Sangre, sangre, sangre...

Isidro necesitaba una cosa, y la necesitaba ya. La adrenalina que recorría sus venas cada vez que asestaba un golpe... ¿Cómo se podría comparar una borrachera con eso? Una cosa era embriagarse con alcohol, y otra embriagarse de verdad - con sangre.

Pero no podían salir por patas de la ciudad acosados por las autoridades, y tampoco quería causarle ese problema extra a Bruna (si decidía quedarse), así que buscó un sitio en particular, que resultó ser un local extraño. Era de muy mala muerte, pero lo interesante estaba en sus entrañas. Oh, sí... Le llegó el griterío desde el sótano.

—¡Uno, dos... tres! ¡El ganador ha sido Tomás!

Y más griterío. ¿Acaso había encontrado el sitio perfecto?

Al entrar, el dueño lo miró como si se tratara de un guardia civil, pero nada más ajeno a la realidad; no estaba ahí para arruinarle el chiringuito, sino que buscaba emborracharse con el mejor licor que existía: la sangre.

—¡Buenas tardes! —Entraban ya en la noche. —¿Me permite una jarra de cerveza?

Le dedicó una sonrisa encantadora que difícilmente mostraban sus clientes, normales o... luchadores. Pero el hombre dio con el grifo del barril malo y le sirvió en una jarra sucia. Sobre el muchacho mantuvo su desconfianza, y afinó la vista sobre cada gesto en su cara para hacerse con el momento justo en el que pensara en marcharse.

Pero no. Bebió un largo trago y no se fijó en su mala expresión. De hecho, ensanchó aún más las fauces. ¿Era acaso un lobo?

—¿Sabe? Me pregunto... Qué puede hacer en esta ciudad un hombre que jamás ha pisado sus calzadas para ganar un poco de dinero. Usted lo sabrá bien, ¿no?

—Ve al grano —escupió contra el suelo—. Si quiéres luchar, dilo. Pero no pongo mi local en riesgo para que los de fuera se piensen que esto es una caridad.

Y dicho eso, sacó una hoja con distintos nombres. —Cinco pesetas. Y dime tú cómo te llamas.

—Dámaso Ibáñez. —Mentirijilla de las suyas. Dejó caer al lado del folio el dinero. Dos de las monedas tenían el tinte marrón de la sangre reseca.