La Santa Sacerdotisa se encontraba en la capilla privada de la catedral, envuelta en las luces tenues que se filtraban a través de los amplios ventanales góticos. La estructura, una obra maestra de la arquitectura medieval, se erguía majestuosa. La luna proyectaba su luz plateada sobre las figuras esculpidas en piedra, creando un escenario que algunos podrían considerar como tétrico.

Blair estaba arrodillada frente al altar, un intrincado conjunto de oro y mármol. Sus manos estaban juntas en un gesto de oración, los dedos entrelazados con aparente devoción, mientras sus ojos lilas, medio cerrados, brillaban bajo la tenue luz lunar. La expresión en su rostro sería suficiente para convencer a cualquiera. Sin embargo, su mente estaba lejos de los pensamientos religiosos que su postura sugería.

Repasaba los acontecimientos de las últimas semanas. Su influencia dentro de la iglesia había crecido exponencialmente. Los fieles la veneraban, la consideraban una santa encarnada, y hasta los líderes más escépticos empezaban a ceder ante su carisma y fachada de pureza. Sonrió para sí misma, nadie era lo suficientemente perspicaz para notar aquella máscara tan bien construida.

De repente, el silencio solemne fue interrumpido por el suave crujido de la puerta de la capilla abriéndose. Automáticamente se levantó lentamente, con una gracia etérea, girándose para enfrentar a la figura que había osado interrumpir su momento de falsa contemplación. Su cabello platinado brillaba bajo la luz de la luna, dándole un toque sobrenatural. Sus ojos lilas se clavaron en el intruso, delatando una evidente molestia ante su presencia.

Claramente no se trataba de uno de sus superiores... entonces, ¿quién era y qué se suponía que hacía en aquella capilla privada? La penumbra dificultaba distinguir la figura del intruso, impidiendo identificarlo con exactitud.

— Me temo que no puede estar aquí a altas horas de la noche, deberé pedirle que se retire.— habló en un tono suave, su voz resonando en el lugar.