• Aroma a Mandarina
    Categoría Original
    "Mira, es la primera de la temporada. ¿Quieres que la comamos juntas?"

    La infancia de una niña huérfana era complicada. Sobre todo, de una que creció en un cabaret.

    Irene Graves escogió su nombre ella misma. Lo vio en una película sobre mujeres que cantaban y bailaban, llevando alegría a los demás. Irene, el nombre de la protagonista... usarlo la hacía sentir como si pudiera hacer todo eso y mucho más. Como si, igual que ella, fuese capaz de repartir amor, espectáculo, alivio a quienes lo necesitaban.

    Irene no escogió el lugar donde creció, pero de haber podido, no hubiese sido uno diferente. El terciopelo carmesí que apoyó sus primeros pasos, el aroma a colonia, el brillo del neón... no hubo un día, no hubo uno solo, que no fuera mágico. Hasta el día de hoy, seguía provocando el mismo sentimiento.

    "Tengo suerte", decía. "Tengo suerte de haber terminado aquí."

    Era normal que la miraran con extrañeza. ¿Una niña que creció en un cabaret? Los prejuicios, las burlas, los preconceptos eran la orden de su día a día. Pero ella nunca permitió que eso dejara de hacerla sonreír.

    Aunque nunca fuese muy popular con los de su edad, claro. Hasta el día en que la conoció a ella.

    "¡Comer la primera de la temporada es de buena suerte!"

    Irene nunca había visto un cabello tan bonito. Era un tono como el del cielo en un día nublado. ¡Y sus ojos! Claros con un brillo como el de perlas preciosas.

    Irene supo que quería ser su amiga. Supo que debía ser su primer amiga. Supo, en lo más profundo de su corazón, que tenía que conocerla, guiada por algo que la superaba, y al mismo, por algo increíblemente simple.

    "Te atrapé", le dijo, con una risa traviesa. "Si compartimos la primera mandarina del año, significa que ya no puedes alejarte de mí. ¡Tienes que quedarte conmigo para siempre!"

    Se lo inventó, por supuesto. La reacción en la niña del cabello blanco fue la más graciosa, y la más adorable que hubiera visto jamás. ¡Se lo creyó todo!

    Todo, cada palabra... Como si de los labios de Irene sólo pudieran salir dogmas inquebrantables, ella siempre la escuchaba.

    Ella siempre escuchaba a la niña que sólo servía para escuchar a los demás.

    Y por eso, Irene la amaba.

    Irene amaba a la niña del cabello blanco más que nada en el mundo. Y eso que Irene amaba muchas cosas.

    Irene amaba a Perle Noir. Irene amaba a su compañeros, a sus clientes, sus confidentes, sus amigos. Irene amaba darle alegría a los demás a través del arte que hacía con su ser entero.

    Irene amaba el amor. Estaba fascinada con el acto tan intenso y puro que era el amar, con la fuerza transformadora e implacable que podía llegar a ser.

    Y, aún así, Irene no amaba nada ni a nadie más que a la niña que compartió la primer mandarina de la temporada con ella, ese día de otoño.

    Y la amaba tanto, que no le importó saber que esa niña terminaría con su vida.

    Porque lo sabía. Lo supo desde el momento en el que la vio, y también sabía que la niña del cabello blanco estaba enterada de eso. Del destino desgarradoramente cruel que se había elegido para ambas.

    Irene sabía, también, de todas las cosas que la niña del cabello blanco había hecho para intentar cambiarlo. De la forma en la que había desafiado al tiempo mismo, a cada precepto del universo. Lo sabía, y la amaba por eso.

    Pero también sabía que, desgraciadamente, no era suficiente.

    Pero la amaba. A pesar de todo, y debido a todo, la amaba. La amaba más de lo que podían expresar las palabras. Y si su vida tenía que terminar gracias a esas manos... estaba bien.

    Estaba bien. No era algo malo. Porque pudo conocerla. Porque tuvo una vida llena de alegría gracias a ella. ¿Podía atreverse a pedir más? ¿Podía una niña huérfana que sólo quería compartir una mandarina tener una aspiración más grande, que morir a manos de quien amaba?

    Pedir más hubiera sido un crimen. Así que lo aceptó. Lo aceptó desde el primer momento, y vivió cada día sabiendo que su vida no sería larga.

    Sabiendo que cada oportunidad de amar que desperdiciara, podría ser la última.
    "Mira, es la primera de la temporada. ¿Quieres que la comamos juntas?" La infancia de una niña huérfana era complicada. Sobre todo, de una que creció en un cabaret. Irene Graves escogió su nombre ella misma. Lo vio en una película sobre mujeres que cantaban y bailaban, llevando alegría a los demás. Irene, el nombre de la protagonista... usarlo la hacía sentir como si pudiera hacer todo eso y mucho más. Como si, igual que ella, fuese capaz de repartir amor, espectáculo, alivio a quienes lo necesitaban. Irene no escogió el lugar donde creció, pero de haber podido, no hubiese sido uno diferente. El terciopelo carmesí que apoyó sus primeros pasos, el aroma a colonia, el brillo del neón... no hubo un día, no hubo uno solo, que no fuera mágico. Hasta el día de hoy, seguía provocando el mismo sentimiento. "Tengo suerte", decía. "Tengo suerte de haber terminado aquí." Era normal que la miraran con extrañeza. ¿Una niña que creció en un cabaret? Los prejuicios, las burlas, los preconceptos eran la orden de su día a día. Pero ella nunca permitió que eso dejara de hacerla sonreír. Aunque nunca fuese muy popular con los de su edad, claro. Hasta el día en que la conoció a ella. "¡Comer la primera de la temporada es de buena suerte!" Irene nunca había visto un cabello tan bonito. Era un tono como el del cielo en un día nublado. ¡Y sus ojos! Claros con un brillo como el de perlas preciosas. Irene supo que quería ser su amiga. Supo que debía ser su primer amiga. Supo, en lo más profundo de su corazón, que tenía que conocerla, guiada por algo que la superaba, y al mismo, por algo increíblemente simple. "Te atrapé", le dijo, con una risa traviesa. "Si compartimos la primera mandarina del año, significa que ya no puedes alejarte de mí. ¡Tienes que quedarte conmigo para siempre!" Se lo inventó, por supuesto. La reacción en la niña del cabello blanco fue la más graciosa, y la más adorable que hubiera visto jamás. ¡Se lo creyó todo! Todo, cada palabra... Como si de los labios de Irene sólo pudieran salir dogmas inquebrantables, ella siempre la escuchaba. Ella siempre escuchaba a la niña que sólo servía para escuchar a los demás. Y por eso, Irene la amaba. Irene amaba a la niña del cabello blanco más que nada en el mundo. Y eso que Irene amaba muchas cosas. Irene amaba a Perle Noir. Irene amaba a su compañeros, a sus clientes, sus confidentes, sus amigos. Irene amaba darle alegría a los demás a través del arte que hacía con su ser entero. Irene amaba el amor. Estaba fascinada con el acto tan intenso y puro que era el amar, con la fuerza transformadora e implacable que podía llegar a ser. Y, aún así, Irene no amaba nada ni a nadie más que a la niña que compartió la primer mandarina de la temporada con ella, ese día de otoño. Y la amaba tanto, que no le importó saber que esa niña terminaría con su vida. Porque lo sabía. Lo supo desde el momento en el que la vio, y también sabía que la niña del cabello blanco estaba enterada de eso. Del destino desgarradoramente cruel que se había elegido para ambas. Irene sabía, también, de todas las cosas que la niña del cabello blanco había hecho para intentar cambiarlo. De la forma en la que había desafiado al tiempo mismo, a cada precepto del universo. Lo sabía, y la amaba por eso. Pero también sabía que, desgraciadamente, no era suficiente. Pero la amaba. A pesar de todo, y debido a todo, la amaba. La amaba más de lo que podían expresar las palabras. Y si su vida tenía que terminar gracias a esas manos... estaba bien. Estaba bien. No era algo malo. Porque pudo conocerla. Porque tuvo una vida llena de alegría gracias a ella. ¿Podía atreverse a pedir más? ¿Podía una niña huérfana que sólo quería compartir una mandarina tener una aspiración más grande, que morir a manos de quien amaba? Pedir más hubiera sido un crimen. Así que lo aceptó. Lo aceptó desde el primer momento, y vivió cada día sabiendo que su vida no sería larga. Sabiendo que cada oportunidad de amar que desperdiciara, podría ser la última.
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  • ılılı 𝄪  ♫ ﹒ lı ◠◠  ♩  ◠◠ ıl ﹒ ♫  𝄪 ılılı

