• He estado llore que llore, pero no de tristeza, si no de felicidad de ver que Santi ha vuelto.
    Aparte de mi prometido, son pocos los aliados que tengo cerca de mi y Santi es uno de ellos. --
    He estado llore que llore, pero no de tristeza, si no de felicidad de ver que Santi ha vuelto. Aparte de mi prometido, son pocos los aliados que tengo cerca de mi y Santi es uno de ellos. --
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  • Aquél día estaba resultando ser muy agradable. Habían descubierto que los cerezos florecían, y se habían apartado un poco del burgo de la ciudad donde vivían para ir a visitarlos. Gabriel se giró hacia Charlotte Moonblade y elevó una ceja. Se notaba que quería hablar de algo y no sabía como. Seguramente su amiga supiera que había algo en su cabeza.
    Aquél día estaba resultando ser muy agradable. Habían descubierto que los cerezos florecían, y se habían apartado un poco del burgo de la ciudad donde vivían para ir a visitarlos. Gabriel se giró hacia [shadow_gray_hippo_224] y elevó una ceja. Se notaba que quería hablar de algo y no sabía como. Seguramente su amiga supiera que había algo en su cabeza.
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  • El sol se filtraba entre las copas de los árboles; la luz puramente blanca, bañaba de reflejos el pasto mojado y las flores que apenas comenzaban a desplegar sus blancos y finos pétalos. Los rayos a contraluz transparentaban la tela suelta y suave de su indumentaria. Y delineaba con su brillo su silueta.

    —¿Hacia dónde vas con tal arma? Alguien con la experiencia marcada en su rostro debería saber que el mundo es cruel con quien se aventura en soledad.
    El sol se filtraba entre las copas de los árboles; la luz puramente blanca, bañaba de reflejos el pasto mojado y las flores que apenas comenzaban a desplegar sus blancos y finos pétalos. Los rayos a contraluz transparentaban la tela suelta y suave de su indumentaria. Y delineaba con su brillo su silueta. —¿Hacia dónde vas con tal arma? Alguien con la experiencia marcada en su rostro debería saber que el mundo es cruel con quien se aventura en soledad.
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  • 1 a 500 líneas por Día
    Fandom
    The elder scrolls V - Skyrim.
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    Disponible
    Saludos cordiales a todos.

    Se está formo un grupo de roleplay en español del Fandom de Skyrim, se necesitan a los personajes principales de la saga y los ocho divinos.

    ■ También buscamos gente para los diferentes clanes y gremios.

    》PERSONAJES CANON OCUPADOS HASTA AHORA 《

    ● Akatosh.
    ● Serana Volkihar.
    ● Brynjolf.
    ● Miraak

    》》¿Qué no se permite? 》》

    ■ Personajes de otros fandom o universo: ¿por qué se decidió esto?, por qué algunos no van acorde con el Lore o no lo pueden adaptar bien haciendo que la experiencia sea algo incomoda.

    ■ Faltas de respeto hacia los integrantes por fuera del roleplay.

    Del resto sean bienvenidos
    Saludos cordiales a todos. Se está formo un grupo de roleplay en español del Fandom de Skyrim, se necesitan a los personajes principales de la saga y los ocho divinos. ■ También buscamos gente para los diferentes clanes y gremios. 》PERSONAJES CANON OCUPADOS HASTA AHORA 《 ● Akatosh. ● Serana Volkihar. ● Brynjolf. ● Miraak 》》¿Qué no se permite? 》》 ■ Personajes de otros fandom o universo: ¿por qué se decidió esto?, por qué algunos no van acorde con el Lore o no lo pueden adaptar bien haciendo que la experiencia sea algo incomoda. ■ Faltas de respeto hacia los integrantes por fuera del roleplay. Del resto sean bienvenidos 💖💖
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  • Donde las Sombras Terminan
    Categoría Slice of Life
    Con el paso de los días, Ekkora comenzó a entender lo que veía, lo que sentía, lo que escuchaba. Las texturas del mundo, sus olores, sus ruidos, sus silencios.

