Lunes, 19 de septiembre de 2022
Acabo de cumplir 24 años. Con una pluma y una libreta a mano, con una botella de vodka barato esperándome en la mesa. Desolador, ¿verdad? Pobre chica que malgasta su juventud emborrachándose cada vez que tiene la oportunidad para tratar de olvidar.
Hace cinco años que mi vida cambió para siempre. Un momento en el que perdí lo que más amaba en el mundo. Desde entonces, he vivido recluida en un palacio cochambroso a cambio de un entrenamiento que yo no quería… pero mi otra parte sí. Esa parte que se apoderó de mi conciencia para protegerme, despertándome después del crimen que cometió para darle paz a mi amor perdido.
¿Qué me queda ahora? Nada. El silencio abrumador y las olas del mar, el olor salitroso y los pies llenos de arena. El tibio sonido del hielo ahogándose en un mar de vodka y la dulzura de la tinta a cada palabra escrita en este diario que está destinado a ser devorado por las llamas.
Tahara dio un largo trago al vaso de vodka hasta dejarlo vacío. Tiró el hielo que quedaba a la arena, derritiéndose casi al instante debido al calor que todavía perduraba en los últimos días del verano.
Suspiró. Había salido huyendo en plena noche después de que Leon la llevase a su casa. Enterarse de lo que era en realidad, saber que en su interior habitaba un monstruo capaz de apoderarse de su conciencia la asustó de sobremanera en cuanto despertó del shock al que su cuerpo se adormeció al ver las alas negras resurgir de aquel hermoso presbítero antes de desmayarse. Cuando despertó estaba en brazos del que había sido su tutor, el hombre que le enseñó todo lo que sabía.
Porque él también era uno de ellos.
Así que hizo lo que mejor sabía hacer: escapar. Huir de sus propios miedos y sufrir en silencio, en soledad y regodeándose en unos recuerdos que ya no volverán.
Ahora entendía por qué no recordaba nada cuando el proxeneta cayó muerto a sus pies. Había sido su propio demonio quién había opacado su vista, tal vez protegiéndola del desastre sangriento en que se convirtió aquel depravado. Y de ahí las pesadillas, de ahí el dolor en el pecho, en la cicatriz tan extraña con la que nació. La sangre brotando de ella sin razón alguna, sintiendo una inmensa paz cuando las palabras en latín del clérigo sellaron su dolor antes de caer inconsciente.
***
La otra diversión que se llevó consigo aparte de su incipiente alcoholismo fue su amor por el dibujo y la pintura. El mar siempre había sido plato de buen gusto, adormeciendo sus recuerdos con su canto silencioso, ensuciando su piel de arena y sal, humedeciendo sus heridas mientras las sanaba.
El fajo de billetes que dejó en la recepción fue suficiente como para pasar semanas sin que nadie la molestase, el viejo recepcionista no podía creerse lo que veían sus ojos. Una joven de aspecto desaliñado y cara de pocos amigos, dejando una bolsa repleta de pasta a cambio del silencio absoluto.
—No quiero que nadie me moleste —había dicho—. Creo que con esto será suficiente.
***
El silencio había sido su amigo gran parte del tiempo. Las pocas veces que abandonaba la cabaña, y mucho menos, la playa, era para llenar la despensa de víveres y su habitación de lienzos en blanco y pinturas nuevas; de vez en cuando alguna libreta nueva y lápices de punta blanda con los que darle color a sus sombras más oscuras. Y, en último caso, compartía lecho cuando necesitaba un mínimo de calor humano, desfogando su frustración, su rabia y sus sentimientos perdidos en medio de una noche a oscuras mientras el ruido ensordecía sus sentimientos escondidos.
Pero aquella mañana era diferente. Había recorrido el pueblo en busca de un tono azul en concreto, uno que era imposible crear a partir de los que ya tenía. Un azul tan puro como su inocencia perdida que, en medio de un callejón sin salida, sucio y maloliente, pareció resurgir en modo de pequeños ladridos de miedo y búsqueda. Tahara se acercó al suave sonido sin mirar atrás, encontrando un puñado de cachorros desnutridos y muertos de frío, apenas capaces de ponerse de pie y ladrar.
Decidió hacer una buena acción y cerró la caja de cartón, cargando con ella hasta la cabaña donde se alojaba desde hacía casi un mes. Cogió uno a uno los cachorros, lavándolos a conciencia y preparando pequeños biberones de leche con los que alimentarlos. No sabía muy bien qué hacía, por lo que buscó la protectora más cercana para ponerlos a salvo; sí, ellos sabrían mejor que ella qué hacer con aquella pequeña camada olvidada por el maldito ser humano.
