La Tierra de los Jōmon
Volé hacia el este, dejando atrás las tierras que una vez albergaron la grandeza de la civilización del Valle del Indo. Allí, entre ríos caudalosos y ciudades meticulosamente planificadas, había sido testigo de una sociedad avanzada cuyo declive seguía siendo un misterio.
crucé los cielos sobre el océano hasta que, en el horizonte, se dibujaron las costas montañosas de un archipiélago rodeado por aguas cristalinas.
El archipiélago se extendía bajo mis alas con una belleza primitiva y salvaje. A diferencia de los extensos valles fértiles o de las colosales construcciones que había visto en civilizaciones previas, aquí predominaban bosques densos, montañas imponentes y pequeños asentamientos dispersos. Descendí con cautela, asegurándome de no ser vista, y me adentré en el entorno para observar a sus habitantes.
La gente que vivía aquí era distinta a todo lo que había encontrado antes. No existían grandes templos ni imponentes ciudades amuralladas. En su lugar, sus aldeas estaban compuestas por casas semisubterráneas, construidas con madera, ramas y barro. Vivían en armonía con la naturaleza, dependiendo de la caza, la pesca y la recolección de frutos y mariscos. A pesar de no tener una estructura estatal como otras civilizaciones, existía un claro sentido de comunidad. Las mujeres y los hombres trabajaban juntos, creando herramientas de piedra y hueso, tejiendo redes de pesca y modelando cerámica de una calidad sorprendente.
Me intrigó especialmente su cerámica. Decorada con patrones en espiral y relieves intrincados, cada pieza parecía contar una historia. Algunos recipientes representaban figuras humanoides con ojos grandes y extremidades desproporcionadas. En mi experiencia, tales figuras solían estar asociadas con creencias espirituales. No tardé en descubrir que estos artefactos, llamados dogū, tenían un significado ritual, posiblemente ligados a la fertilidad, la sanación o la protección. Decidí aprender su lengua para conocer más sobre sus costumbres y creencias.
Con el tiempo, me integré en la sociedad Jōmon. A medida que mi dominio del idioma mejoraba, podía conversar con los ancianos, quienes relataban historias sobre el origen de su pueblo, sobre espíritus que habitaban los ríos y montañas, y sobre la relación sagrada que mantenían con la tierra. Eran una sociedad profundamente espiritual, que veía a la naturaleza como algo vivo y digno de respeto.
Participé en sus rituales, observando cómo los chamanes realizaban ceremonias para asegurar la caza y la pesca, o para pedir protección a los dioses de los bosques. Me sorprendió lo diferente que era su visión del mundo en comparación con las civilizaciones agrícolas que había conocido antes. Aquí, en lugar de moldear la tierra para someterla, convivían con ella, confiando en su generosidad y adaptándose a sus ciclos.
A medida que los años pasaban, mi papel como mera observadora se volvió más activo. Aprendí a recolectar conchas y frutos, a construir trampas para peces y a reconocer los mejores momentos para cazar en los bosques. Me uní a sus festivales, compartí sus alimentos y me permití experimentar su vida en toda su plenitud. No solo documentaba lo que veía, sino que lo vivía. A través de esta inmersión, comprendí que algunas experiencias no podían ser capturadas en palabras o dibujos; debían sentirse.
Durante los siglos que pasé entre los Jōmon, vi sus asentamientos crecer y cambiar. Aunque su modo de vida seguía siendo el de cazadores-recolectores, algunas comunidades comenzaron a experimentar con el cultivo de plantas. Noté la llegada de nuevas influencias desde el continente, que poco a poco iban transformando su sociedad. Aun así, su esencia permanecía intacta: una cultura resiliente, amante de la naturaleza y llena de misterios.
Cuando llegó el momento de partir, lo hice con la certeza de que algún día volvería. Me pregunté si, cuando lo hiciera, esta cultura aún existiría tal como la conocía o si, como tantas otras, sería absorbida por nuevas formas de vida. Me alejé con la imagen de las montañas recortadas contra el cielo y el sonido del mar golpeando la costa.
Con el corazón lleno de expectativas y la mente abierta a nuevos conocimientos, extendí mis alas y partí hacia mi próximo destino el cual me llevaria hacia el mediterraneo.