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    —Sí… te llamé. Pero no para suplicar, ɱ૦ՐƿҺ૯υς .

    Su espejo de obsidiana dejó de reflejar. Se tornó negro, opaco como una noche sin fuego, y luego, sin previo aviso, estalló en fragmentos flotantes. Cada uno de ellos mostraba un sueño que alguna vez Tezcatlipoca tuvo…

    —Los sueños son un lujo de los débiles. Los hombres se aferran a ellos como a un hilo invisible cuando la realidad los aplasta. Tú… tú eres el tejedor de ese hilo. Un arquitecto de lo que nunca fue. ¿Y de qué sirven tus tejidos cuando el mundo necesita sangre, no esperanza?

    Morfeo permanecía en silencio. No era temor lo que sentía, es resignación. Sabía que Tezcatlipoca no hablaba por odio… sino por ruina. Por una furia que venía de antiguos olvidos.

    —Te convertiste en un dios que consuela. Uno que canta en la niebla. Pero yo… yo soy el que corta el velo.

    Tezcatlipoca levantó uno de sus brazos. De su mano, el humo negro empezó a condensarse, formando una lanza de obsidiana viva. Rugía con los gritos de mil batallas antiguas, donde los sueños eran aplastados por la crudeza de la guerra, por el hambre, por la locura.

    —He venido a arrancar el velo. A destruir el Reino del Sueño. Porque mientras vivas, el mundo cree que hay escapatoria. Y ya no la hay.

    Morfeo alzó la flor de amapola que tenía en su mano. No era una defensa, mas bien, como un símbolo. Una última ofrenda.

    —¿Y si destruyes el sueño, Tezcatlipoca? ¿Qué quedará de ti? Incluso tú has soñado… alguna vez. Aún lo haces. — aseguró Morfeo.

    Tezcatlipoca lo miró… y por un instante, vaciló. Pero el espejo ya estaba roto. Y con él, su compasión.

    —Eso es lo que me aterra. Y por eso… debo matarte.

    Empuñó la lanza y con gran fuerza la arrojó hacia Morfeo. La lanza descendió a gran velocidad y atravesó justo en el pecho de Morfeo con facilidad. No hubo grito. No hubo resistencia. Solo una ráfaga de viento, el crujido de las flores muriendo, y luego… silencio.

    Morfeo no se inmutó. Sabía que su furia no era más que otra máscara para un deseo más antiguo: el deseo de ser comprendido. Se inclinó levemente para ver la herida, con la solemnidad de quien entrega un don y no un favor.

    Finalmente, cerró sus parpados adormitados y el reino de los sueños tembló; las torres de arena comenzaron a desmoronarse. Los portales a los mundos soñados parpadearon, y muchos se cerrarían para siempre. Y así, Morfeo se desvaneció, como cenizas.

    Tezcatlipoca miró como la amapola caía al suelo , y susurró, no con triunfo… sino con una amarga nostalgia:

