El aire olía a hierro y a tierra húmeda. Todavía vibraba en el pecho el eco de los gritos y el choque de las hojas, pero el silencio posterior pesaba más que cualquier estruendo. El grupo avanzaba entre los árboles, respirando con dificultad, cubiertos de la sombra que llega después de haber sobrevivido. Los rayos sutiles y cálidos asomando.
— "Por un momento creí que no salíamos" —murmuró uno de los cazadores, soltando un suspiro entre risas nerviosas—. "Y Kiyomi... se congeló, ¿no?".
Sanemi giró de inmediato. Fue apenas un segundo, pero bastó para que el ambiente se tensara otra vez, como si el peligro aún estuviera allí. La mirada de él se clavó en ella con la misma fuerza con la que antes enfrentaba al enemigo: directa, filosa, sin espacio para el titubeo.
—¿Qué dijiste? —preguntó, sin apartar los ojos de Kiyomi, aunque la pregunta no era para el otro.
El pilar observaba a la jóven cazadora. Había algo en su postura, en ese leve temblor en los dedos, que lo encendía por dentro. No era rabia pura, era algo más denso: una incomodidad profunda, casi visceral. Habían peleado codo a codo, y pensar que uno de los suyos pudo vacilar, siquiera por un instante, le resultaba insoportable.
—¿Es cierto? —su voz fue baja, pero cargada de filo— ¿Te detuviste?
... Gruñó, desatando lentamente su ira.
—En medio de eso… ¿te congelaste? —repitió, apenas más alto, pero con la voz quebrándose entre los dientes—. ¿Tienes idea de lo que podría haber pasado? ¿Querías derramar más sangre?
Sus palabras no eran solo reproche, eran un intento de entender. Pero bajo su tono cortante, había miedo disfrazado de ira: miedo a la pérdida, miedo a que alguien de los suyos fallara, miedo a que eso le recordara lo frágil que era todo. No le importaba el motivo que la hiciera congelarse, no. Le importaba fracasar, darle algún gusto a esa escoria llamada "demonios", le irritaba trabajar con extraños, porque cualquier error, —por más mínimo— él no lo perdonaba.
Mucho menos en esa misión en la que por poco todos salieron casi ilesos.
[ Kiyo ]
— "Por un momento creí que no salíamos" —murmuró uno de los cazadores, soltando un suspiro entre risas nerviosas—. "Y Kiyomi... se congeló, ¿no?".
Sanemi giró de inmediato. Fue apenas un segundo, pero bastó para que el ambiente se tensara otra vez, como si el peligro aún estuviera allí. La mirada de él se clavó en ella con la misma fuerza con la que antes enfrentaba al enemigo: directa, filosa, sin espacio para el titubeo.
—¿Qué dijiste? —preguntó, sin apartar los ojos de Kiyomi, aunque la pregunta no era para el otro.
El pilar observaba a la jóven cazadora. Había algo en su postura, en ese leve temblor en los dedos, que lo encendía por dentro. No era rabia pura, era algo más denso: una incomodidad profunda, casi visceral. Habían peleado codo a codo, y pensar que uno de los suyos pudo vacilar, siquiera por un instante, le resultaba insoportable.
—¿Es cierto? —su voz fue baja, pero cargada de filo— ¿Te detuviste?
... Gruñó, desatando lentamente su ira.
—En medio de eso… ¿te congelaste? —repitió, apenas más alto, pero con la voz quebrándose entre los dientes—. ¿Tienes idea de lo que podría haber pasado? ¿Querías derramar más sangre?
Sus palabras no eran solo reproche, eran un intento de entender. Pero bajo su tono cortante, había miedo disfrazado de ira: miedo a la pérdida, miedo a que alguien de los suyos fallara, miedo a que eso le recordara lo frágil que era todo. No le importaba el motivo que la hiciera congelarse, no. Le importaba fracasar, darle algún gusto a esa escoria llamada "demonios", le irritaba trabajar con extraños, porque cualquier error, —por más mínimo— él no lo perdonaba.
Mucho menos en esa misión en la que por poco todos salieron casi ilesos.
[ Kiyo ]
El aire olía a hierro y a tierra húmeda. Todavía vibraba en el pecho el eco de los gritos y el choque de las hojas, pero el silencio posterior pesaba más que cualquier estruendo. El grupo avanzaba entre los árboles, respirando con dificultad, cubiertos de la sombra que llega después de haber sobrevivido. Los rayos sutiles y cálidos asomando.
— "Por un momento creí que no salíamos" —murmuró uno de los cazadores, soltando un suspiro entre risas nerviosas—. "Y Kiyomi... se congeló, ¿no?".
Sanemi giró de inmediato. Fue apenas un segundo, pero bastó para que el ambiente se tensara otra vez, como si el peligro aún estuviera allí. La mirada de él se clavó en ella con la misma fuerza con la que antes enfrentaba al enemigo: directa, filosa, sin espacio para el titubeo.
—¿Qué dijiste? —preguntó, sin apartar los ojos de Kiyomi, aunque la pregunta no era para el otro.
El pilar observaba a la jóven cazadora. Había algo en su postura, en ese leve temblor en los dedos, que lo encendía por dentro. No era rabia pura, era algo más denso: una incomodidad profunda, casi visceral. Habían peleado codo a codo, y pensar que uno de los suyos pudo vacilar, siquiera por un instante, le resultaba insoportable.
—¿Es cierto? —su voz fue baja, pero cargada de filo— ¿Te detuviste?
... Gruñó, desatando lentamente su ira.
—En medio de eso… ¿te congelaste? —repitió, apenas más alto, pero con la voz quebrándose entre los dientes—. ¿Tienes idea de lo que podría haber pasado? ¿Querías derramar más sangre?
Sus palabras no eran solo reproche, eran un intento de entender. Pero bajo su tono cortante, había miedo disfrazado de ira: miedo a la pérdida, miedo a que alguien de los suyos fallara, miedo a que eso le recordara lo frágil que era todo. No le importaba el motivo que la hiciera congelarse, no. Le importaba fracasar, darle algún gusto a esa escoria llamada "demonios", le irritaba trabajar con extraños, porque cualquier error, —por más mínimo— él no lo perdonaba.
Mucho menos en esa misión en la que por poco todos salieron casi ilesos.
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