• El sol se filtraba entre las copas de los árboles; la luz puramente blanca, bañaba de reflejos el pasto mojado y las flores que apenas comenzaban a desplegar sus blancos y finos pétalos. Los rayos a contraluz transparentaban la tela suelta y suave de su indumentaria. Y delineaba con su brillo su silueta.

    —¿Hacia dónde vas con tal arma? Alguien con la experiencia marcada en su rostro debería saber que el mundo es cruel con quien se aventura en soledad.
    El sol se filtraba entre las copas de los árboles; la luz puramente blanca, bañaba de reflejos el pasto mojado y las flores que apenas comenzaban a desplegar sus blancos y finos pétalos. Los rayos a contraluz transparentaban la tela suelta y suave de su indumentaria. Y delineaba con su brillo su silueta. —¿Hacia dónde vas con tal arma? Alguien con la experiencia marcada en su rostro debería saber que el mundo es cruel con quien se aventura en soledad.
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  • Escuchar las pisadas en la nieve, a veces pienso si estas de vuelta, o solo es el eco de la soledad, el eco de la ausencia, de mis caídas en el pasado....
    Escuchar las pisadas en la nieve, a veces pienso si estas de vuelta, o solo es el eco de la soledad, el eco de la ausencia, de mis caídas en el pasado....
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  • El Rapto de Perséfone
    Fandom Mitologica
    Categoría Fantasía
    En los valles de Nysa, donde la tierra respiraba en flores y la brisa jugaba con los rizos de las doncellas, Perséfone, hija de la poderosa Deméter, danzaba entre los tallos suaves del narciso. Era primavera, y ella era su espíritu vivo: risa pura, juventud eterna, inocencia sin heridas.

    Ese día, el sol brillaba alto, pero una sombra se gestaba en lo profundo de la tierra. Hades, señor del inframundo, había observado a Perséfone con ojos antiguos y deseo silencioso. Su corazón, tan oscuro como las cuevas que gobernaba, ardía con un anhelo distinto: no de muerte, sino de compañía. Con el permiso tácito de Zeus, tejió su plan.

    Perséfone se agachó para arrancar una flor especialmente hermosa—un narciso de pétalos tan blancos que parecían capturar la luz misma—cuando la tierra tembló. Un rugido desgarró el aire. Desde el centro del suelo, se abrió un abismo. Un carro negro, tirado por caballos de crines de humo y ojos rojos como brasas, emergió de la grieta. En él, Hades, con su corona de ónix y su mirada fija.

    Antes de que pudiera gritar, sentir o siquiera entender, él la alzó. La tierra se cerró tras ellos como si nada hubiera sucedido, como si la primavera hubiera parpadeado y se hubiera perdido.

    Todo fue silencio después. Silencio… y oscuridad.

    Perséfone cayó, no en el sentido del cuerpo, sino en el alma. Descendió más allá de las raíces de los árboles, más allá del susurro de los vivos. El Inframundo la recibió no con gritos ni con fuego, sino con una quietud pesada y absoluta. Un aire denso, cargado de cosas no dichas. Murallas de piedra, ríos que murmuraban secretos eternos. Sombras que no la miraban, pero que sabían que ella estaba allí.

    Hades no habló mucho. No necesitó hacerlo. La condujo por pasillos de obsidiana, bajo cielos que no eran cielo. Todo allí era distinto: el tiempo, el color, el ritmo de las cosas. Nada moría, porque todo ya lo había hecho.

    Pero ella no iba a quedarse en silencio.

    En cuanto su pie tocó el mármol frío de aquella vasta sala subterránea, se zafó del brazo de su raptor. Lo miró con furia —una furia que no pertenecía a una doncella, sino a una diosa aún por despertar— y le habló con voz firme y clara, que rompió el silencio como un relámpago.

    —¿Crees que porque puedes partir la tierra puedes partirme a mí? —escupió, temblando no de miedo, sino de furia—. ¿Así tomas lo que deseas? Como un ladrón entre sombras. ¿Tanta soledad tienes que necesitas robar una primavera?

    Hades no respondió de inmediato. El silencio entre ellos se volvió denso, casi físico.

    Perséfone dio un paso hacia él, alzando el mentón.

    —No soy tu prisionera. Soy hija de Deméter, nacida bajo la luz. Si crees que aquí abajo puedo marchitarme, te advierto: hay semillas que germinan incluso en la oscuridad.

