• Volvió a su azotea en silencio.
    Allí donde el viento no canta,
    donde los hilos cuelgan como constelaciones rotas, donde solo ella escucha el murmullo del destino.
    Atropos, vieja como el primer suspiro del tiempo,se sentó entre sombras, cansada de cortar.

    Esa noche no buscaba un hilo que tensar.
    Solo miraba.

    Y entonces la vio.

    Una muchacha, de pie en una esquina del mundo, con los ojos encendidos por una esperanza que no la incluía.
    Esperaba un mensaje que no llegaba, una voz que no la elegía, unos brazos que solo la buscaban cuando ya no quedaba nadie más.

    Atropos entendió.

    Ella no era la primera opción.
    Ni para él, ni para nadie.
    Era el salvavidas en medio del naufragio, la llamada de último recurso, el refugio cuando todo lo demás había fallado.

    No la amaban por quién era,
    sino por lo que calmaba.
    No la elegían por deseo, sino por necesidad.
    Y cuando pasaba la tormenta,
    la dejaban atrás, con la dignidad rota y la sonrisa obligada.

    La diosa de los finales supo, por primera vez, qué se siente ser lo secundario.
    Ser la elección de emergencia.
    El consuelo, no el fuego.

    Y aunque sus manos estaban hechas para cortar, esa noche no pudo tocar las tijeras.
    Porque vio en esa chica algo que ni los siglos habían enseñado:
    el dolor de saberse útil, pero no amado.

    Así se quedó Atropos, en su torre sin consuelo, mirando un hilo que no merecía ser cortado todavía, pero tampoco celebrado.
    Y por primera vez en mucho tiempo,
    sintió que el olvido es más cruel que la muerte.
    Volvió a su azotea en silencio. Allí donde el viento no canta, donde los hilos cuelgan como constelaciones rotas, donde solo ella escucha el murmullo del destino. Atropos, vieja como el primer suspiro del tiempo,se sentó entre sombras, cansada de cortar. Esa noche no buscaba un hilo que tensar. Solo miraba. Y entonces la vio. Una muchacha, de pie en una esquina del mundo, con los ojos encendidos por una esperanza que no la incluía. Esperaba un mensaje que no llegaba, una voz que no la elegía, unos brazos que solo la buscaban cuando ya no quedaba nadie más. Atropos entendió. Ella no era la primera opción. Ni para él, ni para nadie. Era el salvavidas en medio del naufragio, la llamada de último recurso, el refugio cuando todo lo demás había fallado. No la amaban por quién era, sino por lo que calmaba. No la elegían por deseo, sino por necesidad. Y cuando pasaba la tormenta, la dejaban atrás, con la dignidad rota y la sonrisa obligada. La diosa de los finales supo, por primera vez, qué se siente ser lo secundario. Ser la elección de emergencia. El consuelo, no el fuego. Y aunque sus manos estaban hechas para cortar, esa noche no pudo tocar las tijeras. Porque vio en esa chica algo que ni los siglos habían enseñado: el dolor de saberse útil, pero no amado. Así se quedó Atropos, en su torre sin consuelo, mirando un hilo que no merecía ser cortado todavía, pero tampoco celebrado. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió que el olvido es más cruel que la muerte.
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  • "El día que los muertos caminaron con la primavera"

    Melinoë

    La tierra crujió al abrirse. No fue un estruendo, ni un rugido; fue un suspiro hondo, húmedo, como el sonido de una herida que no cierra. De esa fisura emergió Perséfone, reina de lo que yace bajo los pies del mundo, vestida con los jirones del invierno y el olor dulce del olvido. Detrás de ella, en silencio absoluto, Melíone ascendía.

    La hija venía como una sombra que no busca luz. No tocaba nada, pero todo en su presencia se helaba un poco. Ninguna palabra brotó de su boca. Era una criatura hecha del eco de los partos malogrados, de las velas apagadas antes del deseo, del miedo que nadie pronuncia pero todos cargan. Melíone no preguntaba. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era comprensión sin lenguaje.

    Perséfone no miraba atrás. No debía. Si lo hacía, se arriesgaba a ver en los ojos de su hija la verdad cruda de lo que había creado.

    Salieron al mundo cuando la primera brisa del equinoccio aún dormía en las ramas más altas. Perséfone pisó la tierra como quien reclama una deuda. Cada paso suyo sembraba vida, sí, pero una vida enferma, ambigua, que florecía con un temblor de fiebre. Las flores brotaban de golpe, con un estallido que parecía dolor más que gozo, y se marchitaban en segundos, como si entendieran que no debían durar.

    Atravesaron campos en barbecho, donde los cuervos vigilaban desde postes torcidos. Perséfone no acarició ningún tallo ni saludó a criatura alguna. Su andar era el de una madre que no espera gratitud. La tierra la reconocía, pero no la amaba. Le temía, porque sabía que cada año venía a recordar el precio del verde.

    El mundo de los vivos se estremecía a su paso. Las aguas se detenían apenas un segundo. Las madres sentían un escalofrío en la espalda mientras peinaban a sus hijos. Los perros dejaban de ladrar y miraban al vacío, con el hocico bajo. Algo antiguo y sin nombre estaba entre ellos, pero ninguno se atrevía a nombrarlo.

    Melíone caminaba detrás, sin tocar nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia ya era impacto. Allí donde posaba los ojos, el metal se oxidaba más rápido, los relojes perdían segundos y las frutas en los mercados se ennegrecían desde dentro. No dejaba huellas. No olía a nada. Y, sin embargo, los vivos sentían que alguien los miraba con el peso de una eternidad sin rostro.

    Perséfone avanzaba sin mirar a su hija, pero sabía que ella absorbía todo: el dolor de los nacimientos, la torpeza de los besos apresurados, la desesperación de los cuerpos que envejecen sin sentido. Era un viaje de iniciación, pero no hacia la vida. Era el bautismo lento y cruel de quien debe entender la existencia para gobernar su final.

