Me gustan los sitios donde nadie me busca.
Los rincones donde el aire es tan quieto que puedo oír mis propios pensamientos.
Las esquinas de los jardines donde las flores crecen sin que nadie las ordene.
Allí me siento más real… como si pudiera, por un momento, dejar de ser lo que esperan de mí.
Me gusta el sonido del agua al caer, pero no los estanques limpios y perfectos de la Corte.
Prefiero los arroyos que se escapan por entre piedras musgosas, los que parecen olvidados por los mapas.
Me recuerdan a mí.
Me gustan los colores suaves: el gris que tienen las nubes justo antes de llover, el azul que nadie mira en las sombras del amanecer, el dorado tenue que se cuela entre las hojas viejas.
No me atrae lo brillante.
No quiero deslumbrar. Sólo pertenecer.
Me gustan los instrumentos que nadie toca en los salones.
Aquellos que suenan tristes, los que parecen hablar en vez de cantar.
Una vez toqué uno, sola, en el invernadero… y durante un instante, pensé que el sonido me entendía.
También me gusta recordar cosas que nadie más recuerda.
Como el olor del invierno en Faerie antes de que cambiaran los encantamientos.
O el sabor de la fruta silvestre que crece al borde del bosque, la que no está bendecida ni prohibida.
No lo digo en voz alta.
Porque aquí no está bien visto tener gustos propios.
Pero los tengo.
Y aunque finjo que no importa,
a veces eso —solo eso— me salva del olvido.
Los rincones donde el aire es tan quieto que puedo oír mis propios pensamientos.
Las esquinas de los jardines donde las flores crecen sin que nadie las ordene.
Allí me siento más real… como si pudiera, por un momento, dejar de ser lo que esperan de mí.
Me gusta el sonido del agua al caer, pero no los estanques limpios y perfectos de la Corte.
Prefiero los arroyos que se escapan por entre piedras musgosas, los que parecen olvidados por los mapas.
Me recuerdan a mí.
Me gustan los colores suaves: el gris que tienen las nubes justo antes de llover, el azul que nadie mira en las sombras del amanecer, el dorado tenue que se cuela entre las hojas viejas.
No me atrae lo brillante.
No quiero deslumbrar. Sólo pertenecer.
Me gustan los instrumentos que nadie toca en los salones.
Aquellos que suenan tristes, los que parecen hablar en vez de cantar.
Una vez toqué uno, sola, en el invernadero… y durante un instante, pensé que el sonido me entendía.
También me gusta recordar cosas que nadie más recuerda.
Como el olor del invierno en Faerie antes de que cambiaran los encantamientos.
O el sabor de la fruta silvestre que crece al borde del bosque, la que no está bendecida ni prohibida.
No lo digo en voz alta.
Porque aquí no está bien visto tener gustos propios.
Pero los tengo.
Y aunque finjo que no importa,
a veces eso —solo eso— me salva del olvido.
Me gustan los sitios donde nadie me busca.
Los rincones donde el aire es tan quieto que puedo oír mis propios pensamientos.
Las esquinas de los jardines donde las flores crecen sin que nadie las ordene.
Allí me siento más real… como si pudiera, por un momento, dejar de ser lo que esperan de mí.
Me gusta el sonido del agua al caer, pero no los estanques limpios y perfectos de la Corte.
Prefiero los arroyos que se escapan por entre piedras musgosas, los que parecen olvidados por los mapas.
Me recuerdan a mí.
Me gustan los colores suaves: el gris que tienen las nubes justo antes de llover, el azul que nadie mira en las sombras del amanecer, el dorado tenue que se cuela entre las hojas viejas.
No me atrae lo brillante.
No quiero deslumbrar. Sólo pertenecer.
Me gustan los instrumentos que nadie toca en los salones.
Aquellos que suenan tristes, los que parecen hablar en vez de cantar.
Una vez toqué uno, sola, en el invernadero… y durante un instante, pensé que el sonido me entendía.
También me gusta recordar cosas que nadie más recuerda.
Como el olor del invierno en Faerie antes de que cambiaran los encantamientos.
O el sabor de la fruta silvestre que crece al borde del bosque, la que no está bendecida ni prohibida.
No lo digo en voz alta.
Porque aquí no está bien visto tener gustos propios.
Pero los tengo.
Y aunque finjo que no importa,
a veces eso —solo eso— me salva del olvido.


