Elías Castañeda sostenía entre sus dedos una fotografía arrugada. La imagen, tomada con una cámara analógica, mostraba a Valentina riendo en una plaza, rodeada de luces de feria. Era de las primeras semanas de su relación. Él se la había tomado sin que ella se diera cuenta, obsesionado con capturar ese momento donde aún no lo temía.
Tenía una colección.
Decenas de fotos escondidas en una caja de madera, en su apartamento del barrio Belgrano. Cada una, una historia. Un momento donde ella aún no se escapaba.
Encendió la luz tenue del salón, cubierto de cuadros y libros antiguos. En la pared, colgaban mapas con rutas marcadas en rojo. En su celular, una app rastreaba la ubicación de Valentina cada vez que activaba el Wi-Fi. Elías sabía que su obsesión no era sana. Pero también sabía que Valentina le pertenecía. Y que nadie, ni siquiera Carolina, iba a arrebatársela.
Se sentó frente al piano. Tocó la misma melodía que usaba para calmar sus impulsos: el Nocturno Op. 9 N.º 2 de Chopin. Pero sus manos temblaban.
Ella estaba dudando.
Lo sentía.
En el apartamento 7B, Carolina había pasado la noche en el sofá. Valentina no durmió. Las palabras de su amiga le daban vueltas en la cabeza: "Ese tipo tiene un patrón", "vas a terminar como ella", "esto no es amor".
Despertó con un mensaje en su celular. Número desconocido:
"Anoche no estabas sola. No me gusta que me ocultes cosas. Pensé que confiabas en mí."
—Elías.
El mensaje no tenía emojis, ni tono amoroso. Era seco. Acusador. Como un golpe en el estómago.
—¿Cómo supo que estabas conmigo? —preguntó Carolina al ver el mensaje.
—No lo sé —respondió Valentina, con las manos heladas.
—¿Pusiste tu ubicación? ¿Subiste algo a redes?
Valentina negó. Sabía lo que eso significaba. Él la estaba vigilando.
Carolina se levantó de un salto.
—Esto ya pasó el límite. Vamos a denunciarlo.
—No… aún no. —La voz de Valentina tembló—. Si lo denuncio, lo voy a enfurecer. No quiero saber de lo que es capaz.
—¿Y entonces? ¿Esperar a que te golpee?
—No me ha tocado nunca.
Carolina la miró, dolida.
—No necesita tocarte para destruirte. Ya te tiene rota, Valen. No ves que eso es parte de su control. Te quiere aislada, asustada, dependiente. Como una muñeca que no puede moverse sin permiso.
Valentina guardó silencio.
Dos días después, Valentina volvió a su trabajo en una galería de arte. Intentaba recuperar su rutina, convencida de que si actuaba como si todo estuviera bien, Elías también lo creería. Pero al entrar al estudio, notó algo extraño.
Sobre su escritorio, alguien había dejado un sobre negro. Sin remitente.
Dentro, una sola fotografía:
Ella y Carolina, la noche que se vieron. Tomada desde afuera de su ventana.
Con un lente de largo alcance.
Desde el mismo ángulo en que Elías solía mirarla.
Al dorso, una nota escrita a mano:
“Te ves distinta cuando estás con ella. Te prefiero callada, Valen. Volvé a mí antes de que empiece a odiarte.”
El mundo se le desmoronó. Se encerró en el baño, vomitó el café de la mañana, y cayó al suelo temblando. El terror la abrazó con fuerza. Ya no era solo un ex celoso. Era una sombra. Un acechador.
Esa misma noche, Carolina fue atacada. Salía de una reunión en una cafetería cuando un desconocido encapuchado la empujó contra un auto, le susurró algo al oído —algo que no pudo recordar con claridad— y huyó antes de que nadie pudiera intervenir. No le robó nada. Solo la asustó. El mensaje fue claro.
Esa misma madrugada, alguien dejó un ramo de rosas negras en la puerta del apartamento de Valentina.
Sin tarjeta.
Sin explicación.
Solo el perfume envenenado de una advertencia.
Mientras tanto, en la otra punta de la ciudad, una mujer observaba su reflejo en un espejo agrietado.
Julieta.
La ex de Elías.
La que Carolina había contactado.
La que sabía lo que venía después.
Sobre su mesa tenía un diario. En él, llevaba años escribiendo lo que nadie quería creer: cada mujer antes de Valentina había pasado por lo mismo. Cada relación había sido un calco enfermizo, meticulosamente calculado por Elías.
Julieta tomó su celular.
Marcó el número que Carolina le había dado.
—Soy Julieta. Tengo algo que Valentina necesita saber. Pero si no lo hacemos con cuidado, puede costarnos mucho más que un susto.
Valentina miraba la ventana. Ya no veía la ciudad. Solo su propio reflejo.
Uno que ya no reconocía.
Sabía que estaba al borde.
Que si se caía, él la atraparía.
Y que si volvía… esta vez, no saldría viva.