    —Aun muerto… seguirás soñando en mí.
    (2/2) —Sí… te llamé. Pero no para suplicar, [Sweets_dreams] . Su espejo de obsidiana dejó de reflejar. Se tornó negro, opaco como una noche sin fuego, y luego, sin previo aviso, estalló en fragmentos flotantes. Cada uno de ellos mostraba un sueño que alguna vez Tezcatlipoca tuvo… —Los sueños son un lujo de los débiles. Los hombres se aferran a ellos como a un hilo invisible cuando la realidad los aplasta. Tú… tú eres el tejedor de ese hilo. Un arquitecto de lo que nunca fue. ¿Y de qué sirven tus tejidos cuando el mundo necesita sangre, no esperanza? Morfeo permanecía en silencio. No era temor lo que sentía, es resignación. Sabía que Tezcatlipoca no hablaba por odio… sino por ruina. Por una furia que venía de antiguos olvidos. —Te convertiste en un dios que consuela. Uno que canta en la niebla. Pero yo… yo soy el que corta el velo. Tezcatlipoca levantó uno de sus brazos. De su mano, el humo negro empezó a condensarse, formando una lanza de obsidiana viva. Rugía con los gritos de mil batallas antiguas, donde los sueños eran aplastados por la crudeza de la guerra, por el hambre, por la locura. —He venido a arrancar el velo. A destruir el Reino del Sueño. Porque mientras vivas, el mundo cree que hay escapatoria. Y ya no la hay. Morfeo alzó la flor de amapola que tenía en su mano. No era una defensa, mas bien, como un símbolo. Una última ofrenda. —¿Y si destruyes el sueño, Tezcatlipoca? ¿Qué quedará de ti? Incluso tú has soñado… alguna vez. Aún lo haces. — aseguró Morfeo. Tezcatlipoca lo miró… y por un instante, vaciló. Pero el espejo ya estaba roto. Y con él, su compasión. —Eso es lo que me aterra. Y por eso… debo matarte. Empuñó la lanza y con gran fuerza la arrojó hacia Morfeo. La lanza descendió a gran velocidad y atravesó justo en el pecho de Morfeo con facilidad. No hubo grito. No hubo resistencia. Solo una ráfaga de viento, el crujido de las flores muriendo, y luego… silencio. Morfeo no se inmutó. Sabía que su furia no era más que otra máscara para un deseo más antiguo: el deseo de ser comprendido. Se inclinó levemente para ver la herida, con la solemnidad de quien entrega un don y no un favor. Finalmente, cerró sus parpados adormitados y el reino de los sueños tembló; las torres de arena comenzaron a desmoronarse. Los portales a los mundos soñados parpadearon, y muchos se cerrarían para siempre. Y así, Morfeo se desvaneció, como cenizas. Tezcatlipoca miró como la amapola caía al suelo , y susurró, no con triunfo… sino con una amarga nostalgia: —Aun muerto… seguirás soñando en mí.
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    En el corazón de una noche sin luna, el dios alado cruzó los ríos del Lethe y del Eunoé, traspasando los límites del mundo onírico. A cada paso, los sueños de mortales se deshilaban tras él como niebla. Al llegar, no encontró templos de mármol, sino pirámides talladas en piedra volcánica, con sangre aún tibia en sus escalones.

    Allí lo esperaba Tezcatlipoca, el Espejo Humeante, dios de la noche, del caos, de la memoria y del destino. Su presencia era una contradicción viva: risa y amenaza, sabiduría y tormenta. No necesitó presentaciones; ambos dioses se reconocieron sin palabras, pues se conocían desde el principio de las eras, cuando el primer sueño se fundió con la primera sombra.

    —Morfeo —dijo Tezcatlipoca, sentado sobre un trono de jaguar y obsidiana. —¿Por qué abandonas tu lecho de seda y visiones para venir a una tierra que no teme al insomnio?

    —Porque aquí se sueña con los ojos abiertos —respondió el griego, su voz suave como un murmullo entre hojas caídas. — He sentido tus sueños, viejo dios. Arden. Gritan. Pero están vivos. Quise entenderlos.

    El mexica se irguió, y el humo de su espejo flotó entre ambos como un puente. En él, Morfeo vio guerras rituales, corazones ofrecidos al sol, ciudades flotantes y rostros pintados de añil. Pero también vio sueños: hombres que se convertían en jaguares, niños que hablaban con estrellas, sacerdotisas que caminaban entre los muertos sin temor.

    —Aquí los sueños no son consuelo —dijo Tezcatlipoca con tono de voz molesto. —Son visión, son poder. Son presagios.

    —Y sin embargo, siguen siendo sueños. —replicó Morfeo sin miedo alguno, alzando una flor de amapola negra entre sus dedos. —Aún tú, con todo tu poder, los necesitas. ¿Acaso no me has llamado tú, en secreto?

    Tezcatlipoca bajó la mirada un instante, algo poco común en un dios cuya soberbia era tan antigua como los calendarios que él mismo había roto y vuelto a escribir. La imagen del sueño perdido parpadeó en su espejo de obsidiana, como si dudara entre permanecer o desvanecerse...