    El lenguaje dejó de ser un obstáculo. Ya podía hablar. A su manera, torpe aún, con palabras desordenadas, mal encajadas, pero suficiente.

    Sus movimientos mejoraron. Más estables, aunque lentos, cada paso como si aún fuera una prueba. O como si supiera que algo faltaba.

    La casa de Tolek no era una jaula. Era más bien un santuario extraño: una mezcla de refugio, laboratorio y patio de juegos. Allí aprendía, observaba, probaba, sin reglas estrictas ni vigilancia constante. Pero no se alejaba, podría haberlo hecho cuando quisiera, pero no lo sentía necesario, no hasta haber recorrido cada rincón, abierto cada puerta, olido cada frasco, cada libro, rincón húmedo de madera y polvo.

    Y cuando la cabaña ya no ofrecía secretos, salió.

    Deambulaba por el bosque como una sombra sin rumbo. Rozaba la corteza de los árboles con los dedos, escuchaba los susurros del viento entre las hojas como si fueran palabras dichas solo para sus oídos. Observaba los animales sin hambre, sin miedo, solo con una curiosidad.

    Se alejaba más cada vez.
    Solo un poco.
    Solo unos pasos más allá.

    Hasta esa mañana. Hasta ese instante exacto en que el cielo comenzó a clarear.

    La luz del sol se filtró entre las copas de los árboles. Fina, dorada, suave. Y Ekkora no lo notó a tiempo.

    La primera caricia de luz directa sobre su piel la hizo estremecerse. La segunda la obligó a cerrar los ojos, de puro dolor.

    Después vino el fuego.

    La carne se le contrajo al contacto. No ardía como el fuego común: la luz le quemaba por dentro, como si intentara arrancarle algo esencial.

    Gritó.

    El sonido fue breve, un sollozo más que un grito real. Y echó a correr, pero ya no sabía dónde estaba. El bosque se cerraba sobre sí mismo, el sol subía. Sombras temblaban a su alrededor, encogiéndose. No eran refugio, no podían protegerla. Era un laberinto, vivo, denso, inmenso.

    Ekkora se arrojó hacia una mancha de sombra más espesa, jadeando, la piel agrietada por el resplandor. Humo oscuro salía de sus hombros. Y la luz la buscaba. El bosque ya no parecía tan inofensivo.

    Ahora estaba atrapada; Un animal nocturno, nacida del barro, enfrentando por primera vez el juicio del sol.
    Con el paso de los días, Ekkora comenzó a entender lo que veía, lo que sentía, lo que escuchaba. Las texturas del mundo, sus olores, sus ruidos, sus silencios. El lenguaje dejó de ser un obstáculo. Ya podía hablar. A su manera, torpe aún, con palabras desordenadas, mal encajadas, pero suficiente. Sus movimientos mejoraron. Más estables, aunque lentos, cada paso como si aún fuera una prueba. O como si supiera que algo faltaba. La casa de Tolek no era una jaula. Era más bien un santuario extraño: una mezcla de refugio, laboratorio y patio de juegos. Allí aprendía, observaba, probaba, sin reglas estrictas ni vigilancia constante. Pero no se alejaba, podría haberlo hecho cuando quisiera, pero no lo sentía necesario, no hasta haber recorrido cada rincón, abierto cada puerta, olido cada frasco, cada libro, rincón húmedo de madera y polvo. Y cuando la cabaña ya no ofrecía secretos, salió. Deambulaba por el bosque como una sombra sin rumbo. Rozaba la corteza de los árboles con los dedos, escuchaba los susurros del viento entre las hojas como si fueran palabras dichas solo para sus oídos. Observaba los animales sin hambre, sin miedo, solo con una curiosidad. Se alejaba más cada vez. Solo un poco. Solo unos pasos más allá. Hasta esa mañana. Hasta ese instante exacto en que el cielo comenzó a clarear. La luz del sol se filtró entre las copas de los árboles. Fina, dorada, suave. Y Ekkora no lo notó a tiempo. La primera caricia de luz directa sobre su piel la hizo estremecerse. La segunda la obligó a cerrar los ojos, de puro dolor. Después vino el fuego. La carne se le contrajo al contacto. No ardía como el fuego común: la luz le quemaba por dentro, como si intentara arrancarle algo esencial. Gritó. El sonido fue breve, un sollozo más que un grito real. Y echó a correr, pero ya no sabía dónde estaba. El bosque se cerraba sobre sí mismo, el sol subía. Sombras temblaban a su alrededor, encogiéndose. No eran refugio, no podían protegerla. Era un laberinto, vivo, denso, inmenso. Ekkora se arrojó hacia una mancha de sombra más espesa, jadeando, la piel agrietada por el resplandor. Humo oscuro salía de sus hombros. Y la luz la buscaba. El bosque ya no parecía tan inofensivo. Ahora estaba atrapada; Un animal nocturno, nacida del barro, enfrentando por primera vez el juicio del sol.
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    Grupal
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    Cualquier línea
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  • Ina está sentada sobre el suelo del templo, rodeada de papeles con gráficos y garabatos. Bloop, su tentáculo, intenta comerse un papel que muestra un gráfico de barras titulado 'Beneficios de unirse al culto: Galletas vs Salvación eterna'.

