Apoyó los dedos sobre el cristal del reloj. El metal estaba tibio, como si guardara la respiración de siglos pasados.
 
Miró alrededor: el museo estaba casi vacío, con su eco de pasos ajenos, las luces filtrándose sobre mármoles y lienzos donde los hombres habían intentado retratar la eternidad… sin conseguirlo. 
Sonrió con cierta pena. Algunos cuadros representaban batallas que él había presenciado, rostros de reyes que había conocido y olvidado a la vez. Otros mostraban vírgenes y santos que habían nacido mucho después de su propia condena. Todo era una línea torpe trazada sobre la vastedad que él habitaba. 
Volvió a mirar el reloj. Once y veintidós.
Nada. 
Un retrato cercano —una mujer de mirada melancólica pintada en tonos carmesí— le recordó por qué estaba allí. No por nostalgia. Ni siquiera por deseo. Solo por la curiosidad de saber si quedaba en el mundo alguien capaz de llegar puntual a una cita con un monstruo.
Once y veintisiete.
Cerró el reloj con un chasquido suave y se acercó al cuadro. La luz rozó su rostro pálido.
—Tú al menos sigues esperándome —murmuró. 
El aire olía a óleo viejo.
Y cuando creyó que se marcharía sin verla, una sombra cruzó el reflejo del vidrio. No hizo falta girarse: la reconoció por el modo en que el silencio cambió de temperatura.
Pero aun así, antes de hablar, miró una vez más su reloj.
Once y treinta y tres.
—Tarde, como siempre.
Y sin embargo, justo a tiempo.   
Lianna  Beenedetti  Apoyó los dedos sobre el cristal del reloj. El metal estaba tibio, como si guardara la respiración de siglos pasados.
Miró alrededor: el museo estaba casi vacío, con su eco de pasos ajenos, las luces filtrándose sobre mármoles y lienzos donde los hombres habían intentado retratar la eternidad… sin conseguirlo.
Sonrió con cierta pena. Algunos cuadros representaban batallas que él había presenciado, rostros de reyes que había conocido y olvidado a la vez. Otros mostraban vírgenes y santos que habían nacido mucho después de su propia condena. Todo era una línea torpe trazada sobre la vastedad que él habitaba.
Volvió a mirar el reloj. Once y veintidós.
Nada.
Un retrato cercano —una mujer de mirada melancólica pintada en tonos carmesí— le recordó por qué estaba allí. No por nostalgia. Ni siquiera por deseo. Solo por la curiosidad de saber si quedaba en el mundo alguien capaz de llegar puntual a una cita con un monstruo.
Once y veintisiete.
Cerró el reloj con un chasquido suave y se acercó al cuadro. La luz rozó su rostro pálido.
—Tú al menos sigues esperándome —murmuró.
El aire olía a óleo viejo.
Y cuando creyó que se marcharía sin verla, una sombra cruzó el reflejo del vidrio. No hizo falta girarse: la reconoció por el modo en que el silencio cambió de temperatura.
Pero aun así, antes de hablar, miró una vez más su reloj.
Once y treinta y tres.
—Tarde, como siempre.
Y sin embargo, justo a tiempo.
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