• FLASHBACK — UNA HABITACIÓN DE MOTEL, EN ALGÚN LUGAR ENTRE LA NADA Y EL OLVIDO.

    La lluvia golpeaba el tejado de lata como un recordatorio constante de que el mundo afuera seguía, indiferente. La habitación estaba iluminada apenas por la lámpara oxidada del buró; la luz amarilla le daba a las paredes un aire sepia, como si todo estuviera atrapado en un recuerdo que se negaba a morir.

    Reina estaba acostada en la orilla de la cama, las manos entrelazadas como si pudiera contener algo en ellas. El agua de la ducha aún goteaba en el baño, pero hacía rato que se había bañado. No tenía ganas de secarse el cabello. No tenía ganas de nada.

    Una camiseta vieja —suya— le cubría el torso. Una de esas que él dejaba tirada sin pensar, con el olor a acero, madera vieja y ese maldito aroma a él que no se iba ni con los años. Apretó la tela entre sus dedos como si fuera una cuerda que evitaba que se ahogara del todo.

    La televisión estaba encendida en un canal que no veía. Las voces eran solo un ruido blanco. Ella miraba al vacío. Pero en realidad lo miraba a él. En su mente. En esos pequeños fragmentos donde aún existía, donde todavía sonreía torpemente, donde le tocaba la mejilla con esos dedos metálicos como si tuviera miedo de romperla.

    —“No supe qué hacer contigo. Nunca supe qué hacer con todo lo que sentía cuando me mirabas…”

    La frase le golpeó como un eco, como un susurro que él nunca dijo, pero que ella intuía. Siempre había algo contenido en Bucky, una guerra interna que nunca la dejó cruzar del todo. Y aún así… aún así, ella lo amó entero.

    Se inclinó hacia la pequeña mesa de noche y abrió el cajón. Ahí estaba su celular viejo, apagado desde hacía meses. Dudó. Lo encendió. La pantalla tardó más de lo normal, pero finalmente apareció su fondo de pantalla: una foto borrosa de un atardecer que captaron juntos, sin rostros, solo colores, solo una sensación.

    Entró en los mensajes. Deslizó hasta aquel que nunca envió:

    “No espero que vuelvas, solo quiero que sepas que te amé. Que cada segundo contigo me dolió y me sanó al mismo tiempo. Que aún duermo de tu lado de la cama. Que aún guardo tu número… aunque ya no marque nada.”



    El cursor parpadeó como un corazón nervioso. No lo envió. Apagó el celular. Se echó hacia atrás en la cama, dejando que las lágrimas finalmente rodaran sin permiso, sin orgullo.

    La habitación olía a humedad, a encierro, a pasado. Ella olía a él. Y dolía. Cómo dolía seguir amándolo en un mundo donde ya no estaba.

    Cerró los ojos.

    Y por un instante, juraría que él estaba ahí. Sentado en la silla, como antes. Mirándola con ese gesto de culpa y ternura que solo él sabía hacer.

    Pero al abrirlos, solo estaba la lluvia.