    —¡Atención, atención~! —da golpecitos contra el suelo— según mis investigaciones avanzadas... —tosesita— y un sueño que tuve anoche... ¡Necesitamos un enfoque más sofisticado para el reclutamiento!

    Ina hace zoom en una presentación llena de garabatos brillantes en su tablet. Señala un diagrama titulado 'Conversión de Pequeños Mortales a Miembros del Culto en 4 sencillos pasos'.

    —Primero: ¿quiénes son nuestros clientes ideales? —muestra imágenes de personas random a las que fotografió en la calle sin pedir permiso— ¡Personas con buen sentido del humor, amantes de lo oculto, cansados de sus monótonas vidas sin emociones y de sus sueldos mediocres... y, sobre todo... —susurro dramático— aquellos que no pregunten demasiado sobre los 'sacrificios semanales' —guiño, guiño.

    Shy Guy, otro tentáculo, arma una pila de folletos con el lema '¡Únete a nosotros! (las galletas no son una estafa piramidal)

    —Segundo: ¡Publicidad llamativa! —abre un banner digital que dice '¿Cansado de tu alma? ¡Reciclala con nosotros!'— Podemos usar redes sociales, memes viralizables y, quizás... un TikTok protagonizado por tentáculos —asiente con profesionalismo.

    Tiny intenta hacer un baile de TikTok y se enreda sobre sí mismo. Glitter suspira y lo desenreda.

    —¡Tercero! ¡Activaciones divertidas! —abre la app de calendario— Lunes de talleres de 'como dibujar tu propio símbolo maldito' con materiales incluidos, pero alma no... Y, quizás podamos añadir un sábado de happy hour con pociones de colores que te hacen ver el futuro~ —pausa dramática— ...ejem, solo evitemos hablar de los efectos secundarios, si.

    Ina se levanta con una sonrisa que promete caos y galletas, y toma un cuaderno con stickers del suelo.

