugar, era la idea de un lugar. Y como ella ya sabía, estaba lleno de cosas hambrientas. Aún vulnerable y agotada por el esfuerzo de sostener el ritual de extracción, intento orientarse. El cristal de Luminara en su mano palpitaba, y vertia parte de la energía vital en ella, pero el proceso era lento, como una transfusión que apenas comenzaba. Entonces lo sintió. Una presencia fría y afilada que se movía contra la corriente del caos onírico, atraída por el destello de poder del cristal recién cargado. —No —logró gruñir, tratando de impulsarse lejos— Ahg, ¡¡¡Ahora no!!! Era tarde. Una sombra hecha de intención depredadora se lanzó hacia ella. No tenía garras, pero su esencia era un filo. Intentó desviarse, pero su agotamiento la traicionó. Un dolor agudo y frío le desgarró el costado, justo por debajo de las costillas. No sangró en el sentido tradicional; su esencia vital, su energía, brotó de la herida en un fino vapor rojizo brillante antes de que ella logrará empuñar la daga de obsidiana que escondía en el interior de sus botas y la clavara en la criatura, que se disolvió casi al instante en la nada, con una sonrisa, satisfecha con su bocado, había probado su esencia. —¡Maldita sea! —escupió, apretsndo la herida con la mano libre. El dolor era real, punzante, frío. Sabia las reglas. Lo que sucedía aquí, se plasmaba en su cuerpo físico. Con un acto final de voluntad, se concentró en su cuerpo físico, en la fría soledad de su mansión, y se aferró a aquella realidad como un ancla. Se despertó de golpe, incorporándose en el suelo de madera del salón principal con un jadeo áspero. La primera sensación fue el peso del cristal en su mano derecha. La segunda, el dolor ardiente y húmedo en el costado izquierdo. Bajó la mirada. Su blusa estaba empapada de una mancha oscura y húmeda que solo podía ser sangre. Al levantar la tela, reveló un corté limpio pero profundo, de cuyo centro emanaba un tenue resplandor ámbar, la marca residual inconfundible de una herida hecha con energía onírica. Un recordatorio. Un trofeo. Un precio adicional. Con un suspiro que era más de fastidio que de queja, se puso de pie y caminó haciendo un esfuerzo extra hacia el estante. Tomó un frasco de ungüento y vendas que siempre tenía a mano. Los negocios, como siempre, tenían sus costos operativos.
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  • El móvil vibró sobre la mesa de la sala mientras Thalya recogía los platos de la cena. Miró la pantalla distraída, pero al ver el nombre que aparecía en letras claras, se quedó congelada: “Yaya”. Su abuela materna.

    El corazón se le encogió de golpe. Llevaba años sin verla, desde antes de que la guerra lo arrasara todo y sus padres murieran en aquel atentado. Había llamado un par de veces, siempre con excusas rápidas, siempre prometiendo que “cuando tuviera un hueco” iría a Grecia. Nunca lo cumplió.

    Con las manos aún húmedas, contestó al fin.

    —Yaya… —su voz salió baja, casi quebrada.

    Del otro lado sonó la risa cálida y cansada de la anciana, un sonido que la devolvió a su infancia, a aquellos veranos en la isla donde el olor a café recién hecho y a pan caliente parecía eterno.

    —Mi corazón… mi niña. ¿Cómo estás? Hace tanto que no escucho tu voz…

    Thalya tragó saliva. Cerró los ojos, intentando mantener la compostura.

    —Estoy… bien. Un poco cansada, ya sabes. Pero… bien. ¿Y tú? ¿Y el abuelo?

    —Viejos, como siempre —rió su abuela, aunque con un tono nostálgico—. Te echamos de menos, Thalya. Tu madre estaría enfadada si supiera que no vienes a vernos ni siquiera en verano.

    Aquellas palabras la golpearon como un puñal. Sintió que la garganta se le cerraba. Imaginó a su madre tras la barra de la cafetería, sirviendo pasteles con esa sonrisa paciente, y a su padre entrando después, con su andar firme y la chaqueta militar colgada del hombro. Imaginó que todavía podía escucharlos.

    —Lo sé… —murmuró, llevándose una mano al rostro—. Lo sé, y lo siento. De verdad lo siento.

    Hubo un silencio breve, roto solo por la respiración pausada de la anciana.