    Y un silencio que nunca dejaría de sonar.
    FLASHBACK — UNA HABITACIÓN DE MOTEL, EN ALGÚN LUGAR ENTRE LA NADA Y EL OLVIDO. La lluvia golpeaba el tejado de lata como un recordatorio constante de que el mundo afuera seguía, indiferente. La habitación estaba iluminada apenas por la lámpara oxidada del buró; la luz amarilla le daba a las paredes un aire sepia, como si todo estuviera atrapado en un recuerdo que se negaba a morir. Reina estaba acostada en la orilla de la cama, las manos entrelazadas como si pudiera contener algo en ellas. El agua de la ducha aún goteaba en el baño, pero hacía rato que se había bañado. No tenía ganas de secarse el cabello. No tenía ganas de nada. Una camiseta vieja —suya— le cubría el torso. Una de esas que él dejaba tirada sin pensar, con el olor a acero, madera vieja y ese maldito aroma a él que no se iba ni con los años. Apretó la tela entre sus dedos como si fuera una cuerda que evitaba que se ahogara del todo. La televisión estaba encendida en un canal que no veía. Las voces eran solo un ruido blanco. Ella miraba al vacío. Pero en realidad lo miraba a él. En su mente. En esos pequeños fragmentos donde aún existía, donde todavía sonreía torpemente, donde le tocaba la mejilla con esos dedos metálicos como si tuviera miedo de romperla. —“No supe qué hacer contigo. Nunca supe qué hacer con todo lo que sentía cuando me mirabas…” La frase le golpeó como un eco, como un susurro que él nunca dijo, pero que ella intuía. Siempre había algo contenido en Bucky, una guerra interna que nunca la dejó cruzar del todo. Y aún así… aún así, ella lo amó entero. Se inclinó hacia la pequeña mesa de noche y abrió el cajón. Ahí estaba su celular viejo, apagado desde hacía meses. Dudó. Lo encendió. La pantalla tardó más de lo normal, pero finalmente apareció su fondo de pantalla: una foto borrosa de un atardecer que captaron juntos, sin rostros, solo colores, solo una sensación. Entró en los mensajes. Deslizó hasta aquel que nunca envió: “No espero que vuelvas, solo quiero que sepas que te amé. Que cada segundo contigo me dolió y me sanó al mismo tiempo. Que aún duermo de tu lado de la cama. Que aún guardo tu número… aunque ya no marque nada.” El cursor parpadeó como un corazón nervioso. No lo envió. Apagó el celular. Se echó hacia atrás en la cama, dejando que las lágrimas finalmente rodaran sin permiso, sin orgullo. La habitación olía a humedad, a encierro, a pasado. Ella olía a él. Y dolía. Cómo dolía seguir amándolo en un mundo donde ya no estaba. Cerró los ojos. Y por un instante, juraría que él estaba ahí. Sentado en la silla, como antes. Mirándola con ese gesto de culpa y ternura que solo él sabía hacer. Pero al abrirlos, solo estaba la lluvia. Y un silencio que nunca dejaría de sonar.
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  • ─────────𝐼𝑣𝑎𝑛𝑜𝑣𝑎 𝐁𝐨𝐬𝐬
    Tener un Personaje Mafioso... Es tener una puerta a Roles oscuros, tramas negras, policiacas y sobretodo...

    Mafiosas.

    En ese mundo la violencia reina, la elegancia es la ley, y los finales felices solo existen en mitos. Solo armas, disparos y un montón de drama mezclado con accion.

    ¿Eres capaz de crear un rol oscuro o.... Prefieres los finales felices?
    ─────────𝐼𝑣𝑎𝑛𝑜𝑣𝑎 🌹𝐁𝐨𝐬𝐬 Tener un Personaje Mafioso... Es tener una puerta a Roles oscuros, tramas negras, policiacas y sobretodo... Mafiosas. En ese mundo la violencia reina, la elegancia es la ley, y los finales felices solo existen en mitos. Solo armas, disparos y un montón de drama mezclado con accion. ¿Eres capaz de crear un rol oscuro o.... Prefieres los finales felices? 🌹
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  • FLASHBACK: “El último regalo de Wade”

    La ciudad huele a metal quemado, a pólvora y decepción. El cielo, cubierto por nubes tan grises como su humor. Reina está sola en una azotea, con los nudillos partidos y el orgullo intacto. Ya no está Wade. Y lo más jodido de todo… es que lo extraña. Pero no lo diría ni aunque le pagaran.

    —Claro que sí, Wade. Abandoname con todo este mierdero encima. Muy en tu estilo. —masculla, mientras escupe sangre al suelo y se acomoda el hombro dislocado como si fuera rutina. Porque ya lo es.

    La pelea fue brutal. No fue contra una amenaza mundial, ni un supervillano de película. Fue contra un grupo de imbéciles con complejo de semidios, traficantes de tecnología Chitauri modificada. Pero para Reina fue más que una misión: fue la primera sin él.

    Y dolía.

    —¿Dónde carajos estás cuando te necesito, idiota? —le grita al vacío. Como si Wade respondiera desde algún rincón del multiverso con un chiste inapropiado.

    No lo hace. Pero en su cabeza, lo escucha:

    —“¿Otra vez te estás metiendo en peleas sin mí, pequeña psicópata? Maldita sea, te crié bien.”

    Eso le arranca una risa. Amarga. Como un trago de whisky barato después de una pelea que no querías ganar. Wade le enseñó muchas cosas: a usar su ira como arma, a reírse mientras sangra, a no pedir permiso. Pero también le enseñó a no confiar demasiado, porque incluso él se fue.

    —“El día que pelees sin mí y no mueras, vas a saber quién carajos eres.” —le había dicho una vez, entre tacos de carnitas y explosiones.