    No hubo palabras. No las había entre ellas. Solo el crujido de la hierba, el silbido lejano de un gallo, el sol temblando en el horizonte como una promesa podrida. Perséfone guió a su hija por pueblos que olvidarán esa mañana para siempre. Por iglesias donde los santos lloraban sangre reseca. Por cementerios donde las lápidas se estremecieron, reconociendo una presencia más profunda que la muerte.

    Cuando el recorrido terminó, Perséfone se detuvo frente a un rosal seco. No lo tocó. Lo miró. Y al instante, floreció con una belleza grotesca: pétalos gruesos, rojo casi negro, espinas como dientes. Era una ofrenda. O una advertencia.

    Sin mirar a Melíone, volvió al camino hacia abajo. El descenso era lento. Los vivos no la vieron irse. Pero durante días, el aire tuvo ese sabor raro, entre sangre y tierra mojada. Durante semanas, los niños soñaron con mujeres vestidas de luto y fuego. Y durante años, cada primavera se volvió un poco más triste.

    Así fue el primer viaje de madre e hija. No se habló de él. Pero el mundo, desde entonces, recuerda.
    "El día que los muertos caminaron con la primavera" [Mel_Infra] La tierra crujió al abrirse. No fue un estruendo, ni un rugido; fue un suspiro hondo, húmedo, como el sonido de una herida que no cierra. De esa fisura emergió Perséfone, reina de lo que yace bajo los pies del mundo, vestida con los jirones del invierno y el olor dulce del olvido. Detrás de ella, en silencio absoluto, Melíone ascendía. La hija venía como una sombra que no busca luz. No tocaba nada, pero todo en su presencia se helaba un poco. Ninguna palabra brotó de su boca. Era una criatura hecha del eco de los partos malogrados, de las velas apagadas antes del deseo, del miedo que nadie pronuncia pero todos cargan. Melíone no preguntaba. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era comprensión sin lenguaje. Perséfone no miraba atrás. No debía. Si lo hacía, se arriesgaba a ver en los ojos de su hija la verdad cruda de lo que había creado. Salieron al mundo cuando la primera brisa del equinoccio aún dormía en las ramas más altas. Perséfone pisó la tierra como quien reclama una deuda. Cada paso suyo sembraba vida, sí, pero una vida enferma, ambigua, que florecía con un temblor de fiebre. Las flores brotaban de golpe, con un estallido que parecía dolor más que gozo, y se marchitaban en segundos, como si entendieran que no debían durar. Atravesaron campos en barbecho, donde los cuervos vigilaban desde postes torcidos. Perséfone no acarició ningún tallo ni saludó a criatura alguna. Su andar era el de una madre que no espera gratitud. La tierra la reconocía, pero no la amaba. Le temía, porque sabía que cada año venía a recordar el precio del verde. El mundo de los vivos se estremecía a su paso. Las aguas se detenían apenas un segundo. Las madres sentían un escalofrío en la espalda mientras peinaban a sus hijos. Los perros dejaban de ladrar y miraban al vacío, con el hocico bajo. Algo antiguo y sin nombre estaba entre ellos, pero ninguno se atrevía a nombrarlo. Melíone caminaba detrás, sin tocar nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia ya era impacto. Allí donde posaba los ojos, el metal se oxidaba más rápido, los relojes perdían segundos y las frutas en los mercados se ennegrecían desde dentro. No dejaba huellas. No olía a nada. Y, sin embargo, los vivos sentían que alguien los miraba con el peso de una eternidad sin rostro. Perséfone avanzaba sin mirar a su hija, pero sabía que ella absorbía todo: el dolor de los nacimientos, la torpeza de los besos apresurados, la desesperación de los cuerpos que envejecen sin sentido. Era un viaje de iniciación, pero no hacia la vida. Era el bautismo lento y cruel de quien debe entender la existencia para gobernar su final. No hubo palabras. No las había entre ellas. Solo el crujido de la hierba, el silbido lejano de un gallo, el sol temblando en el horizonte como una promesa podrida. Perséfone guió a su hija por pueblos que olvidarán esa mañana para siempre. Por iglesias donde los santos lloraban sangre reseca. Por cementerios donde las lápidas se estremecieron, reconociendo una presencia más profunda que la muerte. Cuando el recorrido terminó, Perséfone se detuvo frente a un rosal seco. No lo tocó. Lo miró. Y al instante, floreció con una belleza grotesca: pétalos gruesos, rojo casi negro, espinas como dientes. Era una ofrenda. O una advertencia. Sin mirar a Melíone, volvió al camino hacia abajo. El descenso era lento. Los vivos no la vieron irse. Pero durante días, el aire tuvo ese sabor raro, entre sangre y tierra mojada. Durante semanas, los niños soñaron con mujeres vestidas de luto y fuego. Y durante años, cada primavera se volvió un poco más triste. Así fue el primer viaje de madre e hija. No se habló de él. Pero el mundo, desde entonces, recuerda.
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  • ❝ 𝐋𝐎𝐒𝐓 𝐌𝐄𝐌𝐎𝐑𝐘 ❞

    ──── Entonces ¿Esta es como mi tarjeta de presentación por si olvido mi nombre y quién soy realmente? Mierda. Estar muerto te deja tan jodido que hasta te hace olvidar quién eres. ¿Mh? Ñam. ──── Juguetea un poco con su tarjeta mientras mira al cielo.
    ❝ 𝐋𝐎𝐒𝐓 𝐌𝐄𝐌𝐎𝐑𝐘 ❞ ──── Entonces ¿Esta es como mi tarjeta de presentación por si olvido mi nombre y quién soy realmente? Mierda. Estar muerto te deja tan jodido que hasta te hace olvidar quién eres. ¿Mh? Ñam. ──── Juguetea un poco con su tarjeta mientras mira al cielo.
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  • Track 02: Promesa del Olvido

    El viento cargaba una melodía que parecía llorar. No era una canción que se cantara con voz, sino con el eco del alma. Rae la escuchó entre ruinas antiguas, donde la piedra aún recordaba la historia de la mujer que amó más allá del deber.