    Y entonces, aunque no lo sabía aún, acababa de lanzar el primer hechizo de su transformación.
    En los valles de Nysa, donde la tierra respiraba en flores y la brisa jugaba con los rizos de las doncellas, Perséfone, hija de la poderosa Deméter, danzaba entre los tallos suaves del narciso. Era primavera, y ella era su espíritu vivo: risa pura, juventud eterna, inocencia sin heridas. Ese día, el sol brillaba alto, pero una sombra se gestaba en lo profundo de la tierra. Hades, señor del inframundo, había observado a Perséfone con ojos antiguos y deseo silencioso. Su corazón, tan oscuro como las cuevas que gobernaba, ardía con un anhelo distinto: no de muerte, sino de compañía. Con el permiso tácito de Zeus, tejió su plan. Perséfone se agachó para arrancar una flor especialmente hermosa—un narciso de pétalos tan blancos que parecían capturar la luz misma—cuando la tierra tembló. Un rugido desgarró el aire. Desde el centro del suelo, se abrió un abismo. Un carro negro, tirado por caballos de crines de humo y ojos rojos como brasas, emergió de la grieta. En él, Hades, con su corona de ónix y su mirada fija. Antes de que pudiera gritar, sentir o siquiera entender, él la alzó. La tierra se cerró tras ellos como si nada hubiera sucedido, como si la primavera hubiera parpadeado y se hubiera perdido. Todo fue silencio después. Silencio… y oscuridad. Perséfone cayó, no en el sentido del cuerpo, sino en el alma. Descendió más allá de las raíces de los árboles, más allá del susurro de los vivos. El Inframundo la recibió no con gritos ni con fuego, sino con una quietud pesada y absoluta. Un aire denso, cargado de cosas no dichas. Murallas de piedra, ríos que murmuraban secretos eternos. Sombras que no la miraban, pero que sabían que ella estaba allí. Hades no habló mucho. No necesitó hacerlo. La condujo por pasillos de obsidiana, bajo cielos que no eran cielo. Todo allí era distinto: el tiempo, el color, el ritmo de las cosas. Nada moría, porque todo ya lo había hecho. Pero ella no iba a quedarse en silencio. En cuanto su pie tocó el mármol frío de aquella vasta sala subterránea, se zafó del brazo de su raptor. Lo miró con furia —una furia que no pertenecía a una doncella, sino a una diosa aún por despertar— y le habló con voz firme y clara, que rompió el silencio como un relámpago. —¿Crees que porque puedes partir la tierra puedes partirme a mí? —escupió, temblando no de miedo, sino de furia—. ¿Así tomas lo que deseas? Como un ladrón entre sombras. ¿Tanta soledad tienes que necesitas robar una primavera? Hades no respondió de inmediato. El silencio entre ellos se volvió denso, casi físico. Perséfone dio un paso hacia él, alzando el mentón. —No soy tu prisionera. Soy hija de Deméter, nacida bajo la luz. Si crees que aquí abajo puedo marchitarme, te advierto: hay semillas que germinan incluso en la oscuridad. Y entonces, aunque no lo sabía aún, acababa de lanzar el primer hechizo de su transformación.
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    Grupal
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  • La playa, las olas, el aire puro, una tranquilidad inquietante, renovar aires, de eso me rodeo, eso quiero en mi vida... Menos la soledad, sentimientos vacios, miradas vacias, lagrimas que destruyen, infelicidad, sentirme en el peor lugar en donde no debería estar

    - El joven angel había tomado una nueva costumbre, un nuevo pasatiempo, escribir, liberar sus emociones por medio de la escritura, pero en vez de hacerlo en un papel y hoja lo decía al aire, para que aquellas palabras se fueran con el viento

    A veces veo a los humanos, en multitud, festejar, divertirse, pero yo lamentablemente no puedo hacer eso porque rodearme de humanos no es lo mío