    —Y por últimooo... ¡Fidelización! —se aclara la garganta— cada miembro nuevo recibe un kit de iniciación~ ¡Y recuerden, equipo! —voz inspiradora— No estamos solo reclutando miembros... ¡estamos reclutando familia~! ...O algo parecido.
    Ina está sentada sobre el suelo del templo, rodeada de papeles con gráficos y garabatos. Bloop, su tentáculo, intenta comerse un papel que muestra un gráfico de barras titulado 'Beneficios de unirse al culto: Galletas vs Salvación eterna'. —¡Atención, atención~! —da golpecitos contra el suelo— según mis investigaciones avanzadas... —tosesita— y un sueño que tuve anoche... ¡Necesitamos un enfoque más sofisticado para el reclutamiento! Ina hace zoom en una presentación llena de garabatos brillantes en su tablet. Señala un diagrama titulado 'Conversión de Pequeños Mortales a Miembros del Culto en 4 sencillos pasos'. —Primero: ¿quiénes son nuestros clientes ideales? —muestra imágenes de personas random a las que fotografió en la calle sin pedir permiso— ¡Personas con buen sentido del humor, amantes de lo oculto, cansados de sus monótonas vidas sin emociones y de sus sueldos mediocres... y, sobre todo... —susurro dramático— aquellos que no pregunten demasiado sobre los 'sacrificios semanales' —guiño, guiño. Shy Guy, otro tentáculo, arma una pila de folletos con el lema '¡Únete a nosotros! (las galletas no son una estafa piramidal) —Segundo: ¡Publicidad llamativa! —abre un banner digital que dice '¿Cansado de tu alma? ¡Reciclala con nosotros!'— Podemos usar redes sociales, memes viralizables y, quizás... un TikTok protagonizado por tentáculos —asiente con profesionalismo. Tiny intenta hacer un baile de TikTok y se enreda sobre sí mismo. Glitter suspira y lo desenreda. —¡Tercero! ¡Activaciones divertidas! —abre la app de calendario— Lunes de talleres de 'como dibujar tu propio símbolo maldito' con materiales incluidos, pero alma no... Y, quizás podamos añadir un sábado de happy hour con pociones de colores que te hacen ver el futuro~ —pausa dramática— ...ejem, solo evitemos hablar de los efectos secundarios, si. Ina se levanta con una sonrisa que promete caos y galletas, y toma un cuaderno con stickers del suelo. —Y por últimooo... ¡Fidelización! —se aclara la garganta— cada miembro nuevo recibe un kit de iniciación~ ¡Y recuerden, equipo! —voz inspiradora— No estamos solo reclutando miembros... ¡estamos reclutando familia~! ...O algo parecido.
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  • "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella)

    El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos.

    Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino.

    Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo.

    Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente.

    Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar.

    Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras.

    Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor.

    Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto.

    Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado.

    Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser.

    El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
    "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella) El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos. Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino. Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo. Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente. Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar. Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras. Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor. Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto. Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado. Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser. El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
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  • "El día que los muertos caminaron con la primavera"

    Melinoë

    La tierra crujió al abrirse. No fue un estruendo, ni un rugido; fue un suspiro hondo, húmedo, como el sonido de una herida que no cierra. De esa fisura emergió Perséfone, reina de lo que yace bajo los pies del mundo, vestida con los jirones del invierno y el olor dulce del olvido. Detrás de ella, en silencio absoluto, Melíone ascendía.

    La hija venía como una sombra que no busca luz. No tocaba nada, pero todo en su presencia se helaba un poco. Ninguna palabra brotó de su boca. Era una criatura hecha del eco de los partos malogrados, de las velas apagadas antes del deseo, del miedo que nadie pronuncia pero todos cargan. Melíone no preguntaba. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era comprensión sin lenguaje.

    Perséfone no miraba atrás. No debía. Si lo hacía, se arriesgaba a ver en los ojos de su hija la verdad cruda de lo que había creado.

    Salieron al mundo cuando la primera brisa del equinoccio aún dormía en las ramas más altas. Perséfone pisó la tierra como quien reclama una deuda. Cada paso suyo sembraba vida, sí, pero una vida enferma, ambigua, que florecía con un temblor de fiebre. Las flores brotaban de golpe, con un estallido que parecía dolor más que gozo, y se marchitaban en segundos, como si entendieran que no debían durar.

    Atravesaron campos en barbecho, donde los cuervos vigilaban desde postes torcidos. Perséfone no acarició ningún tallo ni saludó a criatura alguna. Su andar era el de una madre que no espera gratitud. La tierra la reconocía, pero no la amaba. Le temía, porque sabía que cada año venía a recordar el precio del verde.

    El mundo de los vivos se estremecía a su paso. Las aguas se detenían apenas un segundo. Las madres sentían un escalofrío en la espalda mientras peinaban a sus hijos. Los perros dejaban de ladrar y miraban al vacío, con el hocico bajo. Algo antiguo y sin nombre estaba entre ellos, pero ninguno se atrevía a nombrarlo.

    Melíone caminaba detrás, sin tocar nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia ya era impacto. Allí donde posaba los ojos, el metal se oxidaba más rápido, los relojes perdían segundos y las frutas en los mercados se ennegrecían desde dentro. No dejaba huellas. No olía a nada. Y, sin embargo, los vivos sentían que alguien los miraba con el peso de una eternidad sin rostro.