    (1/2)



    En el corazón de una noche sin luna, el dios alado cruzó los ríos del Lethe y del Eunoé, traspasando los límites del mundo onírico. A cada paso, los sueños de mortales se deshilaban tras él como niebla. Al llegar, no encontró templos de mármol, sino pirámides talladas en piedra volcánica, con sangre aún tibia en sus escalones. Allí lo esperaba Tezcatlipoca, el Espejo Humeante, dios de la noche, del caos, de la memoria y del destino. Su presencia era una contradicción viva: risa y amenaza, sabiduría y tormenta. No necesitó presentaciones; ambos dioses se reconocieron sin palabras, pues se conocían desde el principio de las eras, cuando el primer sueño se fundió con la primera sombra. —Morfeo —dijo Tezcatlipoca, sentado sobre un trono de jaguar y obsidiana. —¿Por qué abandonas tu lecho de seda y visiones para venir a una tierra que no teme al insomnio? —Porque aquí se sueña con los ojos abiertos —respondió el griego, su voz suave como un murmullo entre hojas caídas. — He sentido tus sueños, viejo dios. Arden. Gritan. Pero están vivos. Quise entenderlos. El mexica se irguió, y el humo de su espejo flotó entre ambos como un puente. En él, Morfeo vio guerras rituales, corazones ofrecidos al sol, ciudades flotantes y rostros pintados de añil. Pero también vio sueños: hombres que se convertían en jaguares, niños que hablaban con estrellas, sacerdotisas que caminaban entre los muertos sin temor. —Aquí los sueños no son consuelo —dijo Tezcatlipoca con tono de voz molesto. —Son visión, son poder. Son presagios. —Y sin embargo, siguen siendo sueños. —replicó Morfeo sin miedo alguno, alzando una flor de amapola negra entre sus dedos. —Aún tú, con todo tu poder, los necesitas. ¿Acaso no me has llamado tú, en secreto? Tezcatlipoca bajó la mirada un instante, algo poco común en un dios cuya soberbia era tan antigua como los calendarios que él mismo había roto y vuelto a escribir. La imagen del sueño perdido parpadeó en su espejo de obsidiana, como si dudara entre permanecer o desvanecerse... (1/2)
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    Morfeo, no molestes, debo terminar de trapear para después ir a mega a comprar para cocinar Dx
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    Morfeo comenzó a sentir una fisura en los cimientos de su imperio. Al principio fue sutil: un silencio anómalo en los corredores de la fantasía, una ausencia creciente de rostros humanos en los salones de la ensoñación. Luego vinieron las grietas, los cielos que antes se teñían de luz líquida comenzaron a desvanecerse, y los paisajes oníricos, antaño ricos y vibrantes, se marchitaban como pergaminos olvidados.

    Morfeo caminaba solo por lo que quedaba de su reino, y en cada paso percibía el peso de una realidad incuestionable: los humanos lo habían olvidado. Habían comenzado a temer al sueño, a rechazar la noche en favor de luces artificiales, de pantallas que nunca parpadeaban. Habían silenciado los cuentos, apagado la imaginación, desterrado los símbolos y los mitos. Ya no dormían para soñar; dormían apenas para sobrevivir.

    Los templos oníricos se desmoronaban en ruinas de niebla. Las bestias de los mitos, alimentadas por la fantasía humana, yacían en letargo eterno. El gran Árbol del Recuerdo, cuyas hojas contenían los secretos más antiguos de la humanidad, perdió su follaje en un lamento invisible.

    El principio de su fin estaba más cerca.
    Morfeo comenzó a sentir una fisura en los cimientos de su imperio. Al principio fue sutil: un silencio anómalo en los corredores de la fantasía, una ausencia creciente de rostros humanos en los salones de la ensoñación. Luego vinieron las grietas, los cielos que antes se teñían de luz líquida comenzaron a desvanecerse, y los paisajes oníricos, antaño ricos y vibrantes, se marchitaban como pergaminos olvidados. Morfeo caminaba solo por lo que quedaba de su reino, y en cada paso percibía el peso de una realidad incuestionable: los humanos lo habían olvidado. Habían comenzado a temer al sueño, a rechazar la noche en favor de luces artificiales, de pantallas que nunca parpadeaban. Habían silenciado los cuentos, apagado la imaginación, desterrado los símbolos y los mitos. Ya no dormían para soñar; dormían apenas para sobrevivir. Los templos oníricos se desmoronaban en ruinas de niebla. Las bestias de los mitos, alimentadas por la fantasía humana, yacían en letargo eterno. El gran Árbol del Recuerdo, cuyas hojas contenían los secretos más antiguos de la humanidad, perdió su follaje en un lamento invisible. El principio de su fin estaba más cerca.
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  • He venido en silencio, sin ruido ni prisa,
    con la bruma en los hombros y el tiempo en la risa.