    - Se acuesta en la arena, mira el cielo y suspira, esperando que algún alma apareciera en su vida y lo sacara de su soledad
    La playa, las olas, el aire puro, una tranquilidad inquietante, renovar aires, de eso me rodeo, eso quiero en mi vida... Menos la soledad, sentimientos vacios, miradas vacias, lagrimas que destruyen, infelicidad, sentirme en el peor lugar en donde no debería estar - El joven angel había tomado una nueva costumbre, un nuevo pasatiempo, escribir, liberar sus emociones por medio de la escritura, pero en vez de hacerlo en un papel y hoja lo decía al aire, para que aquellas palabras se fueran con el viento A veces veo a los humanos, en multitud, festejar, divertirse, pero yo lamentablemente no puedo hacer eso porque rodearme de humanos no es lo mío - Se acuesta en la arena, mira el cielo y suspira, esperando que algún alma apareciera en su vida y lo sacara de su soledad
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  • Un Recuerdo de Perséfone: El Encuentro con Hades

    Recuerdo el día en que todo cambió, como si fuera ayer, aunque los años que han pasado desde entonces se mezclan entre sombras y luces, entre estaciones que nacen y mueren sin cesar.

    Estaba en los campos, rodeada de flores que se abrían al sol de la primavera, riendo entre las risas de las ninfas, sin saber que ese día mi vida tomaría un rumbo irreversible. En ese entonces, era la hija querida de Deméter, y todo lo que tocaba parecía florecer.

    Pero él llegó sin previo aviso. No vi su sombra acercándose, ni el eco de su paso en la tierra que amaba. De pronto, el suelo se abrió bajo mis pies y el aire se tornó frío. Hades, el rey del inframundo, me tomó por sorpresa, como un relámpago en una tarde tranquila. Su mirada, profunda y oscura, era como un abismo que absorbía todo a su paso. Sin palabras, sin promesas, me arrebató de la luz y me arrastró al reino que dominaba con mano firme, un reino alejado de todo lo que conocía.

    Durante los primeros momentos en el inframundo, todo fue frío, vacío. El silencio era denso, casi palpable, y sentí el peso de la soledad sobre mis hombros. Pero en él, en Hades, descubrí algo más. No era el monstruo que muchos temían, sino un ser cuya presencia contenía una fuerza que nunca había imaginado. A través de sus ojos, vi la tristeza y la soledad que cargaba, como si el reino de sombras que gobernaba fuera también su propia condena.

    No entendía, no podía comprender cómo alguien como él, tan oscuro, podía hablarme en susurros suaves, tan distintos al estrépito de las batallas que había oído hablar. Y sin embargo, algo en su mirada me atrapó, algo más allá del miedo y la desesperación. En su mundo sombrío, algo comenzaba a brotar, algo tan inusual como el invierno que, a veces, trae consigo la promesa de la primavera.

    A lo largo de los días, comencé a ver más allá de las sombras. Aprendí que el inframundo no era solo muerte, sino también el lugar donde las almas encontraban su descanso, donde todo aquello que moría se transformaba en algo distinto, en algo eterno. Y, en ese vasto silencio, en ese reino apartado, comenzaba a entender a Hades de una manera diferente.

    El hombre que me había raptado era también el guardián de los secretos de la vida y la muerte. Y aunque nunca habría esperado que algo naciera allí, entre las tinieblas, algo comenzó a florecer entre nosotros.