    Y ahora, ahí estaba. Viva. Ensangrentada. Y sola.

    —Bueno, Wade… sobreviví. ¿Ahora qué? —susurra al cielo.

    Una patrulla vuela por el horizonte. Ella baja la mirada. Camina hacia el borde de la azotea. Y justo antes de saltar al siguiente edificio, deja una pequeña bomba de humo con una calcomanía pegada.

    Un unicornio con una espada. La firma de Wade.

    —Pero si vuelves, idiota... más te vale no haberme olvidado. —y desaparece entre el humo.
    FLASHBACK: “El último regalo de Wade” La ciudad huele a metal quemado, a pólvora y decepción. El cielo, cubierto por nubes tan grises como su humor. Reina está sola en una azotea, con los nudillos partidos y el orgullo intacto. Ya no está Wade. Y lo más jodido de todo… es que lo extraña. Pero no lo diría ni aunque le pagaran. —Claro que sí, Wade. Abandoname con todo este mierdero encima. Muy en tu estilo. —masculla, mientras escupe sangre al suelo y se acomoda el hombro dislocado como si fuera rutina. Porque ya lo es. La pelea fue brutal. No fue contra una amenaza mundial, ni un supervillano de película. Fue contra un grupo de imbéciles con complejo de semidios, traficantes de tecnología Chitauri modificada. Pero para Reina fue más que una misión: fue la primera sin él. Y dolía. —¿Dónde carajos estás cuando te necesito, idiota? —le grita al vacío. Como si Wade respondiera desde algún rincón del multiverso con un chiste inapropiado. No lo hace. Pero en su cabeza, lo escucha: —“¿Otra vez te estás metiendo en peleas sin mí, pequeña psicópata? Maldita sea, te crié bien.” Eso le arranca una risa. Amarga. Como un trago de whisky barato después de una pelea que no querías ganar. Wade le enseñó muchas cosas: a usar su ira como arma, a reírse mientras sangra, a no pedir permiso. Pero también le enseñó a no confiar demasiado, porque incluso él se fue. —“El día que pelees sin mí y no mueras, vas a saber quién carajos eres.” —le había dicho una vez, entre tacos de carnitas y explosiones. Y ahora, ahí estaba. Viva. Ensangrentada. Y sola. —Bueno, Wade… sobreviví. ¿Ahora qué? —susurra al cielo. Una patrulla vuela por el horizonte. Ella baja la mirada. Camina hacia el borde de la azotea. Y justo antes de saltar al siguiente edificio, deja una pequeña bomba de humo con una calcomanía pegada. Un unicornio con una espada. La firma de Wade. —Pero si vuelves, idiota... más te vale no haberme olvidado. —y desaparece entre el humo.
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  • —John Walker cruzado de brazos, mirada de macho alfa en oferta, voz elevada como si eso bastara para imponer respeto—

    John Walker: ¿Márquez, no vas a pelear o qué?

    Reina, sentada sobre una caja de suministros como si esperara su café, se levanta y le devuelve la mirada con media sonrisa torcida—

    ¿Acaso tengo que ensuciarme para crear caos? Mira y aprende, Capitán de caja de cereal… Yo juego con las reglas del glitch.

    — Y justo cuando termina de hablar, una tubería a espaldas de Walker estalla sin previo aviso, cubriéndolo de agua turbia y humo. Reina mantuvo su sonrisa torcida, aguantando las ganas de reír.—
    —John Walker cruzado de brazos, mirada de macho alfa en oferta, voz elevada como si eso bastara para imponer respeto— John Walker: ¿Márquez, no vas a pelear o qué? Reina, sentada sobre una caja de suministros como si esperara su café, se levanta y le devuelve la mirada con media sonrisa torcida— ¿Acaso tengo que ensuciarme para crear caos? Mira y aprende, Capitán de caja de cereal… Yo juego con las reglas del glitch. — Y justo cuando termina de hablar, una tubería a espaldas de Walker estalla sin previo aviso, cubriéndolo de agua turbia y humo. Reina mantuvo su sonrisa torcida, aguantando las ganas de reír.—
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  • —La taza de café a medio camino entre sus labios, los ojos abiertos como platos y una ceja arqueada en lo que solo puede describirse como “¿Qué carajos acabás de decir?”.