    Era una Niphilim, nacida entre cielos y tierra, juramentada a guardar el equilibrio entre ambos mundos. Su nombre ya se había perdido, pero su historia vivía aún en las notas suspendidas en el aire.

    La melodía hablaba de su caída, no por castigo, sino por amor. Dejó las alas, dejó la eternidad. Todo lo abandonó por un solo ser un hombre cuyo corazón hablaba el idioma de la justicia y de la verdad. Lo amó con todo, sin reservas. Pero el mundo no perdona aquello que desconoce.

    La tragedia no fue la pérdida de sus poderes o el alejamiento de sus hermanas. Fue que el amor, por más puro que fuera, se vio manchado por el tiempo, por errores, por decisiones impulsivas.

    Ella vivió con el peso de no haber hecho las cosas bien, de haberlo arrastrado a un destino que él no merecía.Y sin embargo, en medio de esa oscuridad, quedó un vestigio. Nunca lo conoció. No lo pudo sostener ni nombrar. Pero lo amaba desde antes de que existiera. Lo sentía en sus sueños. Sabía que algún día, él caminaría por el mundo con la fuerza de ambos mundos corriendo por sus venas.

    “Él vivirá para siempre”, susurraba la melodía al oído de Rae.“Y aunque jamás me vio, sabrá que lo amé antes de que su primer latido naciera.” Rae se quedó en silencio, sintiendo que esa canción no era solo de la Niphilim. Era de todas las madres invisibles que ya no estaban ahí pero que amaban a través del tiempo, de todos los amores imposibles, de todas las culpas que se transforman en promesas.
    Track 02: Promesa del Olvido El viento cargaba una melodía que parecía llorar. No era una canción que se cantara con voz, sino con el eco del alma. Rae la escuchó entre ruinas antiguas, donde la piedra aún recordaba la historia de la mujer que amó más allá del deber. Era una Niphilim, nacida entre cielos y tierra, juramentada a guardar el equilibrio entre ambos mundos. Su nombre ya se había perdido, pero su historia vivía aún en las notas suspendidas en el aire. La melodía hablaba de su caída, no por castigo, sino por amor. Dejó las alas, dejó la eternidad. Todo lo abandonó por un solo ser un hombre cuyo corazón hablaba el idioma de la justicia y de la verdad. Lo amó con todo, sin reservas. Pero el mundo no perdona aquello que desconoce. La tragedia no fue la pérdida de sus poderes o el alejamiento de sus hermanas. Fue que el amor, por más puro que fuera, se vio manchado por el tiempo, por errores, por decisiones impulsivas. Ella vivió con el peso de no haber hecho las cosas bien, de haberlo arrastrado a un destino que él no merecía.Y sin embargo, en medio de esa oscuridad, quedó un vestigio. Nunca lo conoció. No lo pudo sostener ni nombrar. Pero lo amaba desde antes de que existiera. Lo sentía en sus sueños. Sabía que algún día, él caminaría por el mundo con la fuerza de ambos mundos corriendo por sus venas. “Él vivirá para siempre”, susurraba la melodía al oído de Rae.“Y aunque jamás me vio, sabrá que lo amé antes de que su primer latido naciera.” Rae se quedó en silencio, sintiendo que esa canción no era solo de la Niphilim. Era de todas las madres invisibles que ya no estaban ahí pero que amaban a través del tiempo, de todos los amores imposibles, de todas las culpas que se transforman en promesas.
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  • Las antorchas azules titilaban suavemente en las paredes de ónice. El gran salón del Inframundo, vasto como una caverna sagrada, estaba colmado de almas expectantes. Perséfone, vestida con sus mantos de noche y de flor, ascendió con la calma majestuosa que solo poseen las que han cruzado todos los umbrales. Y entonces, con voz clara, comenzó:

    —Hijos de la sombra. Vosotros, que camináis entre la memoria y el silencio, escuchadme. Hoy no os hablo como diosa, sino como mujer. Como madre. Como reina por elección, no por imposición.

    Sus ojos, verdes como la promesa de la primavera, se posaron suavemente sobre la multitud.

    —Fui hija de la tierra y del cielo, criada en los campos donde cantan las estaciones. Y fui traída aquí por vuestro Rey, Hades, señor de los silencios eternos. Muchos han cantado que fue un rapto… y sí, lo fue. Pero también fue un inicio. Un viaje hacia lo desconocido, donde no encontré prisión, sino un nuevo rostro del amor.

    Su voz no se quebró, pero se volvió más íntima, como una confesión antigua.

    —A su lado no fui sombra ni adorno. Fui su reina. Su igual. Y en ese pacto que se forjó no en fuego, sino en paciencia y verdad, nació la vida más inesperada: nuestro hijo, Zagreus. Y más tarde, nuestra hija: Melínoe.

    Una suave corriente de asombro recorrió las ánimas al escuchar ese nombre sagrado.

    —Melínoe… la que camina entre los sueños y los terrores. Portadora de los misterios. Ella es la luz que recorre los túneles del subconsciente, la guardiana de los límites entre lo que somos y lo que tememos ser. Nació de mí como tú naciste de la vida, y en ella vive lo mejor de este reino y lo mejor de mí.

    Perséfone dio un paso adelante, su manto rozando el suelo como una ola de noche.