    Si bien últimamente mostraba mayor afinidad por el modelaje, había momentos en los que Ji-Hyun volvía a disfrutar de su carrera musical. Sobre todo cuando el proyecto le permitía jugar con diferentes estilos de vestuario.

    Le parecía sumamente interesante cómo la ropa podía transformar por completo una presentación: cada conjunto relataba su propia historia, y eso ayudaba a enriquecer la experiencia del concierto. Esa era una de las partes que más le divertían, volverlos un poco más inmersivos, más vivos.

    Y el proyecto de ese día no fue la excepción. Ji-Hyun y sus compañeros estaban vestidos como corredores de autos, aunque con atuendos más ligeros para poder moverse sin sofocarse. El ensayo llevaba más de una hora, y el cansancio comenzaba a notarse cuando, frente al espejo, una sensación de familiaridad lo hizo detenerse.

    Cars.
    Sí, la película de su infancia.

    Con el ceño ligeramente fruncido y una expresión seria, adoptó una postura solemne ante su reflejo antes de murmurar:
    —Concéntrate. Velocidad. Soy veloz. Un ganador, cuarenta y dos perdedores. Yo desayuno perdedores.—
    El silencio duró apenas unos segundos. Entonces, levantó el rostro con dramatismo, como si de pronto estuviera sobre una pista de carreras en lugar de ensayando.
    —¡Soy veloz! ¡Un ganador!— exclamó con tono firme, apenas conteniendo la risa.

    Sus compañeros estallaron en carcajadas olvidando el cansancio del ensayo. Algunos intentaron grabarlo a escondidas para atesorar aquel momento, otros simplemente se doblaron por la risa al ver al siempre serio Ji-Hyun recitando frases de Rayo McQueen con toda la seriedad del mundo.

    Entre risas y aplausos, alguien le gritó:
    —¡Vamos, Hyung McQueen!—
    Haciendo que suspirase fingiendo resignación, aunque una sonrisa traviesa se le escapó antes de volver a su posición en el escenario.

    0:00 ───|────── 0:00
    𝑹𝒆𝒂𝒍 𝑮𝒐𝒏𝒆.ᐟ—𝑺𝒉𝒆𝒓𝒚𝒍 𝑪𝒓𝒐𝒘
        ↻ ◁ II ▷ ↺

    NA: Me ganó el pensamiento intrusivo :'D como lo siento por quién lea ésto, especialmente mi partner.(?)
    ılılı 𝄪  ♫ ﹒ lı ◠◠  ♩  ◠◠ ıl ﹒ ♫  𝄪 ılılı Si bien últimamente mostraba mayor afinidad por el modelaje, había momentos en los que Ji-Hyun volvía a disfrutar de su carrera musical. Sobre todo cuando el proyecto le permitía jugar con diferentes estilos de vestuario. Le parecía sumamente interesante cómo la ropa podía transformar por completo una presentación: cada conjunto relataba su propia historia, y eso ayudaba a enriquecer la experiencia del concierto. Esa era una de las partes que más le divertían, volverlos un poco más inmersivos, más vivos. Y el proyecto de ese día no fue la excepción. Ji-Hyun y sus compañeros estaban vestidos como corredores de autos, aunque con atuendos más ligeros para poder moverse sin sofocarse. El ensayo llevaba más de una hora, y el cansancio comenzaba a notarse cuando, frente al espejo, una sensación de familiaridad lo hizo detenerse. Cars. Sí, la película de su infancia. Con el ceño ligeramente fruncido y una expresión seria, adoptó una postura solemne ante su reflejo antes de murmurar: —Concéntrate. Velocidad. Soy veloz. Un ganador, cuarenta y dos perdedores. Yo desayuno perdedores.— El silencio duró apenas unos segundos. Entonces, levantó el rostro con dramatismo, como si de pronto estuviera sobre una pista de carreras en lugar de ensayando. —¡Soy veloz! ¡Un ganador!— exclamó con tono firme, apenas conteniendo la risa. Sus compañeros estallaron en carcajadas olvidando el cansancio del ensayo. Algunos intentaron grabarlo a escondidas para atesorar aquel momento, otros simplemente se doblaron por la risa al ver al siempre serio Ji-Hyun recitando frases de Rayo McQueen con toda la seriedad del mundo. Entre risas y aplausos, alguien le gritó: —¡Vamos, Hyung McQueen!— Haciendo que suspirase fingiendo resignación, aunque una sonrisa traviesa se le escapó antes de volver a su posición en el escenario. 0:00 ───|────── 0:00 𝑹𝒆𝒂𝒍 𝑮𝒐𝒏𝒆.ᐟ—𝑺𝒉𝒆𝒓𝒚𝒍 𝑪𝒓𝒐𝒘     ↻ ◁ II ▷ ↺ NA: Me ganó el pensamiento intrusivo :'D como lo siento por quién lea ésto, especialmente mi partner.(?)
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  • —Me disfracé de lo que la gente cree que soy. Sí, es un disfraz de hada. No, no concedo deseos gratis. La próxima pregunta obvia te costará un recuerdo de tu infancia...
    —Me disfracé de lo que la gente cree que soy. Sí, es un disfraz de hada. No, no concedo deseos gratis. La próxima pregunta obvia te costará un recuerdo de tu infancia...
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  • 𝐒𝐔 𝐑𝐀𝐙Ó𝐍 - 𝐕𝐈𝐈
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Se dejó caer de espaldas sobre la cama y se pasó una mano por el rostro agotado. La larga llama dorada de la lámpara de aceite en el tocador parpadeó suavemente, ofreciéndole consuelo. La habitación estaba quieta, el pasillo en silencio; la tranquilidad reinaba en la noche. Soltó un suspiro. Eneas por fin había dejado de llorar.

