FLASHBACK — UNA HABITACIÓN DE MOTEL, EN ALGÚN LUGAR ENTRE LA NADA Y EL OLVIDO.
La lluvia golpeaba el tejado de lata como un recordatorio constante de que el mundo afuera seguía, indiferente. La habitación estaba iluminada apenas por la lámpara oxidada del buró; la luz amarilla le daba a las paredes un aire sepia, como si todo estuviera atrapado en un recuerdo que se negaba a morir.
Reina estaba acostada en la orilla de la cama, las manos entrelazadas como si pudiera contener algo en ellas. El agua de la ducha aún goteaba en el baño, pero hacía rato que se había bañado. No tenía ganas de secarse el cabello. No tenía ganas de nada.
Una camiseta vieja —suya— le cubría el torso. Una de esas que él dejaba tirada sin pensar, con el olor a acero, madera vieja y ese maldito aroma a él que no se iba ni con los años. Apretó la tela entre sus dedos como si fuera una cuerda que evitaba que se ahogara del todo.
La televisión estaba encendida en un canal que no veía. Las voces eran solo un ruido blanco. Ella miraba al vacío. Pero en realidad lo miraba a él. En su mente. En esos pequeños fragmentos donde aún existía, donde todavía sonreía torpemente, donde le tocaba la mejilla con esos dedos metálicos como si tuviera miedo de romperla.
—“No supe qué hacer contigo. Nunca supe qué hacer con todo lo que sentía cuando me mirabas…”
La frase le golpeó como un eco, como un susurro que él nunca dijo, pero que ella intuía. Siempre había algo contenido en Bucky, una guerra interna que nunca la dejó cruzar del todo. Y aún así… aún así, ella lo amó entero.
Se inclinó hacia la pequeña mesa de noche y abrió el cajón. Ahí estaba su celular viejo, apagado desde hacía meses. Dudó. Lo encendió. La pantalla tardó más de lo normal, pero finalmente apareció su fondo de pantalla: una foto borrosa de un atardecer que captaron juntos, sin rostros, solo colores, solo una sensación.
Entró en los mensajes. Deslizó hasta aquel que nunca envió:
“No espero que vuelvas, solo quiero que sepas que te amé. Que cada segundo contigo me dolió y me sanó al mismo tiempo. Que aún duermo de tu lado de la cama. Que aún guardo tu número… aunque ya no marque nada.”
El cursor parpadeó como un corazón nervioso. No lo envió. Apagó el celular. Se echó hacia atrás en la cama, dejando que las lágrimas finalmente rodaran sin permiso, sin orgullo.
La habitación olía a humedad, a encierro, a pasado. Ella olía a él. Y dolía. Cómo dolía seguir amándolo en un mundo donde ya no estaba.
Cerró los ojos.
Y por un instante, juraría que él estaba ahí. Sentado en la silla, como antes. Mirándola con ese gesto de culpa y ternura que solo él sabía hacer.
Pero al abrirlos, solo estaba la lluvia.
Y un silencio que nunca dejaría de sonar.
La lluvia golpeaba el tejado de lata como un recordatorio constante de que el mundo afuera seguía, indiferente. La habitación estaba iluminada apenas por la lámpara oxidada del buró; la luz amarilla le daba a las paredes un aire sepia, como si todo estuviera atrapado en un recuerdo que se negaba a morir.
Reina estaba acostada en la orilla de la cama, las manos entrelazadas como si pudiera contener algo en ellas. El agua de la ducha aún goteaba en el baño, pero hacía rato que se había bañado. No tenía ganas de secarse el cabello. No tenía ganas de nada.
Una camiseta vieja —suya— le cubría el torso. Una de esas que él dejaba tirada sin pensar, con el olor a acero, madera vieja y ese maldito aroma a él que no se iba ni con los años. Apretó la tela entre sus dedos como si fuera una cuerda que evitaba que se ahogara del todo.
La televisión estaba encendida en un canal que no veía. Las voces eran solo un ruido blanco. Ella miraba al vacío. Pero en realidad lo miraba a él. En su mente. En esos pequeños fragmentos donde aún existía, donde todavía sonreía torpemente, donde le tocaba la mejilla con esos dedos metálicos como si tuviera miedo de romperla.
—“No supe qué hacer contigo. Nunca supe qué hacer con todo lo que sentía cuando me mirabas…”
La frase le golpeó como un eco, como un susurro que él nunca dijo, pero que ella intuía. Siempre había algo contenido en Bucky, una guerra interna que nunca la dejó cruzar del todo. Y aún así… aún así, ella lo amó entero.