    —Muchos creen que el Inframundo es sólo castigo. Que es el fin. Yo os digo esto: también es principio. Aquí he sido amada, aquí he dado vida, aquí he reinado no con cadenas, sino con raíces. Y si alguna vez dudáis de la belleza que puede brotar en medio de la oscuridad, pensad en mis hijos. En Melínoe, en Zagreus. Frutos de una unión que no nació del miedo, sino del tiempo y la verdad.

    Elevó una mano, como si pudiera sostener el peso de sus palabras en el aire.

    —Yo no cambiaría nada. Ni el rapto. Ni la roca. Ni el invierno. Porque en todo eso estaba escrita la semilla de lo que soy hoy. Reina. Madre. Mujer de dos mundos.

    Una pausa. Y luego, su voz, con la fuerza de un juramento:

    —No temáis a la sombra. No huyáis del abismo. Porque si yo florecí aquí, también vosotros podéis. Si yo amé aquí, también vosotros podéis ser amados. Este reino no es olvido. Es transformación. Es renacimiento. Y mientras mi voz resuene en estas cámaras, que sepáis esto: no estáis solos. Yo os veo. Yo os guardo. Yo os acojo.

    Y con un leve gesto, como quien bendice sin palabras, descendió un escalón del estrado.
    Las ánimas, sin aliento, permanecieron en silencio largo rato. No por miedo.
    Sino por reverencia.
    Las antorchas azules titilaban suavemente en las paredes de ónice. El gran salón del Inframundo, vasto como una caverna sagrada, estaba colmado de almas expectantes. Perséfone, vestida con sus mantos de noche y de flor, ascendió con la calma majestuosa que solo poseen las que han cruzado todos los umbrales. Y entonces, con voz clara, comenzó: —Hijos de la sombra. Vosotros, que camináis entre la memoria y el silencio, escuchadme. Hoy no os hablo como diosa, sino como mujer. Como madre. Como reina por elección, no por imposición. Sus ojos, verdes como la promesa de la primavera, se posaron suavemente sobre la multitud. —Fui hija de la tierra y del cielo, criada en los campos donde cantan las estaciones. Y fui traída aquí por vuestro Rey, Hades, señor de los silencios eternos. Muchos han cantado que fue un rapto… y sí, lo fue. Pero también fue un inicio. Un viaje hacia lo desconocido, donde no encontré prisión, sino un nuevo rostro del amor. Su voz no se quebró, pero se volvió más íntima, como una confesión antigua. —A su lado no fui sombra ni adorno. Fui su reina. Su igual. Y en ese pacto que se forjó no en fuego, sino en paciencia y verdad, nació la vida más inesperada: nuestro hijo, Zagreus. Y más tarde, nuestra hija: Melínoe. Una suave corriente de asombro recorrió las ánimas al escuchar ese nombre sagrado. —Melínoe… la que camina entre los sueños y los terrores. Portadora de los misterios. Ella es la luz que recorre los túneles del subconsciente, la guardiana de los límites entre lo que somos y lo que tememos ser. Nació de mí como tú naciste de la vida, y en ella vive lo mejor de este reino y lo mejor de mí. Perséfone dio un paso adelante, su manto rozando el suelo como una ola de noche. —Muchos creen que el Inframundo es sólo castigo. Que es el fin. Yo os digo esto: también es principio. Aquí he sido amada, aquí he dado vida, aquí he reinado no con cadenas, sino con raíces. Y si alguna vez dudáis de la belleza que puede brotar en medio de la oscuridad, pensad en mis hijos. En Melínoe, en Zagreus. Frutos de una unión que no nació del miedo, sino del tiempo y la verdad. Elevó una mano, como si pudiera sostener el peso de sus palabras en el aire. —Yo no cambiaría nada. Ni el rapto. Ni la roca. Ni el invierno. Porque en todo eso estaba escrita la semilla de lo que soy hoy. Reina. Madre. Mujer de dos mundos. Una pausa. Y luego, su voz, con la fuerza de un juramento: —No temáis a la sombra. No huyáis del abismo. Porque si yo florecí aquí, también vosotros podéis. Si yo amé aquí, también vosotros podéis ser amados. Este reino no es olvido. Es transformación. Es renacimiento. Y mientras mi voz resuene en estas cámaras, que sepáis esto: no estáis solos. Yo os veo. Yo os guardo. Yo os acojo. Y con un leve gesto, como quien bendice sin palabras, descendió un escalón del estrado. Las ánimas, sin aliento, permanecieron en silencio largo rato. No por miedo. Sino por reverencia.
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  • El aroma del incienso apenas se deslizaba en el aire, como una plegaria silente que se aferraba a los pilares de madera antigua, buscando a un dios que ya no escuchaba. Más allá del umbral, los cerezos dormían bajo la bruma de un atardecer lejano, derramando pétalos como si la tierra llorara en silencio por algo que no alcanzaba a comprender.

    Ella se mantenía de pie junto a la columna central de la habitación, su figura envuelta en sombras y en los destellos suaves que se filtraban entre las rendijas del shōji. La penumbra jugaba con el contorno de su silueta, disolviéndola por momentos, como si el mundo aún no decidiera si debía retenerla o permitir que se desvaneciera en la bruma del amanecer. Sus ojos ahora se fijaban en sus propias manos, desnudas, apenas temblorosas.

    Allí, entre sus dedos, aún palpitaba un vestigio de lo que había hecho. No fuego, no luz… Sino una tibieza tenue, extraña, como si hubiese absorbido algo más que simple energía corrupta. Como si, por un instante, hubiera contenido dentro de sí el eco del alma de otro. Como si hubiese sido —por primera vez en mucho tiempo— no una emisaria de castigo, sino portadora de una forma de liberación.

    Kazuo ...

    El nombre danzaba aún en su mente como un rezo no pronunciado. Había visto en sus ojos lo mismo que durante años veló en los suyos: la sombra que consume desde adentro, la semilla de una corrupción que no solo carcome la carne, sino que enturbia la voluntad, deforma los sueños y convierte la compasión en ceniza. Y sin embargo, frente a él, había elegido lo impensable.