    Fui guardián de los sueños, cantor del reposo, el que roza los párpados con un soplo hermoso.

    Pero el mundo ya no me espera dormido, me ha cambiado el insomnio, el pulso encendido.

    Las noches ya no son nido ni cielo, son jaulas de luz, sin tregua ni duelo.

    No hay ira en mi adiós, ni rencor ni condena, sólo un eco suave que al viento resuena.

    Parto con gracia, como el sueño al alba, como el beso último que todo lo salva.

    Si aún me recuerdas, ciérrate al ruido, apaga las luces, busca tu nido.

    Y si el corazón se rinde al sosiego, quizás, en la sombra, yo vuelva y te entrego un sueño antiguo, cálido, fiel, como el primer suspiro al caer la miel.

    Morfeo no muere, sólo se esconde, allí donde el alma callada responde...
    He venido en silencio, sin ruido ni prisa, con la bruma en los hombros y el tiempo en la risa. Fui guardián de los sueños, cantor del reposo, el que roza los párpados con un soplo hermoso. Pero el mundo ya no me espera dormido, me ha cambiado el insomnio, el pulso encendido. Las noches ya no son nido ni cielo, son jaulas de luz, sin tregua ni duelo. No hay ira en mi adiós, ni rencor ni condena, sólo un eco suave que al viento resuena. Parto con gracia, como el sueño al alba, como el beso último que todo lo salva. Si aún me recuerdas, ciérrate al ruido, apaga las luces, busca tu nido. Y si el corazón se rinde al sosiego, quizás, en la sombra, yo vuelva y te entrego un sueño antiguo, cálido, fiel, como el primer suspiro al caer la miel. Morfeo no muere, sólo se esconde, allí donde el alma callada responde...
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    En su reino de susurros dormidos,
    guarda un amor que no ha sido vencido, una llama suave, un suspiro eterno, que florece solo en el reino interno.

    Ella, vestida de bruma y deseo,
    cruza las noches por su etéreo sendero.
    Morfeo la espera en lagunas de cielo, tejidas con luz y silencio sincero.

    No hay mortal que entienda su promesa, ni dioses que igualen su noble firmeza; pues en cada sueño que a ella le entrega, pone su alma sin miedo, sin tregua.

    Le canta en lenguas que el alma comprende, la envuelve en estrellas que el tiempo no muerde, y mientras reposa en su mundo encantado, la cuida de sombras, de todo pasado.

    Que nadie despierte el amor que custodia, ni rompa el hechizo que el sueño prodiga, pues Morfeo no duerme, aunque sueña en vigilia, amando en secreto, con fiel poesía.

    Así cada noche, sin nombre ni dueño, él la protege en lo profundo del sueño...
    En su reino de susurros dormidos, guarda un amor que no ha sido vencido, una llama suave, un suspiro eterno, que florece solo en el reino interno. Ella, vestida de bruma y deseo, cruza las noches por su etéreo sendero. Morfeo la espera en lagunas de cielo, tejidas con luz y silencio sincero. No hay mortal que entienda su promesa, ni dioses que igualen su noble firmeza; pues en cada sueño que a ella le entrega, pone su alma sin miedo, sin tregua. Le canta en lenguas que el alma comprende, la envuelve en estrellas que el tiempo no muerde, y mientras reposa en su mundo encantado, la cuida de sombras, de todo pasado. Que nadie despierte el amor que custodia, ni rompa el hechizo que el sueño prodiga, pues Morfeo no duerme, aunque sueña en vigilia, amando en secreto, con fiel poesía. Así cada noche, sin nombre ni dueño, él la protege en lo profundo del sueño...
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    Una noche, una noche que no pertenecía a ningún calendario humano, mientras descansaba en su palacio de sombras líquidas, Morfeo cerró los ojos y se encontró en un prado de amapolas rojas. Y allí, entre la bruma del sueño que él no había creado, la vio.