    ¿Una cabra, un sacerdote ciego y un lanzallamas? Wade… ¿Esto es una confesión o estás buscando que alguien te encierre? —Comento Reina, intentando mantener la compostura mientras su alma abandonaba lentamente el grupo de apoyo mental que se había formado en su cabeza para lidiar con Wade.—
    —La taza de café a medio camino entre sus labios, los ojos abiertos como platos y una ceja arqueada en lo que solo puede describirse como “¿Qué carajos acabás de decir?”. ¿Una cabra, un sacerdote ciego y un lanzallamas? Wade… ¿Esto es una confesión o estás buscando que alguien te encierre? —Comento Reina, intentando mantener la compostura mientras su alma abandonaba lentamente el grupo de apoyo mental que se había formado en su cabeza para lidiar con Wade.—
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  • ——— 𝙻𝚊 𝙷𝚊𝚋𝚒𝚝𝚊𝚌𝚒ó𝚗 𝙽𝚎𝚐𝚛𝚊

    Un nivel por debajo del club, oculto incluso para los ojos más curiosos, se encuentra La Habitación Negra.
    No hay acceso libre, no hay llaves visibles. Solo unos pocos conocen su existencia. Este santuario subterráneo no está destinado al placer, sino al poder.

    La Habitación Negra es el arsenal personal, meticulosamente mantenido, del ex-líder de The Animals. Un recuerdo de su reinado. Un lugar donde la violencia descansa como una bestia enjaulada, esperando ser despertada.

    Entre sus paredes reforzadas se encuentra lo último en ingeniería armamentística, tanto clásica como experimental. Cada pieza ha sido seleccionada especialmente por su letalidad contra objetivos de cualquier naturaleza.

    Entre su contenido se encuentran:

    ——— Armas de fuego modificadas (pistolas silenciadas, subfusiles compactos, rifles de precisión).
    ——— Munición de todo tipo.
    ——— Cuchillas ceremoniales y navajas de diseño personalizado.
    ——— Explosivos inteligentes y cargas controladas.
    ——— Dispositivos de rastreo y vigilancia de última generación.
    ——— Chalecos tácticos, trajes de camuflaje urbano y equipo para infiltración.
    ——— Drogas de combate, estimulantes y antídotos en cápsulas selladas.
    ——— Documentación falsificada, chips de identidad, teléfonos sin rastro.
    ——— Un espacio reservado para artefactos antiguos, algunos imposibles de catalogar.

    Kalhi NigDurgae Wolf ᴬᵁ
    ——— 𝙻𝚊 𝙷𝚊𝚋𝚒𝚝𝚊𝚌𝚒ó𝚗 𝙽𝚎𝚐𝚛𝚊 Un nivel por debajo del club, oculto incluso para los ojos más curiosos, se encuentra La Habitación Negra. No hay acceso libre, no hay llaves visibles. Solo unos pocos conocen su existencia. Este santuario subterráneo no está destinado al placer, sino al poder. La Habitación Negra es el arsenal personal, meticulosamente mantenido, del ex-líder de The Animals. Un recuerdo de su reinado. Un lugar donde la violencia descansa como una bestia enjaulada, esperando ser despertada. Entre sus paredes reforzadas se encuentra lo último en ingeniería armamentística, tanto clásica como experimental. Cada pieza ha sido seleccionada especialmente por su letalidad contra objetivos de cualquier naturaleza. Entre su contenido se encuentran: ——— Armas de fuego modificadas (pistolas silenciadas, subfusiles compactos, rifles de precisión). ——— Munición de todo tipo. ——— Cuchillas ceremoniales y navajas de diseño personalizado. ——— Explosivos inteligentes y cargas controladas. ——— Dispositivos de rastreo y vigilancia de última generación. ——— Chalecos tácticos, trajes de camuflaje urbano y equipo para infiltración. ——— Drogas de combate, estimulantes y antídotos en cápsulas selladas. ——— Documentación falsificada, chips de identidad, teléfonos sin rastro. ——— Un espacio reservado para artefactos antiguos, algunos imposibles de catalogar. [kalh1] [Wolfy]
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  • "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella)

    El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos.

    Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino.

    Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo.

    Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente.

    Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar.

    Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras.

    Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor.

    Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto.

    Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado.

    Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser.

