II
Sebastian
La habitación de Jean no se limitaba a un dormitorio con una cama, una cómoda y un escritorio. Estaba compuesta, en realidad, por un complejo de habitaciones que harían en total unos tres cuartos unidos entre sí: un salón pequeño, con sillones, una mesa y lo que compone un salón en general; el dormitorio propiamente dicho, con un baño y un cambiador —lo que podría agregar dos habitaciones más a su complejo—, y su parte favorita: un estudio, que no podía compararse al del conde Phantomhive, pero que estaba bien provisto con un escritorio, unas estanterías con libros que le habían sido obsequiados, y una sección donde hacía sus experimentos, dotado de un microscopio y diversas herramientas más propias de un científico que de un niño.
Pero el niño en cuestión no estaba realizando ninguna actividad como esa. En realidad, hacia la actividad opuesta, algo que hace tan solo unos días habría pensado como mera fantasía.
Sentado en la silla de su escritorio, de espaldas a la puerta, mirando hacia el ventanal; tenía los ojos cerrados y parecía sumido en sueños, pero estaba bien despierto, practicando manejar los hilos de la magia presentes en el ambiente.
Aquella bruja llamada Bloom le había enseñado cómo interactuar con la magia, y Jean estaba en proceso de aprendizaje, tanteando esos hilos tímidamente.
Pero, de repente, sintió algo que lo hizo saltar de su asiento, abrir los ojos y mirar hacia atrás.
Algo detrás de la puerta se acercaba.
Era extraño y difícil de describir, pero si tuviera que usar palabras, diría que lo que experimentaba era una sensación oscura y corrupta.
De hecho, unos segundos después, escuchó unos golpes, suaves y acompasados.
Jean lo reconoció como el mayordomo, por lo que se calmó.
—Adelante —contestó, aún afectado por esa sensación extraña.
La puerta fue abierta, y quien ingresó fue Sebastián, portando su característica sonrisa gentil.
—Joven amo —dijo, trayendo en un carrito té y bocadillos. —Le he traído algo para comer. No ha bajado para la hora del té.
Sus palabras transmitían preocupación y, una vez más, Sebastián demostraba ser un mayordomo atento. Sin embargo, Jean todavía seguía sintiéndose extraño.
Algo parecía decirle que estaba frente a un ser peligroso, maligno y retorcido.
Jean veía el rostro sonriente de Sebastián con confusión, quedándose quieto como una estatua, como si moverse implicara que la bestia frente a él se lanzara para devorarlo.
Pero rápidamente se dio cuenta de lo absurdo que eran sus pensamientos.
«Qué sinsentido. Sebastián es Sebastián» pensó, asintiéndole con la cabeza al mayordomo, moviéndose y acomodándose para poder comer.
El mayordomo se acercó y dispuso todo en la mesa, pero Jean seguía sintiendo esa aura proveniente de él, y estando tan cerca, la sensación se había intensificado.
Fue agobiante: como un dolor punzante que nacía desde su cabeza, y parecía viajar al resto de su cuerpo, como si él mismo estuviera siendo corrompido por esa oscuridad que parecía rodear al sirviente.
Corrió la cara hacia un lado, como si así pudiera evitarlo
Sebastián pareció notar su inquietud.
—¿Se encuentra bien? —preguntó, con una ceja alzada en señal de preocupación.
Jean asintió, restando importancia con un gesto de la mano.
—Estoy bien. Puedes retirarte —indicó, deseando que se fuera lo antes posible.
El mayordomo obedeció, se reverenció y se retiró sin decir mucho más junto el carrito vacío.
Cuando se hubo ido, y alejado lo suficiente, Jean soltó un suspiro de alivio. Se llevó una mano al corazón, que todavía latía de manera frenética.
—¿Qué acaba de suceder? —se preguntó, perplejo.
¿Había sido la magia? ¿Había hecho algo malo tratando de invocarla?