    La maternidad fue una de las peores batallas que jamás enfrentó. Ni siquiera aquellos meses de diversión junto a Anquises, cuando se hacía pasar por princesa o campesina la habían preparado para los cuidados que exigía la vida mortal. Creía haber aprendido lo esencial: la importancia del descanso, las comidas a tiempo y la fragilidad humana. Le habría gustado decir que lo hizo de maravilla, que fue una nodriza ejemplar y que todo salió bien. Pero nada más lejos de la realidad.

    Con cada día que pasaba, se convencía de que lo hacía terriblemente peor. No tenía un minuto de descanso, el niño siempre necesitaba algo nuevo: cambiar de pañales, dormirlo, apaciguar sus llantos interminables mientras trataba de descifrar si lloraba de hambre o de frío. No era madre primeriza… pero la experiencia de cuidar un bebé mortal no se podía comparar con la de una deidad, era algo completamente distinto.

    A eso se sumaba el hecho de que, además, debía ser cautelosa y medir muy bien cada acción que hiciera para no levantar sospechas. Absolutamente nadie en el palacio debía descubrir que ella no era la nodriza experimentada que decía ser, y mucho menos, que era una diosa.

    A veces ese pensamiento la llenaba de frustración. En ocasiones, por más que meciera a su hijo en brazos, le cantara una canción, lo arropara o lo alimentara, la rabia de sus lagrimas no cesaba. En su interior se agitaba un mar tormentoso de aflicción al que ella no siempre podía oponerse. Su paciencia se evaporaba, y la tentación de encender su Aión, de acceder a su divinidad se volvía casi irresistible. Podría usar su aura sobre él, envolverlo con ella, un truco que llegó a hacer en su momento con sus gemelos divinos para calmarlos. Un atajo que le haría las cosas más fáciles y que, sin embargo, le obligaba a cuestionarse que tan dependiente se había vuelto de su poder.

    Las noches pasaban y aunque Afro había atravesado incontables eventos a lo largo de su vida, ni siquiera la eternidad le pareció tan larga como la infancia de Eneas.

    Eneas odiaba el interior del palacio. Detestaba el sol, pero tampoco soportaba pasar demasiado tiempo bajo la sombra. Protestaba con el aroma del incienso y gritaba cuando ella dejaba de moverse. No le permitía quedarse quieta demasiado tiempo, eso, lejos de ayudar, lo alteraba. Probó suerte con algunos de los consejos de la reina Temiste y de thithē Ligeia, la anciana nodriza de Anquises, pero ninguno dio resultado. Lo único que realmente parecía funcionar eran los paseos por el jardín del palacio, que más que jardín, más bien era un frondoso bosque de hojas verdes escondido entre las murallas y las visitas a la playa. Le encantaba cuando ella le sumergía los pies en la espuma marina que oscurecía la arena al romper las olas, eso lograba arrancarle una sonrisa.

    Sus parpados comenzaban a cerrarse cuando el llanto de Eneas la despertó de golpe. Su pecho se sacudió, se frotó los ojos con los dedos antes de deslizarse fuera de la cama y salir al solitario pasillo. A menudo pensaba en su antigua vida y en todo lo que había dejado atrás al renunciar temporalmente a su divinidad, como en ese instante en el que se acercó a la cuna de su hijo para tomarlo entre sus brazos. Si aún fuera una diosa y no una mortal, aquel cansancio que le pesaba en los hombros y parpados grises no existiría.

    ────Oh, mi dulce príncipe… ¿qué ocurre? Ven, deja que te cargue un poco ─y aun con todo ese agotamiento, no dejó de sonreírle. Jamás dejaría de hacerlo.

    Se aseguró de alimentarlo y permaneció un largo rato junto a él. Le cantó una canción mientras caminaba en la oscuridad, y al recostarlo nuevamente en su cuna, le hizo cosquillas en la pancita. Como respuesta, el pequeño balbuceó algo, le sonrió y rio. Era la risa más preciosa y melodiosa que había escuchado jamás. El cansancio se disipó de su cuerpo; soltó una risa entrecortada y permitió que el sonido de su voz la llenara de fuerza, haciendo brotar desde lo más profundo de su pecho un amor tan intenso que le costaba creer que su corazón pudiera contenerlo sin romperse.

    Entonces comprendió que el amor de una madre no conocía límites. Sería capaz de hacer sangrar a este mundo por su hijo, caminar entre las brasas del fuego con los pies desnudos y desafiar a cualquier monstruo o deidad. Los convertiría en polvo de estrellas y lo esparciría en la inmensidad de la bóveda celeste si eso aseguraba la felicidad y bienestar de su pequeño.

    No advirtió el momento en que se quedó dormida junto a la cuna de su hijo, rodeándola con los brazos. Su corazón mortal latía débilmente, pero en paz.

    El amor que corría por sus venas era de una clase que los dioses no comprendían. No pertenecía a su naturaleza inmortal, tan distante del corazón humano, y sin embargo era la devoción que codiciaban con tanta hambre y anhelo. Un amor que no pedía adoración, ni ofrendas de vino o miel, ni templos con altares humeantes. Era un sentimiento sin medida, sin pausa ni descanso. Le exigía entregarse por completo en cuerpo y alma; exponerla a una peligrosa mezcla entre la ternura y el miedo a no tener nada bajo control, una mezcla tan intensa que la desbordaba cada vez que Eneas la miraba con sus ojitos brillantes, asomando la cabecita curiosa mientras ella preparaba ungüentos, aceites, baños o pañales.

    Sí, añoraba su antigua vida. Era cierto. Y aún así, jamás cambiaría ese cansancio por la calma inmortal que una vez conoció. Haría ese y mil sacrificios más por él.