    El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
    "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella) El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos. Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino. Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo. Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente. Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar. Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras. Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor. Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto. Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado. Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser. El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
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  • "El día que los muertos caminaron con la primavera"

    Melinoë

    La tierra crujió al abrirse. No fue un estruendo, ni un rugido; fue un suspiro hondo, húmedo, como el sonido de una herida que no cierra. De esa fisura emergió Perséfone, reina de lo que yace bajo los pies del mundo, vestida con los jirones del invierno y el olor dulce del olvido. Detrás de ella, en silencio absoluto, Melíone ascendía.

    La hija venía como una sombra que no busca luz. No tocaba nada, pero todo en su presencia se helaba un poco. Ninguna palabra brotó de su boca. Era una criatura hecha del eco de los partos malogrados, de las velas apagadas antes del deseo, del miedo que nadie pronuncia pero todos cargan. Melíone no preguntaba. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era comprensión sin lenguaje.

    Perséfone no miraba atrás. No debía. Si lo hacía, se arriesgaba a ver en los ojos de su hija la verdad cruda de lo que había creado.

    Salieron al mundo cuando la primera brisa del equinoccio aún dormía en las ramas más altas. Perséfone pisó la tierra como quien reclama una deuda. Cada paso suyo sembraba vida, sí, pero una vida enferma, ambigua, que florecía con un temblor de fiebre. Las flores brotaban de golpe, con un estallido que parecía dolor más que gozo, y se marchitaban en segundos, como si entendieran que no debían durar.

    Atravesaron campos en barbecho, donde los cuervos vigilaban desde postes torcidos. Perséfone no acarició ningún tallo ni saludó a criatura alguna. Su andar era el de una madre que no espera gratitud. La tierra la reconocía, pero no la amaba. Le temía, porque sabía que cada año venía a recordar el precio del verde.

    El mundo de los vivos se estremecía a su paso. Las aguas se detenían apenas un segundo. Las madres sentían un escalofrío en la espalda mientras peinaban a sus hijos. Los perros dejaban de ladrar y miraban al vacío, con el hocico bajo. Algo antiguo y sin nombre estaba entre ellos, pero ninguno se atrevía a nombrarlo.

    Melíone caminaba detrás, sin tocar nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia ya era impacto. Allí donde posaba los ojos, el metal se oxidaba más rápido, los relojes perdían segundos y las frutas en los mercados se ennegrecían desde dentro. No dejaba huellas. No olía a nada. Y, sin embargo, los vivos sentían que alguien los miraba con el peso de una eternidad sin rostro.

    Perséfone avanzaba sin mirar a su hija, pero sabía que ella absorbía todo: el dolor de los nacimientos, la torpeza de los besos apresurados, la desesperación de los cuerpos que envejecen sin sentido. Era un viaje de iniciación, pero no hacia la vida. Era el bautismo lento y cruel de quien debe entender la existencia para gobernar su final.

    No hubo palabras. No las había entre ellas. Solo el crujido de la hierba, el silbido lejano de un gallo, el sol temblando en el horizonte como una promesa podrida. Perséfone guió a su hija por pueblos que olvidarán esa mañana para siempre. Por iglesias donde los santos lloraban sangre reseca. Por cementerios donde las lápidas se estremecieron, reconociendo una presencia más profunda que la muerte.

    Cuando el recorrido terminó, Perséfone se detuvo frente a un rosal seco. No lo tocó. Lo miró. Y al instante, floreció con una belleza grotesca: pétalos gruesos, rojo casi negro, espinas como dientes. Era una ofrenda. O una advertencia.

    Sin mirar a Melíone, volvió al camino hacia abajo. El descenso era lento. Los vivos no la vieron irse. Pero durante días, el aire tuvo ese sabor raro, entre sangre y tierra mojada. Durante semanas, los niños soñaron con mujeres vestidas de luto y fuego. Y durante años, cada primavera se volvió un poco más triste.

