“Recuerdo del Nacimiento de Zagreus”
A veces, cuando el silencio me envuelve en los pasillos del Inframundo, me detengo a recordar aquel día.
El día en que nació nuestro hijo.
Mi cuerpo no se transformó como el de una mortal. Cambió con lentitud y poder, como si el universo mismo estuviera dentro de mí, latiendo con un pulso antiguo y profundo. La energía que me habitaba alteró todo a mi alrededor: el aire se volvió denso, los jardines florecían sin control, y las sombras murmuraban a cada paso que daba.
Hades no me dejó sola ni un instante. Estaba conmigo en cada respiración, en cada estremecimiento de mi piel. Me cuidaba con manos firmes y ojos llenos de una ternura que rara vez mostraba a otros. Sentía cómo cada noche, entre palabras y caricias, fortalecíamos lo que habíamos creado juntos.
Y entonces, llegó el momento.
Recuerdo el temblor del suelo bajo mis pies. Recuerdo el grito que brotó de lo más profundo de mí, no de dolor, sino de vida. Un llamado primitivo, antiguo, que hizo eco en cada rincón del Inframundo.
Hades llegó a mi lado cubierto en ceniza, como si él también hubiese ardido en la espera. Me sostuvo con fuerza, y nuestros ojos se encontraron. En ese instante, no éramos rey y reina. Éramos simplemente dos almas esperando recibir un milagro.
Y cuando nuestro hijo nació…
no lloró.
Rugió.
Un sonido profundo, ancestral, como si la esencia del Inframundo tomara forma en su voz. Tenía el cabello oscuro como la noche sin luna y ojos que parecían hechos de estrellas muertas. En su piel brillaba un fuego que no quemaba, pero que imponía respeto.
Lo sostuve en brazos, y el mundo pareció detenerse.
—Nuestro hijo —dije, con lágrimas en los ojos—. Nacido del amor, del poder… del destino.
Hades lo alzó al cielo oscuro del Inframundo, y en ese preciso instante, algo cambió en el universo.
El Olimpo despertó inquieto.
Los dioses sintieron que un nuevo poder caminaba entre los suyos.
Zagreus había llegado.
No era solo un niño.
Era la prueba viviente de que el Inframundo no era estéril.
Que incluso en la oscuridad más absoluta puede florecer la vida.
Que el amor no necesita la luz del sol para ser fecundo.
Que una reina de primavera puede dar a luz entre las cenizas y el fuego, sin perder su esencia, sino transformándola.
Él fue mi renacer.
Mi hijo.
Mi legado.
La fusión de lo salvaje y lo tierno.
Del fin y del comienzo.
Y mientras los dioses se agitaban en sus tronos, temiendo lo que aún no entendían, yo sonreía.
Porque en mis brazos dormía algo más que poder.
Dormía esperanza.
A veces, cuando el silencio me envuelve en los pasillos del Inframundo, me detengo a recordar aquel día.
El día en que nació nuestro hijo.
Mi cuerpo no se transformó como el de una mortal. Cambió con lentitud y poder, como si el universo mismo estuviera dentro de mí, latiendo con un pulso antiguo y profundo. La energía que me habitaba alteró todo a mi alrededor: el aire se volvió denso, los jardines florecían sin control, y las sombras murmuraban a cada paso que daba.
Hades no me dejó sola ni un instante. Estaba conmigo en cada respiración, en cada estremecimiento de mi piel. Me cuidaba con manos firmes y ojos llenos de una ternura que rara vez mostraba a otros. Sentía cómo cada noche, entre palabras y caricias, fortalecíamos lo que habíamos creado juntos.
Y entonces, llegó el momento.
Recuerdo el temblor del suelo bajo mis pies. Recuerdo el grito que brotó de lo más profundo de mí, no de dolor, sino de vida. Un llamado primitivo, antiguo, que hizo eco en cada rincón del Inframundo.
Hades llegó a mi lado cubierto en ceniza, como si él también hubiese ardido en la espera. Me sostuvo con fuerza, y nuestros ojos se encontraron. En ese instante, no éramos rey y reina. Éramos simplemente dos almas esperando recibir un milagro.
Y cuando nuestro hijo nació…
no lloró.