    Ella, que durante años había arrancado vidas sin titubeo. Ella, que había sido el azote de lo impuro, la daga precisa en corazones ya perdidos, había abierto las manos y contenido la corrupción que lo asfixiaba. La había absorbido, redirigido hacia sí, como una grieta más entre tantas que ya la habitaban. Y con ese acto, lo había salvado.

    Sus dedos se cerraron lentamente en un puño, apretando hasta que los nudillos se tornaron pálidos. El cuero de los guantes crujió apenas bajo la presión, como si compartiera el eco de algo que también se tensaba en su interior. No había rencor en su rostro. Tampoco ira por aquella súplica que había escuchado de los labios del zorro—una súplica disfrazada de resolución. Una petición callada, pero irrevocable: “Déjame ir.” Kazuo no lo había rogado, no había llorado. Había hablado con la serenidad de quien ya se ha despedido de sí mismo mucho antes.

    Y aun así, ella lo había negado.

    Le había arrebatado la muerte que pedía, el olvido que ansiaba.

    Había decidido por él.

    No por piedad, ni por alguna esperanza ingenua. Sino porque, en ese instante, frente a la sombra encarnada en otro, ella había visto reflejada su propia ruina —aquella época en que también habría suplicado lo mismo, si aún le hubiese quedado alguien a quien hacerlo.

    Conocía bien esa oscuridad, ese anhelo de desaparecer. No como un acto de cobardía, sino como el último vestigio de control que le quedaba a un alma exhausta. Lo había sentido abrasar sus huesos y dormir su pecho en más de una noche. Por eso, su negativa no había sido liviana. Le dolió en la carne vieja y en las heridas que jamás terminaron de cerrar.

    Salvarlo fue una condena compartida.

    Una elección que no le trajo consuelo, ni redención, sino un nuevo peso que ahora cargaba consigo. Uno más entre tantos, pero distinto. Porque sabía que, al sostenerlo en la vida, no lo había liberado… solo lo había obligado a mirar de frente aquello de lo que deseaba huir. Le devolvió el espejo y dejó intacto su reflejo. Hizo lo correcto, pero el alma no siempre aplaude lo justo. A veces lo resiste. A veces lo sangra en silencio.

    Por eso, en lugar de alivio, lo que sintió fue ese peso silente. Ese manto gris que se posa sobre quienes han hecho lo que debían… Aún sabiendo que sería odiada por ello.

    Se sentó con calma, como quien ha terminado una batalla que no necesita testigos. Con gesto lento, se colocó los guantes de cuero negro que durante tanto tiempo fueron su segunda piel, cubriendo las manos que por primera vez no habían destruido, sino redimido. En sus ojos brillaba algo que no era del todo tristeza, pero sí un tipo de duelo: el duelo por una parte de sí que había muerto con ese gesto, y que no deseaba enterrar con violencia. Solo dejar ir, como se deja ir un suspiro al final de una plegaria.

    Entonces, su mirada se alzó y se posó sobre la mesa baja del rincón, de madera lacada en tonos oscuros, adornada con tallas antiguas de dragones dormidos y ramas de ciruelo. Allí reposaban sus escrituras, sus bitácoras marcadas con la caligrafía elegante de quien ha aprendido a registrar el mal con precisión casi quirúrgica. Mapas de regiones corroídas por la oscuridad, diagramas de espíritus, anotaciones de antiguos sellos y rituales, nombres tachados con tinta roja. Eran sus huellas. El legado de una vida entera dedicada a la caza de lo impuro, al estudio de lo inasible.

    Con parsimonia, recogió cada hoja, cada trozo de pergamino, doblado con meticulosa devoción. No lo hacía con prisa, ni por temor. Era un gesto íntimo, ritual, como quien guarda las piezas de una historia que ya no le pertenece por completo. Dobló un trozo de tela oscura sobre las libretas y lo ató con un lazo de cuerda roja, el color de la sangre contenida y del deber cumplido.

    El templo, con su techo de tejas curvadas y sus faroles de papel aún encendidos con una luz suave, parecía sostenerla en una respiración contenida. Afuera, el murmullo del arroyo apenas se oía entre los árboles, y los pasos del mundo se sentían lejanos. Allí, entre las paredes de madera sagrada y el incienso que aún ardía en el altar, había hallado un respiro. No redención completa. No paz absoluta. Pero sí un instante de claridad. Un acto que, quizá, marcaría el inicio de otro camino.

