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𝑃𝑜𝑟𝑞𝑢𝑒 𝑒𝑙 𝑑𝑖𝑎𝑏𝑙𝑜 𝑦 𝑒𝑙 𝑐𝑜𝑦𝑜𝑡𝑒 𝑑𝑎𝑛 𝑚𝑎𝑠 𝑚𝑖𝑒𝑑𝑜 𝑎𝑡𝑎𝑑𝑜𝑠 𝑦 ℎ𝑎𝑚𝑏𝑟𝑖𝑒𝑛𝑡𝑜𝑠, 𝑒𝑛 𝑣𝑒𝑧 𝑑𝑒 𝑠𝑢𝑒𝑙𝑡𝑜𝑠 𝑦 ℎ𝑎𝑟𝑡𝑜𝑠.
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El ojo bien puesto en la mesa, contando una a una las balas. La ha visto varias veces ya, pero le sigue pareciendo sorprendente cuanto han cambiado las armas; pasó de revolveres, rifles y escopetas, a granadas y metralletas.
Hoy los niños ven un revolver y huyen despavoridos. Era una de las tantas quejas para con el mundo actual.
-Diecisiete tiros... ¿Cómo te llamas, preciosa? ¿Glock...?
Le murmuró al arma, de cerca, como un amante susurrando al oído. El cañón a milímetros del rostro, la corredera casi que besando la negrura de su extraña piel. Los cartuchos en la mesa desprendían un aroma bien conocido para él; pólvora.
Recuerdos revolotean, cargados en nostalgia. Entonces cerró su único ojo y se sumergió en memorias del ayer, uno tan lejano como el sol del día siguiente. Para cuando abrió los párpados ya estaba en otro lugar, en otro momento, en uno de los días donde la sangre corría bajo su piel tal y como debía hacer.
La puerta se abre por la mano de un joven Cormac, más vivo pero igual de tuerto. Frente a él hay cuatro hombres; Tres de sus lacayos y un viejo, dueño de la casa donde estaban pasando la noche y el mismo que maniataron para molestarlo y hacer de las suyas sin preocuparse de recibir plomo. Sentados en la mesa, repartiendo las cartas que seguramente pertenecían al anciano.
-Maleducados... ¿Por qué juegan sin mí?
Exclamó Cormac, quien tomó asiento luego de intercambiar un par de carcajadas con su camaradas. Entonces tomaron las cartas, las desparramaron una y otra vez sobre la madera e incluso la mancharon con el alcohol que habían robado en el atraco anterior. Todo marchaba bien, bajo las expectativas de los bandidos, hasta que el anciano habló.
-¿Puedo jugar?
Las miradas le cayeron duras. Medio ebrios y medio tontos, naturalmente rechazaron la petición e incluso se mofaron del viejo.
-¿Cómo crees, vejete pendejo?
Ramírez, el de rostro curtido y el más canoso del grupo, pellizcó el rostro del vejete. Pero antes de volver a repartir las cuartas fue detenido por Cormac, quien sonreía burlesco en dirección al maniatado.
-Dale cartas a él también, Ramírez.
Ahora las miradas caen en Cormac, incrédulas y expectantes de sus intenciones. Entonces el tuerto sacó un revolver, vacío el tambor y desparramó las balas sobre la mesa. Cargó una bala, acomodó el tambor y lo giró un total de cinco veces.
-Por cada ronda que ganemos le apuntaremos al anciano, y por cada ronda que él gane nos apuntará a uno de nosotros... El que lo mate se llevará el dinero que pongamos en la mesa.
Una vez anunciada la propuesta dejó caer el arma en el centro de la mesa, cargada con una única bala en una única recamara. Ramírez y compañía intercambiaron miradas, luego voltearon a Cormac y notaron que él intercambia miradas con el viejo. Inexpresivos estaban ambos, como un estanque de agua en un día sin viento. Cormac había notado que el anciano estaba demasiado tranquilo, incluso juraría haberlo visto reír por una de las bromas tontas soltadas durante las partidas anteriores. Pero no hubo cuestionamientos ni dudas, solo repartieron las cartas con ansias de descargar su malicias.
Transcurrieron las horas, las cartas españolas pasaron de mano en mano con cada partida, y ya la luna había abandonado su punto más alto en el cielo. Cinco rondas, una ganada por el viejo y las otras cuatro por Cormac y sus camaradas; no hubo disparo, solamente el susurro del viento, el danzar del fuego de la lámpara y los pésimos chistes de Ramírez.