    Perséfone avanzaba sin mirar a su hija, pero sabía que ella absorbía todo: el dolor de los nacimientos, la torpeza de los besos apresurados, la desesperación de los cuerpos que envejecen sin sentido. Era un viaje de iniciación, pero no hacia la vida. Era el bautismo lento y cruel de quien debe entender la existencia para gobernar su final.

    No hubo palabras. No las había entre ellas. Solo el crujido de la hierba, el silbido lejano de un gallo, el sol temblando en el horizonte como una promesa podrida. Perséfone guió a su hija por pueblos que olvidarán esa mañana para siempre. Por iglesias donde los santos lloraban sangre reseca. Por cementerios donde las lápidas se estremecieron, reconociendo una presencia más profunda que la muerte.

    Cuando el recorrido terminó, Perséfone se detuvo frente a un rosal seco. No lo tocó. Lo miró. Y al instante, floreció con una belleza grotesca: pétalos gruesos, rojo casi negro, espinas como dientes. Era una ofrenda. O una advertencia.

    Sin mirar a Melíone, volvió al camino hacia abajo. El descenso era lento. Los vivos no la vieron irse. Pero durante días, el aire tuvo ese sabor raro, entre sangre y tierra mojada. Durante semanas, los niños soñaron con mujeres vestidas de luto y fuego. Y durante años, cada primavera se volvió un poco más triste.

    Así fue el primer viaje de madre e hija. No se habló de él. Pero el mundo, desde entonces, recuerda.
    "El día que los muertos caminaron con la primavera" [Mel_Infra] La tierra crujió al abrirse. No fue un estruendo, ni un rugido; fue un suspiro hondo, húmedo, como el sonido de una herida que no cierra. De esa fisura emergió Perséfone, reina de lo que yace bajo los pies del mundo, vestida con los jirones del invierno y el olor dulce del olvido. Detrás de ella, en silencio absoluto, Melíone ascendía. La hija venía como una sombra que no busca luz. No tocaba nada, pero todo en su presencia se helaba un poco. Ninguna palabra brotó de su boca. Era una criatura hecha del eco de los partos malogrados, de las velas apagadas antes del deseo, del miedo que nadie pronuncia pero todos cargan. Melíone no preguntaba. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era comprensión sin lenguaje. Perséfone no miraba atrás. No debía. Si lo hacía, se arriesgaba a ver en los ojos de su hija la verdad cruda de lo que había creado. Salieron al mundo cuando la primera brisa del equinoccio aún dormía en las ramas más altas. Perséfone pisó la tierra como quien reclama una deuda. Cada paso suyo sembraba vida, sí, pero una vida enferma, ambigua, que florecía con un temblor de fiebre. Las flores brotaban de golpe, con un estallido que parecía dolor más que gozo, y se marchitaban en segundos, como si entendieran que no debían durar. Atravesaron campos en barbecho, donde los cuervos vigilaban desde postes torcidos. Perséfone no acarició ningún tallo ni saludó a criatura alguna. Su andar era el de una madre que no espera gratitud. La tierra la reconocía, pero no la amaba. Le temía, porque sabía que cada año venía a recordar el precio del verde. El mundo de los vivos se estremecía a su paso. Las aguas se detenían apenas un segundo. Las madres sentían un escalofrío en la espalda mientras peinaban a sus hijos. Los perros dejaban de ladrar y miraban al vacío, con el hocico bajo. Algo antiguo y sin nombre estaba entre ellos, pero ninguno se atrevía a nombrarlo. Melíone caminaba detrás, sin tocar nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia ya era impacto. Allí donde posaba los ojos, el metal se oxidaba más rápido, los relojes perdían segundos y las frutas en los mercados se ennegrecían desde dentro. No dejaba huellas. No olía a nada. Y, sin embargo, los vivos sentían que alguien los miraba con el peso de una eternidad sin rostro. Perséfone avanzaba sin mirar a su hija, pero sabía que ella absorbía todo: el dolor de los nacimientos, la torpeza de los besos apresurados, la desesperación de los cuerpos que envejecen sin sentido. Era un viaje de iniciación, pero no hacia la vida. Era el bautismo lento y cruel de quien debe entender la existencia para gobernar su final. No hubo palabras. No las había entre ellas. Solo el crujido de la hierba, el silbido lejano de un gallo, el sol temblando en el horizonte como una promesa podrida. Perséfone guió a su hija por pueblos que olvidarán esa mañana para siempre. Por iglesias donde los santos lloraban sangre reseca. Por cementerios donde las lápidas se estremecieron, reconociendo una presencia más profunda que la muerte. Cuando el recorrido terminó, Perséfone se detuvo frente a un rosal seco. No lo tocó. Lo miró. Y al instante, floreció con una belleza grotesca: pétalos gruesos, rojo casi negro, espinas como dientes. Era una ofrenda. O una advertencia. Sin mirar a Melíone, volvió al camino hacia abajo. El descenso era lento. Los vivos no la vieron irse. Pero durante días, el aire tuvo ese sabor raro, entre sangre y tierra mojada. Durante semanas, los niños soñaron con mujeres vestidas de luto y fuego. Y durante años, cada primavera se volvió un poco más triste. Así fue el primer viaje de madre e hija. No se habló de él. Pero el mundo, desde entonces, recuerda.
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  • Recuerdo del nacimiento de Melínoe

