Había regresado de un exilio autoimpuesto, un viaje silencioso más allá del Velo, donde incluso los sueños no lo encontraban. Y ahora, por fin, volvía a su reino: el Sueño.
Pero al llegar a su torre de obsidiana, no lo recibió ningún coro de pesadillas ni danzas oníricas. Solo el eco de lo que alguna vez fue un bello lugar.
—Ha cambiado todo… o quizás soy yo quien ha cambiado —susurró Morfeo para sí mismo con nostalgia.
Fue entonces cuando escuchó: el batir de unas alas conocidas, ligeras pero firmes. Un crujido de garras sobre piedra y un graznido entre incrédulo y emocionado.
—¿Jefe…? ¿Eres tú de verdad?
Morfeo giró con lentitud. Y allí estaba, posado sobre el brazo de un trono sin rey, un cuervo negro de ojos vivaces: Matthew, su mensajero, su espía, su voz cuando él decidía guardar silencio. Pero más que eso… su único amigo verdadero.
Morfeo no sonrió, pero la típica bruma que lo envolvía pareció suavizarse.
—Matthew.
El cuervo se revoloteaba con ligeros saltos, como un niño perdido que al fin encuentra el camino a casa.
—¡Dioses del Sueño! Pensé que ya no ibas a volver… El reino estaba… roto, jefe. Y yo… Bueno, intenté mantenerlo, pero no soy más que un cuervo, ¿sabes? Incluso Lucienne se fue por un tiempo. Las cosas se deshicieron sin ti.
Morfeo alzó una mano enguantada y la ofreció. Matthew se posó en ella con el mismo respeto de antaño, aunque esta vez, había algo más: ternura.
—No eras "solo" un cuervo. Nunca lo fuiste. —La voz de Morfeo fue suave como la bruma de los sueños profundos—. Te confié lo más frágil: mi dominio, mi esperanza… y regresé porque sabía que tú seguirías aquí.
Matthew ladeó la cabeza, con ese gesto pícaro que lo hacía parecer un viejo bufón disfrazado de ave.
—Bueno, jefe, no iba a dejar que un montón de pesadillas se hicieran con el lugar. Además… alguien tenía que contarles historias sobre ti.
Morfeo lo alzó al nivel de su rostro para observarle mejor.
—¿Historias?
—Claro. Dije que volverías. Que el Rey del Sueño nunca desaparece para siempre… solo se toma su tiempo. Y mira… aquí estás.
Un silencio pesado se extendió, no era incómodo. Morfeo, en un gesto casi humano y palabras con sentimiento le dijo:
—Gracias por esperarme.
—Siempre, jefe. Siempre. — le contestó su amigo.
Y así, entre ruinas que pronto volverían a florecer, el Rey del Sueño y su fiel cuervo se reencontraron. Sin promesas, sin lágrimas, sino con ese tipo de entendimiento que solo existe entre los amigos.
Había regresado de un exilio autoimpuesto, un viaje silencioso más allá del Velo, donde incluso los sueños no lo encontraban. Y ahora, por fin, volvía a su reino: el Sueño.
Pero al llegar a su torre de obsidiana, no lo recibió ningún coro de pesadillas ni danzas oníricas. Solo el eco de lo que alguna vez fue un bello lugar.
—Ha cambiado todo… o quizás soy yo quien ha cambiado —susurró Morfeo para sí mismo con nostalgia.
Fue entonces cuando escuchó: el batir de unas alas conocidas, ligeras pero firmes. Un crujido de garras sobre piedra y un graznido entre incrédulo y emocionado.
—¿Jefe…? ¿Eres tú de verdad?
Morfeo giró con lentitud. Y allí estaba, posado sobre el brazo de un trono sin rey, un cuervo negro de ojos vivaces: Matthew, su mensajero, su espía, su voz cuando él decidía guardar silencio. Pero más que eso… su único amigo verdadero.
Morfeo no sonrió, pero la típica bruma que lo envolvía pareció suavizarse.
—Matthew.
El cuervo se revoloteaba con ligeros saltos, como un niño perdido que al fin encuentra el camino a casa.
—¡Dioses del Sueño! Pensé que ya no ibas a volver… El reino estaba… roto, jefe. Y yo… Bueno, intenté mantenerlo, pero no soy más que un cuervo, ¿sabes? Incluso Lucienne se fue por un tiempo. Las cosas se deshicieron sin ti.
Morfeo alzó una mano enguantada y la ofreció. Matthew se posó en ella con el mismo respeto de antaño, aunque esta vez, había algo más: ternura.
—No eras "solo" un cuervo. Nunca lo fuiste. —La voz de Morfeo fue suave como la bruma de los sueños profundos—. Te confié lo más frágil: mi dominio, mi esperanza… y regresé porque sabía que tú seguirías aquí.
Matthew ladeó la cabeza, con ese gesto pícaro que lo hacía parecer un viejo bufón disfrazado de ave.
—Bueno, jefe, no iba a dejar que un montón de pesadillas se hicieran con el lugar. Además… alguien tenía que contarles historias sobre ti.
Morfeo lo alzó al nivel de su rostro para observarle mejor.
—¿Historias?
—Claro. Dije que volverías. Que el Rey del Sueño nunca desaparece para siempre… solo se toma su tiempo. Y mira… aquí estás.
Un silencio pesado se extendió, no era incómodo. Morfeo, en un gesto casi humano y palabras con sentimiento le dijo:
—Gracias por esperarme.
—Siempre, jefe. Siempre. — le contestó su amigo.
Y así, entre ruinas que pronto volverían a florecer, el Rey del Sueño y su fiel cuervo se reencontraron. Sin promesas, sin lágrimas, sino con ese tipo de entendimiento que solo existe entre los amigos.