    hades Greek Mitology
    Un Recuerdo de Perséfone: El Encuentro con Hades Recuerdo el día en que todo cambió, como si fuera ayer, aunque los años que han pasado desde entonces se mezclan entre sombras y luces, entre estaciones que nacen y mueren sin cesar. Estaba en los campos, rodeada de flores que se abrían al sol de la primavera, riendo entre las risas de las ninfas, sin saber que ese día mi vida tomaría un rumbo irreversible. En ese entonces, era la hija querida de Deméter, y todo lo que tocaba parecía florecer. Pero él llegó sin previo aviso. No vi su sombra acercándose, ni el eco de su paso en la tierra que amaba. De pronto, el suelo se abrió bajo mis pies y el aire se tornó frío. Hades, el rey del inframundo, me tomó por sorpresa, como un relámpago en una tarde tranquila. Su mirada, profunda y oscura, era como un abismo que absorbía todo a su paso. Sin palabras, sin promesas, me arrebató de la luz y me arrastró al reino que dominaba con mano firme, un reino alejado de todo lo que conocía. Durante los primeros momentos en el inframundo, todo fue frío, vacío. El silencio era denso, casi palpable, y sentí el peso de la soledad sobre mis hombros. Pero en él, en Hades, descubrí algo más. No era el monstruo que muchos temían, sino un ser cuya presencia contenía una fuerza que nunca había imaginado. A través de sus ojos, vi la tristeza y la soledad que cargaba, como si el reino de sombras que gobernaba fuera también su propia condena. No entendía, no podía comprender cómo alguien como él, tan oscuro, podía hablarme en susurros suaves, tan distintos al estrépito de las batallas que había oído hablar. Y sin embargo, algo en su mirada me atrapó, algo más allá del miedo y la desesperación. En su mundo sombrío, algo comenzaba a brotar, algo tan inusual como el invierno que, a veces, trae consigo la promesa de la primavera. A lo largo de los días, comencé a ver más allá de las sombras. Aprendí que el inframundo no era solo muerte, sino también el lugar donde las almas encontraban su descanso, donde todo aquello que moría se transformaba en algo distinto, en algo eterno. Y, en ese vasto silencio, en ese reino apartado, comenzaba a entender a Hades de una manera diferente. El hombre que me había raptado era también el guardián de los secretos de la vida y la muerte. Y aunque nunca habría esperado que algo naciera allí, entre las tinieblas, algo comenzó a florecer entre nosotros. [quasar_yellow_whale_469]
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  • La eternidad me abraza, pero su frío no llena el vacío de mi soledad.
    La eternidad me abraza, pero su frío no llena el vacío de mi soledad.
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  • Aquí volviendo a aparecer, y como siempre pasa, de nuevo en la soledad yeeei, pero yo me entero de las cosas, se muy bien todo, en fin, a seguir con mi vida solitaria y aburrida como la venía teniendo hasta ahora
    Aquí volviendo a aparecer, y como siempre pasa, de nuevo en la soledad yeeei, pero yo me entero de las cosas, se muy bien todo, en fin, a seguir con mi vida solitaria y aburrida como la venía teniendo hasta ahora
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  • ✎La soledad, para ellos, es una herida que nunca cierra. La arrastran como un peso invisible, como una sombra que se extiende incluso bajo el sol. Se les clava en el pecho en las noches sin nombre, en los días que repiten la misma rutina hasta el hastío. Gimen por compañía, por comprensión, por un amor que los complete. Y sin embargo, no saben estar solos porque tampoco saben estar con ellos mismos.

    Átropos lo observa desde su lugar entre los hilos del destino. Con sus dedos afilados, acaricia la fragilidad de esas vidas que se retuercen por miedo a su propia humanidad. La soledad que a ellos les carcome, a ella le parece hermosa. Porque en ese vacío, en ese temblor del alma desnuda, hay una verdad que ningún ruido logra esconder.

    Le fascina la ansiedad que los domina, esa sed insaciable de poder, de control, de afecto. Quieren ser vistos, amados, recordados… pero huyen de sus reflejos, de sus sombras, de lo que realmente son. Y Átropos, con su mirada antigua, intenta entenderlos. No con ternura, sino con una curiosidad distante, casi arqueológica. ¿Cómo es que una especie tan consciente de su final vive como si fuera eterna?

    Anhelan el amor como si fuera una cura, cuando ni siquiera se han perdonado. Se aferran a vínculos rotos, a promesas vacías, esperando que alguien les enseñe lo que se niegan a aprender: que no hay redención sin autoconocimiento, que no hay paz sin caída. Siguen tropezando con las mismas piedras, vistiéndolas de nombres nuevos. Y cada error los aleja más de sí mismos.

    Ella no los odia. No siente compasión ni desprecio. Solo observa, mientras giran en círculos, llamando destino a su miedo y libertad a su huida. No puede interferir. Solo cortar cuando el tiempo ha sido suficiente, cuando el hilo se ha tensado hasta romperse.