    Durmió plácidamente en un dulce sueño. Tenía una razón para levantarse y luchar un día más.
    𝐒𝐔 𝐑𝐀𝐙Ó𝐍 - 𝐕𝐈𝐈 🐚 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Se dejó caer de espaldas sobre la cama y se pasó una mano por el rostro agotado. La larga llama dorada de la lámpara de aceite en el tocador parpadeó suavemente, ofreciéndole consuelo. La habitación estaba quieta, el pasillo en silencio; la tranquilidad reinaba en la noche. Soltó un suspiro. Eneas por fin había dejado de llorar. La maternidad fue una de las peores batallas que jamás enfrentó. Ni siquiera aquellos meses de diversión junto a Anquises, cuando se hacía pasar por princesa o campesina la habían preparado para los cuidados que exigía la vida mortal. Creía haber aprendido lo esencial: la importancia del descanso, las comidas a tiempo y la fragilidad humana. Le habría gustado decir que lo hizo de maravilla, que fue una nodriza ejemplar y que todo salió bien. Pero nada más lejos de la realidad. Con cada día que pasaba, se convencía de que lo hacía terriblemente peor. No tenía un minuto de descanso, el niño siempre necesitaba algo nuevo: cambiar de pañales, dormirlo, apaciguar sus llantos interminables mientras trataba de descifrar si lloraba de hambre o de frío. No era madre primeriza… pero la experiencia de cuidar un bebé mortal no se podía comparar con la de una deidad, era algo completamente distinto. A eso se sumaba el hecho de que, además, debía ser cautelosa y medir muy bien cada acción que hiciera para no levantar sospechas. Absolutamente nadie en el palacio debía descubrir que ella no era la nodriza experimentada que decía ser, y mucho menos, que era una diosa. A veces ese pensamiento la llenaba de frustración. En ocasiones, por más que meciera a su hijo en brazos, le cantara una canción, lo arropara o lo alimentara, la rabia de sus lagrimas no cesaba. En su interior se agitaba un mar tormentoso de aflicción al que ella no siempre podía oponerse. Su paciencia se evaporaba, y la tentación de encender su Aión, de acceder a su divinidad se volvía casi irresistible. Podría usar su aura sobre él, envolverlo con ella, un truco que llegó a hacer en su momento con sus gemelos divinos para calmarlos. Un atajo que le haría las cosas más fáciles y que, sin embargo, le obligaba a cuestionarse que tan dependiente se había vuelto de su poder. Las noches pasaban y aunque Afro había atravesado incontables eventos a lo largo de su vida, ni siquiera la eternidad le pareció tan larga como la infancia de Eneas. Eneas odiaba el interior del palacio. Detestaba el sol, pero tampoco soportaba pasar demasiado tiempo bajo la sombra. Protestaba con el aroma del incienso y gritaba cuando ella dejaba de moverse. No le permitía quedarse quieta demasiado tiempo, eso, lejos de ayudar, lo alteraba. Probó suerte con algunos de los consejos de la reina Temiste y de thithē Ligeia, la anciana nodriza de Anquises, pero ninguno dio resultado. Lo único que realmente parecía funcionar eran los paseos por el jardín del palacio, que más que jardín, más bien era un frondoso bosque de hojas verdes escondido entre las murallas y las visitas a la playa. Le encantaba cuando ella le sumergía los pies en la espuma marina que oscurecía la arena al romper las olas, eso lograba arrancarle una sonrisa. Sus parpados comenzaban a cerrarse cuando el llanto de Eneas la despertó de golpe. Su pecho se sacudió, se frotó los ojos con los dedos antes de deslizarse fuera de la cama y salir al solitario pasillo. A menudo pensaba en su antigua vida y en todo lo que había dejado atrás al renunciar temporalmente a su divinidad, como en ese instante en el que se acercó a la cuna de su hijo para tomarlo entre sus brazos. Si aún fuera una diosa y no una mortal, aquel cansancio que le pesaba en los hombros y parpados grises no existiría. ────Oh, mi dulce príncipe… ¿qué ocurre? Ven, deja que te cargue un poco ─y aun con todo ese agotamiento, no dejó de sonreírle. Jamás dejaría de hacerlo. Se aseguró de alimentarlo y permaneció un largo rato junto a él. Le cantó una canción mientras caminaba en la oscuridad, y al recostarlo nuevamente en su cuna, le hizo cosquillas en la pancita. Como respuesta, el pequeño balbuceó algo, le sonrió y rio. Era la risa más preciosa y melodiosa que había escuchado jamás. El cansancio se disipó de su cuerpo; soltó una risa entrecortada y permitió que el sonido de su voz la llenara de fuerza, haciendo brotar desde lo más profundo de su pecho un amor tan intenso que le costaba creer que su corazón pudiera contenerlo sin romperse. Entonces comprendió que el amor de una madre no conocía límites. Sería capaz de hacer sangrar a este mundo por su hijo, caminar entre las brasas del fuego con los pies desnudos y desafiar a cualquier monstruo o deidad. Los convertiría en polvo de estrellas y lo esparciría en la inmensidad de la bóveda celeste si eso aseguraba la felicidad y bienestar de su pequeño. No advirtió el momento en que se quedó dormida junto a la cuna de su hijo, rodeándola con los brazos. Su corazón mortal latía débilmente, pero en paz. El amor que corría por sus venas era de una clase que los dioses no comprendían. No pertenecía a su naturaleza inmortal, tan distante del corazón humano, y sin embargo era la devoción que codiciaban con tanta hambre y anhelo. Un amor que no pedía adoración, ni ofrendas de vino o miel, ni templos con altares humeantes. Era un sentimiento sin medida, sin pausa ni descanso. Le exigía entregarse por completo en cuerpo y alma; exponerla a una peligrosa mezcla entre la ternura y el miedo a no tener nada bajo control, una mezcla tan intensa que la desbordaba cada vez que Eneas la miraba con sus ojitos brillantes, asomando la cabecita curiosa mientras ella preparaba ungüentos, aceites, baños o pañales. Sí, añoraba su antigua vida. Era cierto. Y aún así, jamás cambiaría ese cansancio por la calma inmortal que una vez conoció. Haría ese y mil sacrificios más por él. Durmió plácidamente en un dulce sueño. Tenía una razón para levantarse y luchar un día más.
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  • Solo reproduce cualquier canción

    No era raro que a inicio del invierno el grupo que lo conocían de la orquesta le invitaran a salir a beber, siempre lo hacían cuadrando los tiempos necesarios para que él saliera, como si estuviesen a una agrupación conspirativa que se enfoca única y exclusivamente en salir a beber juntos, lo agradecía, muchas veces se olvidaba de lo divertido que era no estar preocupado, con los tiempos sobre su espalda, agotando su cuerpo hasta más no poder. Esa noche ya todos estaban un poco pasados de copas, hablando algunos más coherentes que otros, pero Yuiichi solo estaba callado con una sonrisa boba que no mostraba los dientes, nunca le gusto mostrar los dientes por el colmillo que sobresalía de forma suave. Por lo general, mantenía su rostro sereno, caracterizado por la expresión que muchas veces solo denotaba incomodidad, pero en ese momento solo tenía la sonrisa por el obvio estado de ebriedad era bastante adorable de ver.

    No supo en qué momento, pero soltaron papelillo en el ambiente del bar en el que estaban, algo de verdad muy bonito de ver. Por lo general no bebía, y si lo hacía no era en exceso, no quería terminar muriendo tan joven, además de que tenía una resistencia al alcohol en números negativos, pero a veces le era difícil medirse, en especial cuando sus amigos hacían juegos tontos que todo el mundo pensaba que habían quedado en la universidad. A pesar de todo, no podía evitar la risa baja que le hacía mostrar su rostro más pequeño ante las expresiones que se le escapaban.

    Había tenido días tranquilos a pesar del ajetreo de la ciudad, apenas le dieran las vacaciones su primer viaje sería estar un tiempo en su casa de la infancia, cada navidad se juntaban todos en la familia y de verdad es que era algo agradable, salir al mar de vez en cuando con el aire gélido en su piel y el olor a salitre en el ambiente era algo que le llenaba. A pesar de eso, estar donde su padre había fallecido era algo que le oprimía el pecho de vez en cuando.