    —No tienes que pedir perdón, niña. Pero recuerda que mientras sigas huyendo, nunca vas a curar lo que llevas dentro. No nos has perdido a nosotros. Estamos aquí.

    Thalya no pudo responder enseguida. Se dejó caer en la cama, apretando el teléfono contra la oreja, con los ojos llenos de lágrimas. Le dolía la culpa, le dolía la ausencia, y le dolía más aún darse cuenta de que tenía miedo de volver, de enfrentarse a los recuerdos.

    —Te prometo que iré… —susurró al fin, con un nudo en la voz.

    La anciana suspiró, suave, como quien acaricia a distancia.

    —Eso espero, mi corazón. Te esperamos con los brazos abiertos.

    Cuando la llamada terminó, Thalya permaneció quieta en la penumbra de la habitación, con el móvil apoyado en su regazo. Sentía que aún no había superado nada, que el pasado seguía atándola, pero al menos ahora sabía que alguien, en algún lugar, seguía esperándola.
    El móvil vibró sobre la mesa de la sala mientras Thalya recogía los platos de la cena. Miró la pantalla distraída, pero al ver el nombre que aparecía en letras claras, se quedó congelada: “Yaya”. Su abuela materna. El corazón se le encogió de golpe. Llevaba años sin verla, desde antes de que la guerra lo arrasara todo y sus padres murieran en aquel atentado. Había llamado un par de veces, siempre con excusas rápidas, siempre prometiendo que “cuando tuviera un hueco” iría a Grecia. Nunca lo cumplió. Con las manos aún húmedas, contestó al fin. —Yaya… —su voz salió baja, casi quebrada. Del otro lado sonó la risa cálida y cansada de la anciana, un sonido que la devolvió a su infancia, a aquellos veranos en la isla donde el olor a café recién hecho y a pan caliente parecía eterno. —Mi corazón… mi niña. ¿Cómo estás? Hace tanto que no escucho tu voz… Thalya tragó saliva. Cerró los ojos, intentando mantener la compostura. —Estoy… bien. Un poco cansada, ya sabes. Pero… bien. ¿Y tú? ¿Y el abuelo? —Viejos, como siempre —rió su abuela, aunque con un tono nostálgico—. Te echamos de menos, Thalya. Tu madre estaría enfadada si supiera que no vienes a vernos ni siquiera en verano. Aquellas palabras la golpearon como un puñal. Sintió que la garganta se le cerraba. Imaginó a su madre tras la barra de la cafetería, sirviendo pasteles con esa sonrisa paciente, y a su padre entrando después, con su andar firme y la chaqueta militar colgada del hombro. Imaginó que todavía podía escucharlos. —Lo sé… —murmuró, llevándose una mano al rostro—. Lo sé, y lo siento. De verdad lo siento. Hubo un silencio breve, roto solo por la respiración pausada de la anciana. —No tienes que pedir perdón, niña. Pero recuerda que mientras sigas huyendo, nunca vas a curar lo que llevas dentro. No nos has perdido a nosotros. Estamos aquí. Thalya no pudo responder enseguida. Se dejó caer en la cama, apretando el teléfono contra la oreja, con los ojos llenos de lágrimas. Le dolía la culpa, le dolía la ausencia, y le dolía más aún darse cuenta de que tenía miedo de volver, de enfrentarse a los recuerdos. —Te prometo que iré… —susurró al fin, con un nudo en la voz. La anciana suspiró, suave, como quien acaricia a distancia. —Eso espero, mi corazón. Te esperamos con los brazos abiertos. Cuando la llamada terminó, Thalya permaneció quieta en la penumbra de la habitación, con el móvil apoyado en su regazo. Sentía que aún no había superado nada, que el pasado seguía atándola, pero al menos ahora sabía que alguien, en algún lugar, seguía esperándola.
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  • — Haciendo su patrullaje nocturno se encuentra con bolsas de dulces que solía comer en su infancia. Busca rápidamente algo de dinero en sus bolsillos y toma unos dulces de café con canela y un toque de menta.
    El oficial come dulces de manera alegre mientras hace su patrullaje —.