    Tenía el cabello como un río de noche y la risa temblorosa como el cristal. No era mortal ni divina. No pertenecía a ningún sueño que él hubiese formado. Era libre, como si su sola existencia desafiara su poder. Habló con ella sin palabras, danzaron sin moverse, y cuando despertó, sí, él, Morfeo, despertó, la soledad lo golpeó como jamás lo habían hecho los siglos.

    Desde entonces, buscó ese rostro entre los sueños de los hombres. Bajó al lecho de reyes moribundos, se coló en los suspiros de los poetas, exploró los delírios de los locos. Pero nunca volvió a verla.

    Hasta que una joven mortal, dormida bajo un sauce en primavera, la soñó. Morfeo descendió con el sigilo de una caricia, dispuesto a observar. Y allí estaba otra vez: la mujer del sueño imposible, reencarnada en el deseo de aquella alma dormida. Comprendió entonces que no era un ser, sino una idea. Un anhelo colectivo que se filtraba entre los corazones del mundo. Ella era la manifestación del amor que no se puede tener, del recuerdo que nunca existió, del abrazo que nadie ha dado y todos esperan.

    Morfeo la amó sin poder poseerla.

    Y desde entonces, cada noche, baja al mundo con más cuidado. Ya no sólo para dar sueños, sino para encontrarse con ella, en fragmentos, en rostros, en gestos robados al subconsciente. Porque incluso los dioses, alguna vez, sueñan con amar lo inalcanzable...

    Y ese es su castigo, y su bendición.
    Una noche, una noche que no pertenecía a ningún calendario humano, mientras descansaba en su palacio de sombras líquidas, Morfeo cerró los ojos y se encontró en un prado de amapolas rojas. Y allí, entre la bruma del sueño que él no había creado, la vio. Tenía el cabello como un río de noche y la risa temblorosa como el cristal. No era mortal ni divina. No pertenecía a ningún sueño que él hubiese formado. Era libre, como si su sola existencia desafiara su poder. Habló con ella sin palabras, danzaron sin moverse, y cuando despertó, sí, él, Morfeo, despertó, la soledad lo golpeó como jamás lo habían hecho los siglos. Desde entonces, buscó ese rostro entre los sueños de los hombres. Bajó al lecho de reyes moribundos, se coló en los suspiros de los poetas, exploró los delírios de los locos. Pero nunca volvió a verla. Hasta que una joven mortal, dormida bajo un sauce en primavera, la soñó. Morfeo descendió con el sigilo de una caricia, dispuesto a observar. Y allí estaba otra vez: la mujer del sueño imposible, reencarnada en el deseo de aquella alma dormida. Comprendió entonces que no era un ser, sino una idea. Un anhelo colectivo que se filtraba entre los corazones del mundo. Ella era la manifestación del amor que no se puede tener, del recuerdo que nunca existió, del abrazo que nadie ha dado y todos esperan. Morfeo la amó sin poder poseerla. Y desde entonces, cada noche, baja al mundo con más cuidado. Ya no sólo para dar sueños, sino para encontrarse con ella, en fragmentos, en rostros, en gestos robados al subconsciente. Porque incluso los dioses, alguna vez, sueñan con amar lo inalcanzable... Y ese es su castigo, y su bendición.
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    Morfeo vagó por las calles de una ciudad gris, confundido y silencioso, como un extranjero en su propia creación. La gente pasaba sin mirarlo, hasta que una niña de unos... >>no importa los años<<, de cabello desordenado y ojos grandes y vivos, se detuvo frente a él.

    —¿Estás bien? —preguntó ella.

    Morfeo la miró, sorprendido por la calidez de su voz. Nadie le había hablado sin miedo, siendo humano. 

    —No lo sé — Morfeo respondió, sinceramente.

    —Te pareces a alguien que se acaba de despertar de un sueño muy raro. Me llamo... (No recuerda su nombre)

    Morfeo inclinó la cabeza. Aprendió su nombre como si fuera una joya.

