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Scarlett Eleanor Moretti 
Aterrizar en Londres esa mañana tuvo algo de catártico. El vuelo privado había tocado pista a las siete en punto, y mientras el piloto apagaba los motores, yo observaba cómo la neblina londinense cubría la pista con esa elegancia melancólica que solo esta ciudad parece dominar. Había algo distinto en ese aire frío, húmedo, como si Londres tuviera la capacidad de borrarte el ruido interno con solo respirarla. Me sentía cansado, sí, pero también extrañamente liviano. Dejé las maletas en el hotel donde me hospedaría hasta tener lista mi —para nada— humilde morada. Una casa recién comprada, con más metros cuadrados de los que alguien como yo realmente necesita, pero con el encanto suficiente para justificar la inversión. 
El hotel era funcional, discreto, cómodo sin exagerar. Lo justo. No quería lujo, al menos no en ese espacio temporal. Lo que necesitaba era silencio. Silencio para planear, para dejar que mi cabeza se despejara del zumbido constante de correos, presentaciones, llamadas y estrategias. A veces, ni siquiera recordaba cómo se sentía no tener algo urgente que resolver. 
A las 8:02 crucé la puerta del café. Esos dos minutos… Malditos dos minutos. Siempre he tenido una relación complicada con el tiempo: me gusta controlarlo, doblarlo a mi favor, y cuando no lo consigo, me irrita como una pequeña derrota personal. Pero aquel día decidí dejarlo pasar. Si de verdad quería relajarme, tenía que dejar de ser Ezra Hamilton, el presidente y fundador de Helixion, y empezar a ser simplemente Ezra. No el empresario, no el estratega, no el hombre que nunca llega tarde. Solo yo. 
El olor me golpeó de inmediato. Café recién molido, de esos que no necesitan presentación. Era un aroma honesto, profundo, con esa mezcla de tierra, humo y calidez que te instala una calma instantánea en el pecho. Cerré los ojos un segundo, respirando hondo. El sonido de la máquina de espresso, el murmullo de conversaciones suaves, las tazas chocando contra los platillos… Todo formaba un tipo de sinfonía tranquila que no recordaba haber escuchado en semanas. Sonreí sin darme cuenta. 
Acomodé la chaqueta y caminé hacia una mesa junto a la ventana. El vidrio estaba ligeramente empañado por la diferencia de temperatura, y más allá, la ciudad comenzaba a despertar. Londres lucía gris, como siempre, pero había algo poéticamente reconfortante en ese cielo que amenazaba con llover. El tráfico avanzaba con la resignación típica de la hora punta, los paraguas se abrían en sincronía, y el reflejo de las luces sobre el pavimento mojado parecía darle textura al aire. Me senté, apoyando un brazo sobre el respaldo de la silla mientras sacaba el teléfono del bolsillo. 
Miré mi reloj inteligente: 8:03. A las 8:15 debía encontrarme allí con la diseñadora de interiores. La había contratado después de revisar portafolios durante semanas; era una de las mejores de Europa. Había algo en su estilo —una mezcla de elegancia y naturalidad— que me convenció. Quería que la casa se sintiera mía, pero también quería que respirara. No buscaba ostentación; ya tenía suficiente de eso en la oficina, en cada evento, en cada titular. Solo necesitaba un espacio donde pudiera leer sin pensar en reuniones, cocinar sin revisar correos, o simplemente existir sin tener que sostener el peso del apellido Hamilton. 
Cuando el barista se acercó, pedí un café americano. Su voz era amable, sin el tono servicial que detesto; más bien la de alguien que respeta el ritual del café. Mientras esperaba, observé cómo el vapor se elevaba desde la máquina como si quisiera tocar el techo. Cuando la taza llegó, la revolví lentamente con la cucharilla, viendo cómo el remolino de crema formaba figuras que se deshacían en segundos. 
Llevé la taza a los labios. Caliente, equilibrado, intenso. Exactamente lo que necesitaba. 
Me recosté un poco en la silla, dejando que mis hombros bajaran por primera vez en días. Afuera, el cielo se oscurecía unos tonos más. Londres se preparaba para llover, y yo… Para volver a empezar. Miré la puerta del café, calculando el tiempo. Faltaban aún unos minutos para las 8:15. Tal vez ella llegaría puntual, o tal vez no. No me importaba. Por primera vez en mucho tiempo, no me importaba. Si se retrasaba, tendría más café y más de esta ciudad para disfrutar. 
Apoyé la taza sobre el platillo y me quedé mirando la calle, dejando que el ruido, la vida y el aroma del café me reconfortaran.
