Meredith no recordaba exactamente cuándo lo había dibujado.
No había fecha, ni contexto, ni memoria clara del momento. Solo el trazo demasiado seguro para haber sido casual.
Últimamente, la imagen regresaba a su mente a diario, apareciendo sin aviso en los momentos más insignificantes: mientras cerraba la heladería, mientras escuchaba la estática de la radio, mientras Hawkins fingía ser un pueblo normal.
El dibujo le provocaba escalofríos, pero no era miedo lo que sentía… era algo peor.
Una molestia persistente.
Como una astilla enterrada bajo la piel.
Había algo en esas líneas que no encajaba, algo que vibraba con la misma frecuencia incómoda que precede a las tragedias. Meredith no lo veía como una pesadilla, sino como un eco adelantado, un presagio torcido de que algo —algo realmente malo— estaba a punto de ocurrir en Hawkins.
Y lo más inquietante no era el dibujo en sí.
Era la certeza silenciosa de que, cuando lo hizo, sabía exactamente lo que estaba viendo.
Meredith no recordaba exactamente cuándo lo había dibujado.
No había fecha, ni contexto, ni memoria clara del momento. Solo el trazo demasiado seguro para haber sido casual.
Últimamente, la imagen regresaba a su mente a diario, apareciendo sin aviso en los momentos más insignificantes: mientras cerraba la heladería, mientras escuchaba la estática de la radio, mientras Hawkins fingía ser un pueblo normal.
El dibujo le provocaba escalofríos, pero no era miedo lo que sentía… era algo peor.
Una molestia persistente.
Como una astilla enterrada bajo la piel.
Había algo en esas líneas que no encajaba, algo que vibraba con la misma frecuencia incómoda que precede a las tragedias. Meredith no lo veía como una pesadilla, sino como un eco adelantado, un presagio torcido de que algo —algo realmente malo— estaba a punto de ocurrir en Hawkins.
Y lo más inquietante no era el dibujo en sí.
Era la certeza silenciosa de que, cuando lo hizo, sabía exactamente lo que estaba viendo.