Tuve un padre. Mil años de historia lo bautizaron como asesino, monstruo, despiadado. “El Gran Mal” reza el capitulo de uno de los libros de historia vampírica de la Escuela Salvatore dedicado a los Mikaelson. No sé cuántas veces he leído ese libro. En él se recogen todas las barbaridades que se recuerdan y que han sido recuperadas acerca de mi familia. Auténticos horrores que han poblado las mentes de miles de personas a lo largo de la historia. Pero ese no es el hombre que yo recuerdo. Mi padre fue la persona que más me quiso en mi vida. Al igual que mi madre. Mi padre trató de crear un mundo mejor para mí. Trató de convertir Nueva Orleans en mi hogar, intentó que fuera un lugar seguro donde pudiera crecer. Mi propio reino, como me dijo una vez. Pues si él era el rey, yo era su princesa. Y una princesa necesita un reino.
Mi padre peleó y luchó contra viento y marea con todo el que amenazara mi seguridad desde el mismo momento en que se dio cuenta de que yo existía. Su “bebé milagroso”. Asi decía mi madre que me llamaban. Y, en realidad, si lo pensamos bien, mi misma existencia es un puñetero milagro. Otros piensan que no debería de haber nacido, que solo soy un error, una laguna. Pero no para mi padre.
Me quería. Me quería tanto que supo cuando era momento de rendirse y renunciar a su corona, a su reino, a su vida. Lo hizo demasiadas veces. Yo no contaba más de dos años cuando, para mantenerme a salvo, le cedió su ciudad a Marcel Gerard, su pupilo, su hijo adoptado. Y él, voluntariamente, se sometió. Pasó cinco años encerrado en una celda de piedra, bajo tierra. A la espera. Sabiendo que cada día que pasaba allí, yo crecía sana y salva.
Tenía siete años cuando realmente lo conocí. Vivía en casa de Mary, la abuela del marido fallecido de mi madre. Habia pasado cinco años oyendo a mamá contar historias acerca de mi padre, de mis tíos Kol, Elijah, Freya y Rebekah. Pero eran solo personajes de mis cuentos e historias. Papá se convirtió en mi héroe, en el rey que debía retornar. Y cuando lo recuperé… La conexión fue instantánea. Si cierro los ojos aun puedo recordar el primer abrazo que me dio. Fue como… volver a casa… Como volver a empezar. Teníamos todo el tiempo del mundo para conocernos el uno al otro. Descubrimos nuestras similitudes. Yo habia heredado su curiosidad y su talento para la pintura. Algo que él fomentó en cuanto lo descubrió. Me enseñó qué colores mezclar, qué lienzos usar… Y me contaba historias de esa época hace mil años cuando su forma de encontrar pigmentos se basaba en machacar insectos y flores. Recuerdo que me dio mucho asco, pero estaba fascinaba por cada cosa que salía de sus labios. Me consentía demasiado, aunque a mi madre no le gustara. Una mañana, cuando nos trasladamos al complejo donde nuestra familia habia vivido desde hacia siglos, compró todos los pasteles de la pastelería más prestigiosa de Luisiana. Un autentico despliegue, pero aquello parecía un cumpleaños… Creo que intentaba compensar asi cada día que no estuvo a mi lado.
Aquello no duró demasiado. Un terrible mal iba a por mí, como si yo fuera el faro de aquella desgracia. Y la única forma de solucionarlo constituyó la ruina de mi familia. No podrían volver a verse, ni yo a ellos. La tía Rebekah se fue con Marcel a Nueva York. El tío Kol se marchó lejos con la tía Davina. Elijah escogió formatear su cerebro, olvidar a la familia y empezar de cero y papá… Papá desapareció. Volví a perderlo.
