El aire estaba quieto, demasiado para pertenecer al mundo de los vivos. El cielo, pálido y ajeno, apenas dejaba escapar un murmullo del viento, como si la misma naturaleza contuviera la respiración ante su presencia.
Hades avanzaba con paso firme, la capa negra ondeando tras él como una sombra viva, una extensión de su poder. En su mano, la linterna azul despedía una luz que no pertenecía al sol ni a la luna, sino a las entrañas mismas del abismo. Con cada resplandor, la frontera entre la tierra y lo eterno se estremecía.
Alzó el puño contra el muro invisible que separaba ambos mundos. El golpe no resonó como un choque de carne contra piedra, sino como un trueno enterrado en lo profundo, un eco que despertaba a las almas que aguardaban del otro lado. Las sombras se agitaron, como si lo reconocieran, como si lo veneraran.
La grieta se abrió en la superficie de la realidad no era una puerta, era un desgarrón, un abismo negro que se expandía con reverencia. El viento arrastró un murmullo de voces apagadas, las súplicas de quienes habían cruzado ese umbral antes y nunca volvieron.
Hades no dudó. Dio un paso al frente y la luz azul lo envolvió, su figura se volvió más imponente, más terrible, como si al abandonar la tierra su verdadera esencia despertara. Los árboles se inclinaron, las raíces temblaron bajo la presión de su poder. Allí donde otros sentirían miedo, él sentía la llamada de su reino.
Cuando la oscuridad lo tragó, el inframundo lo recibió con la solemnidad de un reino eterno. Las sombras se apartaron para abrirle camino, los ríos de sangre y fuego se agitaron al sentir su regreso, y el eco de millares de almas se inclinó ante él, murmurando un solo nombre.
Hades.
El dios había vuelto a su trono, no como un fugitivo de la luz, sino como el señor indiscutible de las tinieblas.
Hades avanzaba con paso firme, la capa negra ondeando tras él como una sombra viva, una extensión de su poder. En su mano, la linterna azul despedía una luz que no pertenecía al sol ni a la luna, sino a las entrañas mismas del abismo. Con cada resplandor, la frontera entre la tierra y lo eterno se estremecía.
Alzó el puño contra el muro invisible que separaba ambos mundos. El golpe no resonó como un choque de carne contra piedra, sino como un trueno enterrado en lo profundo, un eco que despertaba a las almas que aguardaban del otro lado. Las sombras se agitaron, como si lo reconocieran, como si lo veneraran.
La grieta se abrió en la superficie de la realidad no era una puerta, era un desgarrón, un abismo negro que se expandía con reverencia. El viento arrastró un murmullo de voces apagadas, las súplicas de quienes habían cruzado ese umbral antes y nunca volvieron.
Hades no dudó. Dio un paso al frente y la luz azul lo envolvió, su figura se volvió más imponente, más terrible, como si al abandonar la tierra su verdadera esencia despertara. Los árboles se inclinaron, las raíces temblaron bajo la presión de su poder. Allí donde otros sentirían miedo, él sentía la llamada de su reino.
Cuando la oscuridad lo tragó, el inframundo lo recibió con la solemnidad de un reino eterno. Las sombras se apartaron para abrirle camino, los ríos de sangre y fuego se agitaron al sentir su regreso, y el eco de millares de almas se inclinó ante él, murmurando un solo nombre.
Hades.
El dios había vuelto a su trono, no como un fugitivo de la luz, sino como el señor indiscutible de las tinieblas.
El aire estaba quieto, demasiado para pertenecer al mundo de los vivos. El cielo, pálido y ajeno, apenas dejaba escapar un murmullo del viento, como si la misma naturaleza contuviera la respiración ante su presencia.
Hades avanzaba con paso firme, la capa negra ondeando tras él como una sombra viva, una extensión de su poder. En su mano, la linterna azul despedía una luz que no pertenecía al sol ni a la luna, sino a las entrañas mismas del abismo. Con cada resplandor, la frontera entre la tierra y lo eterno se estremecía.
Alzó el puño contra el muro invisible que separaba ambos mundos. El golpe no resonó como un choque de carne contra piedra, sino como un trueno enterrado en lo profundo, un eco que despertaba a las almas que aguardaban del otro lado. Las sombras se agitaron, como si lo reconocieran, como si lo veneraran.
La grieta se abrió en la superficie de la realidad no era una puerta, era un desgarrón, un abismo negro que se expandía con reverencia. El viento arrastró un murmullo de voces apagadas, las súplicas de quienes habían cruzado ese umbral antes y nunca volvieron.
Hades no dudó. Dio un paso al frente y la luz azul lo envolvió, su figura se volvió más imponente, más terrible, como si al abandonar la tierra su verdadera esencia despertara. Los árboles se inclinaron, las raíces temblaron bajo la presión de su poder. Allí donde otros sentirían miedo, él sentía la llamada de su reino.
Cuando la oscuridad lo tragó, el inframundo lo recibió con la solemnidad de un reino eterno. Las sombras se apartaron para abrirle camino, los ríos de sangre y fuego se agitaron al sentir su regreso, y el eco de millares de almas se inclinó ante él, murmurando un solo nombre.
Hades.
El dios había vuelto a su trono, no como un fugitivo de la luz, sino como el señor indiscutible de las tinieblas.

