I
Artemis

 

El señor Funtom era un peluche muy preciado para Jean.

El conejo había sido un regalo del conde Phantomhive y había estado a su lado desde que tenía uso de razón. 

Solía jugar a tomar té y hablar de negocios con él, imitando al conde de la casa en una de sus reuniones con sus socios. Luego lo arrastraba al exterior, sin importarle que el pobre conejito se llenara de tierra y luego la sirvienta tuviera que darle una lavada exhaustiva. Jean lo llevaba al jardín, buscando flores y piedras.
—¡Vamos a buscar muestras para analizar! —solía decirle, contento con la idea de observar cualquier cosa con la lupa que le habían regalado por su cumpleaños.

Pero a medida que crecía y era educado como el futuro heredero de la casa —sin saberlo—, Jean dejó de lado al señor Funtom, considerando inapropiado continuar jugando con un peluche.

Los juguetes de su habitación fueron pronto reemplazados por otros objetos alineados con intereses “más importantes”. Su hambre por el conocimiento lo llevó a leer y a coleccionar libro tras libro de la biblioteca y a elaborar sus propias teorías para explicar ciertos fenómenos de la vida, dejando de lado al peluche que tanto había adorado antes.

Así, el señor Funtom se quedó en un rincón olvidado de la habitación, Jean tampoco tuvo el corazón para guardarlo con el resto de los juguetes de su infancia.

Con el paso del tiempo, el conejo fue escondido por pilas y pilas de libros, y Jean no le dio importancia, olvidándose de él por completo.

Pero un día, por casualidad, Artemis, su mimic mullido, inspeccionando su habitación por primera vez encontró al conejo.

Se lo llevó con curiosidad, flotando frente a él.

Jean agarró al conejo con cierta reverencia, los recuerdos sobre el peluche invadieron su mente nostálgicamente. Pero éste se veía diferente: el color azul claro que alguna vez tuvo ahora se veía oscuro por la suciedad. Su ropa estaba descocida, los hilos sobresalían de su chaleco, y un poco de su relleno salía por sus orejas y patas. Lo único que se mantenía intacto era el parche en el ojo, similar al de su padre.

Desde que lo había dejado en ese rincón olvidado, Jean no le había prestado la más mínima atención, y el conejo había terminado así de maltrecho.

Soltó un suspiro, sintiéndose culpable por haber descuidado y olvidado a su peluche tan preciado.

—Lamento tenerte en estas condiciones —le habló, como hacía cuando era un niño de cuatro años.

No sintió vergüenza, estando en la privacidad de su dormitorio y en compañía de Artemis.

De repente, su rostro se iluminó con una idea.

Ahora, con sus nuevas habilidades mágicas, podía hacer algo por el señor Funtom.

Recordó un hechizo que le había enseñado su mentora y lo puso en práctica.

Miró al conejo fijamente y chasqueó los dedos.

El peluche se alejó de su mano, flotando en el aire y siendo rodeado por la repentina aparición de pompas de jabón, que se acumularon en el conejo hasta que se formó una gran burbuja que lo contuvo dentro. Una luz cegadora apareció gradualmente desde el interior, hasta que ocurrió una explosión de luz.

Cuando Jean recuperó la visión, el peluche estaba completamente limpio.

Volvió a sus manos, viéndose reluciente pero aún descosido. Jean arqueó una ceja, sintiéndose un poco decepcionado de sí mismo.

—Todavía no conozco un hechizo para coser —dijo penosamente.

«Tendré que hacerlo a la vieja usanza» pensó, pero antes de que a Jean se le ocurriera buscar hilo y aguja, Artemis se acercó, flotando como el peluche.

Su cabeza se abrió y su boca en forma de luna brilló. De la nada, desapareció sin dejar ningún rastro.

Jean no entendió a dónde se había ido, hasta que el peluche abruptamente brilló en un halo de luz intensamente azul.

Tuvo que cerrar los ojos para no cegarse, y cuando los volvió abrir, el peluche en sus manos movió una mano en señal de saludo.

—¿Artemis? —preguntó. —¿Eres tú?

El señor Funtom, o más bien, Artemis, asintió con la cabeza y soltó una risita. Jean quedó algo perplejo.

En su infancia, había tenido la fantasía recurrente de ver a su peluche cobrar vida y formar parte activa de sus conversaciones. Nunca había imaginado que se haría realidad, ¡y además de esta manera!

No pudo evitar soltar una carcajada. Incluso Artemis se sintió extrañada, ladeando la cabeza en confusión. Su maestro casi nunca sonreía, mucho menos reía.

Jean negó con la cabeza.

—La vida da muchas vueltas, extrañas, y además, mágicas.