    Se detuvo antes de cerrar la puerta corrediza tras de sí. Se quedó allí, con la mano apoyada en la madera, como si aún dudara del siguiente paso. Su mirada se deslizó una vez más hacia la habitación: ese espacio transitorio que, aunque breve, le había ofrecido un refugio.
    El aroma del incienso apenas se deslizaba en el aire, como una plegaria silente que se aferraba a los pilares de madera antigua, buscando a un dios que ya no escuchaba. Más allá del umbral, los cerezos dormían bajo la bruma de un atardecer lejano, derramando pétalos como si la tierra llorara en silencio por algo que no alcanzaba a comprender. Ella se mantenía de pie junto a la columna central de la habitación, su figura envuelta en sombras y en los destellos suaves que se filtraban entre las rendijas del shōji. La penumbra jugaba con el contorno de su silueta, disolviéndola por momentos, como si el mundo aún no decidiera si debía retenerla o permitir que se desvaneciera en la bruma del amanecer. Sus ojos ahora se fijaban en sus propias manos, desnudas, apenas temblorosas. Allí, entre sus dedos, aún palpitaba un vestigio de lo que había hecho. No fuego, no luz… Sino una tibieza tenue, extraña, como si hubiese absorbido algo más que simple energía corrupta. Como si, por un instante, hubiera contenido dentro de sí el eco del alma de otro. Como si hubiese sido —por primera vez en mucho tiempo— no una emisaria de castigo, sino portadora de una forma de liberación. [8KazuoAihara8]... El nombre danzaba aún en su mente como un rezo no pronunciado. Había visto en sus ojos lo mismo que durante años veló en los suyos: la sombra que consume desde adentro, la semilla de una corrupción que no solo carcome la carne, sino que enturbia la voluntad, deforma los sueños y convierte la compasión en ceniza. Y sin embargo, frente a él, había elegido lo impensable. Ella, que durante años había arrancado vidas sin titubeo. Ella, que había sido el azote de lo impuro, la daga precisa en corazones ya perdidos, había abierto las manos y contenido la corrupción que lo asfixiaba. La había absorbido, redirigido hacia sí, como una grieta más entre tantas que ya la habitaban. Y con ese acto, lo había salvado. Sus dedos se cerraron lentamente en un puño, apretando hasta que los nudillos se tornaron pálidos. El cuero de los guantes crujió apenas bajo la presión, como si compartiera el eco de algo que también se tensaba en su interior. No había rencor en su rostro. Tampoco ira por aquella súplica que había escuchado de los labios del zorro—una súplica disfrazada de resolución. Una petición callada, pero irrevocable: “Déjame ir.” Kazuo no lo había rogado, no había llorado. Había hablado con la serenidad de quien ya se ha despedido de sí mismo mucho antes. Y aun así, ella lo había negado. Le había arrebatado la muerte que pedía, el olvido que ansiaba. Había decidido por él. No por piedad, ni por alguna esperanza ingenua. Sino porque, en ese instante, frente a la sombra encarnada en otro, ella había visto reflejada su propia ruina —aquella época en que también habría suplicado lo mismo, si aún le hubiese quedado alguien a quien hacerlo. Conocía bien esa oscuridad, ese anhelo de desaparecer. No como un acto de cobardía, sino como el último vestigio de control que le quedaba a un alma exhausta. Lo había sentido abrasar sus huesos y dormir su pecho en más de una noche. Por eso, su negativa no había sido liviana. Le dolió en la carne vieja y en las heridas que jamás terminaron de cerrar. Salvarlo fue una condena compartida. Una elección que no le trajo consuelo, ni redención, sino un nuevo peso que ahora cargaba consigo. Uno más entre tantos, pero distinto. Porque sabía que, al sostenerlo en la vida, no lo había liberado… solo lo había obligado a mirar de frente aquello de lo que deseaba huir. Le devolvió el espejo y dejó intacto su reflejo. Hizo lo correcto, pero el alma no siempre aplaude lo justo. A veces lo resiste. A veces lo sangra en silencio. Por eso, en lugar de alivio, lo que sintió fue ese peso silente. Ese manto gris que se posa sobre quienes han hecho lo que debían… Aún sabiendo que sería odiada por ello. Se sentó con calma, como quien ha terminado una batalla que no necesita testigos. Con gesto lento, se colocó los guantes de cuero negro que durante tanto tiempo fueron su segunda piel, cubriendo las manos que por primera vez no habían destruido, sino redimido. En sus ojos brillaba algo que no era del todo tristeza, pero sí un tipo de duelo: el duelo por una parte de sí que había muerto con ese gesto, y que no deseaba enterrar con violencia. Solo dejar ir, como se deja ir un suspiro al final de una plegaria. Entonces, su mirada se alzó y se posó sobre la mesa baja del rincón, de madera lacada en tonos oscuros, adornada con tallas antiguas de dragones dormidos y ramas de ciruelo. Allí reposaban sus escrituras, sus bitácoras marcadas con la caligrafía elegante de quien ha aprendido a registrar el mal con precisión casi quirúrgica. Mapas de regiones corroídas por la oscuridad, diagramas de espíritus, anotaciones de antiguos sellos y rituales, nombres tachados con tinta roja. Eran sus huellas. El legado de una vida entera dedicada a la caza de lo impuro, al estudio de lo inasible. Con parsimonia, recogió cada hoja, cada trozo de pergamino, doblado con meticulosa devoción. No lo hacía con prisa, ni por temor. Era un gesto íntimo, ritual, como quien guarda las piezas de una historia que ya no le pertenece por completo. Dobló un trozo de tela oscura sobre las libretas y lo ató con un lazo de cuerda roja, el color de la sangre contenida y del deber cumplido. El templo, con su techo de tejas curvadas y sus faroles de papel aún encendidos con una luz suave, parecía sostenerla en una respiración contenida. Afuera, el murmullo del arroyo apenas se oía entre los árboles, y los pasos del mundo se sentían lejanos. Allí, entre las paredes de madera sagrada y el incienso que aún ardía en el altar, había hallado un respiro. No redención completa. No paz absoluta. Pero sí un instante de claridad. Un acto que, quizá, marcaría el inicio de otro camino. Se detuvo antes de cerrar la puerta corrediza tras de sí. Se quedó allí, con la mano apoyada en la madera, como si aún dudara del siguiente paso. Su mirada se deslizó una vez más hacia la habitación: ese espacio transitorio que, aunque breve, le había ofrecido un refugio.
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  • El Noctámbulo de Ojos Discordantes
    Categoría Drama
    La ciudad respiraba bajo su manto de luces enfermizas y sombras alargadas, un organismo vivo que exhalaba pecado y néctar de neón. Entre la multitud de almas perdidas, él se movía con la elegancia de un depredador antiguo, su melena blanca ondeando como un estandarte pálido bajo el viento urbano. Sus ojos —uno azul, gélido como el mar en invierno; el otro marrón, cálido como la tierra quemada por el sol— delataban una dualidad que ningún mortal podría comprender. Era un vampiro, sí, pero no de esos que habitan castillos oscuros. Su reino eran los clubes clandestinos, los apartamentos llenos de humo y los callejones donde la noche olía a vicio y desesperación.

