Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
Esto se ha publicado como Out Of Character.
Tenlo en cuenta al responder.
La salida de Veythra del castillo y el combate con Jennifer
—Sin mirar atrás, camino hacia el balcón del salón del trono.
El aire huele a magia lunar y a expectación rota.
En el jardín, Ayane permanece quieta, mirando el horizonte.
Su silueta, quieta como un presagio, está orientada justo hacia donde yo siento el tirón invisible de Jennifer.
Entonces lo veo:
El hilo rojo.
Un hilo que une almas condenadas a encontrarse.
El suyo y el mío.
Sonrío, fascinada.
Me dejo caer del balcón en caída libre.
El viento corta mi piel y mis huesos vibran.
Mis escápulas se abren como heridas antiguas… y de ellas emergen dos alas negras, con fragmentos de luna incrustados como astillas brillantes.
Un solo aleteo —un latigazo de caos— hace temblar la tierra.
En un suspiro estoy frente a ella.
A miles de decenas de kilómetros del castillo, de todo… menos del destino.
Jennifer ya sabía.
Claro que sabía.
La Reina del Caos siente antes que piensa; adivina antes que preguntar; devora antes que entender.
Antes de que pronuncie palabra alguna, su mente intenta hundirse en la mía.
Pero solo escucha una frase en Tharésh’Kael, un golpe seco de significado primordial:
“Buscas en el lugar equivocado.”
Elevo la cabeza, dejo que mis colmillos asomen, y le hablo por primera vez en la lengua maldita:
—Jennifer… Mi reina…
Mis labios se abren en una carcajada que parece romper el aire.
—¿Qué sería de mí con tu cuerpo?
Yo sé lo que buscas. Lo he visto.
Tú y yo… somos iguales.
Incompletas. Vacías por dentro.
Mitades rotas del mismo eclipse.
Podríamos completarnos…
Si entregáramos nuestra vida.
—Pero eso no sucederá.
El Caos reclama.
Y no devuelve.
Por eso… hermana…
Debes morir.
No le doy tiempo a respirar.
Mi primer golpe la toma desprevenida, justo cuando asimila la verdad:
soy la hija no nacida de Selin y Oz, Veythra, el eco imposible que jamás llegó al mundo… y aun así llegó.
Mi patada atraviesa su esencia.
Siento su alma separarse de su cuerpo durante un instante, un caparazón vacío que casi me pertenece.
Casi.
Pero Jennifer vuelve a entrar en su cuerpo como un relámpago de voluntad pura.
Demasiado rápida.
Demasiado fuerte.
Demasiado Reina.
Mi cuerpo, que no es del todo mío, empieza a fallar.
Entonces comienza la batalla.
La verdadera.
---
Jennifer se lanza sobre mí con una velocidad que desarma al tiempo.
Su sombra se divide en cuatro, cada una con un gesto distinto: juicio, furia, misericordia, hambre.
Una de sus manos me agarra del cuello.
Otra atraviesa mi costado.
La tercera desgarra mis alas.
La cuarta me acaricia el rostro… como si lamentara lo que debe hacer.
Mi cuerpo chisporrotea, desgarrándose en pétalos oscuros.
Mis piernas se hunden en la tierra como raíces muertas.
Cada movimiento mío es más lento, más torpe, más roto.
Intento devolverle un golpe:
Lunas estallan a mi alrededor, fragmentos plateados se clavan en su piel…
pero ella solo sonríe.
Jennifer retrocede un paso
y con un simple gesto
me deshace las costillas como si fueran polvo estelar.
Caigo al suelo.
Ya no tengo cuerpo.
Solo… un contenedor fallido.
La humedad del mundo se siente lejana.
El olor de la magia, aún más.
De pie junto a mí, dos figuras emergen de un vórtice:
Aikaterine, con su mirada de tiempo afilado.
Tsukumo Sana, gigante, maternal, con tristeza en los ojos.
Vienen a reclamar lo que es suyo:
mi cuerpo,
mi tiempo,
mi existencia prestada.
