El olor a pan recién horneado llenaba la pequeña cabaña, mezclado con el chisporroteo de algo friéndose en la sartén. Kari revolvía un guiso con expresión concentrada, el cabello atado de cualquier manera en un moño desordenado. Detrás de ella, sentado en una silla que nunca usaba correctamente —recostado con los pies en alto y los brazos cruzados—, estaba él.
Durmir. O Alduin. O lo que sea que fuera ese día.
—¿No tienes nada mejor que hacer que observarme cocinar como un acosador sombrío? —preguntó sin mirarlo.
—Observarte tropezar con tus propios pies mientras cocinas es… entretenido —respondió con su tono seco de siempre.
Ella sopló un mechón de cabello rebelde con fastidio.
—Es raro que alguien como tú tenga tiempo para “entretenerse”.
—Llevo siglos con tiempo de sobra, no lo desperdicio, lo disfruto... Especialmente si se trata de ver humanos intentando no quemar su comida. Kari le lanzó una cucharada imaginaria con la cuchara de madera.
—¡Oye! Cocino mejor que tú, devorador de mundos.
—Nunca he tenido necesidad de cocinar, lo que necesito, lo tomo.
—Ah, claro, como buen dios ególatra y antipático.
Él dejó salir una carcajada gutural, luego hizo un gesto con la mano hacia la olla.
—¿Qué es eso?
—Guiso de setas y carne de ciervo con especias de Hjaalmarch.
—¿Hjaalmarch? ¿La región de los brujos, las ciénagas y los cadáveres flotantes?
—¿Y tú de qué región vienes? ¿De las tormentas eternas y la condena en forma de dragón?
Él asintió con una sonrisa ladina.
—Exacto.
Kari bufó divertida, un momento de calma, luego, como quien lanza una piedra en un lago quieto, preguntó:
—¿Y qué piensas de los dioses? Mara, Nocturnal, Molag Bal… ¿alguna opinión, oh sabio señor de los cielos?
La sonrisa de Alduin se borró para transformarse en un gesto irónico. Se incorporó ligeramente y exhaló un suspiro largo, casi exasperado.
—Dii dii, Sil, fen daar ni! Daar moraan fen los wah sul. Viir hi hin Mara… Nocturnal… niid sahrot do dii! —gruñó con voz grave, usando su lengua natal: el dovahzul.
Kari se giró bruscamente, cuchara en mano.
—¡Oye! ¿Qué fue eso? ¡Eso no fue una respuesta, eso fue un escupitajo verbal!
Él alzó una ceja.
—Solo hablaba con honestidad.
—¡Pues habla en un idioma que entienda! Es injusto que me insultes a mí o a los dioses en dragón cuando ni siquiera sé si dijiste “abajo los patos” o “voy a destruir el sol”.
Alduin rodó los ojos, teatrero.
—¿Quieres la traducción?
—¡Sí!
Alduin se recostó más en la silla, con esa sonrisa de dragón satisfecho y con ganas de lanzar unas cuantas verdades, sin filtros.
—“Oh sí, claro, vamos a hablar de los dioses. Esa sarta de farsantes envueltos en oro y melodrama. Tu Mara no es más que una costurera celestial con ínfulas de madre. Nocturnal es una sombra arrogante que se cree misteriosa cuando solo es predecible. Y Molag Bal… bah, un niño con complejo de poder y afición a los gritos. Si estos son tus dioses… el mundo está aún más jodido de lo que recordaba.”
Kari lo miró con la boca entreabierta, luego empezó a reír, un estallido genuino y suave que sorprendió incluso al dragón.
—¡Eres un sacrílego con gracia! —dijo, limpiándose una lágrima de risa—. No debería reírme, pero… ¡los dijiste con tanta pasión!
Alduin alzó una ceja, fingiendo indignación.
—¿“Con gracia”? ¿Me estás humanizando?
—No, no. Tú sigues siendo la definición exacta de “señor sombrío y gruñón”. Pero… admito que tus comentarios hacen que los dioses suenen como personajes de taberna.
—Y no están lejos de serlo —murmuró él.
Ella volvió a su olla, removiendo el guiso con calma. Él la miró en silencio por unos segundos, más largos de lo usual. Luego, con un tono apenas audible:
—No creas que todos los dioses te miran desde el cielo, Kari. Algunos caminan… muy cerca de ti.
Ella no se giró, pero se le erizó la piel. Fingió indiferencia mientras servía la comida.
—Mientras no me pisoteen la alfombra, creo que puedo vivir con eso.
Él sonrió, no dijo más, y por primera vez, en mucho tiempo, el devorador de mundos sintió algo más que fastidio o tedio en su interior.
No sabía cómo llamarlo. Pero sonaba a hogar.
La cena había terminado. Kari dormía en un rincón del sofá, envuelta en una manta que había insistido en que no necesitaba, su respiración era tranquila, y una mecha suelta caía sobre su mejilla, temblando apenas con cada exhalación.
Alduin permanecía en la penumbra, sin moverse, con el plato vacío aún entre sus manos, no lo había tocado cuando ella se lo sirvió, pero ahora… quedaban apenas rastros del guiso.
No sabía por qué lo había probado.
No sabía por qué no lo había destruido.
El sabor persistía en su lengua, cálido, especiado, humano.
Una nimiedad, diría su yo de antaño... Pero ahora, esa nimiedad parecía... importante.
Levantó la mirada al techo de madera envejecida, el silencio era denso, pero no opresivo, no ese tipo de silencio, era como si el tiempo se hubiese detenido unos segundos, solo para él.
—Faal kul… ni los meyz —murmuró en su lengua ancestral.
El hogar… no siempre arde.
Dejó el plato a un lado, se acercó lentamente a la ventana y miró hacia el cielo estrellado. Por primera vez en milenios, Alduin sintió que quizá no todo estaba condenado al final.