    Que rico.
    Ya no hacen dulces así, si alguien vendiera café o chocolate caliente sería genial
    — Haciendo su patrullaje nocturno se encuentra con bolsas de dulces que solía comer en su infancia. Busca rápidamente algo de dinero en sus bolsillos y toma unos dulces de café con canela y un toque de menta. El oficial come dulces de manera alegre mientras hace su patrullaje —. Que rico. Ya no hacen dulces así, si alguien vendiera café o chocolate caliente sería genial
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  • {La mañana siguiente llegó con un dolor punzante que atravesaba la sien de Haku como si una espada estuviera hundida en su cráneo. Abrió los ojos lentamente, y lo primero que reconoció fue la sala de su hogar. Estaba en el suelo, con su cuerpo cansado, pero sana y salva en su hogar.
    No recordaba haber regresado. Lo último que tenía claro era el monstruo, el callejón, la magia consumiéndole cada fibra del cuerpo… y luego nada. Vacío.}

    {Intentó incorporarse, pero el mareo la obligó a quedarse recostada. Sentía sus músculos entumecidos, la garganta seca, y su magia… débil, apagada. Como si cada hechizo que había lanzado le hubiera drenado no solo energía, sino pedazos de sí misma. Siempre había sido así: desde pequeña, su poder no era un regalo sino una carga. Lo había descubierto en su infancia, ella sabía que su existencia era distinta. Mitad humana, mitad nekomata, jamás había pertenecido a ningún lado.}

    {Aquella noche en el callejón solo le había recordado lo frágil que era su límite. La magia que podía salvarla también era la misma que podía consumirla.}

    {Fue entonces cuando lo entendió. Si había despertado allí, a salvo, no era porque alguien más la hubiera llevado…
    Su espíritu híbrido. No la dejó morir. La rescató.}

    {El imponente caballo con cabeza de águila había sido quien la cargó, llevándola de regreso a su hogar.}

    {Haku ignoraba aún la verdad: no entendía por qué Puff había permanecido tanto tiempo ausente de su vida. Pero la razón era sencilla y cruel. Cuando un espíritu convive demasiado con un ser mortal—ya sea humano, nekomata o incluso una simple criatura del mundo terrenal—inevitablemente comienza a impregnarse de sus emociones. Lazos invisibles, frágiles y poderosos al mismo tiempo, nacen sin que nadie los desee. Y esos lazos, tan hermosos, son también cadenas que debilitan a un guardián.}

    {Puff lo sabía. Desde el principio comprendió que la pequeña nekomata jamás estaría a salvo, que su vida entera estaría marcada por la persecución de enemigos y el peligro. Si permanecía siempre a su lado, su fuerza iría debilitandose poco a poco, sofocada por los mismos sentimientos que lo ataban a ella. Por eso eligió apartarse, aunque su esencia anhelara vigilarla cada noche. Se alejó para no caer preso de esa fragilidad, para mantener intacto su poder. Porque llegado el día, cuando la muerte o la oscuridad se abalanzaran sobre Haku, él quería ser capaz de interponerse, incluso si eso significaba entregar su propia existencia.}