    Después de una extensa conversación sobre qué harían para navidad que comenzó después de un largo rato jugando, Yuiichi se excusó un momento para salir a tomar aire, apenas podía caminar bien sin tropezar con sus propios zapatos y decidió no salir con su chaqueta, pero debido al alcohol no sentía con fuerza el clima gélido que estaba a su alrededor, sólo tenía su camisa blanca con un jean casual con algunos parches hechos en bordado tradicional que hacía su padre cuando él estaba más joven, tenía papelitos metalizados en el cabello y parte de la camisa al momento que salió del local, solo andaba sonriendo mientras miraba a la gente pasar por la calle, apoyado bajo los faroles neón del lugar siendo opacado por la leve capa de nieve vieja que se había asentado en distintos lugares.
    Solo reproduce cualquier canción No era raro que a inicio del invierno el grupo que lo conocían de la orquesta le invitaran a salir a beber, siempre lo hacían cuadrando los tiempos necesarios para que él saliera, como si estuviesen a una agrupación conspirativa que se enfoca única y exclusivamente en salir a beber juntos, lo agradecía, muchas veces se olvidaba de lo divertido que era no estar preocupado, con los tiempos sobre su espalda, agotando su cuerpo hasta más no poder. Esa noche ya todos estaban un poco pasados de copas, hablando algunos más coherentes que otros, pero Yuiichi solo estaba callado con una sonrisa boba que no mostraba los dientes, nunca le gusto mostrar los dientes por el colmillo que sobresalía de forma suave. Por lo general, mantenía su rostro sereno, caracterizado por la expresión que muchas veces solo denotaba incomodidad, pero en ese momento solo tenía la sonrisa por el obvio estado de ebriedad era bastante adorable de ver. No supo en qué momento, pero soltaron papelillo en el ambiente del bar en el que estaban, algo de verdad muy bonito de ver. Por lo general no bebía, y si lo hacía no era en exceso, no quería terminar muriendo tan joven, además de que tenía una resistencia al alcohol en números negativos, pero a veces le era difícil medirse, en especial cuando sus amigos hacían juegos tontos que todo el mundo pensaba que habían quedado en la universidad. A pesar de todo, no podía evitar la risa baja que le hacía mostrar su rostro más pequeño ante las expresiones que se le escapaban. Había tenido días tranquilos a pesar del ajetreo de la ciudad, apenas le dieran las vacaciones su primer viaje sería estar un tiempo en su casa de la infancia, cada navidad se juntaban todos en la familia y de verdad es que era algo agradable, salir al mar de vez en cuando con el aire gélido en su piel y el olor a salitre en el ambiente era algo que le llenaba. A pesar de eso, estar donde su padre había fallecido era algo que le oprimía el pecho de vez en cuando. Después de una extensa conversación sobre qué harían para navidad que comenzó después de un largo rato jugando, Yuiichi se excusó un momento para salir a tomar aire, apenas podía caminar bien sin tropezar con sus propios zapatos y decidió no salir con su chaqueta, pero debido al alcohol no sentía con fuerza el clima gélido que estaba a su alrededor, sólo tenía su camisa blanca con un jean casual con algunos parches hechos en bordado tradicional que hacía su padre cuando él estaba más joven, tenía papelitos metalizados en el cabello y parte de la camisa al momento que salió del local, solo andaba sonriendo mientras miraba a la gente pasar por la calle, apoyado bajo los faroles neón del lugar siendo opacado por la leve capa de nieve vieja que se había asentado en distintos lugares.
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  • Crónicas del Olvido — Capítulo III: El Templo del Agua y el Primer Emisario

    Tras la purificación del Templo de Ceniza, el grupo se dirige hacia las ruinas sumergidas de Nymar, donde se encuentra el Templo del Agua, ahora hundido bajo un lago corrompido por la magia oscura. Elen siente una conexión profunda con este lugar: su linaje druídico proviene de las guardianas del agua, y su magia comienza a reaccionar incluso antes de llegar.

    Pero el lago no está vacío. Criaturas líquidas, deformadas por la corrupción, acechan bajo la superficie. El grupo debe descender con cuidado, usando una combinación de magia de aire y raíces para crear una burbuja de protección.

    Dentro del templo, Elen comienza a recordar fragmentos de su infancia: cantos antiguos, rituales de purificación, y una voz que le hablaba desde el agua. Al tocar el altar central, una corriente de energía la envuelve. No es agresiva. Es ancestral.

    Elen entra en trance. Ve a Lidica, no como guerrera, sino como protectora. La visión le revela que el agua no solo limpia… también guarda. Y que el fragmento del Amuleto aquí presente está sellado por una memoria que solo puede ser liberada por alguien que no busca poder, sino equilibrio.
    Elen despierta. Y el fragmento se libera.

    Pero el templo tiembla. Desde las profundidades del lago emerge una figura encapuchada: el Emisario del Vacío, un sirviente directo del Señor de las Sombras. Su cuerpo está formado por agua oscura, y su magia no tiene forma: distorsiona el entorno, altera la percepción, y convierte los recuerdos en armas.
    • Kael comienza a ver visiones de Yukine muriendo una y otra vez.
    • Sira se paraliza al ver a Lidica traicionándola.
    • Tharos pierde el control, incendiando parte del templo.
    • Elen, con el fragmento recién despertado, canaliza una onda de purificación que estabiliza el grupo.

    La batalla es caótica. El Emisario se mueve como líquido, atacando desde todas direcciones. Pero Kael, guiado por el fragmento, logra conjurar un hechizo de “Anclaje de Realidad”, que fija la percepción del grupo y permite que Sira lo atraviese con una ráfaga de viento cortante.

    El Emisario se disuelve. Pero no sin dejar una advertencia:

    “El Señor ya se ha levantado. Y ustedes… llegarán tarde.”

    Crónicas del Olvido — Capítulo III: El Templo del Agua y el Primer Emisario Tras la purificación del Templo de Ceniza, el grupo se dirige hacia las ruinas sumergidas de Nymar, donde se encuentra el Templo del Agua, ahora hundido bajo un lago corrompido por la magia oscura. Elen siente una conexión profunda con este lugar: su linaje druídico proviene de las guardianas del agua, y su magia comienza a reaccionar incluso antes de llegar. Pero el lago no está vacío. Criaturas líquidas, deformadas por la corrupción, acechan bajo la superficie. El grupo debe descender con cuidado, usando una combinación de magia de aire y raíces para crear una burbuja de protección. Dentro del templo, Elen comienza a recordar fragmentos de su infancia: cantos antiguos, rituales de purificación, y una voz que le hablaba desde el agua. Al tocar el altar central, una corriente de energía la envuelve. No es agresiva. Es ancestral. Elen entra en trance. Ve a Lidica, no como guerrera, sino como protectora. La visión le revela que el agua no solo limpia… también guarda. Y que el fragmento del Amuleto aquí presente está sellado por una memoria que solo puede ser liberada por alguien que no busca poder, sino equilibrio. Elen despierta. Y el fragmento se libera. Pero el templo tiembla. Desde las profundidades del lago emerge una figura encapuchada: el Emisario del Vacío, un sirviente directo del Señor de las Sombras. Su cuerpo está formado por agua oscura, y su magia no tiene forma: distorsiona el entorno, altera la percepción, y convierte los recuerdos en armas. • Kael comienza a ver visiones de Yukine muriendo una y otra vez. • Sira se paraliza al ver a Lidica traicionándola. • Tharos pierde el control, incendiando parte del templo. • Elen, con el fragmento recién despertado, canaliza una onda de purificación que estabiliza el grupo. La batalla es caótica. El Emisario se mueve como líquido, atacando desde todas direcciones. Pero Kael, guiado por el fragmento, logra conjurar un hechizo de “Anclaje de Realidad”, que fija la percepción del grupo y permite que Sira lo atraviese con una ráfaga de viento cortante. El Emisario se disuelve. Pero no sin dejar una advertencia: “El Señor ya se ha levantado. Y ustedes… llegarán tarde.”
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  • “Cicatrices heredadas”

    El cielo se desangraba sobre el horizonte.
    El atardecer parecía burlarse de mí, tiñendo el mundo con esos tonos cálidos que jamás sentí en la piel.
    Estaba sentada sobre una vieja cerca, las botas colgando, el metal frío contra mis manos.
    Y por primera vez en mucho tiempo, no sabía quién era.