***
Fueron varios los días que Tahara visitaba a los cachorros para ver su evolución. Parecía llevarse mejor con los perros que con los humanos, pues siempre había pecado de solitaria llevada de la mano de su padre. La chica de la recepción siempre le recibía con sonrisas bonitas que hacían que las mejillas de la profesional se tiñesen tímidamente de un rosáceo apenas perceptible; podía sentir los pequeños saltos de tibio enamoramiento de su corazón todavía roto. Pero era demasiado pronto, así que dejaba de lado su parte más sentimental para centrarse en lo que había venido a hacer: visitar a los cachorros que iban recuperando peso y fuerzas, alegría y ganas de ladrar… excepto uno.
El más pequeño, cuya pata delantera derecha estaba vendada y gimoteaba apartado de los demás. Al verlo, el corazón de Tahara dio un brinco, viéndose reflejada en aquel pequeñín de ojos oscuros y pelo negro, mientras que su cabeza y parte de las patas pasaban del marrón a manchas blancas. Un boyero de berna.
Siguieron pasando los días, y en uno de ellos, la profesional decidió adoptar al pequeño. Pero éste aún debía recuperarse de la lesión en su pata delantera y debía acostumbrarse a su presencia, además de ponerle nombre para no ser simplemente “el cachorro”. Tras deliberarlo mucho, se decidió por Baxter, en honor a la Nefertiti de una de sus películas favoritas. Poco a poco, se fueron acercando, hasta que en una de las visitas el cachorro —perdón, Baxter—, por fin podía caminar, correr y saltar a pesar de la cojera que había resultado, moviendo la cola en señal de alegría por la visita de su nueva dueña.
Pero no todo fue alegría en esos días tan humanos para Tahara. Su parte demoníaca también recibió visitas inesperadas. Una tarde, casi al anochecer, supo al instante que no estaba sola. Aunque no hubiera ruido alguno, él estaba allí. Con paso firme y silencioso, el golpe que el visitante recibió en el pecho fue suficiente para oír por primera vez el quejido de dolor saliendo de su garganta. La luz se encendió y un Leon vestido completamente de negro le esperaba agachado en el suelo, mirándole con su gesto imperturbable a pesar del dolor que sabía que sentía. La chica agitó la cabeza y le invitó a pasar, aunque no quería visita alguna. Sólo quería estar sola el resto de su retiro.
Fue a la cocina y trajo un vaso y un cartón de leche. Leon no probó la bebida, cosa que Tahara tampoco, pues se sirvió un poco de vodka en el sucio vaso que ni se molestaba en fregar. Aquello hizo que Leon mostrase algún que otro gesto de desaprobación, pero a su pupila poco le importaba sus opiniones. La había estado engañando durante años, escondiendo su verdadero ser, su realidad y sus secretos.
Tras beberse la mitad de la leche de un trago, Leon comenzó a hablar. Tenía esa mirada que infundía respeto, una que no podías romper su verborrea hasta que él te lo permitiese.
—Yo también fui adolescente, hace ya mucho tiempo. Y también me enamoré, cuando no era más que un chiquillo que no sabía nada de la vida. Ella era una chica de bien, ¿sabes? De esas que visten bonito, con ropa de marcas caras y mucho revuelo —su voz se suavizó como nunca, y Tahara sintió cómo la coraza de profesional se abría para mostrar al hombre enamorado que había sido alguna vez. Un hombre con sentimientos—. Pero su padre no lo aprobaba, y una mañana apareció muerta. Dijeron que había sido un accidente —su voz se quebró, pero continuó hablando—. Al día siguiente, recorrí todas las terrazas de San Peterburgo, metiéndole una bala entre ceja y ceja. Ya sabes, un accidente. Y luego escapé, huyendo a América en busca del jefe de mi padre, ese que conocemos tan bien.
—¿Garcés?
—El mismo. Me enseñó todo lo que debía saber. Hasta entonces, sólo sabía disparar a distancia, como el novato que era. Poco a poco me fui convirtiendo en lo que conoces. El mejor profesional que vivía en los suburbios de la pequeña Italia de Nueva York, un cateto ignorante cuyo único bien era una planta sin raíces como su dueño. Hasta que llegó un tumultuoso asesinato y una chiquilla de doce años en busca de auxilio.