    Así fue el primer viaje de madre e hija. No se habló de él. Pero el mundo, desde entonces, recuerda.
    "El día que los muertos caminaron con la primavera" [Mel_Infra] La tierra crujió al abrirse. No fue un estruendo, ni un rugido; fue un suspiro hondo, húmedo, como el sonido de una herida que no cierra. De esa fisura emergió Perséfone, reina de lo que yace bajo los pies del mundo, vestida con los jirones del invierno y el olor dulce del olvido. Detrás de ella, en silencio absoluto, Melíone ascendía. La hija venía como una sombra que no busca luz. No tocaba nada, pero todo en su presencia se helaba un poco. Ninguna palabra brotó de su boca. Era una criatura hecha del eco de los partos malogrados, de las velas apagadas antes del deseo, del miedo que nadie pronuncia pero todos cargan. Melíone no preguntaba. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era comprensión sin lenguaje. Perséfone no miraba atrás. No debía. Si lo hacía, se arriesgaba a ver en los ojos de su hija la verdad cruda de lo que había creado. Salieron al mundo cuando la primera brisa del equinoccio aún dormía en las ramas más altas. Perséfone pisó la tierra como quien reclama una deuda. Cada paso suyo sembraba vida, sí, pero una vida enferma, ambigua, que florecía con un temblor de fiebre. Las flores brotaban de golpe, con un estallido que parecía dolor más que gozo, y se marchitaban en segundos, como si entendieran que no debían durar. Atravesaron campos en barbecho, donde los cuervos vigilaban desde postes torcidos. Perséfone no acarició ningún tallo ni saludó a criatura alguna. Su andar era el de una madre que no espera gratitud. La tierra la reconocía, pero no la amaba. Le temía, porque sabía que cada año venía a recordar el precio del verde. El mundo de los vivos se estremecía a su paso. Las aguas se detenían apenas un segundo. Las madres sentían un escalofrío en la espalda mientras peinaban a sus hijos. Los perros dejaban de ladrar y miraban al vacío, con el hocico bajo. Algo antiguo y sin nombre estaba entre ellos, pero ninguno se atrevía a nombrarlo. Melíone caminaba detrás, sin tocar nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia ya era impacto. Allí donde posaba los ojos, el metal se oxidaba más rápido, los relojes perdían segundos y las frutas en los mercados se ennegrecían desde dentro. No dejaba huellas. No olía a nada. Y, sin embargo, los vivos sentían que alguien los miraba con el peso de una eternidad sin rostro. Perséfone avanzaba sin mirar a su hija, pero sabía que ella absorbía todo: el dolor de los nacimientos, la torpeza de los besos apresurados, la desesperación de los cuerpos que envejecen sin sentido. Era un viaje de iniciación, pero no hacia la vida. Era el bautismo lento y cruel de quien debe entender la existencia para gobernar su final. No hubo palabras. No las había entre ellas. Solo el crujido de la hierba, el silbido lejano de un gallo, el sol temblando en el horizonte como una promesa podrida. Perséfone guió a su hija por pueblos que olvidarán esa mañana para siempre. Por iglesias donde los santos lloraban sangre reseca. Por cementerios donde las lápidas se estremecieron, reconociendo una presencia más profunda que la muerte. Cuando el recorrido terminó, Perséfone se detuvo frente a un rosal seco. No lo tocó. Lo miró. Y al instante, floreció con una belleza grotesca: pétalos gruesos, rojo casi negro, espinas como dientes. Era una ofrenda. O una advertencia. Sin mirar a Melíone, volvió al camino hacia abajo. El descenso era lento. Los vivos no la vieron irse. Pero durante días, el aire tuvo ese sabor raro, entre sangre y tierra mojada. Durante semanas, los niños soñaron con mujeres vestidas de luto y fuego. Y durante años, cada primavera se volvió un poco más triste. Así fue el primer viaje de madre e hija. No se habló de él. Pero el mundo, desde entonces, recuerda.
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  • “Recuerdo del Nacimiento de Zagreus”

    A veces, cuando el silencio me envuelve en los pasillos del Inframundo, me detengo a recordar aquel día.
    El día en que nació nuestro hijo.

    Mi cuerpo no se transformó como el de una mortal. Cambió con lentitud y poder, como si el universo mismo estuviera dentro de mí, latiendo con un pulso antiguo y profundo. La energía que me habitaba alteró todo a mi alrededor: el aire se volvió denso, los jardines florecían sin control, y las sombras murmuraban a cada paso que daba.

    Hades no me dejó sola ni un instante. Estaba conmigo en cada respiración, en cada estremecimiento de mi piel. Me cuidaba con manos firmes y ojos llenos de una ternura que rara vez mostraba a otros. Sentía cómo cada noche, entre palabras y caricias, fortalecíamos lo que habíamos creado juntos.

    Y entonces, llegó el momento.

    Recuerdo el temblor del suelo bajo mis pies. Recuerdo el grito que brotó de lo más profundo de mí, no de dolor, sino de vida. Un llamado primitivo, antiguo, que hizo eco en cada rincón del Inframundo.