    Toda mi vida había creído que los Carson me habían salvado.
    Que me encontraron sola, abandonada, y me ofrecieron una familia.
    Pero la verdad… la verdad era un veneno que aún no terminaba de tragar.

    Fui adoptada, sí.
    Pero no por compasión.
    Fui moldeada, quebrada, usada.
    Convertida en el arma que necesitaban, en la ejecutora silenciosa que obedecía sin dudar.
    Y cada golpe, cada castigo, cada orden cumplida con sangre, fue un paso más lejos de la niña que una vez fui.

    No recordaba sus rostros —los de mis verdaderos padres— hasta que Darkus pronunció esas palabras.
    Su voz fue el filo que cortó las cuerdas de mi mente.
    Y las memorias regresaron como un aluvión.

    El olor del bosque.
    Las risas.
    Mi madre con su cabello oscuro, su piel iluminada por la luna.
    Mi padre tomándome en brazos, prometiendo que me protegería.
    Luego… fuego.
    Aullidos.
    La manada.
    El miedo.
    La sangre.

    Ellos no murieron por accidente.
    Fueron cazados por su propia gente.
    Mi madre, una loba que amó a un humano.
    Mi padre, el humano que se atrevió a devolverle ese amor.
    Y yo, la hija de ambos… el error que debía ser borrado.

    Los Carson no me salvaron.
    Me encontraron entre las cenizas y vieron en mí un proyecto.
    Una criatura rota, fácil de rehacer.
    Así que me arrancaron el nombre, la historia, la ternura.
    Me enseñaron a obedecer.
    A no sentir.
    A matar con precisión.
    Y yo lo hice.
    Porque creí que eso era amor.

    El aire de la tarde quemaba en mis pulmones.
    No sabía si llorar o reír.
    Todo en mí dolía: los huesos, la memoria, el alma.
    Pero entre todo ese dolor, algo empezó a despertar.
    Un fuego que no provenía del odio, sino de la verdad.

    No soy su creación.
    No soy su soldado.
    Soy la hija de la luna y la sangre.
    Y aunque me arrancaron la infancia, no pudieron borrar mi naturaleza.

    Los Carson me convirtieron en un arma…
    Pero olvidaron una cosa.
    Las armas también pueden apuntar hacia atrás.

    Miré el horizonte una última vez.
    El sol moría, y yo nacía de nuevo.
    Ya no era la niña que pedía ser amada.
    Era la sombra que aprendió a amar su propio fuego.

    Y esta vez, nadie iba a controlarlo.


    ---
    “Cicatrices heredadas” El cielo se desangraba sobre el horizonte. El atardecer parecía burlarse de mí, tiñendo el mundo con esos tonos cálidos que jamás sentí en la piel. Estaba sentada sobre una vieja cerca, las botas colgando, el metal frío contra mis manos. Y por primera vez en mucho tiempo, no sabía quién era. Toda mi vida había creído que los Carson me habían salvado. Que me encontraron sola, abandonada, y me ofrecieron una familia. Pero la verdad… la verdad era un veneno que aún no terminaba de tragar. Fui adoptada, sí. Pero no por compasión. Fui moldeada, quebrada, usada. Convertida en el arma que necesitaban, en la ejecutora silenciosa que obedecía sin dudar. Y cada golpe, cada castigo, cada orden cumplida con sangre, fue un paso más lejos de la niña que una vez fui. No recordaba sus rostros —los de mis verdaderos padres— hasta que Darkus pronunció esas palabras. Su voz fue el filo que cortó las cuerdas de mi mente. Y las memorias regresaron como un aluvión. El olor del bosque. Las risas. Mi madre con su cabello oscuro, su piel iluminada por la luna. Mi padre tomándome en brazos, prometiendo que me protegería. Luego… fuego. Aullidos. La manada. El miedo. La sangre. Ellos no murieron por accidente. Fueron cazados por su propia gente. Mi madre, una loba que amó a un humano. Mi padre, el humano que se atrevió a devolverle ese amor. Y yo, la hija de ambos… el error que debía ser borrado. Los Carson no me salvaron. Me encontraron entre las cenizas y vieron en mí un proyecto. Una criatura rota, fácil de rehacer. Así que me arrancaron el nombre, la historia, la ternura. Me enseñaron a obedecer. A no sentir. A matar con precisión. Y yo lo hice. Porque creí que eso era amor. El aire de la tarde quemaba en mis pulmones. No sabía si llorar o reír. Todo en mí dolía: los huesos, la memoria, el alma. Pero entre todo ese dolor, algo empezó a despertar. Un fuego que no provenía del odio, sino de la verdad. No soy su creación. No soy su soldado. Soy la hija de la luna y la sangre. Y aunque me arrancaron la infancia, no pudieron borrar mi naturaleza. Los Carson me convirtieron en un arma… Pero olvidaron una cosa. Las armas también pueden apuntar hacia atrás. Miré el horizonte una última vez. El sol moría, y yo nacía de nuevo. Ya no era la niña que pedía ser amada. Era la sombra que aprendió a amar su propio fuego. Y esta vez, nadie iba a controlarlo. ---
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    MEMORIAS.

    OFF: Recuerdan el momento en que todo inició?, no hablo del origen de la tierra, tampoco sobre la evolución propiamente.

    Hablo por supuesto del origen de las ideas; del instante en que pasamos de los juegos infantiles que cada uno tuvo en su infancia, para muchas niñas, jugar con muñecas, y para los varones el jugar a los super heroes, o ser caballeros, etc.
    Esos instantes en que la imaginación era nuestro recurso mas valioso, donde podiamos ser todo lo que quisieramos, no existía límite alguno.

    Las peleas podrian surgir en ocasiones, pues como todo niño (a) deseaba participar y ser parte de algo bonito, formar asi una hermosa historia en un mundo de fantasía.

    Con el tiempo, muchos fueron superando esas etapas de la vida, sin embargo muy en el fondo no dejamos de ser ese niño que jugaba y soñaba con un mundo mejor.
    Muchas circunstancias externas suelen deprimirnos, pero no dejamos de creer. Muchos tambien recurrieron a un mundo de fantasía donde podremos ser lo que en nuestra niñez siempre quisimos ser.
    Aprendimos que la imaginacion es un motor de esperanza que une no solo letras, sino tambien corazones.

    Muchos llegamos de otras plataformas donde no dejamos de escribir, de aumentar nuestro acervo cultural por medio de bellas y fantasticas historias.

