No veía la hora en que sus padres se fueran a dormir. Casi se le cerraban los ojos por culpa de la larga espera y el silencio que corría en su habitación, pero la adrenalina de saberse rebelde e inconformista disparaban sus ansias de libertad una noche más.
Aún tuvo que esperar cerca de media hora más hasta que oyó el click en la habitación de sus padres; ahora, con toda la casa a oscuras, salió de entre las sábanas con los pies descalzos, abriendo la ventana con cuidado y descolgándose por el árbol que cada día de viento amenazaba con romper el cristal y colarse en su habitación como un invitado no deseado.
Ya está, césped frío y húmedo gracias al relente. A partir de aquí, era momento de vivir su gran aventura.
***
Las calles de los barrios bajos diferían mucho de su zona conocida. A plena luz del día no tenían nada de especial, pero por las noches las luces de neón, los ruidos obscenos, los peligros a pie de carretera… eran un paraíso prohibido para aquella chiquilla perdida de diecisiete años.
Anhelaba una libertad prohibida que le había sido vetada, y aquella forma era la única que conocía para escabullirse en un mundo peligroso que la llamaba de una manera casi espiritual, como si aquellos mundos fueran su tierra prometida.
Y, en cierto modo, sí que lo eran.
No tardó demasiado en verla entre la multitud, con un cigarrillo en la mano y tres colgantes de luz brillante pendiendo de su cuello. El corazón de Tahara comenzó a latir con fuerza, poniéndola nerviosa y estaba segura que sus orejas y mejillas habían adquirido un peligroso tono rojizo, nada que la oscuridad de la noche no pudiera esconder. Cuando sus ojos se encontraron, el mundo de Tahara se tambaleó peligrosamente.
Isabelle, de tez clara y ojos de azabache supo deshacerse de sus acompañantes masculinos con picardía y gestos traviesos, mostrando un cansancio que desapareció en cuanto reconoció a la chica de ojos grises en medio de la multitud.
—¿Por qué estás aquí?
—Quería verte —respondió. Claramente no tenía otro motivo—. Siempre quiero verte.
Isabelle miró a su alrededor. Cogió a Tahara de la muñeca y tiró de ella hasta el interior del edificio, a la habitación que tenía asignada en aquel tugurio donde se ganaba la vida desde hacía casi un lustro.
La chica castaña no lo pudo soportar más y la besó. Había anhelado esos labios durante demasiado tiempo, y algo le decía que no podía esperar mucho más. El dolor en su clavícula, justo donde tenía la cicatriz era más intenso que nunca, como si acabaran de marcarla cual ganado. Un dolor que se hacía placentero gracias a los labios de su primer amor, cuyas manos recorrían su cuerpo con delicadeza y esmero; mientras la torpeza de Tahara la hacía sentirse pequeñita y no merecerse la atención de aquella diosa a ojos suyos.
—Para, detente. Este no es un sitio para ti.
—¿Entonces por qué me has traído aquí?
—Para quitarte de miradas indiscretas. Hay muchos peligros en estos barrios, Tahara, y tú eres demasiado niña para conocerlos —le acarició la mejilla con cariño, estaba siendo rechazada y eso era demasiado para su corazón adolescente—. Me lo agradecerás. Vete a casa.
Isabelle dio un paso hacia ella, inclinándose sobre sus pies para besar su frente. Tahara bajó la mirada, triste y llorosa, y abandonó la habitación de mala gana. Creía que iba a ser diferente, que sería como en las películas donde el chico bueno se llevaba a la sufrida chica y serían felices para siempre. Al parecer, la realidad era mucho más dolorosa.
***
Sin embargo, Tahara no le hizo caso. Siguió hurgando entre los rincones de los barrios prohibidos, sintiendo el dolor en su pecho cada vez más punzante y lacerante. Cuando se llevó la mano a la clavícula la notó húmeda y sucia, su cicatriz sangraba sin razón alguna. Un sentimiento de impotencia la recorría por dentro; sentía… tantas cosas que no era capaz de nombrarlas, pero sí era capaz de ponerles cara: Isabelle.
