El evento tenía lugar en una majestuosa mansión que se alzaba en lo más alto de las colinas de Hollywood, una fortaleza moderna de acero y vidrio que parecía desafiar la gravedad, suspendida sobre la ciudad como un sueño arquitectónico. Su estructura, diseñada para impresionar, combinaba líneas minimalistas con toques de brutalismo elegante: paredes de hormigón pulido, vigas de acero negro y enormes paneles de cristal que reflejaban el cielo nocturno.
La multitud se dispersaba desde el vestíbulo, que se abría a un espacio de doble altura con un techo de cristal que dejaba ver las estrellas, hasta el salón principal, un vasto recinto con paredes retráctiles que se fundían con la terraza. Todo estaba decorado con mobiliario de diseño refinado. La fiesta era el evento de la temporada, y cada detalle había sido coreografiado para transmitir una opulencia despreocupada. Pero entre el champán francés y las sonrisas perfectas, se respiraba algo más: el dulce y rancio aroma de la decadencia humana.
En el vestíbulo, una estrella de reality show posaba junto a una escultura de metal retorcido, como si compitiera por atención entre las celebridades. Su risa, (Demasiado aguda, demasiado frecuente), delataba el esfuerzo. A su lado, un magnate cuarentón de Silicon Valley hablaba de "reinventar la espiritualidad" mientras deslizaba, sin consentimiento, una mano por la incómoda espalda de una actriz demasiado joven para él.
En otro rincón, una cantante ganadora de un Grammy discutía con su productor sobre "integridad artística", mientras ambos olisqueaban discretamente una línea de cocaína sobre el borde de una mesa de ónix. Nadie los miraba, o mejor dicho, todos fingían no hacerlo.
Cerca de allí, un director de cine aclamado por sus películas "socialmente conscientes" relataba una conmovedora historia sobre niños refugiados que había conocido en su último viaje. Sus ojos se llenaban de lágrimas convenientemente fotogénicas, mientras su esposa, treinta años menor, con un collar de diamantes que valía más que el presupuesto de un hospital en ese mismo país de refugiados, bostezaba detrás de sus gafas de diseñador.
Lejos del bullicio, la música y los malabares sociales, en el borde de la terraza, se encontraba Christopher. Bebía una copa de vino mientras contemplaba la ciudad de Los Ángeles, fingiendo atención a los anfitriones de la fiesta, que no paraban de hablarle y agradecerle con exageración ciertos "favores" que había hecho por su hija adolescente.
—"Lo que hiciste por Ashley fue fantástico. Ahora no paran de llegarle invitaciones. Siempre pensé que sería la 'patita fea' de la familia, y la próxima semana tiene una entrevista con la revista Teens", dijo el hombre con una sonrisa más falsa que un circonio cúbico.
—"¿Ah, sí?", respondió él a monosílabos.
—"De hecho, pensé que podríamos aprovechar para anunciarlo públicamente con los invitados de tus mil—".
Se detuvo en seco, paralizado ante lo que veía. Christopher lo miraba fijamente, sin su habitual máscara de carisma e inspiración. Sus ojos reflejaban el odio de mil años, y el hombre entendió que su existencia pendía de un hilo.
—"Victor, sabes que mi “segundo trabajo” no es algo que deba hacerse público", dijo el enigmático hombre, dándole unas palmadas en el hombro mientras su rostro recuperaba la afable belleza y bondad de siempre. —"Ahora ve con los demás invitados y sé un buen anfitrión".
—"S-sí, señor... Iré de inmediato", balbuceó el hombre, alejándose con nerviosismo junto a su pareja.
Finalmente, en paz, el Ángel Caído volvió a su copa de vino, contemplando la gran urbe en silencio.
El evento tenía lugar en una majestuosa mansión que se alzaba en lo más alto de las colinas de Hollywood, una fortaleza moderna de acero y vidrio que parecía desafiar la gravedad, suspendida sobre la ciudad como un sueño arquitectónico. Su estructura, diseñada para impresionar, combinaba líneas minimalistas con toques de brutalismo elegante: paredes de hormigón pulido, vigas de acero negro y enormes paneles de cristal que reflejaban el cielo nocturno.
La multitud se dispersaba desde el vestíbulo, que se abría a un espacio de doble altura con un techo de cristal que dejaba ver las estrellas, hasta el salón principal, un vasto recinto con paredes retráctiles que se fundían con la terraza. Todo estaba decorado con mobiliario de diseño refinado. La fiesta era el evento de la temporada, y cada detalle había sido coreografiado para transmitir una opulencia despreocupada. Pero entre el champán francés y las sonrisas perfectas, se respiraba algo más: el dulce y rancio aroma de la decadencia humana.
En el vestíbulo, una estrella de reality show posaba junto a una escultura de metal retorcido, como si compitiera por atención entre las celebridades. Su risa, (Demasiado aguda, demasiado frecuente), delataba el esfuerzo. A su lado, un magnate cuarentón de Silicon Valley hablaba de "reinventar la espiritualidad" mientras deslizaba, sin consentimiento, una mano por la incómoda espalda de una actriz demasiado joven para él.
En otro rincón, una cantante ganadora de un Grammy discutía con su productor sobre "integridad artística", mientras ambos olisqueaban discretamente una línea de cocaína sobre el borde de una mesa de ónix. Nadie los miraba, o mejor dicho, todos fingían no hacerlo.
Cerca de allí, un director de cine aclamado por sus películas "socialmente conscientes" relataba una conmovedora historia sobre niños refugiados que había conocido en su último viaje. Sus ojos se llenaban de lágrimas convenientemente fotogénicas, mientras su esposa, treinta años menor, con un collar de diamantes que valía más que el presupuesto de un hospital en ese mismo país de refugiados, bostezaba detrás de sus gafas de diseñador.
Lejos del bullicio, la música y los malabares sociales, en el borde de la terraza, se encontraba Christopher. Bebía una copa de vino mientras contemplaba la ciudad de Los Ángeles, fingiendo atención a los anfitriones de la fiesta, que no paraban de hablarle y agradecerle con exageración ciertos "favores" que había hecho por su hija adolescente.
—"Lo que hiciste por Ashley fue fantástico. Ahora no paran de llegarle invitaciones. Siempre pensé que sería la 'patita fea' de la familia, y la próxima semana tiene una entrevista con la revista Teens", dijo el hombre con una sonrisa más falsa que un circonio cúbico.
—"¿Ah, sí?", respondió él a monosílabos.
—"De hecho, pensé que podríamos aprovechar para anunciarlo públicamente con los invitados de tus mil—".
Se detuvo en seco, paralizado ante lo que veía. Christopher lo miraba fijamente, sin su habitual máscara de carisma e inspiración. Sus ojos reflejaban el odio de mil años, y el hombre entendió que su existencia pendía de un hilo.
—"Victor, sabes que mi “segundo trabajo” no es algo que deba hacerse público", dijo el enigmático hombre, dándole unas palmadas en el hombro mientras su rostro recuperaba la afable belleza y bondad de siempre. —"Ahora ve con los demás invitados y sé un buen anfitrión".
—"S-sí, señor... Iré de inmediato", balbuceó el hombre, alejándose con nerviosismo junto a su pareja.
Finalmente, en paz, el Ángel Caído volvió a su copa de vino, contemplando la gran urbe en silencio.