En el silencio solemne del salón, donde solo el piano osaba hablar, sus dedos se entrelazaron sobre las teclas, componiendo una melodía que no nacía de la música, sino del deseo contenido.
Él, imponente en su uniforme de guerra, no libraba batallas en campos lejanos, sino en la tormenta que ella despertaba en su pecho. La sujetó con delicadeza, como si fuese una nota frágil a punto de desvanecerse. Ella, con la respiración contenida y la mirada rendida, solo podía entregarse.
—¿Sabes lo que haces conmigo? —susurró él, su aliento rozando su piel como una promesa rota.
Y en ese instante, justo antes de que el mundo pudiera interrumpirlos, se encontraron en un beso profundo, inevitable, como si el tiempo mismo se hubiera detenido a escuchar su sinfonía secreta.
En el silencio solemne del salón, donde solo el piano osaba hablar, sus dedos se entrelazaron sobre las teclas, componiendo una melodía que no nacía de la música, sino del deseo contenido.
Él, imponente en su uniforme de guerra, no libraba batallas en campos lejanos, sino en la tormenta que ella despertaba en su pecho. La sujetó con delicadeza, como si fuese una nota frágil a punto de desvanecerse. Ella, con la respiración contenida y la mirada rendida, solo podía entregarse.
—¿Sabes lo que haces conmigo? —susurró él, su aliento rozando su piel como una promesa rota.
Y en ese instante, justo antes de que el mundo pudiera interrumpirlos, se encontraron en un beso profundo, inevitable, como si el tiempo mismo se hubiera detenido a escuchar su sinfonía secreta.