    Hades llegó a mi lado cubierto en ceniza, como si él también hubiese ardido en la espera. Me sostuvo con fuerza, y nuestros ojos se encontraron. En ese instante, no éramos rey y reina. Éramos simplemente dos almas esperando recibir un milagro.

    Y cuando nuestro hijo nació…
    no lloró.
    Rugió.

    Un sonido profundo, ancestral, como si la esencia del Inframundo tomara forma en su voz. Tenía el cabello oscuro como la noche sin luna y ojos que parecían hechos de estrellas muertas. En su piel brillaba un fuego que no quemaba, pero que imponía respeto.

    Lo sostuve en brazos, y el mundo pareció detenerse.

    —Nuestro hijo —dije, con lágrimas en los ojos—. Nacido del amor, del poder… del destino.

    Hades lo alzó al cielo oscuro del Inframundo, y en ese preciso instante, algo cambió en el universo.
    El Olimpo despertó inquieto.
    Los dioses sintieron que un nuevo poder caminaba entre los suyos.

    Zagreus había llegado.

    No era solo un niño.

    Era la prueba viviente de que el Inframundo no era estéril.
    Que incluso en la oscuridad más absoluta puede florecer la vida.
    Que el amor no necesita la luz del sol para ser fecundo.
    Que una reina de primavera puede dar a luz entre las cenizas y el fuego, sin perder su esencia, sino transformándola.

    Él fue mi renacer.
    Mi hijo.
    Mi legado.
    La fusión de lo salvaje y lo tierno.
    Del fin y del comienzo.

    Y mientras los dioses se agitaban en sus tronos, temiendo lo que aún no entendían, yo sonreía.

    Porque en mis brazos dormía algo más que poder.
    Dormía esperanza.
    “Recuerdo del Nacimiento de Zagreus” A veces, cuando el silencio me envuelve en los pasillos del Inframundo, me detengo a recordar aquel día. El día en que nació nuestro hijo. Mi cuerpo no se transformó como el de una mortal. Cambió con lentitud y poder, como si el universo mismo estuviera dentro de mí, latiendo con un pulso antiguo y profundo. La energía que me habitaba alteró todo a mi alrededor: el aire se volvió denso, los jardines florecían sin control, y las sombras murmuraban a cada paso que daba. Hades no me dejó sola ni un instante. Estaba conmigo en cada respiración, en cada estremecimiento de mi piel. Me cuidaba con manos firmes y ojos llenos de una ternura que rara vez mostraba a otros. Sentía cómo cada noche, entre palabras y caricias, fortalecíamos lo que habíamos creado juntos. Y entonces, llegó el momento. Recuerdo el temblor del suelo bajo mis pies. Recuerdo el grito que brotó de lo más profundo de mí, no de dolor, sino de vida. Un llamado primitivo, antiguo, que hizo eco en cada rincón del Inframundo. Hades llegó a mi lado cubierto en ceniza, como si él también hubiese ardido en la espera. Me sostuvo con fuerza, y nuestros ojos se encontraron. En ese instante, no éramos rey y reina. Éramos simplemente dos almas esperando recibir un milagro. Y cuando nuestro hijo nació… no lloró. Rugió. Un sonido profundo, ancestral, como si la esencia del Inframundo tomara forma en su voz. Tenía el cabello oscuro como la noche sin luna y ojos que parecían hechos de estrellas muertas. En su piel brillaba un fuego que no quemaba, pero que imponía respeto. Lo sostuve en brazos, y el mundo pareció detenerse. —Nuestro hijo —dije, con lágrimas en los ojos—. Nacido del amor, del poder… del destino. Hades lo alzó al cielo oscuro del Inframundo, y en ese preciso instante, algo cambió en el universo. El Olimpo despertó inquieto. Los dioses sintieron que un nuevo poder caminaba entre los suyos. Zagreus había llegado. No era solo un niño. Era la prueba viviente de que el Inframundo no era estéril. Que incluso en la oscuridad más absoluta puede florecer la vida. Que el amor no necesita la luz del sol para ser fecundo. Que una reina de primavera puede dar a luz entre las cenizas y el fuego, sin perder su esencia, sino transformándola. Él fue mi renacer. Mi hijo. Mi legado. La fusión de lo salvaje y lo tierno. Del fin y del comienzo. Y mientras los dioses se agitaban en sus tronos, temiendo lo que aún no entendían, yo sonreía. Porque en mis brazos dormía algo más que poder. Dormía esperanza.
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