Mamá me inscribió en la Escuela Salvatore para Jóvenes Sobrenaturales. Y allí aprendí a desarrollar mis talentos. Crecí sola en aquel lugar, mi madre y mi tia Freya en Nueva Orleans y el resto de mi familia dispersada a lo largo del mundo. Pero esa es otra historia. Lo que sí puedo contar es que me sentí abandonada por mi propio padre. Dejó de llamar, de escribirme. Un día, cuando tenía diez años, tras haber aprendido un hechizo ilusorio de teletransporte le vi. Habia matado a un montón de personas. Lo llamé, horrorizada y el me gritó que me largara. ¿Cómo describir ese sentimiento? Mi padre no me queria allí, ni siquiera intentó explicarse. Tampoco los dias, semanas, meses o años posteriores. ¿Puede una persona ser huérfana de un padre que sigue con vida? Supongo que sí. ¿Puede una persona intentar defender a su padre en un instituto en el que todo el mundo conoce los horrores que cometió? No, eso no… No comprendía a mi padre, nunca me habia explicado porqué hizo las cosas que hizo. Y allí estaba yo, en un pueblo que mi padre habia aterrorizado durante años… Alaric, el director de mi escuela, habia perdido -muchos años atrás- a su novia a manos de una bruja en un ritual de sangre orquestado por mi padre, para sus propios fines egoístas. Muy al estilo Mikaelson. Y aun así él se convirtió en mi figura paterna. Me comprendía de un modo que no puedo explicar. Me trató como a una de sus hijas. Pero eso no es suficiente para una niña, ni para una adolescente de quince años que ha crecido sin su padre.
Cometí muchos errores ese año. Errores que me costaron un precio demasiado alto. Tuve la culpa de la muerte de mi madre. Y eso es algo que nadie me ha echado en cara nunca. Nadie salvo yo. Si no la hubiera usado para atraer a papá a Nueva Orleans tal vez los dos seguirían con vida… Pues el devenir de los acontecimientos propició también la muerte de mi padre. El gran mal del que habían intentado protegerme de niña solo podía ser eliminado de un modo. Con la muerte del portador: mi padre. Se sacrificó para que yo viviera una larga vida feliz. Pero ese día vi un cambio en él. Sabia que iba a morir pero su actitud no era la de un rey que se rinde, si no la de un guerrero que afronta con valor su destino. Pasó el día rodeado de su familia. Recuerdo que cenamos, reímos contando historias, aprendí mucho aquella noche.
Fue a la mañana siguiente cuando supe que papá y mi tio Elijah habían fallecido. Sus cenizas esparcidas por toda la ciudad. No me quedaba nada que velar, nada que enterrar. Absolutamente nada. Y aunque llevaba conmigo el recuerdo de un padre que me quiso, me desolaba el saber que no lo tendría nunca más. No podría preguntarle acerca de nada, ni volver a escucharle contarme historias. Nada. No volvería a abrazarle, ni a sentir un beso en la frente. Vacío. Absoluto vacío.
Y ese vacío se convirtió en dolor, en la certeza de que cada persona que se acercase a mí, cada persona que dejara entrar en mi vida, moriría. Era una maldición. Así que me aislé de todo y de todos en aquella escuela. Nunca habia sido precisamente popular, porque nunca hice nada por integrarme. Pero desde el día que perdí a mis padres me condené al ostracismo. Crecí como bruja, como mujer lobo, aprendiendo y desarrollando mis habilidades, sí… Era fabulosa, por supuesto, es mi genética. Pero estaba sola. No lograba encajar en ninguna facción…
Ah, claro. No os lo he explicado: En la escuela Salvatore conviven alumnos de las tres especies: brujas, vampiros y hombres lobo. Cada uno creando una fuerza común en cada uno de sus grupos. Los hombres lobo tenían su propia manada, no solían socializar. Los vampiros rehuían recelosos el contacto con estos, asi que solían interactuar entre sí. Y las brujas… Teníamos brujas de toda clase, con diferencias y similitudes, pero bastante sibaritas a la hora de relacionarse.
Y luego estaba yo. Mi genética tenia una parte de cada una de las facciones y no lograba encajar con ninguna: no encajaba con los lobos porque era más fuerte que todos ellos y si retaba al alfa me convertiría en su líder y eso iba en contra de mis ideales de soledad y ostracismo. No nací para seguir a nadie. Tampoco encajaba con los vampiros porque todavía no habia desatado mi lado tríbrido, asi que no era uno de ellos, y aunque fuera tríbrida, nunca sería un simple vampiro. Y tampoco encajaba con las brujas, demasiado fuerte para todas ellas y su envidia nos separaba como un abismo. Pero es lo que hay.
Soy Hope Mikaelson. Y ser una Mikaelson tiene su propia maldición.