    —Yo… soy Morfeo.

    Ella se rió.

    —¡Como el de los sueños! Qué nombre más genial.

    A partir de ese día,  >ella< lo llevó consigo. Le enseñó a cruzar calles, a comer helado, a leer cómics y reírse de tonterías. Morfeo, que había creado sueños de galaxias enteras, descubría ahora la maravilla de escuchar una canción en un parque, de ver caer las hojas, de abrazar sin razón.

    Pero cada noche, Morfeo no podía dormir. Como humano, ansiaba su primer sueño real. >Ella<, al enterarse, decidió ayudarlo.

    —Si tú hacías sueños para otros, quizás necesitas que alguien te haga uno a ti.

    Esa noche, >Ella< tomó su cuaderno de dibujos y empezó a contarle una historia. Era sencilla: hablaba de un chico de ojos profundos que vivía solo en un lugar oscuro, hasta que una estrella bajaba a hacerle compañía. Le recordó a alguien o algo.

    Morfeo cerró los ojos y por primera vez, siendo humano, soñó. Soñó sin alterarlo.

    Soñó con la voz de.... >Ella< contándole historias, con el sabor de helado de fresa, con el color de los árboles en otoño, con la risa compartida.

    Y entendió.

    Soñar, como humano, no era crear mundos perfectos. Era compartir lo imperfecto, lo efímero. Era sentir...



    Morfeo vagó por las calles de una ciudad gris, confundido y silencioso, como un extranjero en su propia creación. La gente pasaba sin mirarlo, hasta que una niña de unos... >>no importa los años<<, de cabello desordenado y ojos grandes y vivos, se detuvo frente a él. —¿Estás bien? —preguntó ella. Morfeo la miró, sorprendido por la calidez de su voz. Nadie le había hablado sin miedo, siendo humano.  —No lo sé — Morfeo respondió, sinceramente. —Te pareces a alguien que se acaba de despertar de un sueño muy raro. Me llamo... (No recuerda su nombre) Morfeo inclinó la cabeza. Aprendió su nombre como si fuera una joya. —Yo… soy Morfeo. Ella se rió. —¡Como el de los sueños! Qué nombre más genial. A partir de ese día,  >ella< lo llevó consigo. Le enseñó a cruzar calles, a comer helado, a leer cómics y reírse de tonterías. Morfeo, que había creado sueños de galaxias enteras, descubría ahora la maravilla de escuchar una canción en un parque, de ver caer las hojas, de abrazar sin razón. Pero cada noche, Morfeo no podía dormir. Como humano, ansiaba su primer sueño real. >Ella<, al enterarse, decidió ayudarlo. —Si tú hacías sueños para otros, quizás necesitas que alguien te haga uno a ti. Esa noche, >Ella< tomó su cuaderno de dibujos y empezó a contarle una historia. Era sencilla: hablaba de un chico de ojos profundos que vivía solo en un lugar oscuro, hasta que una estrella bajaba a hacerle compañía. Le recordó a alguien o algo. Morfeo cerró los ojos y por primera vez, siendo humano, soñó. Soñó sin alterarlo. Soñó con la voz de.... >Ella< contándole historias, con el sabor de helado de fresa, con el color de los árboles en otoño, con la risa compartida. Y entendió. Soñar, como humano, no era crear mundos perfectos. Era compartir lo imperfecto, lo efímero. Era sentir...
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  • Caminó por calles donde los rostros no miraban hacia el cielo, sino hacia las pantallas. Donde los silencios pesaban más que las palabras. Donde los corazones latían por costumbre.

    Entonces lo vio.

    Un edificio entre ruinas y edificios de cristal: El Teatro de Humanis. No era lujoso ni antiguo. Era vivo. En su fachada no había títulos, solo una frase escrita con tiza blanca:

    "Aquí se representan los humanos tal como son, sin disfraces, sin ensayos."

    No había actores. Solo una tarima desnuda y butacas llenas. El público no aplaudía, no murmuraba. Solo observaba. En el escenario, una mujer lloraba en silencio mientras se maquillaba frente a un espejo roto. Luego, un niño buscaba a su padre entre sombras. Después, un hombre gritaba en la oscuridad palabras que nadie entendía. Una anciana bailaba con la sombra de su juventud. Un adolescente leía en voz alta su lista de miedos.