    Mi único propósito es seguir compartiendo con todos aquellos que deseen mis historias, mis sueños, y de algun modo dejar tambien mis propias enseñanzas y experiencias. Buenos o malos momentos, lo mas importante es la compañía. Muchas gracias a todos aquellos que hacen posible que exista este sitio y tambien los que no dejan que acabe.

    Muchos lo llaman pasatiempo, otros tienen sus vidas hechas o estan en proceso y se van alejando para dedicarse a un nuevo propósito.
    Solo les pido que nunca dejen de compartir y aun mas, les deseo prosperidad.

    Muchas gracias a todos y espero sigamos juntos en estas historias leyendas personales.

    On: Daozhang Xiao Xingchen.
    MEMORIAS. OFF: Recuerdan el momento en que todo inició?, no hablo del origen de la tierra, tampoco sobre la evolución propiamente. Hablo por supuesto del origen de las ideas; del instante en que pasamos de los juegos infantiles que cada uno tuvo en su infancia, para muchas niñas, jugar con muñecas, y para los varones el jugar a los super heroes, o ser caballeros, etc. Esos instantes en que la imaginación era nuestro recurso mas valioso, donde podiamos ser todo lo que quisieramos, no existía límite alguno. Las peleas podrian surgir en ocasiones, pues como todo niño (a) deseaba participar y ser parte de algo bonito, formar asi una hermosa historia en un mundo de fantasía. Con el tiempo, muchos fueron superando esas etapas de la vida, sin embargo muy en el fondo no dejamos de ser ese niño que jugaba y soñaba con un mundo mejor. Muchas circunstancias externas suelen deprimirnos, pero no dejamos de creer. Muchos tambien recurrieron a un mundo de fantasía donde podremos ser lo que en nuestra niñez siempre quisimos ser. Aprendimos que la imaginacion es un motor de esperanza que une no solo letras, sino tambien corazones. Muchos llegamos de otras plataformas donde no dejamos de escribir, de aumentar nuestro acervo cultural por medio de bellas y fantasticas historias. Mi único propósito es seguir compartiendo con todos aquellos que deseen mis historias, mis sueños, y de algun modo dejar tambien mis propias enseñanzas y experiencias. Buenos o malos momentos, lo mas importante es la compañía. Muchas gracias a todos aquellos que hacen posible que exista este sitio y tambien los que no dejan que acabe. Muchos lo llaman pasatiempo, otros tienen sus vidas hechas o estan en proceso y se van alejando para dedicarse a un nuevo propósito. Solo les pido que nunca dejen de compartir y aun mas, les deseo prosperidad. Muchas gracias a todos y espero sigamos juntos en estas historias leyendas personales. On: Daozhang Xiao Xingchen.
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  • 𝐉𝐀𝐍𝐄 𝐅𝐑𝐀𝐘
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐚𝐜𝐭𝐮𝐚𝐥𝐢𝐝𝐚𝐝

    Forzó una sonrisa, la más cálida que sus labios consiguieron dibujar. Jane Fray no se perdonaría si le arruinaba el viaje con una sonrisa amarga en el rostro, los ojos enrojecidos e hinchados como los de un sapo melancólico en su estanque solitario. Un nudo se le formó en el estómago.

    Para Lucie, la repentina noticia de la mudanza de su ciudad natal a una mucho más grande y lejana había sacudido los cimientos de la vida que había construido en Beak Valley. Sabía lo doloroso que le resultó a Lucie desprenderse de sus raíces, lo mejor que podía hacer era estar ahí: apoyarla, estar en el momento en que se despedía de la ciudad que la vio crecer. Despedirla en la estación con una sonrisa.

    Jane levantó la mano y la sacudió con energía hacia Lucie; la chica alegre de cabello negro cuya mitad del cuerpo se asomaba por la ventana del tren, el cual comenzaba a moverse perezoso por las vías. Un par de hojas secas se levantaron de la gravilla, remolinaron en aire cuando el tren desapreció a la distancia, llevándose no solo a su mejor amiga de la infancia, sino a quién también se convirtió en una hermana.

    El andén poco a poco comenzó a vaciarse, pero Jane permaneció inmóvil, conteniendo las emociones agridulces que la invadieron.

    No le gustaban las despedidas. Ni siquiera cuando se trataba de la interpretación de un papel. Representarlas le traía recuerdos y este, en particular, había removido algunas fibras sensibles en su interior. Por suerte para Jane y para Afro, el precioso Golden retriever que la acompañaba acudió a su recate; su héroe peludo le olisqueó las puntas de los dedos, dándole los ánimos suficientes para diluir esa sensación.

    Jane arqueó una ceja en su dirección y esbozó una amplia sonrisa.

    ────Este lugar no será lo mismo sin ella, ¿verdad?

    Jane se sentó en cuclillas, quedando a la altura del perrito. Este, sentándose sobre sus patas, ladeó la cabeza y la observó con curiosidad.

    ────¿Sabes qué es lo peor de las despedidas? Dentro de ti te sientes divido; una parte de ti desearía poder decir "quédate" y la otra sabe que llegó el momento de soltar… y, aun así, se alegra de ver cómo esa persona a la que quieres vuela y extiende sus alas. A pesar del hueco que deja su ausencia, aún quedan los recuerdos de los buenos momentos compartidos.

    La vez que ambas desafinamos en la obra de Navidad... o cuando una hizo el examen de la otra y, milagrosamente, sacamos una buena nota. Eso... siempre prevalecerá. Y esos son tesoros que nadie nos puede quitar.

    Jane rascó el cuello del animalito y esos ojitos alegres le contagiaron parte de su entusiasmo.

    ────¿Qué te parece si vamos a dar un último paseo antes de volver a casa?

    Él sacudió la colita de un lado al otro, a lo que Jane interpretó, era una clara señal contundente de aprobación.

    ────¡Buen chico! ──dijo, revolviendo con cariño sus largas orejas.

    No se movió en seguida, permaneció quieta en su sitio. Inspiró tranquila, dejando que el aire llenara su pecho. Unos segundos más… solo un poco más antes de…

    ────Corte. ¡Eso quedó fantástico! Vayamos a un descanso.

    Soltó un suspiro y Jane salió de ella. Regresó a la realidad, al andén rodeado de luces y cámaras, donde no existía Beak Valley, pero sí una estación de tren construida al lado de una cafetería con el mejor Pumpkin Spice Latte que había probado en su vida y que en temporada de otoño sacaban la famosa “Tarta Otoñal”, hecha de manzana roja y miel que siempre invitaba a los clientes a volver por una rebana.

    Ahora era Afro otra vez. Y el perrito, cuyo nombre real era Charlie y era un Golden retriever de lo más adorable, se acercó a ella para darle un cabezazo amistoso debajo de la barbilla, exigiendo mimitos y ella, por supuesto, no iba a negárselos. Afro rio, lo envolvió en un abrazo y hundió sus dedos en su suave pelaje dorado, mientras lo llenaba de cumplidos. Porque, claro, Charlie se los merecía todos.

    ────¿Quién es la verdadera super estrella del set? Pues tú, pues tú, claro que sí.