Corrió de nuevo hasta la zona de los burdeles, buscando a la chica que la había rechazado. Sentía que ocurría algo extraño, no era la primera vez que ocurría y esta vez quería estar presente. Su intuición no se equivocó.
Encontró a Isabelle hecha un ovillo en el suelo mientras un hombre enchaquetado le propinaba patadas y gritaba a pleno pulmón, insultándola y haciéndola pequeñita frente a la inacción del resto de los allí presentes. La rabia corría por sus venas cual ponzoña, obligándola a gritar mientras propinaba un sonoro puñetazo en el cuello del agresor, quien cayó de rodillas al suelo. Éste giró la cabeza y escupió, mostrando una sonrisa macabra antes de mirar a Isabelle y darle un golpe con el pie en la mejilla.
—Nos ha salido peleona la niñita, ¿no te parece, Isabelle? —se levantó y se dirigió hacia Tahara, abriendo los brazos para que la chaqueta cayese al suelo por inercia—. A ver qué cositas podría hacer contigo… eres mona de cara, pero no te has desarrollado. Tal vez…
Pero sus palabras no llegaron a mucho más. A su espalda, Isabelle le propinó un sonoro golpe que le dejó sin respiración.
—¡Vete, VETE Y NO VUELVAS! —le gritó.
Tajara estaba en shock. Rodeada de desconocidos que la incitaban a pelear, que la miraban con ojos lascivos y gestos lujuriosos, no tenía por donde escapar. El hombre volvió a levantarse del golpe, empujando a Isabelle hacia atrás y corriendo hacia la chica castaña.
El primer golpe no lo vio venir. Seco y contundente, en pleno estómago. Le hizo caer al suelo, sin aliento y con la rabia corriendo por sus venas, levantándola de manera casi automática y respondiendo al golpe con gritos y movimientos rápidos, atacando con uñas y dientes, llevándose incluso tiras de piel de su contrincante.
La ira la consumía, no veía nada más allá de aquel hombre vestido de negro; ni tan siquiera a la que había considerado su damisela en apuros, sólo sentía rabia e ira, una cólera sobrehumana que la hacía pensar ser invulnerable.
Y la cicatriz dolía con excelso gusto. Cada golpe que daba, cada arañazo que recibía, cada gota de sangre que probaba en sus labios era pura delicia para ese demonio interior que había pugnado tanto tiempo por salir. Fuera de sí, atacaba de manera descoordinada pero eficaz, ganando terreno a base de furia y el obsceno sentimiento de victoria plagado de sangre y vísceras.
Agotada, Tahara cayó al suelo. Cuando volvió en sí tenía el cuerpo magullado y le costaba respirar, el simple movimiento de levantarse fue una tortura para su maltrecho cuerpo. Nadie, a excepción de Isabelle, se atrevía a acercarse. A su lado, el cuerpo del proxeneta yacía inerte, boca abajo y con un hilo de sangre saliendo de su oreja derecha, manchando el pavimento de tinta roja brillante.
El dolor desapareció en ese instante, siendo sustituido por un miedo atronador. Volvía a sentir la adrenalina corriendo por su cuerpo, tenía que escapar, tenía que huir de aquel lugar lo antes posible. Todos habían visto lo que había pasado, todos eran testigos de cómo había conseguido matar a un hombre para salvar a su amor perdido.
Echó a correr sin mirar atrás, sin ser consciente de que Isabelle iba tras ella con cierto dolor. ¿Cómo había sido posible eso? ¿Cómo había sido capaz de matar a un hombre con sus propias manos? No era capaz de recordarlo, sólo los primeros golpes y el dolor, y luego… todo se difuminó en un placer que no había sentido en mucho tiempo, tal vez siglos, antes incluso de su propia existencia. Pero ahora, siendo consciente de lo ocurrido sólo sintió temor, miedo y angustia. ¡Se había convertido en una asesina, por todos los dioses! ¿Cómo se lo contaría a sus padres?
Oía su nombre a lo lejos, unas manos frías zarandeándola para devolverla a la realidad. Se topó con esa mirada que la había conquistado sin querer, tranquilizándola entre sus brazos. En medio de susurros y palabras de amor vacío, el amanecer se alzaba sobre ellas, dando paso a un nuevo día donde sus vidas iban a cambiar para siempre.