    Nadie fingía. Nadie actuaba. Eran reales.

    Morfeo comprendió: no era teatro actuado, sino revelado. Cada noche, el escenario elegía a un humano entre el público y mostraba su interior, sin filtros. El alma desnuda. La emoción cruda.

    Y nadie se burlaba. Nadie huía.

    Porque en el Teatro de Humanis, todos sabían que mañana podría ser su turno.

    Morfeo se sentó entre ellos, invisible. Por primera vez en eones, no trajo sueños, sino que se llevó uno. Uno real. Uno humano.
    Caminó por calles donde los rostros no miraban hacia el cielo, sino hacia las pantallas. Donde los silencios pesaban más que las palabras. Donde los corazones latían por costumbre. Entonces lo vio. Un edificio entre ruinas y edificios de cristal: El Teatro de Humanis. No era lujoso ni antiguo. Era vivo. En su fachada no había títulos, solo una frase escrita con tiza blanca: "Aquí se representan los humanos tal como son, sin disfraces, sin ensayos." No había actores. Solo una tarima desnuda y butacas llenas. El público no aplaudía, no murmuraba. Solo observaba. En el escenario, una mujer lloraba en silencio mientras se maquillaba frente a un espejo roto. Luego, un niño buscaba a su padre entre sombras. Después, un hombre gritaba en la oscuridad palabras que nadie entendía. Una anciana bailaba con la sombra de su juventud. Un adolescente leía en voz alta su lista de miedos. Nadie fingía. Nadie actuaba. Eran reales. Morfeo comprendió: no era teatro actuado, sino revelado. Cada noche, el escenario elegía a un humano entre el público y mostraba su interior, sin filtros. El alma desnuda. La emoción cruda. Y nadie se burlaba. Nadie huía. Porque en el Teatro de Humanis, todos sabían que mañana podría ser su turno. Morfeo se sentó entre ellos, invisible. Por primera vez en eones, no trajo sueños, sino que se llevó uno. Uno real. Uno humano.
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  • Morfeo abrió los ojos. Despertó sobre una cama de pasto y hojas secas. 

    No era un sueño, no era un dios entre velos de niebla y susurros de los durmientes. Era humano. Por decisión propia.

    El Olimpo ya no era como antes. Los dioses dormían, olvidados por la humanidad. Y él, el tejedor de sueños, el arquitecto de los mundos oníricos, sentía curiosidad por lo único que nunca había probado: vivir.

    Se levantó, torpe. El cuerpo dolía. El estómago rugía. Respirar era un esfuerzo consciente. "¡Qué frágiles son los humanos!", pensó, "y sin embargo, qué inmensamente vivos".

    No tenía ropa, pero la desnudez es tan natural en él que no tenía ni una pizca de pudor. 

    Era como cualquier otro humano, ojos oscuros, piel pálida, cabello desordenado. Su rostro humano era un mapa en blanco. Tenía que escribirlo todo.

    — ¿Cómo es que aún tengo sueño...? — Se preguntó a si mismo.

    Morfeo abrió los ojos. Despertó sobre una cama de pasto y hojas secas.  No era un sueño, no era un dios entre velos de niebla y susurros de los durmientes. Era humano. Por decisión propia. El Olimpo ya no era como antes. Los dioses dormían, olvidados por la humanidad. Y él, el tejedor de sueños, el arquitecto de los mundos oníricos, sentía curiosidad por lo único que nunca había probado: vivir. Se levantó, torpe. El cuerpo dolía. El estómago rugía. Respirar era un esfuerzo consciente. "¡Qué frágiles son los humanos!", pensó, "y sin embargo, qué inmensamente vivos". No tenía ropa, pero la desnudez es tan natural en él que no tenía ni una pizca de pudor.  Era como cualquier otro humano, ojos oscuros, piel pálida, cabello desordenado. Su rostro humano era un mapa en blanco. Tenía que escribirlo todo. — ¿Cómo es que aún tengo sueño...? — Se preguntó a si mismo.
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