Esta vez la cópula la realiza Lilim, la menor de las hermanas.
El embarazo dura un solo día.
Desde el primer instante algo es distinto. No hay tormento prolongado.
El tiempo se comprime, se pliega sobre sí mismo. Las horas pasan extrañamente tranquilas, como si las criaturas comprendieran la fragilidad del recipiente que las sostiene.
Durante ese día todo es silencio.
Mi vientre no duele.
No arde.
No se rebela.
Crecen rápido, demasiado rápido, pero en calma. Sanas. Completas.
El sustento que Lilim les ofrece las satisface. No exigen más. No luchan entre ellas. Por un instante casi parece… misericordia.
Y ese es el error.
Horas después, cuando el sol aún no ha completado su arco, el parto comienza sin aviso.
No hay transición.
El dolor no avanza: me atraviesa.
Un espasmo brutal me parte desde dentro, como si algo hubiera decidido que mi cuerpo ya no es mío. Grito, pero los gritos no sirven. No hay nacimientos. No hay salida.
Entonces lo entiendo.
No nacen criaturas.
Nacen sus sombras.
Sombras densas, vivas, con garras imposibles. Emergen primero, desgarrando mi vientre desde dentro, rasgando carne y alma a la vez. No buscan nacer: buscan abrir. Cada sombra se aferra, tira, desgarra, y a través de las heridas que ellas mismas crean, arrastran a sus cuerpos al mundo.
Mis ojos se abren de par en par.
El dolor me despoja de toda forma humana.
Los gritos que brotan ya no son voz: son instinto, terror, animal puro.
Uno tras otro.
Algunos respiran al tocar el suelo.
Otros nacen ya vacíos.
La sangre lo cubre todo. El mundo se vuelve espeso, lejano, rojo. Mi conciencia se fragmenta hasta que no queda nada que sostener.
Caigo dormida —o inconsciente— en un charco de sangre.
Siete criaturas sanas.
Cuatro muertas.
Todo en un solo día.
Gestación.
Nacimiento.
Pérdida.
Yo…
yo necesito ayuda.
Y esta vez no es una frase ritual ni un lamento poético.
Es una verdad desnuda, dicha desde alguien que empieza a preguntarse cuánto más puede romperse un cuerpo… antes de no volver a levantarse.
El embarazo dura un solo día.
Desde el primer instante algo es distinto. No hay tormento prolongado.
El tiempo se comprime, se pliega sobre sí mismo. Las horas pasan extrañamente tranquilas, como si las criaturas comprendieran la fragilidad del recipiente que las sostiene.
Durante ese día todo es silencio.
Mi vientre no duele.
No arde.
No se rebela.
Crecen rápido, demasiado rápido, pero en calma. Sanas. Completas.
El sustento que Lilim les ofrece las satisface. No exigen más. No luchan entre ellas. Por un instante casi parece… misericordia.
Y ese es el error.
Horas después, cuando el sol aún no ha completado su arco, el parto comienza sin aviso.
No hay transición.
El dolor no avanza: me atraviesa.
Un espasmo brutal me parte desde dentro, como si algo hubiera decidido que mi cuerpo ya no es mío. Grito, pero los gritos no sirven. No hay nacimientos. No hay salida.
Entonces lo entiendo.
No nacen criaturas.
Nacen sus sombras.
Sombras densas, vivas, con garras imposibles. Emergen primero, desgarrando mi vientre desde dentro, rasgando carne y alma a la vez. No buscan nacer: buscan abrir. Cada sombra se aferra, tira, desgarra, y a través de las heridas que ellas mismas crean, arrastran a sus cuerpos al mundo.
Mis ojos se abren de par en par.
El dolor me despoja de toda forma humana.
Los gritos que brotan ya no son voz: son instinto, terror, animal puro.
Uno tras otro.
Algunos respiran al tocar el suelo.
Otros nacen ya vacíos.
La sangre lo cubre todo. El mundo se vuelve espeso, lejano, rojo. Mi conciencia se fragmenta hasta que no queda nada que sostener.
Caigo dormida —o inconsciente— en un charco de sangre.
Siete criaturas sanas.
Cuatro muertas.
Todo en un solo día.
Gestación.
Nacimiento.
Pérdida.
Yo…
yo necesito ayuda.
Y esta vez no es una frase ritual ni un lamento poético.
Es una verdad desnuda, dicha desde alguien que empieza a preguntarse cuánto más puede romperse un cuerpo… antes de no volver a levantarse.
Esta vez la cópula la realiza Lilim, la menor de las hermanas.
El embarazo dura un solo día.
Desde el primer instante algo es distinto. No hay tormento prolongado.
El tiempo se comprime, se pliega sobre sí mismo. Las horas pasan extrañamente tranquilas, como si las criaturas comprendieran la fragilidad del recipiente que las sostiene.
Durante ese día todo es silencio.
Mi vientre no duele.
No arde.
No se rebela.
Crecen rápido, demasiado rápido, pero en calma. Sanas. Completas.
El sustento que Lilim les ofrece las satisface. No exigen más. No luchan entre ellas. Por un instante casi parece… misericordia.
Y ese es el error.
Horas después, cuando el sol aún no ha completado su arco, el parto comienza sin aviso.
No hay transición.
El dolor no avanza: me atraviesa.
Un espasmo brutal me parte desde dentro, como si algo hubiera decidido que mi cuerpo ya no es mío. Grito, pero los gritos no sirven. No hay nacimientos. No hay salida.
Entonces lo entiendo.
No nacen criaturas.
Nacen sus sombras.
Sombras densas, vivas, con garras imposibles. Emergen primero, desgarrando mi vientre desde dentro, rasgando carne y alma a la vez. No buscan nacer: buscan abrir. Cada sombra se aferra, tira, desgarra, y a través de las heridas que ellas mismas crean, arrastran a sus cuerpos al mundo.
Mis ojos se abren de par en par.
El dolor me despoja de toda forma humana.
Los gritos que brotan ya no son voz: son instinto, terror, animal puro.
Uno tras otro.
Algunos respiran al tocar el suelo.
Otros nacen ya vacíos.
La sangre lo cubre todo. El mundo se vuelve espeso, lejano, rojo. Mi conciencia se fragmenta hasta que no queda nada que sostener.
Caigo dormida —o inconsciente— en un charco de sangre.
Siete criaturas sanas.
Cuatro muertas.
Todo en un solo día.
Gestación.
Nacimiento.
Pérdida.
Yo…
yo necesito ayuda.
Y esta vez no es una frase ritual ni un lamento poético.
Es una verdad desnuda, dicha desde alguien que empieza a preguntarse cuánto más puede romperse un cuerpo… antes de no volver a levantarse.
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