Y allí, medio oculta detrás de un cometa de energía,
Hakos Baelz, la Ratona del Caos,
tiembla, llorando,
sabedora de que este final no la complace…
pero tampoco puede detenerlo.
---
Jennifer me mira.
Me estudia.
Me reconoce.
Ella sabe qué soy.
Sabe de quién soy.
Y sabe que no debería existir.
Aun así, la Reina del Caos —la devoradora, la temida, la indomable—
hace algo que jamás ha hecho.
Se rompe.
Arranca un fragmento de su propio ser.
Un pedazo de corazón, palpitante y prohibido.
La primera división real de su amor.
Y lo coloca en mi pecho.
En el cuerpo marchito que ya no debería moverse.
—Vive —susurra.
—Pero no para mí.
Para lo que aún no has sido.
Para lo que tendrás que ser.
El caos se agita.
La luna tiembla.
Mis grietas se llenan de luz.
Jennifer, por primera vez, entrega algo sin exigir nada.
Por su hermana no nacida.
Por mí.
Por Veythra.
Mi cuerpo de restablece y mi tiempo también, sin pedir permiso. Tsukumo y Aikaterine desaparecen con un gesto de aprobación casi a regañadientes. Hakos Baelz simplemente observa a sus hijas, las flores, las herederas del Caos y el Vacío.
Jennifer me da la espalda antes de que pueda recomponerme y levantarme, desapareciendo en la niebla.
—Sin mirar atrás, camino hacia el balcón del salón del trono.
El aire huele a magia lunar y a expectación rota.
En el jardín, Ayane permanece quieta, mirando el horizonte.
Su silueta, quieta como un presagio, está orientada justo hacia donde yo siento el tirón invisible de Jennifer.
Entonces lo veo:
El hilo rojo.
Un hilo que une almas condenadas a encontrarse.
El suyo y el mío.
Sonrío, fascinada.
Me dejo caer del balcón en caída libre.
El viento corta mi piel y mis huesos vibran.
Mis escápulas se abren como heridas antiguas… y de ellas emergen dos alas negras, con fragmentos de luna incrustados como astillas brillantes.
Un solo aleteo —un latigazo de caos— hace temblar la tierra.
En un suspiro estoy frente a ella.
A miles de decenas de kilómetros del castillo, de todo… menos del destino.
Jennifer ya sabía.
Claro que sabía.
La Reina del Caos siente antes que piensa; adivina antes que preguntar; devora antes que entender.
Antes de que pronuncie palabra alguna, su mente intenta hundirse en la mía.
Pero solo escucha una frase en Tharésh’Kael, un golpe seco de significado primordial:
“Buscas en el lugar equivocado.”
Elevo la cabeza, dejo que mis colmillos asomen, y le hablo por primera vez en la lengua maldita:
—Jennifer… Mi reina…
Mis labios se abren en una carcajada que parece romper el aire.
—¿Qué sería de mí con tu cuerpo?
Yo sé lo que buscas. Lo he visto.
Tú y yo… somos iguales.
Incompletas. Vacías por dentro.
Mitades rotas del mismo eclipse.
Podríamos completarnos…
Si entregáramos nuestra vida.
—Pero eso no sucederá.
El Caos reclama.
Y no devuelve.
Por eso… hermana…
Debes morir.
No le doy tiempo a respirar.
Mi primer golpe la toma desprevenida, justo cuando asimila la verdad:
soy la hija no nacida de Selin y Oz, Veythra, el eco imposible que jamás llegó al mundo… y aun así llegó.
Mi patada atraviesa su esencia.
Siento su alma separarse de su cuerpo durante un instante, un caparazón vacío que casi me pertenece.
Casi.
Pero Jennifer vuelve a entrar en su cuerpo como un relámpago de voluntad pura.
Demasiado rápida.
Demasiado fuerte.
Demasiado Reina.
Mi cuerpo, que no es del todo mío, empieza a fallar.
Entonces comienza la batalla.
La verdadera.
---
Jennifer se lanza sobre mí con una velocidad que desarma al tiempo.