    Llevaba siglos buscando algo que ni siquiera él podía nombrar. Tal vez era redención, tal vez solo olvido. La sangre ya no bastaba; necesitaba el ardor del veneno humano, el fuego efímero de las pastillas y el polvo que le hacían sentir, aunque fuera por un instante, algo cercano a la vida. Sus víctimas no eran inocentes: eran adictos, criminales, almas rotas que ya habían vendido su cordura. Él les ofrecía un último éxtasis, un beso letal que los sumergía en un paraíso artificial antes de drenarlos por completo. Y cuando el alba amenazaba con asomarse, se retiraba a su guarida —un loft decadente en el centro de la ciudad— donde los espejos no reflejaban su imagen, pero las jeringas vacías y las botellas rotas sí contaban su historia. Una historia sin final, escrita en vicio y sangre.
    La ciudad respiraba bajo su manto de luces enfermizas y sombras alargadas, un organismo vivo que exhalaba pecado y néctar de neón. Entre la multitud de almas perdidas, él se movía con la elegancia de un depredador antiguo, su melena blanca ondeando como un estandarte pálido bajo el viento urbano. Sus ojos —uno azul, gélido como el mar en invierno; el otro marrón, cálido como la tierra quemada por el sol— delataban una dualidad que ningún mortal podría comprender. Era un vampiro, sí, pero no de esos que habitan castillos oscuros. Su reino eran los clubes clandestinos, los apartamentos llenos de humo y los callejones donde la noche olía a vicio y desesperación. Llevaba siglos buscando algo que ni siquiera él podía nombrar. Tal vez era redención, tal vez solo olvido. La sangre ya no bastaba; necesitaba el ardor del veneno humano, el fuego efímero de las pastillas y el polvo que le hacían sentir, aunque fuera por un instante, algo cercano a la vida. Sus víctimas no eran inocentes: eran adictos, criminales, almas rotas que ya habían vendido su cordura. Él les ofrecía un último éxtasis, un beso letal que los sumergía en un paraíso artificial antes de drenarlos por completo. Y cuando el alba amenazaba con asomarse, se retiraba a su guarida —un loft decadente en el centro de la ciudad— donde los espejos no reflejaban su imagen, pero las jeringas vacías y las botellas rotas sí contaban su historia. Una historia sin final, escrita en vicio y sangre.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    1
    Estado
    Disponible
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  • Dentro del Palacio de Hades, en el corazón del Inframundo, detrás de una puerta forjada en hierro meteórico y sellada con juramentos olvidados por los vivos yace la habitación de Melíone, la hija velada de Perséfone, engendrada en los silencios profundos del Inframundo.

    Ubicada en una de las torres más antiguas del palacio de Hades, donde ni siquiera Cerbero se atreve a rondar, la habitación de Melíone no fue construida: fue convocada. Surgió del eco del primer suspiro que Perséfone soltó tras que Hades sacara de su vientre a su hija, el suspiro que mezcló lo fértil de la tierra con lo inmutable de la muerte.

    Con paredes traslucidas donde sombras se mueven libremente como peces dentro del firme mármol negro. Cada sombra representa una parte del alma de Melíone que jamás tocará la luz del mundo mortal. Inscritas en las paredes hay palabras órficas en espiral, que giran muy lentamente, revelando profecías a quien sepa leerlas sin enloquecer.

    El techo no existe. En su lugar, hay una apertura a un firmamento interior donde flota el Nyktaión, una luna artificial creada por la propia Melíone: negra como la tinta del río Estigia, pero brillante con la luz de las almas que han sido juzgadas con justicia.

    Su lecho está hecho con huesos de leviatanes del Tártaro, suavizado con plumas que cayeron de las alas de Pegaso. A su lado duerme un pequeño espíritu de fuego azul, un antiguo guardián que sólo responde a su voz, y que puede volverse un cometa de furia si se la amenaza.

    El aire en su cámara está lleno de aromas imposibles: la esencia de la flor de asfódelo mezclada con incienso lunar, y la humedad dulce de los campos élisicos, donde su linaje se entrelaza con la esperanza de redención. En un rincón, una fuente derrama eternamente agua del Lete, el río del olvido. Melíone a veces la contempla, aunque jamás bebe de ella. Guarda la memoria de su madre, de los mortales que la invocan en sus sueños, y de las antiguas ceremonias en las que fue honrada con su nombre temido: la oscura hija, la del rostro oculto, la de los pasos que no dejan huella.

    Un lugar donde no cualquiera puede entrar o salir sin el permiso de la tenebrosa Melinoe, se cuenta que dentro aun se escuchan los susurros de aquellos valientes o tontos que se atrevieron a entrar pero nunca salieron.

    Y aunque Hades rara vez sube hasta su torre, se dice que hay una inscripción en la entrada, grabada con su propia mano:

    “Aquí mora la hija que no fue concebida por el tiempo,
    ni por la voluntad de los dioses,
    sino por el equilibrio sagrado entre lo que muere y lo que renace.”