    ¿A qué no era el mejor actor de todo el set?

    Y entre mimos y cumplidos, la sonrisa en su rostro tenía un ligero sabor avinagrado. Una pequeña astilla había quedado incrustada en su pecho por lo que acababa de interpretar. No pertenecía a Jane, sino a ella.

    Era curioso… como actriz, contaba historias a través de sus gestos, sus palabras, el movimiento de su cuerpo. Pero, a veces, esas mismas historias revelaban pequeños fragmentos de su historia personal. Interpretar en el escenario no era solo actuar: también era exponerse bajo la luz critica de un reflector y revivir, sanar o incluso, abrir heridas que se creían olvidadas.

    Ese día, Jane Fray había sido su espejo: le mostró el reflejo de viejas despedidas en las que, curiosamente, ocupó un lugar similar a Jane quién veía partir a su propia “hermana elegida”. Y, aunque no lo dijera abiertamente en ese momento, Afro sabía que Jane tenía razón; a pesar de los huecos que dejaban despedirte de tus seres queridos, los recuerdos de lo compartido siempre estarían ahí y valen la pena ser atesorados.

    Ella recordaba a su familia de Dardania.
    𝐉𝐀𝐍𝐄 𝐅𝐑𝐀𝐘 🍃 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐚𝐜𝐭𝐮𝐚𝐥𝐢𝐝𝐚𝐝 Forzó una sonrisa, la más cálida que sus labios consiguieron dibujar. Jane Fray no se perdonaría si le arruinaba el viaje con una sonrisa amarga en el rostro, los ojos enrojecidos e hinchados como los de un sapo melancólico en su estanque solitario. Un nudo se le formó en el estómago. Para Lucie, la repentina noticia de la mudanza de su ciudad natal a una mucho más grande y lejana había sacudido los cimientos de la vida que había construido en Beak Valley. Sabía lo doloroso que le resultó a Lucie desprenderse de sus raíces, lo mejor que podía hacer era estar ahí: apoyarla, estar en el momento en que se despedía de la ciudad que la vio crecer. Despedirla en la estación con una sonrisa. Jane levantó la mano y la sacudió con energía hacia Lucie; la chica alegre de cabello negro cuya mitad del cuerpo se asomaba por la ventana del tren, el cual comenzaba a moverse perezoso por las vías. Un par de hojas secas se levantaron de la gravilla, remolinaron en aire cuando el tren desapreció a la distancia, llevándose no solo a su mejor amiga de la infancia, sino a quién también se convirtió en una hermana. El andén poco a poco comenzó a vaciarse, pero Jane permaneció inmóvil, conteniendo las emociones agridulces que la invadieron. No le gustaban las despedidas. Ni siquiera cuando se trataba de la interpretación de un papel. Representarlas le traía recuerdos y este, en particular, había removido algunas fibras sensibles en su interior. Por suerte para Jane y para Afro, el precioso Golden retriever que la acompañaba acudió a su recate; su héroe peludo le olisqueó las puntas de los dedos, dándole los ánimos suficientes para diluir esa sensación. Jane arqueó una ceja en su dirección y esbozó una amplia sonrisa. ────Este lugar no será lo mismo sin ella, ¿verdad? Jane se sentó en cuclillas, quedando a la altura del perrito. Este, sentándose sobre sus patas, ladeó la cabeza y la observó con curiosidad. ────¿Sabes qué es lo peor de las despedidas? Dentro de ti te sientes divido; una parte de ti desearía poder decir "quédate" y la otra sabe que llegó el momento de soltar… y, aun así, se alegra de ver cómo esa persona a la que quieres vuela y extiende sus alas. A pesar del hueco que deja su ausencia, aún quedan los recuerdos de los buenos momentos compartidos. La vez que ambas desafinamos en la obra de Navidad... o cuando una hizo el examen de la otra y, milagrosamente, sacamos una buena nota. Eso... siempre prevalecerá. Y esos son tesoros que nadie nos puede quitar. Jane rascó el cuello del animalito y esos ojitos alegres le contagiaron parte de su entusiasmo. ────¿Qué te parece si vamos a dar un último paseo antes de volver a casa? Él sacudió la colita de un lado al otro, a lo que Jane interpretó, era una clara señal contundente de aprobación. ────¡Buen chico! ──dijo, revolviendo con cariño sus largas orejas. No se movió en seguida, permaneció quieta en su sitio. Inspiró tranquila, dejando que el aire llenara su pecho. Unos segundos más… solo un poco más antes de… ────Corte. ¡Eso quedó fantástico! Vayamos a un descanso. Soltó un suspiro y Jane salió de ella. Regresó a la realidad, al andén rodeado de luces y cámaras, donde no existía Beak Valley, pero sí una estación de tren construida al lado de una cafetería con el mejor Pumpkin Spice Latte que había probado en su vida y que en temporada de otoño sacaban la famosa “Tarta Otoñal”, hecha de manzana roja y miel que siempre invitaba a los clientes a volver por una rebana. Ahora era Afro otra vez. Y el perrito, cuyo nombre real era Charlie y era un Golden retriever de lo más adorable, se acercó a ella para darle un cabezazo amistoso debajo de la barbilla, exigiendo mimitos y ella, por supuesto, no iba a negárselos. Afro rio, lo envolvió en un abrazo y hundió sus dedos en su suave pelaje dorado, mientras lo llenaba de cumplidos. Porque, claro, Charlie se los merecía todos. ────¿Quién es la verdadera super estrella del set? Pues tú, pues tú, claro que sí. ¿A qué no era el mejor actor de todo el set? Y entre mimos y cumplidos, la sonrisa en su rostro tenía un ligero sabor avinagrado. Una pequeña astilla había quedado incrustada en su pecho por lo que acababa de interpretar. No pertenecía a Jane, sino a ella. Era curioso… como actriz, contaba historias a través de sus gestos, sus palabras, el movimiento de su cuerpo. Pero, a veces, esas mismas historias revelaban pequeños fragmentos de su historia personal. Interpretar en el escenario no era solo actuar: también era exponerse bajo la luz critica de un reflector y revivir, sanar o incluso, abrir heridas que se creían olvidadas. Ese día, Jane Fray había sido su espejo: le mostró el reflejo de viejas despedidas en las que, curiosamente, ocupó un lugar similar a Jane quién veía partir a su propia “hermana elegida”. Y, aunque no lo dijera abiertamente en ese momento, Afro sabía que Jane tenía razón; a pesar de los huecos que dejaban despedirte de tus seres queridos, los recuerdos de lo compartido siempre estarían ahí y valen la pena ser atesorados. Ella recordaba a su familia de Dardania.
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  • Cierro de nuevo la caja de música la cual me regaló la abuela en mi undécimo cumpleaños.
    Me gusta escuchar a veces la melodía, me transmite paz, tranquilidad y buenos recuerdos.

    A veces deseo regresar a mi infancia y no crecer, como Peter Pan.
    Cierro de nuevo la caja de música la cual me regaló la abuela en mi undécimo cumpleaños. Me gusta escuchar a veces la melodía, me transmite paz, tranquilidad y buenos recuerdos. A veces deseo regresar a mi infancia y no crecer, como Peter Pan.
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