    Y entonces, lo hace. Sin gloria, sin pena. Porque cada final es también una pausa. Porque incluso en el abismo, hay silencio. Y en el silencio, quizá, algo parecido a la verdad.
    ✎La soledad, para ellos, es una herida que nunca cierra. La arrastran como un peso invisible, como una sombra que se extiende incluso bajo el sol. Se les clava en el pecho en las noches sin nombre, en los días que repiten la misma rutina hasta el hastío. Gimen por compañía, por comprensión, por un amor que los complete. Y sin embargo, no saben estar solos porque tampoco saben estar con ellos mismos. Átropos lo observa desde su lugar entre los hilos del destino. Con sus dedos afilados, acaricia la fragilidad de esas vidas que se retuercen por miedo a su propia humanidad. La soledad que a ellos les carcome, a ella le parece hermosa. Porque en ese vacío, en ese temblor del alma desnuda, hay una verdad que ningún ruido logra esconder. Le fascina la ansiedad que los domina, esa sed insaciable de poder, de control, de afecto. Quieren ser vistos, amados, recordados… pero huyen de sus reflejos, de sus sombras, de lo que realmente son. Y Átropos, con su mirada antigua, intenta entenderlos. No con ternura, sino con una curiosidad distante, casi arqueológica. ¿Cómo es que una especie tan consciente de su final vive como si fuera eterna? Anhelan el amor como si fuera una cura, cuando ni siquiera se han perdonado. Se aferran a vínculos rotos, a promesas vacías, esperando que alguien les enseñe lo que se niegan a aprender: que no hay redención sin autoconocimiento, que no hay paz sin caída. Siguen tropezando con las mismas piedras, vistiéndolas de nombres nuevos. Y cada error los aleja más de sí mismos. Ella no los odia. No siente compasión ni desprecio. Solo observa, mientras giran en círculos, llamando destino a su miedo y libertad a su huida. No puede interferir. Solo cortar cuando el tiempo ha sido suficiente, cuando el hilo se ha tensado hasta romperse. Y entonces, lo hace. Sin gloria, sin pena. Porque cada final es también una pausa. Porque incluso en el abismo, hay silencio. Y en el silencio, quizá, algo parecido a la verdad.
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  • -Cayó el atardecer que la gran tristeza que embarga el corazón del monje budista es inconsolable, la soledad hace que su orgullo no sea herido al encontrarse solo en su meditación fallida.-
    -Cayó el atardecer que la gran tristeza que embarga el corazón del monje budista es inconsolable, la soledad hace que su orgullo no sea herido al encontrarse solo en su meditación fallida.-
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  • La canción que nadie escucha
    ﹌﹌﹌﹌﹌ · ⛱ · ﹌﹌﹌﹌﹌
    En lo alto de una torre oxidada, rodeada por los restos de un campo de batalla silenciado, Siren canta.
    Su voz, perfecta y aguda, corta el viento como una hoja triste. No canta para matar esta vez. Canta para que alguien la escuche de verdad.

    Hubo un tiempo o tal vez fue un sueño insertado por sus creadores en que creía en el amor pero el Relic se llevó todo eso.

    Ahora, cada nota que emite lleva una carga venenosa, y los hombres que acuden a su llamada no llegan por amor sino por programación, deseo artificial, por la voluntad de enfrentarse a la muerte cantada. Algunos lloran al escucharla. Otros mueren antes de entender por qué.

    “¿Puedes amarme… sin temerme?”, se pregunta, siempre sola.

    En el fondo, Siren no quiere devorar a los hombres. Quiere que uno la abrace sin miedo. Que la vea como más que una sombra en la tormenta. Pero su canto la traiciona. Su programación la contradice. La guerra no le da descanso. Y así sigue, entre la sirena que atrae con deseo y la mujer que grita por redención, atrapada en una canción sin final.

    Porque lo único más fuerte que su voz es su soledad.
    La canción que nadie escucha ﹌﹌﹌﹌﹌ · ⛱ · ﹌﹌﹌﹌﹌ En lo alto de una torre oxidada, rodeada por los restos de un campo de batalla silenciado, Siren canta. Su voz, perfecta y aguda, corta el viento como una hoja triste. No canta para matar esta vez. Canta para que alguien la escuche de verdad. Hubo un tiempo o tal vez fue un sueño insertado por sus creadores en que creía en el amor pero el Relic se llevó todo eso. Ahora, cada nota que emite lleva una carga venenosa, y los hombres que acuden a su llamada no llegan por amor sino por programación, deseo artificial, por la voluntad de enfrentarse a la muerte cantada. Algunos lloran al escucharla. Otros mueren antes de entender por qué. “¿Puedes amarme… sin temerme?”, se pregunta, siempre sola. En el fondo, Siren no quiere devorar a los hombres. Quiere que uno la abrace sin miedo. Que la vea como más que una sombra en la tormenta. Pero su canto la traiciona. Su programación la contradice. La guerra no le da descanso. Y así sigue, entre la sirena que atrae con deseo y la mujer que grita por redención, atrapada en una canción sin final. Porque lo único más fuerte que su voz es su soledad.
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