    //Yo no escribí esto, me lo envió alguien más lo cambie poquito pero ella fue la que lo hizo
    Dentro del Palacio de Hades, en el corazón del Inframundo, detrás de una puerta forjada en hierro meteórico y sellada con juramentos olvidados por los vivos yace la habitación de Melíone, la hija velada de Perséfone, engendrada en los silencios profundos del Inframundo. Ubicada en una de las torres más antiguas del palacio de Hades, donde ni siquiera Cerbero se atreve a rondar, la habitación de Melíone no fue construida: fue convocada. Surgió del eco del primer suspiro que Perséfone soltó tras que Hades sacara de su vientre a su hija, el suspiro que mezcló lo fértil de la tierra con lo inmutable de la muerte. Con paredes traslucidas donde sombras se mueven libremente como peces dentro del firme mármol negro. Cada sombra representa una parte del alma de Melíone que jamás tocará la luz del mundo mortal. Inscritas en las paredes hay palabras órficas en espiral, que giran muy lentamente, revelando profecías a quien sepa leerlas sin enloquecer. El techo no existe. En su lugar, hay una apertura a un firmamento interior donde flota el Nyktaión, una luna artificial creada por la propia Melíone: negra como la tinta del río Estigia, pero brillante con la luz de las almas que han sido juzgadas con justicia. Su lecho está hecho con huesos de leviatanes del Tártaro, suavizado con plumas que cayeron de las alas de Pegaso. A su lado duerme un pequeño espíritu de fuego azul, un antiguo guardián que sólo responde a su voz, y que puede volverse un cometa de furia si se la amenaza. El aire en su cámara está lleno de aromas imposibles: la esencia de la flor de asfódelo mezclada con incienso lunar, y la humedad dulce de los campos élisicos, donde su linaje se entrelaza con la esperanza de redención. En un rincón, una fuente derrama eternamente agua del Lete, el río del olvido. Melíone a veces la contempla, aunque jamás bebe de ella. Guarda la memoria de su madre, de los mortales que la invocan en sus sueños, y de las antiguas ceremonias en las que fue honrada con su nombre temido: la oscura hija, la del rostro oculto, la de los pasos que no dejan huella. Un lugar donde no cualquiera puede entrar o salir sin el permiso de la tenebrosa Melinoe, se cuenta que dentro aun se escuchan los susurros de aquellos valientes o tontos que se atrevieron a entrar pero nunca salieron. Y aunque Hades rara vez sube hasta su torre, se dice que hay una inscripción en la entrada, grabada con su propia mano: “Aquí mora la hija que no fue concebida por el tiempo, ni por la voluntad de los dioses, sino por el equilibrio sagrado entre lo que muere y lo que renace.” //Yo no escribí esto, me lo envió alguien más lo cambie poquito pero ella fue la que lo hizo
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  • Sintió el cambio apenas Morfeo volvió al mundo onírico. Su esencia —como un rastro de agua oscura que acariciaba el lecho de un río ancestral— traía consigo un eco distinto. Lo supo al instante. Había ido donde las Hespérides. Ella no necesitaba ojos para saberlo… lo sentía en su bruma, en los hilos que tejían el sueño del mundo. Y con esa certeza, flotó suavemente hacia él, como una neblina curiosa que se enrosca alrededor sin perturbar.

    "Maestro…"dijo, con una voz que parecía el susurro de una almohada acariciando la frente de un niño dormido. "Si vuelves a asomarte a las memorias que el tiempo eligió sellar… ¿no temes que Hypnos se despierte con el ceño fruncido?"

    Giró levemente en el aire, envolviendo parte del entorno con sus hilos de plata, como si estuviera bordando suavemente un nuevo sueño, pero su tono llevaba esa picardía sutil y juguetona que tanto la caracterizaba.

    "Y si mamá decide regresar justo cuando estés con una ceja chamuscada, o… sin un par de pensamientos ordenados… ¡Te dará tu primer zape divino!" rió muy bajito, como un tintineo suave.

    Se quedó flotando frente a él, con sus recién formadas manos brumosas unidas como si pidiera algo inocente.

    "Maestro… ¿alguna vez percibió el enojo de mamá? No digo enojo real real… sino ese enojo así, silencioso, que da más miedo que cualquier rugido. Porque yo no quiero estar cerca si alguna vez pasa. Pero me da mucha curiosidad si eso… si eso ha pasado contigo."

    Y girando como una espiral perezosa en el aire de los sueños, dejó flotando su advertencia entre juego y cariño. Porque lo amaba, como solo una hija de la memoria, del olvido y del consuelo puede amar: con dulzura envolvente, y una sabiduría hecha de bruma.
    Sintió el cambio apenas Morfeo volvió al mundo onírico. Su esencia —como un rastro de agua oscura que acariciaba el lecho de un río ancestral— traía consigo un eco distinto. Lo supo al instante. Había ido donde las Hespérides. Ella no necesitaba ojos para saberlo… lo sentía en su bruma, en los hilos que tejían el sueño del mundo. Y con esa certeza, flotó suavemente hacia él, como una neblina curiosa que se enrosca alrededor sin perturbar. "Maestro…"dijo, con una voz que parecía el susurro de una almohada acariciando la frente de un niño dormido. "Si vuelves a asomarte a las memorias que el tiempo eligió sellar… ¿no temes que Hypnos se despierte con el ceño fruncido?" Giró levemente en el aire, envolviendo parte del entorno con sus hilos de plata, como si estuviera bordando suavemente un nuevo sueño, pero su tono llevaba esa picardía sutil y juguetona que tanto la caracterizaba. "Y si mamá decide regresar justo cuando estés con una ceja chamuscada, o… sin un par de pensamientos ordenados… ¡Te dará tu primer zape divino!" rió muy bajito, como un tintineo suave. Se quedó flotando frente a él, con sus recién formadas manos brumosas unidas como si pidiera algo inocente. "Maestro… ¿alguna vez percibió el enojo de mamá? No digo enojo real real… sino ese enojo así, silencioso, que da más miedo que cualquier rugido. Porque yo no quiero estar cerca si alguna vez pasa. Pero me da mucha curiosidad si eso… si eso ha pasado contigo." Y girando como una espiral perezosa en el aire de los sueños, dejó flotando su advertencia entre juego y cariño. Porque lo amaba, como solo una hija de la memoria, del olvido y del consuelo puede amar: con dulzura envolvente, y una sabiduría hecha de bruma.
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