Desde la visita de Morpheus, sus descansos se habían vuelto revitalizantes. Ya no necesitaba recurrir a su antigua costumbre: dormir en su fuente de néctar. Aunque, a decir verdad, eso ya no era una opción. Abandonar el Olimpo significaba dejarlo todo atrás y comenzar una nueva vida en la tierra, renunciando a sus lujos celestiales para aprender a vivir con lo que pudiera obtener por sus propios medios.

Sus sueños seguían un curso tranquilo, pintados con escenas de dibujos y destellos de luz mientras eliminaba bichos —cucarachas— con resplandores de brillo. Todo eso probablemente inspirado en el episodio vivido durante el día: una cruda dosis de realidad al encontrarse con un insecto volador en la cocina. Al principio, pensó que se trataba de algún animalito extraviado, buscando ayuda para salir. Pero al sentir sus pisadas, no pudo evitar el disgusto, estremeciéndose por lo asqueroso del contacto. Ayudar no fue una opción. Su pareja, divertido, la observó con la intención de bromear, pero al ver su aflicción, permaneció en calma. Tomó a la cucaracha por las antenas y la llevó con cuidado fuera de la casa.

En ese recuerdo tan reciente, comprendió que el maná divino de la limpieza jamás había permitido que ella se cruzara con criaturas tan repulsivas. O quizás, si pedía auxilio a su padre Zeus, él ya se habría encargado de rostizar al bicho sin perder tiempo. Todo por ella. Por eso muchos decían que era “la favorita” o “la consentida del Olimpo”.

Era innegable. Y estaría mintiendo si dijera que no lo extrañaba. Extrañaba sus abrazos. Los adoraba. Aunque ahora viviera en la tierra, junto a su pareja, y hallara consuelo en sus brazos, nunca podría reemplazar por completo el deseo de ser mimada por su padre. En sus sueños, veía figuras de humo dorado que la rodeaban como un abrazo. A veces lo veía a él, comiendo a su lado entre risas, incluso cuando Zeus casi vomitaba mientras ella disfrutaba de cualquier manjar terrenal. Sí, Zeus había sido un buen padre para Hebe. Al menos, en esta última etapa de su vida, le había ofrecido apoyo sin doble intención. Unas pequeñas lágrimas de nostalgia se convirtieron en estrellitas en su mundo onírico.

Y sin embargo, a pesar de los recuerdos dulces y los sueños locos, no se arrepentía. Empezaba a disfrutar de su libertad, de la paz, de la serenidad que encontraba en lo que ahora llamaba su entorno, su nuevo hogar.

Y así entre sus sueños, la luz del amanecer, estaba tocandolo suavemente; porque la luz del mañana ya estaba rozando sus párpados.