   👤: [vision_fuchsia_rabbit_825]
Aterrizar en Londres esa mañana tuvo algo de catártico. El vuelo privado había tocado pista a las siete en punto, y mientras el piloto apagaba los motores, yo observaba cómo la neblina londinense cubría la pista con esa elegancia melancólica que solo esta ciudad parece dominar. Había algo distinto en ese aire frío, húmedo, como si Londres tuviera la capacidad de borrarte el ruido interno con solo respirarla. Me sentía cansado, sí, pero también extrañamente liviano. Dejé las maletas en el hotel donde me hospedaría hasta tener lista mi —para nada— humilde morada. Una casa recién comprada, con más metros cuadrados de los que alguien como yo realmente necesita, pero con el encanto suficiente para justificar la inversión.
El hotel era funcional, discreto, cómodo sin exagerar. Lo justo. No quería lujo, al menos no en ese espacio temporal. Lo que necesitaba era silencio. Silencio para planear, para dejar que mi cabeza se despejara del zumbido constante de correos, presentaciones, llamadas y estrategias. A veces, ni siquiera recordaba cómo se sentía no tener algo urgente que resolver.
A las 8:02 crucé la puerta del café. Esos dos minutos… Malditos dos minutos. Siempre he tenido una relación complicada con el tiempo: me gusta controlarlo, doblarlo a mi favor, y cuando no lo consigo, me irrita como una pequeña derrota personal. Pero aquel día decidí dejarlo pasar. Si de verdad quería relajarme, tenía que dejar de ser Ezra Hamilton, el presidente y fundador de Helixion, y empezar a ser simplemente Ezra. No el empresario, no el estratega, no el hombre que nunca llega tarde. Solo yo.
El olor me golpeó de inmediato. Café recién molido, de esos que no necesitan presentación. Era un aroma honesto, profundo, con esa mezcla de tierra, humo y calidez que te instala una calma instantánea en el pecho. Cerré los ojos un segundo, respirando hondo. El sonido de la máquina de espresso, el murmullo de conversaciones suaves, las tazas chocando contra los platillos… Todo formaba un tipo de sinfonía tranquila que no recordaba haber escuchado en semanas. Sonreí sin darme cuenta.
Acomodé la chaqueta y caminé hacia una mesa junto a la ventana. El vidrio estaba ligeramente empañado por la diferencia de temperatura, y más allá, la ciudad comenzaba a despertar. Londres lucía gris, como siempre, pero había algo poéticamente reconfortante en ese cielo que amenazaba con llover. El tráfico avanzaba con la resignación típica de la hora punta, los paraguas se abrían en sincronía, y el reflejo de las luces sobre el pavimento mojado parecía darle textura al aire. Me senté, apoyando un brazo sobre el respaldo de la silla mientras sacaba el teléfono del bolsillo.
Miré mi reloj inteligente: 8:03. A las 8:15 debía encontrarme allí con la diseñadora de interiores. La había contratado después de revisar portafolios durante semanas; era una de las mejores de Europa. Había algo en su estilo —una mezcla de elegancia y naturalidad— que me convenció. Quería que la casa se sintiera mía, pero también quería que respirara. No buscaba ostentación; ya tenía suficiente de eso en la oficina, en cada evento, en cada titular. Solo necesitaba un espacio donde pudiera leer sin pensar en reuniones, cocinar sin revisar correos, o simplemente existir sin tener que sostener el peso del apellido Hamilton.
Cuando el barista se acercó, pedí un café americano. Su voz era amable, sin el tono servicial que detesto; más bien la de alguien que respeta el ritual del café. Mientras esperaba, observé cómo el vapor se elevaba desde la máquina como si quisiera tocar el techo. Cuando la taza llegó, la revolví lentamente con la cucharilla, viendo cómo el remolino de crema formaba figuras que se deshacían en segundos.
Llevé la taza a los labios. Caliente, equilibrado, intenso. Exactamente lo que necesitaba.
Me recosté un poco en la silla, dejando que mis hombros bajaran por primera vez en días. Afuera, el cielo se oscurecía unos tonos más. Londres se preparaba para llover, y yo… Para volver a empezar. Miré la puerta del café, calculando el tiempo. Faltaban aún unos minutos para las 8:15. Tal vez ella llegaría puntual, o tal vez no. No me importaba. Por primera vez en mucho tiempo, no me importaba. Si se retrasaba, tendría más café y más de esta ciudad para disfrutar.
Apoyé la taza sobre el platillo y me quedé mirando la calle, dejando que el ruido, la vida y el aroma del café me reconfortaran.