Su sombra se divide en cuatro, cada una con un gesto distinto: juicio, furia, misericordia, hambre.
Una de sus manos me agarra del cuello.
Otra atraviesa mi costado.
La tercera desgarra mis alas.
La cuarta me acaricia el rostro… como si lamentara lo que debe hacer.
Mi cuerpo chisporrotea, desgarrándose en pétalos oscuros.
Mis piernas se hunden en la tierra como raíces muertas.
Cada movimiento mío es más lento, más torpe, más roto.
Intento devolverle un golpe:
Lunas estallan a mi alrededor, fragmentos plateados se clavan en su piel…
pero ella solo sonríe.
Jennifer retrocede un paso
y con un simple gesto
me deshace las costillas como si fueran polvo estelar.
Caigo al suelo.
Ya no tengo cuerpo.
Solo… un contenedor fallido.
La humedad del mundo se siente lejana.
El olor de la magia, aún más.
De pie junto a mí, dos figuras emergen de un vórtice:
Aikaterine, con su mirada de tiempo afilado.
Tsukumo Sana, gigante, maternal, con tristeza en los ojos.
Vienen a reclamar lo que es suyo:
mi cuerpo,
mi tiempo,
mi existencia prestada.
Y allí, medio oculta detrás de un cometa de energía,
Hakos Baelz, la Ratona del Caos,
tiembla, llorando,
sabedora de que este final no la complace…
pero tampoco puede detenerlo.
---
Jennifer me mira.
Me estudia.
Me reconoce.
Ella sabe qué soy.
Sabe de quién soy.
Y sabe que no debería existir.
Aun así, la Reina del Caos —la devoradora, la temida, la indomable—
hace algo que jamás ha hecho.
Se rompe.
Arranca un fragmento de su propio ser.
Un pedazo de corazón, palpitante y prohibido.
La primera división real de su amor.
Y lo coloca en mi pecho.
En el cuerpo marchito que ya no debería moverse.
—Vive —susurra.
—Pero no para mí.
Para lo que aún no has sido.
Para lo que tendrás que ser.
El caos se agita.
La luna tiembla.
Mis grietas se llenan de luz.
Jennifer, por primera vez, entrega algo sin exigir nada.
Por su hermana no nacida.
Por mí.
Por Veythra.
Mi cuerpo de restablece y mi tiempo también, sin pedir permiso. Tsukumo y Aikaterine desaparecen con un gesto de aprobación casi a regañadientes. Hakos Baelz simplemente observa a sus hijas, las flores, las herederas del Caos y el Vacío.
Jennifer me da la espalda antes de que pueda recomponerme y levantarme, desapareciendo en la niebla.
La salida de Veythra del castillo y el combate con Jennifer
—Sin mirar atrás, camino hacia el balcón del salón del trono.
El aire huele a magia lunar y a expectación rota.
En el jardín, Ayane permanece quieta, mirando el horizonte.
Su silueta, quieta como un presagio, está orientada justo hacia donde yo siento el tirón invisible de Jennifer.
Entonces lo veo:
El hilo rojo.
Un hilo que une almas condenadas a encontrarse.
El suyo y el mío.
Sonrío, fascinada.
Me dejo caer del balcón en caída libre.
El viento corta mi piel y mis huesos vibran.
Mis escápulas se abren como heridas antiguas… y de ellas emergen dos alas negras, con fragmentos de luna incrustados como astillas brillantes.
Un solo aleteo —un latigazo de caos— hace temblar la tierra.
En un suspiro estoy frente a ella.
A miles de decenas de kilómetros del castillo, de todo… menos del destino.
Jennifer ya sabía.
Claro que sabía.
La Reina del Caos siente antes que piensa; adivina antes que preguntar; devora antes que entender.
Antes de que pronuncie palabra alguna, su mente intenta hundirse en la mía.
Pero solo escucha una frase en Tharésh’Kael, un golpe seco de significado primordial:
“Buscas en el lugar equivocado.”