(1/2)
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𝑃𝑜𝑟𝑞𝑢𝑒 𝑒𝑙 𝑑𝑖𝑎𝑏𝑙𝑜 𝑦 𝑒𝑙 𝑐𝑜𝑦𝑜𝑡𝑒 𝑑𝑎𝑛 𝑚𝑎𝑠 𝑚𝑖𝑒𝑑𝑜 𝑎𝑡𝑎𝑑𝑜𝑠 𝑦 ℎ𝑎𝑚𝑏𝑟𝑖𝑒𝑛𝑡𝑜𝑠, 𝑒𝑛 𝑣𝑒𝑧 𝑑𝑒 𝑠𝑢𝑒𝑙𝑡𝑜𝑠 𝑦 ℎ𝑎𝑟𝑡𝑜𝑠.
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El ojo bien puesto en la mesa, contando una a una las balas. La ha visto varias veces ya, pero le sigue pareciendo sorprendente cuanto han cambiado las armas; pasó de revolveres, rifles y escopetas, a granadas y metralletas.
Hoy los niños ven un revolver y huyen despavoridos. Era una de las tantas quejas para con el mundo actual.
-Diecisiete tiros... ¿Cómo te llamas, preciosa? ¿Glock...?
Le murmuró al arma, de cerca, como un amante susurrando al oído. El cañón a milímetros del rostro, la corredera casi que besando la negrura de su extraña piel. Los cartuchos en la mesa desprendían un aroma bien conocido para él; pólvora.
Recuerdos revolotean, cargados en nostalgia. Entonces cerró su único ojo y se sumergió en memorias del ayer, uno tan lejano como el sol del día siguiente. Para cuando abrió los párpados ya estaba en otro lugar, en otro momento, en uno de los días donde la sangre corría bajo su piel tal y como debía hacer.
La puerta se abre por la mano de un joven Cormac, más vivo pero igual de tuerto. Frente a él hay cuatro hombres; Tres de sus lacayos y un viejo, dueño de la casa donde estaban pasando la noche y el mismo que maniataron para molestarlo y hacer de las suyas sin preocuparse de recibir plomo. Sentados en la mesa, repartiendo las cartas que seguramente pertenecían al anciano.
-Maleducados... ¿Por qué juegan sin mí?
Exclamó Cormac, quien tomó asiento luego de intercambiar un par de carcajadas con su camaradas. Entonces tomaron las cartas, las desparramaron una y otra vez sobre la madera e incluso la mancharon con el alcohol que habían robado en el atraco anterior. Todo marchaba bien, bajo las expectativas de los bandidos, hasta que el anciano habló.
-¿Puedo jugar?
Las miradas le cayeron duras. Medio ebrios y medio tontos, naturalmente rechazaron la petición e incluso se mofaron del viejo.
-¿Cómo crees, vejete pendejo?
Ramírez, el de rostro curtido y el más canoso del grupo, pellizcó el rostro del vejete. Pero antes de volver a repartir las cuartas fue detenido por Cormac, quien sonreía burlesco en dirección al maniatado.
-Dale cartas a él también, Ramírez.
Ahora las miradas caen en Cormac, incrédulas y expectantes de sus intenciones. Entonces el tuerto sacó un revolver, vacío el tambor y desparramó las balas sobre la mesa. Cargó una bala, acomodó el tambor y lo giró un total de cinco veces.
-Por cada ronda que ganemos le apuntaremos al anciano, y por cada ronda que él gane nos apuntará a uno de nosotros... El que lo mate se llevará el dinero que pongamos en la mesa.
Una vez anunciada la propuesta dejó caer el arma en el centro de la mesa, cargada con una única bala en una única recamara. Ramírez y compañía intercambiaron miradas, luego voltearon a Cormac y notaron que él intercambia miradas con el viejo. Inexpresivos estaban ambos, como un estanque de agua en un día sin viento. Cormac había notado que el anciano estaba demasiado tranquilo, incluso juraría haberlo visto reír por una de las bromas tontas soltadas durante las partidas anteriores. Pero no hubo cuestionamientos ni dudas, solo repartieron las cartas con ansias de descargar su malicias.
Transcurrieron las horas, las cartas españolas pasaron de mano en mano con cada partida, y ya la luna había abandonado su punto más alto en el cielo. Cinco rondas, una ganada por el viejo y las otras cuatro por Cormac y sus camaradas; no hubo disparo, solamente el susurro del viento, el danzar del fuego de la lámpara y los pésimos chistes de Ramírez.
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