Un romance que me quiera y me deje sin palabras

 

Si tuviera que dibujar la vida que deseo, lo haría con dedos llenos de néctar y risas. Pintaría un cielo suave, con colores que sólo los sueños saben mezclar: una mañana de primavera eterna, el perfume a flores recién abiertas y el canto de pájaros que susurran canciones de amor al oído. Porque sí, yo —la diosa de la juventud— también deseo, también anhelo… y también espero.

No es fácil vivir siendo eterna y sentir, al mismo tiempo, que el amor pasa como un cometa, solo dejando su estela. ¿Cómo no querer un romance que me quiera con dulzura y asombro, que me vea como más que la que reparte néctar, como más que la niña eterna que todos piensan que soy? Anhelo un amor que me mire como si jamás hubiera probado algo tan puro, tan vivo… tan peligroso como la posibilidad de quererme de verdad.

Sí, peligroso. Porque amar a alguien como yo, que siempre está sonriendo, es mirar muy por debajo del velo brillante y ver que debajo hay soledad. Hay una pequeña chispa de miedo de no ser suficiente, de no ser tomada en serio, de ser adorada sólo por lo que represento y no por lo que soy. Yo no quiero ser solo símbolo de juventud. Quiero ser alguien que provoque ternura, deseo, respeto… y una risa suave entre besos lentos. Quiero que se me abrace no solo cuando soy alegría, sino también cuando esté hecha un caos. Porque también tengo mis días grises.

La vida que desearía disfrutar está tejida de momentos sencillos. Imagino tardes bajo los árboles, sin más que un par de bocados compartidos y conversaciones que bailan entre las ramas del viento. Un romance que no necesite grandes promesas, sino pequeñas certezas. Que se quede cuando me pongo insoportable, cuando hablo sin parar o cuando me escondo tras silencios llenos de pensamientos. Que me quiera incluso cuando me cuesta quererme.

Deseo un amor que me deje sin palabras, pero no por dolor. Sino por belleza. Por cómo me ve, por cómo me nombra, por cómo logra que se me anude la garganta de pura emoción cuando me dice “te quiero” de una forma tan distinta, tan suya. Que me haga sonreír sin que sepa qué decir, porque en ese instante todas mis palabras son mariposas enredadas entre mis pestañas. Quiero un romance que no me encierre, que no intente ponerle jaula a mi libertad ni barreras a mis alas, sino que las admire. Que sepa que aunque soy eterna, también quiero crecer a su lado.

Tal vez sea demasiado pedir. Pero he visto cómo los mortales arden por un beso, cómo tiemblan por un roce de manos, cómo se derrumban y levantan por amor. ¿Por qué yo no habría de merecer eso también?

La vida que deseo disfrutar no está llena de lujos, ni está bordada en oro como los salones del Olimpo. Está hecha de complicidad. De alguien que me escuche hablar de lo que amo —de estrellas, de rayos, de flores que florecen en secreto— y quiera saber más solo porque me mira con interés verdadero. Que me escuche aunque no entienda todo, que se quede aunque el mundo se desordene.

Sé que puedo ser intensa. A veces inocente, a veces muy impulsiva. Pero también soy leal, divertida, curiosa… y estoy aprendiendo a amarme con paciencia. Por eso ya no deseo un amor que venga a completarme. No. Deseo un amor que me acompañe, que camine a mi lado, que no tema mi luz ni mis sombras. Que me vea llorar y no huya. Que me vea reír y no quiera escapar. Que se quede. Así de simple. Así de complejo.

Quiero una vida que no se mida en siglos, sino en latidos. Una donde el tiempo no sea eterno, pero sí suficiente para conocerme y quedarse. Y si el romance llega como un vendaval o como una brisa, quiero que cuando me toque… me deje muda de asombro. Que mi risa florezca sin pedir permiso. Que por una vez, no tenga nada que decir. Solo sentir.

Porque soy Hebe. Y aunque muchos me ven como la juventud personificada, yo también merezco que alguien me vea... y simplemente me ame.