»El mundo de los barrios bajos es muy corrupto, Tahara. Los dos estamos cubiertos de mierda hasta el cuello, pero, al fin y al cabo, somos simples peones en un mundo de reyes y reinas. Nunca, escúchame bien, jamás, te metas en el mundo de la droga. Quédate bajo los avisos, al abrigo de la noche y el silencio. Bajo las órdenes de Garcés, él actuará como la torre que protege al rey en un enroque, pero tú serás el peón que jamás se perderá. Yo fui un peón entonces, inculto pero con un gran cariño por mi sucesora. Volví a verla, ¿sabes? Pero ella no lo hizo. Eso significa que las sombras se convirtieron en mis amigas. Cuando me convertí en un ángel caído por haber cometido tantos crímenes, pero fui recompensado por el mismísimo rey del infierno gracias a esa chiquilla. Nada es blanco o negro, Tahara; todo es una escala de grises. No existe el bien sin el mal, no existe Dios sin Lucifer. No existe el cielo sin el infierno.
—¿Qué…? —tartamudeó la chica, algo asustada por las divagaciones de Leon—. ¿Qué estás tratando de decirme?
—Simplemente que ni Dios es tan bueno como lo pintan las iglesias, ni Lucifer es tan malvado como gritan los arciprestes en sus sermones de los domingos. Yo lo he visto, Tahara. Me dio una nueva vida, a pesar de mis crímenes. Toda mi vida estuvo condenada al infierno eterno y, sin embargo, él me dio una segunda oportunidad gracias a Mathilda. Pero eso tuvo un pequeño precio.
—¿Cuál? —quiso saber.
—Encontrarte. A ti y a todos los que son como tú. Hay más pecados capitales convertidos en humanos, Tahara. No estás tan maldita como tú crees. Esto, tener dos almas y un cuerpo, también puede ser una bendición.
Tahara necesitaba pensar. Dio un trago a su sucio vaso hasta vaciarlo y se levantó de la silla, dando vueltas alrededor del pequeño salón apenas decorado. Cuadros a medio hacer, trapos y paletas sucias en busca de un color perfecto. Botellas de vodka vacías abandonadas en un rincón. Su maletín pretendiendo ser olvidado en un rincón de su habitación.
—¿Y no puedo negarme a ser esto? ¡Soy una maldita aberración, Leon! ¡Un monstruo!
—No lo eres, Tahara, créeme —el profesional se levantó de su asiento y cogió el rostro de la chica entre sus manos. Gélidas y húmedas, como las lágrimas que caían por las mejillas de la chica—. Amón te protegió cuando acabaste con el proxeneta que abusaba de Isabelle. Tú no viste nada porque él te protegió. Te salvó de ver lo que hizo. La ira está mal vista por el mundo, pero también puede salvar vidas.
—Pero la perdí, Leon —masculló entre lágrimas, sintiendo cómo su corazón se rompía de nuevo—. ¿Quién me la podrá devolver?
Leon la abrazó sin responderle. No tenía mucho que decir, sólo que se desahogara antes de que comprendiera su naturaleza. La infinita escala de grises y lo afortunada que era por ser aceptada por su otra mitad.
—Vas a adoptar a un cachorro, ¿verdad? —Tahara asintió en silencio, secándose las lágrimas con las palmas de las manos—. ¿Cómo se llama?
—Baxter.
—Cualquiera en tu situación se hubiera olvidado de ellos. En cambio, decidiste ayudarlos y darles una oportunidad. En especial a ese cachorro con la pata herida.
—¿Me has estado espiando?
—Soy un perro viejo en el mundo profesional, no lo olvides.
Aquella ínfima broma hizo sonreír a la chica, ya mucho más tranquila. Sirviéndose un poco de leche en su vaso de siempre, se sentó junto al que fue su instructor, abriéndose a él y contándole las pocas hazañas habidas en las últimas semanas. Le enseñó la multitud de dibujos que adornaban sus libretas, los cuadros de temática marina que guardaba en la habitación de invitados, le contó su enamoramiento adolescente hacia la chica de la recepción de la protectora. Leon, por su parte, se permitió mostrar sentimientos por una vez, como ya hizo antaño con aquella adolescente que se había quedado sola en el mundo. Tahara no era Mathilda, pero sí fue su redención. Su segunda oportunidad. Su forma de demostrarse a sí mismo que incluso los demonios pueden hacer buenas acciones. Que el infierno es un lugar justo.