    Hay noches tan densas en el Inframundo, tan llenas de presencias calladas, que siento a Melínoe caminar entre los límites del sueño y la vigilia.
    Mi hija.
    La más silenciosa.
    La que nació sin un grito, sin fuego, sin caos.
    La que nació de lo invisible.

    No fue como con Zagreus. No hubo temblores, ni visiones, ni cielos que se desgarraran. Su llegada fue como un susurro en medio del abismo.
    Supe que venía porque mis sombras se volvían más largas.
    Porque los muertos me miraban con otros ojos.
    Porque soñaba con cosas que aún no habían sucedido.

    Melínoe creció en mi vientre como la bruma crece en los bosques: sin prisa, sin peso, como si siempre hubiera estado allí.

    Hades no decía nada. Me observaba con respeto, como si presintiera que esta vez no se trataba de fuego, sino de algo más sutil.
    Un alma antigua. Una presencia que no buscaba ser adorada, sino temida.

    Cuando la hora llegó, no supe si estaba dormida o despierta.
    Mi cuerpo no dolía.
    Solo se abría.
    Como si un velo fuera retirado entre mundos.

    Y entonces la tuve en brazos.

    Tan pequeña.
    Tan callada.
    Sus ojos no eran oscuros como los de su hermano… eran pálidos, casi traslúcidos, como los de los espíritus que aún no saben que han muerto.
    Su piel era fría, pero no incómoda. Era como la piedra bajo la luna.
    Y sus dedos se aferraron a los míos con una fuerza inesperada.

    —Melínoe —susurré—. Eres la hija de la noche que camina.
    La heredera de los susurros.
    La guía de los que no descansan.

    Hades se acercó, la tomó con cuidado y por un momento, por único instante, lo vi temblar.
    No de miedo.
    De reconocimiento.

    —Ella ve cosas —murmuró— que ni los dioses deberíamos ver.

    La envolvimos en telas de sombra.
    La bañamos en aguas del Leteo.
    La protegimos de la mirada del Olimpo.

    Porque Melínoe no vino a desafiar a los dioses.
    No vino a reclamar tronos ni venganzas.

    Ella nació para caminar entre lo invisible.
    Para tocar los límites del alma.
    Para visitar a los vivos en sueños…
    y recordarles que todos somos sombra, por dentro y por fuera.

    La crié entre los rincones más secretos del Inframundo, allí donde ni siquiera los ecos se atreven a quedarse. Le enseñé a escuchar las voces de los que murmuran desde el otro lado del velo, a distinguir entre el lamento y el deseo, entre la pena y el engaño. Caminábamos de la mano por pasadizos que solo nosotras conocíamos, donde los sueños de los vivos cruzaban sin saberlo, y los muertos olvidados susurraban nombres que nadie más podía oír.