Rugió.
Un sonido profundo, ancestral, como si la esencia del Inframundo tomara forma en su voz. Tenía el cabello oscuro como la noche sin luna y ojos que parecían hechos de estrellas muertas. En su piel brillaba un fuego que no quemaba, pero que imponía respeto.
Lo sostuve en brazos, y el mundo pareció detenerse.
—Nuestro hijo —dije, con lágrimas en los ojos—. Nacido del amor, del poder… del destino.
Hades lo alzó al cielo oscuro del Inframundo, y en ese preciso instante, algo cambió en el universo.
El Olimpo despertó inquieto.
Los dioses sintieron que un nuevo poder caminaba entre los suyos.
Zagreus había llegado.
No era solo un niño.
Era la prueba viviente de que el Inframundo no era estéril.
Que incluso en la oscuridad más absoluta puede florecer la vida.
Que el amor no necesita la luz del sol para ser fecundo.
Que una reina de primavera puede dar a luz entre las cenizas y el fuego, sin perder su esencia, sino transformándola.
Él fue mi renacer.
Mi hijo.
Mi legado.
La fusión de lo salvaje y lo tierno.
Del fin y del comienzo.
Y mientras los dioses se agitaban en sus tronos, temiendo lo que aún no entendían, yo sonreía.
Porque en mis brazos dormía algo más que poder.
Dormía esperanza.
“Recuerdo del Nacimiento de Zagreus”
A veces, cuando el silencio me envuelve en los pasillos del Inframundo, me detengo a recordar aquel día.
El día en que nació nuestro hijo.
Mi cuerpo no se transformó como el de una mortal. Cambió con lentitud y poder, como si el universo mismo estuviera dentro de mí, latiendo con un pulso antiguo y profundo. La energía que me habitaba alteró todo a mi alrededor: el aire se volvió denso, los jardines florecían sin control, y las sombras murmuraban a cada paso que daba.
Hades no me dejó sola ni un instante. Estaba conmigo en cada respiración, en cada estremecimiento de mi piel. Me cuidaba con manos firmes y ojos llenos de una ternura que rara vez mostraba a otros. Sentía cómo cada noche, entre palabras y caricias, fortalecíamos lo que habíamos creado juntos.
Y entonces, llegó el momento.
Recuerdo el temblor del suelo bajo mis pies. Recuerdo el grito que brotó de lo más profundo de mí, no de dolor, sino de vida. Un llamado primitivo, antiguo, que hizo eco en cada rincón del Inframundo.
Hades llegó a mi lado cubierto en ceniza, como si él también hubiese ardido en la espera. Me sostuvo con fuerza, y nuestros ojos se encontraron. En ese instante, no éramos rey y reina. Éramos simplemente dos almas esperando recibir un milagro.
Y cuando nuestro hijo nació…
no lloró.
Rugió.
Un sonido profundo, ancestral, como si la esencia del Inframundo tomara forma en su voz. Tenía el cabello oscuro como la noche sin luna y ojos que parecían hechos de estrellas muertas. En su piel brillaba un fuego que no quemaba, pero que imponía respeto.
Lo sostuve en brazos, y el mundo pareció detenerse.
—Nuestro hijo —dije, con lágrimas en los ojos—. Nacido del amor, del poder… del destino.
Hades lo alzó al cielo oscuro del Inframundo, y en ese preciso instante, algo cambió en el universo.
El Olimpo despertó inquieto.
Los dioses sintieron que un nuevo poder caminaba entre los suyos.
Zagreus había llegado.
No era solo un niño.
Era la prueba viviente de que el Inframundo no era estéril.
Que incluso en la oscuridad más absoluta puede florecer la vida.
Que el amor no necesita la luz del sol para ser fecundo.
Que una reina de primavera puede dar a luz entre las cenizas y el fuego, sin perder su esencia, sino transformándola.
Él fue mi renacer.
Mi hijo.
Mi legado.
La fusión de lo salvaje y lo tierno.
Del fin y del comienzo.
Y mientras los dioses se agitaban en sus tronos, temiendo lo que aún no entendían, yo sonreía.
Porque en mis brazos dormía algo más que poder.
Dormía esperanza.