Elevo la cabeza, dejo que mis colmillos asomen, y le hablo por primera vez en la lengua maldita:
—Jennifer… Mi reina…
Mis labios se abren en una carcajada que parece romper el aire.
—¿Qué sería de mí con tu cuerpo?
Yo sé lo que buscas. Lo he visto.
Tú y yo… somos iguales.
Incompletas. Vacías por dentro.
Mitades rotas del mismo eclipse.
Podríamos completarnos…
Si entregáramos nuestra vida.
—Pero eso no sucederá.
El Caos reclama.
Y no devuelve.
Por eso… hermana…
Debes morir.
No le doy tiempo a respirar.
Mi primer golpe la toma desprevenida, justo cuando asimila la verdad:
soy la hija no nacida de Selin y Oz, Veythra, el eco imposible que jamás llegó al mundo… y aun así llegó.
Mi patada atraviesa su esencia.
Siento su alma separarse de su cuerpo durante un instante, un caparazón vacío que casi me pertenece.
Casi.
Pero Jennifer vuelve a entrar en su cuerpo como un relámpago de voluntad pura.
Demasiado rápida.
Demasiado fuerte.
Demasiado Reina.
Mi cuerpo, que no es del todo mío, empieza a fallar.
Entonces comienza la batalla.
La verdadera.
---
Jennifer se lanza sobre mí con una velocidad que desarma al tiempo.
Su sombra se divide en cuatro, cada una con un gesto distinto: juicio, furia, misericordia, hambre.
Una de sus manos me agarra del cuello.
Otra atraviesa mi costado.
La tercera desgarra mis alas.
La cuarta me acaricia el rostro… como si lamentara lo que debe hacer.
Mi cuerpo chisporrotea, desgarrándose en pétalos oscuros.
Mis piernas se hunden en la tierra como raíces muertas.
Cada movimiento mío es más lento, más torpe, más roto.
Intento devolverle un golpe:
Lunas estallan a mi alrededor, fragmentos plateados se clavan en su piel…
pero ella solo sonríe.
Jennifer retrocede un paso
y con un simple gesto
me deshace las costillas como si fueran polvo estelar.
Caigo al suelo.
Ya no tengo cuerpo.
Solo… un contenedor fallido.
La humedad del mundo se siente lejana.
El olor de la magia, aún más.
De pie junto a mí, dos figuras emergen de un vórtice:
Aikaterine, con su mirada de tiempo afilado.
Tsukumo Sana, gigante, maternal, con tristeza en los ojos.
Vienen a reclamar lo que es suyo:
mi cuerpo,
mi tiempo,
mi existencia prestada.
Y allí, medio oculta detrás de un cometa de energía,
Hakos Baelz, la Ratona del Caos,
tiembla, llorando,
sabedora de que este final no la complace…
pero tampoco puede detenerlo.
---
Jennifer me mira.
Me estudia.
Me reconoce.
Ella sabe qué soy.
Sabe de quién soy.
Y sabe que no debería existir.
Aun así, la Reina del Caos —la devoradora, la temida, la indomable—
hace algo que jamás ha hecho.
Se rompe.
Arranca un fragmento de su propio ser.
Un pedazo de corazón, palpitante y prohibido.
La primera división real de su amor.
Y lo coloca en mi pecho.
En el cuerpo marchito que ya no debería moverse.
—Vive —susurra.
—Pero no para mí.
Para lo que aún no has sido.
Para lo que tendrás que ser.
El caos se agita.
La luna tiembla.
Mis grietas se llenan de luz.
Jennifer, por primera vez, entrega algo sin exigir nada.
Por su hermana no nacida.
Por mí.
Por Veythra.
Mi cuerpo de restablece y mi tiempo también, sin pedir permiso. Tsukumo y Aikaterine desaparecen con un gesto de aprobación casi a regañadientes. Hakos Baelz simplemente observa a sus hijas, las flores, las herederas del Caos y el Vacío.
Jennifer me da la espalda antes de que pueda recomponerme y levantarme, desapareciendo en la niebla.