Era el solsticio del quinto sol, el día marcado por los códices como el Juicio del Tezcatlipoca, el día en que los corazones serían sopesados por el humo negro que todo lo ve.
El pueblo, temeroso y desnudo bajo los jirones del destino, observaba desde abajo, sabiendo que nadie saldría indemne. Desde las alturas, se escuchaba el retumbar de tambores hechos con piel de prisionero que golpeaban con fuerza y en ritmo. El humo de las antorchas se mezclaba con los cánticos guturales que invocaban a la Deidad, Tezcatlioca, el dios del espejo que refleja lo peor de cada hombre.
Cuando el eclipse comenzó, el sol se tornó un ojo cerrado. Las aves huyeron, los perros dejaron de ladrar y gemían temerosos, los niños enmudecieron. El cielo se tornó rojo, luego gris opaco, y finalmente, negro como el abismo donde habita el Espejo Humeante.
Desde la cima del templo, uno de los sacerdotes alzó los brazos con una daga de obsidiana, que parecía sangrar por voluntad propia. Su voz resonó:
—¡Hoy el Tezcatlipoca se arrastra desde el humo para devorar a los débiles! ¡Hoy el juicio recae sobre nuestra sangre!
Uno a uno, los elegidos subieron. Guerreros, doncellas, incluso nobles. Ninguno gritó. La daga silbaba en el aire, y los corazones ardientes eran alzados hacia el eclipse, como ofrendas para detener el olvido. Pero no fue suficiente... El eclipse no se detuvo.
...
El pueblo, temeroso y desnudo bajo los jirones del destino, observaba desde abajo, sabiendo que nadie saldría indemne. Desde las alturas, se escuchaba el retumbar de tambores hechos con piel de prisionero que golpeaban con fuerza y en ritmo. El humo de las antorchas se mezclaba con los cánticos guturales que invocaban a la Deidad, Tezcatlioca, el dios del espejo que refleja lo peor de cada hombre.
Cuando el eclipse comenzó, el sol se tornó un ojo cerrado. Las aves huyeron, los perros dejaron de ladrar y gemían temerosos, los niños enmudecieron. El cielo se tornó rojo, luego gris opaco, y finalmente, negro como el abismo donde habita el Espejo Humeante.
Desde la cima del templo, uno de los sacerdotes alzó los brazos con una daga de obsidiana, que parecía sangrar por voluntad propia. Su voz resonó:
—¡Hoy el Tezcatlipoca se arrastra desde el humo para devorar a los débiles! ¡Hoy el juicio recae sobre nuestra sangre!
Uno a uno, los elegidos subieron. Guerreros, doncellas, incluso nobles. Ninguno gritó. La daga silbaba en el aire, y los corazones ardientes eran alzados hacia el eclipse, como ofrendas para detener el olvido. Pero no fue suficiente... El eclipse no se detuvo.
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Era el solsticio del quinto sol, el día marcado por los códices como el Juicio del Tezcatlipoca, el día en que los corazones serían sopesados por el humo negro que todo lo ve.
El pueblo, temeroso y desnudo bajo los jirones del destino, observaba desde abajo, sabiendo que nadie saldría indemne. Desde las alturas, se escuchaba el retumbar de tambores hechos con piel de prisionero que golpeaban con fuerza y en ritmo. El humo de las antorchas se mezclaba con los cánticos guturales que invocaban a la Deidad, Tezcatlioca, el dios del espejo que refleja lo peor de cada hombre.
Cuando el eclipse comenzó, el sol se tornó un ojo cerrado. Las aves huyeron, los perros dejaron de ladrar y gemían temerosos, los niños enmudecieron. El cielo se tornó rojo, luego gris opaco, y finalmente, negro como el abismo donde habita el Espejo Humeante.
Desde la cima del templo, uno de los sacerdotes alzó los brazos con una daga de obsidiana, que parecía sangrar por voluntad propia. Su voz resonó:
—¡Hoy el Tezcatlipoca se arrastra desde el humo para devorar a los débiles! ¡Hoy el juicio recae sobre nuestra sangre!
Uno a uno, los elegidos subieron. Guerreros, doncellas, incluso nobles. Ninguno gritó. La daga silbaba en el aire, y los corazones ardientes eran alzados hacia el eclipse, como ofrendas para detener el olvido. Pero no fue suficiente... El eclipse no se detuvo.
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