    {La distancia fue su sacrificio. Y en lo más profundo de su espíritu, Puff, podía llegar a amarla más de lo que un guardián debe amar a su protegida.}
    {La mañana siguiente llegó con un dolor punzante que atravesaba la sien de Haku como si una espada estuviera hundida en su cráneo. Abrió los ojos lentamente, y lo primero que reconoció fue la sala de su hogar. Estaba en el suelo, con su cuerpo cansado, pero sana y salva en su hogar. No recordaba haber regresado. Lo último que tenía claro era el monstruo, el callejón, la magia consumiéndole cada fibra del cuerpo… y luego nada. Vacío.} {Intentó incorporarse, pero el mareo la obligó a quedarse recostada. Sentía sus músculos entumecidos, la garganta seca, y su magia… débil, apagada. Como si cada hechizo que había lanzado le hubiera drenado no solo energía, sino pedazos de sí misma. Siempre había sido así: desde pequeña, su poder no era un regalo sino una carga. Lo había descubierto en su infancia, ella sabía que su existencia era distinta. Mitad humana, mitad nekomata, jamás había pertenecido a ningún lado.} {Aquella noche en el callejón solo le había recordado lo frágil que era su límite. La magia que podía salvarla también era la misma que podía consumirla.} {Fue entonces cuando lo entendió. Si había despertado allí, a salvo, no era porque alguien más la hubiera llevado… Su espíritu híbrido. No la dejó morir. La rescató.} {El imponente caballo con cabeza de águila había sido quien la cargó, llevándola de regreso a su hogar.} {Haku ignoraba aún la verdad: no entendía por qué Puff había permanecido tanto tiempo ausente de su vida. Pero la razón era sencilla y cruel. Cuando un espíritu convive demasiado con un ser mortal—ya sea humano, nekomata o incluso una simple criatura del mundo terrenal—inevitablemente comienza a impregnarse de sus emociones. Lazos invisibles, frágiles y poderosos al mismo tiempo, nacen sin que nadie los desee. Y esos lazos, tan hermosos, son también cadenas que debilitan a un guardián.} {Puff lo sabía. Desde el principio comprendió que la pequeña nekomata jamás estaría a salvo, que su vida entera estaría marcada por la persecución de enemigos y el peligro. Si permanecía siempre a su lado, su fuerza iría debilitandose poco a poco, sofocada por los mismos sentimientos que lo ataban a ella. Por eso eligió apartarse, aunque su esencia anhelara vigilarla cada noche. Se alejó para no caer preso de esa fragilidad, para mantener intacto su poder. Porque llegado el día, cuando la muerte o la oscuridad se abalanzaran sobre Haku, él quería ser capaz de interponerse, incluso si eso significaba entregar su propia existencia.} {La distancia fue su sacrificio. Y en lo más profundo de su espíritu, Puff, podía llegar a amarla más de lo que un guardián debe amar a su protegida.}
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  • |Recuerdos de sus años escolares|

    El aula estaba en silencio, apenas interrumpido por el murmullo lejano de voces en el pasillo. La luz dorada del atardecer se filtraba por la ventana, bañando los pupitres en un resplandor suave. Entre cuadernos abiertos y lápices olvidados, dos figuras descansaban una junto a la otra.

    Ella, con la mejilla apoyada sobre sus apuntes, respiraba con calma, perdida en un sueño ligero. Un auricular colgaba de su oído, compartiendo la misma canción que él escuchaba. Él, en cambio, no dormía; mantenía la cabeza recostada en sus brazos, observándola en silencio, como si cada detalle de su rostro mereciera ser guardado en la memoria.

    El tiempo parecía haberse detenido. No había prisa, ni tareas pendientes, solo la tranquila certeza de que, en ese pequeño instante, estaban exactamente donde debían estar: juntos, compartiendo una calma que se sentía más valiosa que cualquier palabra. Ella era y había sido su primer amor desde sus tiernos años de infancia,pero los unia una profunda amistad,la cual no quería arruinar

    -Me pregunto si....¿Me ves?-

    Dijo él con voz baja y casi imperceptible,después de todo no quería interrumpir el sueño de ella

    Melínoe Fleur
    |Recuerdos de sus años escolares| El aula estaba en silencio, apenas interrumpido por el murmullo lejano de voces en el pasillo. La luz dorada del atardecer se filtraba por la ventana, bañando los pupitres en un resplandor suave. Entre cuadernos abiertos y lápices olvidados, dos figuras descansaban una junto a la otra. Ella, con la mejilla apoyada sobre sus apuntes, respiraba con calma, perdida en un sueño ligero. Un auricular colgaba de su oído, compartiendo la misma canción que él escuchaba. Él, en cambio, no dormía; mantenía la cabeza recostada en sus brazos, observándola en silencio, como si cada detalle de su rostro mereciera ser guardado en la memoria. El tiempo parecía haberse detenido. No había prisa, ni tareas pendientes, solo la tranquila certeza de que, en ese pequeño instante, estaban exactamente donde debían estar: juntos, compartiendo una calma que se sentía más valiosa que cualquier palabra. Ella era y había sido su primer amor desde sus tiernos años de infancia,pero los unia una profunda amistad,la cual no quería arruinar -Me pregunto si....¿Me ves?- Dijo él con voz baja y casi imperceptible,después de todo no quería interrumpir el sueño de ella [Melinoe_Fleur]
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  • Me preguntó si...el hubiera sido conmigo así en mi infancia?
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  • Infancia. Aquella época en donde experimentas con cadáveres por primera vez, o participas en tu primer asesinato.
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