    Le enseñé a moverse sin ser vista, a tocar un corazón dormido sin perturbarlo, a hablar con los que aún no aceptan que han partido. Le mostré cómo el mundo está lleno de almas errantes que solo necesitan una guía suave, una presencia que no imponga miedo, sino paz.

    Y ella aprendía. Siempre en silencio. Siempre con esa mirada distante y serena. No buscaba respuestas, solo entendimiento.

    Ahora, cuando las lámparas parpadean sin causa, cuando escucho pasos suaves detrás de mí sin que nadie esté allí…
    sé que es ella.
    Mi hija.
    La que nunca lloró.
    La que nació del silencio.
    La que camina entre los velos y nunca se pierde.

    Recuerdo del nacimiento de Melínoe Hay noches tan densas en el Inframundo, tan llenas de presencias calladas, que siento a Melínoe caminar entre los límites del sueño y la vigilia. Mi hija. La más silenciosa. La que nació sin un grito, sin fuego, sin caos. La que nació de lo invisible. No fue como con Zagreus. No hubo temblores, ni visiones, ni cielos que se desgarraran. Su llegada fue como un susurro en medio del abismo. Supe que venía porque mis sombras se volvían más largas. Porque los muertos me miraban con otros ojos. Porque soñaba con cosas que aún no habían sucedido. Melínoe creció en mi vientre como la bruma crece en los bosques: sin prisa, sin peso, como si siempre hubiera estado allí. Hades no decía nada. Me observaba con respeto, como si presintiera que esta vez no se trataba de fuego, sino de algo más sutil. Un alma antigua. Una presencia que no buscaba ser adorada, sino temida. Cuando la hora llegó, no supe si estaba dormida o despierta. Mi cuerpo no dolía. Solo se abría. Como si un velo fuera retirado entre mundos. Y entonces la tuve en brazos. Tan pequeña. Tan callada. Sus ojos no eran oscuros como los de su hermano… eran pálidos, casi traslúcidos, como los de los espíritus que aún no saben que han muerto. Su piel era fría, pero no incómoda. Era como la piedra bajo la luna. Y sus dedos se aferraron a los míos con una fuerza inesperada. —Melínoe —susurré—. Eres la hija de la noche que camina. La heredera de los susurros. La guía de los que no descansan. Hades se acercó, la tomó con cuidado y por un momento, por único instante, lo vi temblar. No de miedo. De reconocimiento. —Ella ve cosas —murmuró— que ni los dioses deberíamos ver. La envolvimos en telas de sombra. La bañamos en aguas del Leteo. La protegimos de la mirada del Olimpo. Porque Melínoe no vino a desafiar a los dioses. No vino a reclamar tronos ni venganzas. Ella nació para caminar entre lo invisible. Para tocar los límites del alma. Para visitar a los vivos en sueños… y recordarles que todos somos sombra, por dentro y por fuera. La crié entre los rincones más secretos del Inframundo, allí donde ni siquiera los ecos se atreven a quedarse. Le enseñé a escuchar las voces de los que murmuran desde el otro lado del velo, a distinguir entre el lamento y el deseo, entre la pena y el engaño. Caminábamos de la mano por pasadizos que solo nosotras conocíamos, donde los sueños de los vivos cruzaban sin saberlo, y los muertos olvidados susurraban nombres que nadie más podía oír. Le enseñé a moverse sin ser vista, a tocar un corazón dormido sin perturbarlo, a hablar con los que aún no aceptan que han partido. Le mostré cómo el mundo está lleno de almas errantes que solo necesitan una guía suave, una presencia que no imponga miedo, sino paz. Y ella aprendía. Siempre en silencio. Siempre con esa mirada distante y serena. No buscaba respuestas, solo entendimiento. Ahora, cuando las lámparas parpadean sin causa, cuando escucho pasos suaves detrás de mí sin que nadie esté allí… sé que es ella. Mi hija. La que nunca lloró. La que nació del silencio. La que camina entre los velos y nunca se pierde.
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