Se inclinó hacia la pequeña mesa de noche y abrió el cajón. Ahí estaba su celular viejo, apagado desde hacía meses. Dudó. Lo encendió. La pantalla tardó más de lo normal, pero finalmente apareció su fondo de pantalla: una foto borrosa de un atardecer que captaron juntos, sin rostros, solo colores, solo una sensación.
Entró en los mensajes. Deslizó hasta aquel que nunca envió:
“No espero que vuelvas, solo quiero que sepas que te amé. Que cada segundo contigo me dolió y me sanó al mismo tiempo. Que aún duermo de tu lado de la cama. Que aún guardo tu número… aunque ya no marque nada.”
El cursor parpadeó como un corazón nervioso. No lo envió. Apagó el celular. Se echó hacia atrás en la cama, dejando que las lágrimas finalmente rodaran sin permiso, sin orgullo.
La habitación olía a humedad, a encierro, a pasado. Ella olía a él. Y dolía. Cómo dolía seguir amándolo en un mundo donde ya no estaba.
Cerró los ojos.
Y por un instante, juraría que él estaba ahí. Sentado en la silla, como antes. Mirándola con ese gesto de culpa y ternura que solo él sabía hacer.
Pero al abrirlos, solo estaba la lluvia.
Y un silencio que nunca dejaría de sonar.
FLASHBACK — UNA HABITACIÓN DE MOTEL, EN ALGÚN LUGAR ENTRE LA NADA Y EL OLVIDO.
La lluvia golpeaba el tejado de lata como un recordatorio constante de que el mundo afuera seguía, indiferente. La habitación estaba iluminada apenas por la lámpara oxidada del buró; la luz amarilla le daba a las paredes un aire sepia, como si todo estuviera atrapado en un recuerdo que se negaba a morir.
Reina estaba acostada en la orilla de la cama, las manos entrelazadas como si pudiera contener algo en ellas. El agua de la ducha aún goteaba en el baño, pero hacía rato que se había bañado. No tenía ganas de secarse el cabello. No tenía ganas de nada.
Una camiseta vieja —suya— le cubría el torso. Una de esas que él dejaba tirada sin pensar, con el olor a acero, madera vieja y ese maldito aroma a él que no se iba ni con los años. Apretó la tela entre sus dedos como si fuera una cuerda que evitaba que se ahogara del todo.
La televisión estaba encendida en un canal que no veía. Las voces eran solo un ruido blanco. Ella miraba al vacío. Pero en realidad lo miraba a él. En su mente. En esos pequeños fragmentos donde aún existía, donde todavía sonreía torpemente, donde le tocaba la mejilla con esos dedos metálicos como si tuviera miedo de romperla.
—“No supe qué hacer contigo. Nunca supe qué hacer con todo lo que sentía cuando me mirabas…”
La frase le golpeó como un eco, como un susurro que él nunca dijo, pero que ella intuía. Siempre había algo contenido en Bucky, una guerra interna que nunca la dejó cruzar del todo. Y aún así… aún así, ella lo amó entero.
Se inclinó hacia la pequeña mesa de noche y abrió el cajón. Ahí estaba su celular viejo, apagado desde hacía meses. Dudó. Lo encendió. La pantalla tardó más de lo normal, pero finalmente apareció su fondo de pantalla: una foto borrosa de un atardecer que captaron juntos, sin rostros, solo colores, solo una sensación.
Entró en los mensajes. Deslizó hasta aquel que nunca envió:
“No espero que vuelvas, solo quiero que sepas que te amé. Que cada segundo contigo me dolió y me sanó al mismo tiempo. Que aún duermo de tu lado de la cama. Que aún guardo tu número… aunque ya no marque nada.”
El cursor parpadeó como un corazón nervioso. No lo envió. Apagó el celular. Se echó hacia atrás en la cama, dejando que las lágrimas finalmente rodaran sin permiso, sin orgullo.
La habitación olía a humedad, a encierro, a pasado. Ella olía a él. Y dolía. Cómo dolía seguir amándolo en un mundo donde ya no estaba.
Cerró los ojos.
Y por un instante, juraría que él estaba ahí. Sentado en la silla, como antes. Mirándola con ese gesto de culpa y ternura que solo él sabía hacer.
Pero al abrirlos, solo estaba la lluvia.
Y un silencio que nunca dejaría de sonar.
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