Los muertos no van al calabozo
Fandom Mercenaries
Categoría Fantasía
«La caravana avanzaba lentamente por el Camino del Cuervo, una cinta de barro y piedras entre bosques cada vez más densos. El viaje desde Farendel había sido largo, y la promesa de llegar al Paso del Halcón antes del anochecer animaba a los exhaustos mercaderes. Pero al doblar un recodo flanqueado por robles centenarios, la esperanza se desvaneció.

Un derrumbe colosal bloqueaba el paso: troncos seculares, desgajados por una tormenta reciente o por manos deliberadas, yacían como huesos gigantes entre rocas desprendidas de la ladera. No había forma de rodearlo: a la izquierda, un desnivel abrupto hacia el río Grito del Lobo; a la derecha, la montaña se alzaba impenetrable. El camino estaba sellado.

Mientras los carreteros maldecían y los guardias examinaban el desastre con miradas preocupadas, alguien debió notar el silencio.
Los pájaros habían dejado de cantar.
El viento parecía contener la respiración.
Y en lo alto, entre las sombras de las rocas, algo se movió.

No fue un derrumbe natural, advirtió el capitán de la guardia, pues al acercarse, notó que los troncos tenían muescas de corte con hacha. Escuchó crujir de ramas en los matorrales a los costados del camino y rápidamente lo descifró.

«¡Es una emboscada!» —rugió el capitán de la guardia, pero sus palabras fueron ahogadas por el silbido de las primeras flechas, que llegaban no desde el frente, sino desde las copas de los árboles y las grietas de la montaña.

«Las primeras flechas cayeron como avispas de muerte.
Tres guardias cayeron al instante, uno con un gruñido seco, otro ahogándose en su propia sangre, el tercero en silencio, con los ojos muy abiertos mirando un cielo que ya no vería. Sus armaduras de cuero no fueron rival para los virotes que llegaron desde las sombras altas, disparados con precisión de cazador.

El caos estalló en segundos.
Mercaderes gritando, mulas pateando, carromatos chocando entre sí en el desesperado intento de girar en un espacio que no existía. El capitán de la guardia rugía órdenes que nadie escuchaba, formando una línea tambaleante con escudos alzados hacia los riscos. Pero el verdadero peligro no venía de arriba.

De los matorrales espesos que flanqueaban el camino, surgieron las siluetas.
No con estruendo, sino con el sigilo de lobos que ya han acorralado a su presa. Eran Los Susurros Helados, emergiendo uno a uno, sus ropas oscuras y remendadas con pieles de animales extraños, sus caras cubiertas con máscaras de tela y hueso. En sus manos brillaban hachas cortas, cuchillos de hoja ancha y mazas con púas oxidadas. Avanzaban sin prisa, cerrando el cerco.

No hubieron demandas. Ni advertencias. Solo el ataque.
Un joven aprendiz de mercader intentó correr y un bandido le abrió la espalda de un tajo. Una mujer se arrodilló suplicando, y recibió un golpe en la cabeza que la dejó tendida e inmóvil. Los guardias restantes luchaban con desesperación, pero por cada bandido que caía, dos más salían de la maleza.

«La caravana avanzaba lentamente por el Camino del Cuervo, una cinta de barro y piedras entre bosques cada vez más densos. El viaje desde Farendel había sido largo, y la promesa de llegar al Paso del Halcón antes del anochecer animaba a los exhaustos mercaderes. Pero al doblar un recodo flanqueado por robles centenarios, la esperanza se desvaneció. Un derrumbe colosal bloqueaba el paso: troncos seculares, desgajados por una tormenta reciente o por manos deliberadas, yacían como huesos gigantes entre rocas desprendidas de la ladera. No había forma de rodearlo: a la izquierda, un desnivel abrupto hacia el río Grito del Lobo; a la derecha, la montaña se alzaba impenetrable. El camino estaba sellado. Mientras los carreteros maldecían y los guardias examinaban el desastre con miradas preocupadas, alguien debió notar el silencio. Los pájaros habían dejado de cantar. El viento parecía contener la respiración. Y en lo alto, entre las sombras de las rocas, algo se movió. No fue un derrumbe natural, advirtió el capitán de la guardia, pues al acercarse, notó que los troncos tenían muescas de corte con hacha. Escuchó crujir de ramas en los matorrales a los costados del camino y rápidamente lo descifró. «¡Es una emboscada!» —rugió el capitán de la guardia, pero sus palabras fueron ahogadas por el silbido de las primeras flechas, que llegaban no desde el frente, sino desde las copas de los árboles y las grietas de la montaña. «Las primeras flechas cayeron como avispas de muerte. Tres guardias cayeron al instante, uno con un gruñido seco, otro ahogándose en su propia sangre, el tercero en silencio, con los ojos muy abiertos mirando un cielo que ya no vería. Sus armaduras de cuero no fueron rival para los virotes que llegaron desde las sombras altas, disparados con precisión de cazador. El caos estalló en segundos. Mercaderes gritando, mulas pateando, carromatos chocando entre sí en el desesperado intento de girar en un espacio que no existía. El capitán de la guardia rugía órdenes que nadie escuchaba, formando una línea tambaleante con escudos alzados hacia los riscos. Pero el verdadero peligro no venía de arriba. De los matorrales espesos que flanqueaban el camino, surgieron las siluetas. No con estruendo, sino con el sigilo de lobos que ya han acorralado a su presa. Eran Los Susurros Helados, emergiendo uno a uno, sus ropas oscuras y remendadas con pieles de animales extraños, sus caras cubiertas con máscaras de tela y hueso. En sus manos brillaban hachas cortas, cuchillos de hoja ancha y mazas con púas oxidadas. Avanzaban sin prisa, cerrando el cerco. No hubieron demandas. Ni advertencias. Solo el ataque. Un joven aprendiz de mercader intentó correr y un bandido le abrió la espalda de un tajo. Una mujer se arrodilló suplicando, y recibió un golpe en la cabeza que la dejó tendida e inmóvil. Los guardias restantes luchaban con desesperación, pero por cada bandido que caía, dos más salían de la maleza.
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